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Capítulo 14

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La urbanización Villalegre estaba situada a la salida de Pola de Siero, en dirección a Cantabria, en una de las zonas altas de la localidad. Se la conocía como «la urbanización de los depósitos» porque antiguamente los depósitos municipales de agua ocupaban lo que ahora era la piscina de la urbanización.

Se trataba de una calle ancha, de doble dirección, con casas individuales en un lado y adosadas en el otro. El conjunto resultaba abigarrado a pesar de la amplitud de la vía. A Olivia, la urbanización siempre le había parecido presuntuosa, un quiero y no puedo. Los chalets individuales eran construcciones cuadradas de dos plantas, de ladrillo visto, encajonadas en parcelas de dimensiones ínfimas. Y los adosados, una réplica de los individuales, pero divididos en dos.

Mario aparcó al principio de la calle, que a esa hora estaba tranquila.

—¿Sabes en cuál vive? —preguntó mientras apagaba el motor del coche.

—No. Miraré los buzones.

Olivia se bajó. Comenzó por la acera de la derecha, en donde se ubicaban los chalets individuales. Al llegar al cuarto buzón de una de las casas, le hizo señas a Mario para que se uniera a ella.

El fotógrafo se colgó la cámara al cuello y aceleró el paso. Leyó los nombres que se indicaban en el buzón: Guzmán Ruiz y Victoria Barreda.

—Es aquí. Llama al timbre, Livi —pidió Mario.

Olivia tomó aire pues algo le decía que no iban a ser bien recibidos. En realidad, si ella estuviera en la piel de aquella mujer, viuda desde hacía escasas horas, tampoco tendría ganas de recibir a los medios de comunicación. A veces se sentía como un ave de rapiña. En aquel momento, por ejemplo: lista para escarbar sin piedad en el sufrimiento ajeno, para hacerse con los restos, con los últimos vestigios de dignidad de una familia que tenía que sufrir la pérdida de aquel que un día prometió protegerla, y ahora también la insensibilidad y el juicio público de una sociedad que más satisfecha de sí misma se sentía cuanto mayores eran las desgracias ajenas. Y ella iba a sembrar, con sus palabras escritas, la semilla de aquella ignominia.

Por un instante, quiso dar media vuelta y ceñirse al enfoque humano que le había pedido Adaro, aunque para ello tuviera que omitir información y maquillar la realidad.

Mario pareció leerle el pensamiento:

—Livi, si no eres tú, será otro. Al final, todo se acaba sabiendo y mejor que lo cuente El Diario y no El Ideal o Las Noticias, ¿no te parece?

Olivia miró a Mario y, muy a su pesar, asintió con la cabeza.

A veces su profesión era una mierda. Muchas veces. Demasiadas veces.

Aun así, pulsó aquel timbre.

Tras unos segundos, se abrió la puerta principal de la casa. Un niño de unos trece años salió al camino construido con losetas de piedra que iban desde la puerta de acceso exterior hasta la puerta de la vivienda. Caminó los escasos metros que las separaban y abrió la puerta de la finca.

Era desgarbado, de cabello moreno, tez pálida y tenía unos enormes ojos negros avellanados. Se les quedó mirando, sin decir palabra.

—Hola —saludó Olivia—. ¿Está tu madre en casa?

El chaval miró a Mario fijamente, ignorando la pregunta de Olivia.

—Te conozco —dijo señalando a Mario.

—¿Sí? ¿De qué?

—Eres el tío de Nico.

Mario abrió los ojos entre asombrado y curioso.

—Cierto. ¿De qué lo conoces?

—Somos amigos. Vamos juntos al cole. Me ha enseñado fotos.

—Pues encantado…

—Pablo, me llamo Pablo.

—Encantado de conocerte, Pablo.

En ese momento, una mujer de mediana edad, morena, elegantemente vestida salió de la casa. Era de baja estatura y de complexión delgada. Se acercó a Pablo con pasos rápidos y decididos.

—Entra en casa —le ordenó, tocándole con suavidad en el hombro.

El chico obedeció e hizo un gesto con la cabeza en señal de despedida. La mujer siguió a su hijo con la mirada hasta que estuvo dentro de la casa. Solo entonces centró su atención en Olivia y Mario.

—¿Qué desean? —preguntó a la defensiva.

—Somos del periódico El Diario

—¡Déjennos en paz! —espetó Victoria Barreda con hostilidad, pasando a tutearlos de forma deliberada—. No tenéis vergüenza.

—Señora Barreda, solo queremos hacerle unas preguntas para el periódico.

—Me da igual lo que queráis —contestó sin perder la compostura—. No volváis a molestarme, ni a mí, ni a mi hijo.

Clavó la mirada, furiosa, en Mario. Tenía los mismos ojos avellanados y oscuros que Pablo y la barbilla confería determinación a su rostro. Sin decir nada más, cerró la puerta de la finca y regresó al interior de la casa.

Olivia y Mario se miraron. La periodista se encogió de hombros. No era la primera vez que les daban con la puerta en las narices o que los trataban con hostilidad. Al menos, no habían tenido que salir corriendo, se consoló Olivia. Aún recordaba la persecución a pie que habían sufrido hacía unos años, cuando fueron al entierro de una mujer de etnia gitana asesinada de una paliza a manos de su marido. Los hombres del clan quisieron apalearlos a ellos también por intentar sacar una foto del sepelio.

—Bueno, esto era de esperar. ¿No creerías que nos iba a recibir con una sonrisa y una cerveza en la mano? —comentó Olivia con tono de «ya te lo dije».

—No, pero había que intentarlo —se defendió Mario.

—Guarda la cámara en el coche. Y vamos a comer algo en el bar de aquí al lado. ¡Tengo hambre!

—Sí, claro, ahora lo llaman así —respondió Mario con retintín.

Olivia abrió mucho los ojos y lo miró con cara inocente.

—Es verdad, tengo hambre —protestó.

—Eso no lo discuto. Pero la excusa de comer algo justo en el bar de aquí al lado…

—Si además de llenar el estómago nos podemos enterar de algo… ¿qué hay de malo?

Mario levantó las dos manos en señal de rendición. Cuando algo se le metía entre ceja y ceja a Olivia, era mejor no discutir.

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