Animal

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Capítulo 9

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Alina Góluvev soñaba con arenas claras, aguas cristalinas y un sol cálido tostándole la piel de la espalda, cuando el sonido de su teléfono móvil la devolvió a la realidad.

Contestó de mala gana.

—¿Alina? —la voz estridente e imperiosa de su jefe la despabiló del todo.

—Germán, dime. Me has despertado —protestó la joven con ese acento ruso, cadencioso, en el que arrastraba ligeramente las erres y las eses y que tanto gustaba a sus clientes.

—Van a ir a verte dos polis —casi le gritó Germán al otro lado de la línea.

Alina se sentó en la cama de un salto.

—¿Dos polis? ¿Para qué? ¿Por qué? —preguntó atropelladamente.

—Calla y escucha. Han matado a Guzmán. Al lado de La Parada.

Der’mo… yebat’![1] —escupió Alina en su idioma materno, echándose la mano a la frente y olvidando que al otro lado de la línea su jefe estaba a punto de sufrir una apoplejía.

—Déjate de hostias y atiende. Te van a preguntar si esta madrugada estuve en el local. Les dices que sí, que no me moví en toda la noche. Llegué a las ocho de la tarde y no me moví de mi despacho, ¿está claro?

Da… perdón, sí…, pero yo no te vi, Germán. De hecho, solo te vi cuando llegabas a eso de las cuatro de la mañana —recalcó Alina con tono meloso. Le gustaba marcar las reglas del juego. No había llegado tan lejos por dejarse manipular sin obtener nada a cambio.

—¡Eso da igual! ¡Me importa tres cojones lo que vieras o no, Alina! ¡Les contarás lo que yo te diga! —gritó Germán perdiendo los estribos—. No quisiera recordarte lo mucho que me debes —le espetó con tono amenazador—. De la misma forma que te encumbré, te puedo aplastar como a un bicho.

—Está bien, Germán. Te vi —contestó Alina con sumisión.

—Y el martes estuviste con Guzmán. Les he contado que después de cenar estuvo contigo. Y no me preguntes por qué: las razones son más que evidentes. —Germán resollaba al otro lado del teléfono—. Ayer Guzmán no tenía previsto pasar por La Parada…

—Y no lo hizo —confirmó Alina anticipándose a la pregunta.

—Bien. Eso le dije a la policía: que no había estado por aquí, que la última vez que le vimos fue el martes.

—Está bien, Germán. Estar tú tranquilo, ¿ok? —convino Alina intentando calmar a su jefe. Conocía de lo que era capaz Germán cuando alguien le contrariaba. Su mal humor dejaba marcas bastante feas en el cuerpo e incluso, a veces, en la cara.

Hacía cinco años que Alina trabajaba para Casillas. Era una de las chicas con más privilegios en La Parada. Llevaba la agenda de su jefe —no la de citas, sino la de nombres y cantidades— y se encargaba de organizar las transacciones cuando algún cliente tenía una petición «especial». Ella era la responsable de traer la mercancía y de amansarla antes de ofrecerla al cliente. Se le daba bien. Y Germán confiaba en ella. Le había demostrado que se le daba mejor la logística del negocio que abrirse de piernas.

—Y otra cosa. Habla con las chicas. Explícales lo que ocurrirá si alguna se va de la lengua o no confirma palabra por palabra la versión que te acabo de contar; especialmente, Guadalupe.

Germán se preguntaba cuánto le habría contado ya la puta a la policía. Por su bien, esperaba que hubiera cerrado la boca.

—¿Guadalupe? ¿Por qué Guadalupe en especial? —preguntó Alina con desgana—. Tan solo es una puta de saldo.

—Será de saldo, pero ella fue la que encontró el cadáver de Guzmán. —Germán volvía a elevar la voz más de lo debido. Le exasperaba la tranquilidad de la rusa. ¿Es que su pequeña cabeza de chorlito no era capaz de procesar lo que se jugaban si la policía empezaba a hacer preguntas?

Alina no se preocupó lo más mínimo con aquella revelación. Guadalupe no sabía nada. Mucho menos que nada. Aquella puta vieja apenas tenía clientela fija y los pocos clientes fijos que le quedaban eran inofensivos.

No entendía por qué aquel nerviosismo por la muerte de Guzmán. Mejor. Frunció la nariz, en un gesto de asco.

«Era un cerdo asqueroso y empezaba a exigir demasiado», pensó.

—Escucha, Alina. —Germán la sacó de sus reflexiones con un tono más amigable—. Esta noche hablamos. Cíñete a lo que hemos acordado si esos polis pasan a verte.

—Estate tranquilo, Germán.

—Sí, ya…

Tras colgar el teléfono, Casillas se retrepó en la silla detrás de su escritorio. Apoyó los codos en la mesa y cruzó las manos en un gesto más propio de la oración.

—Alina no es estúpida —se dijo—. Sabe que si esto se descontrola, nos puede llegar la mierda hasta el cuello.

Pero, a pesar de aquellos pensamientos, más o menos tranquilizadores, Germán Casillas notó cómo el miedo anidaba en su interior y pudo sentir cómo el sudor le recorría el pecho.

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