Animal

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Capítulo 38

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El espectáculo era dantesco. El cuerpo de Victoria Barreda yacía en el suelo del salón, sobre un gran charco de sangre. No obstante, era evidente que no la habían matado en donde habían depositado el cuerpo, sino en el sofá, que aparecía cubierto en su totalidad por una gran mancha oscura. Si el cuerpo humano tiene cinco litros de sangre, Victoria Barreda los había perdido casi todos, además de los ojos y la lengua, que reposaban, como si de un adorno se tratara, sobre la enorme mesa de madera que presidía el comedor de la vivienda, justo al lado de un jarrón de lirios blancos que impregnaban la casa con un intenso olor dulzón.

Castro recorrió el cuerpo de la mujer con la mirada, intentando comprender la carnicería que tenía delante. Se estremeció al mirarle las cuencas de los ojos vacías y negruzcas por la sangre ya seca. Victoria Barreda, que hasta ese momento había sido sospechosa de encubrir a su marido, estaba tumbada bocarriba, con el cabello, apelmazado por la sangre, cuidadosamente colocado en forma de abanico, los brazos cruzados sobre el pecho, las manos entrelazadas y las piernas cerradas, en actitud piadosa, casi clemente. El asesino se había molestado en colocarla de manera que mantuviera cierta dignidad. ¿Una muestra de respeto? ¿O solo un mensaje? El inspector se acuclilló, con cuidado de no pisar la sangre, y examinó el cuerpo de cerca.

La mujer de Ruiz estaba vestida con una camisa beige y un pantalón de color chocolate. Castro se fijó en que iba calzada con unos zapatos de salón tipo stiletto en el mismo color que los pantalones. «Vestida para morir», pensó Castro con pesar. El rostro no mostraba señales de angustia, ni de miedo. La posición del cuerpo sugería placidez. Si no fuera por la sangre, que le recorría la barbilla desde la boca, y por la oquedad de las cuencas, parecería dormida.

Desde la llamada de Olivia los acontecimientos se habían precipitado. El descubrimiento del cadáver de la viuda de Ruiz no había hecho más que agrandar las lagunas que tenía el caso. Media hora después del hallazgo, la vivienda se había llenado de agentes de la Científica, coordinados por Montoro, que parecían hormigas sincronizadas en busca de huellas, muestras serológicas y las evidencias que pudiera haber en la escena del crimen. Nadie hablaba. Pero todos sabían lo que tenían que hacer de forma sistemática. Parecía una coreografía protagonizada por hombres vestidos con fundas blancas, que iban de un lado para otro de la casa aplicando polvos magnéticos para la extracción de huellas dactilares, con bolsas de pruebas, luminol, tubos de ensayo con anticoagulante, tiras adhesivas, papel absorbente y palillos de algodón. Coreografía eficientemente orquestada por Montoro, que se movía de un lado para otro con milimetrada diligencia, marcando pautas, haciendo observaciones, dando directrices a su equipo y supervisando el marcado y almacenaje de las pruebas para su traslado al laboratorio.

El único ruido que se oía era el del flash de la cámara fotográfica, cada vez que se disparaba para dejar constancia de aquel desbarajuste.

La juez Requena y el médico forense aún no habían llegado, de manera que tanto el cuerpo como los órganos extraídos no podían ser manipulados aún.

Gutiérrez estaba fuera de la vivienda, en donde se había concentrado una veintena de personas atraídas por el ruido de las sirenas y la llegada del coche fúnebre. También detectó la presencia de un par de medios de comunicación. «Carroñeros», pensó el subinspector con desprecio. En ese momento, distinguió a Mario Sarriá que intentaba abrirse paso hacia el cordón policial. Tenía el rostro desencajado y en cuanto localizó a Gutiérrez lo llamó a en voz alta.

Gutiérrez dio orden de que le dejaran pasar.

—Subinspector —dijo jadeando—, tengo que hablar con el inspector Castro. ¡Ahora mismo! —exigió el fotógrafo.

—Espere aquí y no se mueva —le ordenó Gutiérrez, dándose la vuelta y dirigiéndose al interior de la vivienda en busca de Castro.

Este aún se encontraba acuclillado junto al cuerpo de Victoria cuando el subinspector se acercó a él.

—Mario Sarriá está fuera. Quiere hablar contigo y parece nervioso —dijo Gutiérrez intentando no mirar el cadáver.

Castro se levantó y se dirigió a la salida.

—Señor Sarriá, ¿qué puedo hacer por usted?

Mario Sarriá le tendió el teléfono móvil.

—Olivia me ha pedido que le enseñe esto —explicó con urgencia.

Castro cogió el móvil y miró la imagen que ocupaba toda la pantalla. En ella se veía el cuerpo de Victoria Barreda tal cual lo acababa de contemplar hacía unos segundos. Con razón la periodista estaba tan alterada cuando lo llamó para avisarlo del posible asesinato de la mujer. Podía tratarse de un montaje, de una broma de mal gusto. Desgraciadamente, la foto era real y el cadáver, también.

—Me la mandó Olivia desde su móvil —explicó Mario—. Me pidió que se la trajera.

—¿Dónde está Olivia? —preguntó.

—Todavía no ha llegado —respondió el fotógrafo.

—Llámela y dígale que vaya a jefatura y me espere allí. Y no es una petición amistosa —resaltó Castro.

—La llamo ahora mismo. ¿Qué está pasando, inspector? ¿Por qué tiene Olivia la foto de Victoria Barreda muerta? —Mario Sarriá estaba nervioso, inquieto y su rostro mostraba una preocupación que el inspector Castro sentía como propia. No sabía las respuestas a sus preguntas. No sabía ni siquiera qué pensar. Le devolvió el móvil al fotógrafo. Necesitaba el de Olivia para tratar de rastrear la IP desde donde se había enviado la fotografía al móvil de la periodista. En realidad, necesitaba mucho más que eso. Necesitaba saber que Olivia estaba bien y que no corría peligro.

—Quiero que usted también vaya a jefatura —pidió Castro, haciendo caso omiso a las preguntas del fotógrafo—. Espérenme allí los dos. Y no se muevan hasta que yo llegue. No puedo garantizar su seguridad fuera de los muros de comisaría, ¿entendido?

—¿Cree que corremos peligro? ¿Olivia está en peligro? —La ansiedad de Mario iba en aumento.

—Ya no sé qué creer —confesó aspirando de forma larga y prolongada—. Pero el hecho de que su compañera esté en el punto de mira de un asesino no es buena señal. Haga lo que le digo.

Mario Sarriá asintió con la cabeza, sin insistir más y resignado ante el hecho de que, de momento, nadie le iba a dar explicaciones de aquella situación rocambolesca que estaba empezando a volverse peligrosa para su compañera.

El inspector Castro se encaminaba hacia el interior de la vivienda cuando hizo su aparición la juez Requena, seguida discretamente por su secretario y por el médico forense. La juez no traía cara de buenos amigos. Al llegar a la altura del inspector, se detuvo.

—Más tarde me tendrá que explicar qué motivos tenía para entrar por la fuerza en una vivienda particular sin haber solicitado siquiera una orden judicial. —Requena no estaba de buen humor—. Espero que tuviera un buen motivo porque, si no es así… me temo que está en un buen lío.

—Sí, señoría. —Castro no sentía ningún deseo de discutir con la juez y mucho menos en aquel instante.

—Y ahora, díganos qué tenemos —pidió la juez entrando en la vivienda y sin esperar respuesta.

El inspector suspiró y entró en la vivienda detrás de la juez y del médico forense, que se dirigió sin perder tiempo hacia el cuerpo.

—Recibimos un aviso del posible ataque a Victoria Barreda. Nos presentamos en la casa y la encontramos tal y como la están viendo. Ya estaba muerta cuando llegamos.

—Al doctor Flores ya lo conoce —dijo Requena mientras recorría con la mirada la actividad humana dentro de la casa—. Se encargó de la autopsia de Guzmán Ruiz.

Pero el doctor Flores ya no atendía. Se arrodilló junto al cuerpo, abrió su maletín y comenzó a sacar el instrumental para una primera inspección del cuerpo. Examinó las cuencas de los ojos y después abrió la boca del cadáver.

—Los ojos y la lengua están encima de la mesa. Nadie los ha tocado —informó Castro.

Flores levantó la vista primero hacia Castro y luego hacia la mesa. Se izó de su posición y se dirigió hacia donde le indicaba el inspector. No tocó nada. Se limitó a inspeccionar los órganos. Después se acercó al sofá y siguió el rastro de sangre que había dejado el cuerpo de Victoria al ser arrastrado. Volvió a acercarse al cuerpo con expresión ceñuda.

—Díganles a los agentes de la Científica que pueden procesar la mesa —señaló a la vez que sacaba de su maletín dos frascos dentro de los cuales introdujo, con sumo cuidado y haciendo uso de unas pinzas, la lengua y los ojos encontrados en la mesa.

Gutiérrez, siguiendo las indicaciones del médico forense, se aproximó a Montoro, quien asintió en silencio.

—Doctor Flores, ¿qué opina? —preguntó Requena al médico, que volvía a estar arrodillado junto al cadáver.

—A primera vista, por la lividez del cuerpo y la gran cantidad de sangre, diría que murió desangrada. Pero hay algo que me intriga. Aunque las heridas que presenta el cadáver son… brutales, no justifican tanta pérdida de sangre.

—¿Qué quiere decir? —repuso la juez.

—Que las heridas que presenta el cadáver no son suficientes para una hemorragia de tal magnitud —explicó a la vez que intentaba mover el cuerpo para comprobar la existencia de otras heridas—. Inspector, póngase unos guantes y ayúdeme a moverla —pidió.

Mientras Castro se hacía con los guantes, el médico forense fotografió el cuerpo.

Entre los dos lo movieron con mucho cuidado. El forense buscó bajo la ropa heridas abiertas o incisiones y le examinó la cabeza apartándole el pelo. No encontró nada.

—No puedo adelantar nada más. —Se levantó dirigiéndose a la juez, que se había mantenido en un segundo plano, observando al médico—. Evisceración ocular y lingual y gran pérdida de sangre.

—¿Ni la hora de la muerte? —inquirió Requena.

—De momento, no. Necesito tenerla en la mesa de autopsias. Lo siento —se disculpó Flores mientras se quitaba los guantes y recogía el instrumental dentro del maletín.

—¿Cuándo se pondrá con ella? —preguntó la magistrada con impaciencia mal disimulada.

—En cuanto llegue al Anatómico.

—Quiero que le dé prioridad absoluta —urgió Requena—. Es el segundo cadáver en menos de dos días. Necesitamos respuestas cuanto antes.

—Intentaré tener un informe preliminar a última hora de esta tarde.

La juez Requena ordenó el levantamiento del cadáver y después se acercó a Castro.

—Le veo en jefatura en quince minutos, inspector. Tenemos que hablar —ordenó la juez en un tono que no admitía réplica.

El inspector Castro buscó a Gutiérrez en cuanto la juez se hubo marchado.

—Jorge, tengo que volver a Oviedo. Necesito que te quedes y hables con los vecinos. Quizá alguno viera algo —suspiró—. Hoy va a ser otro día largo.

—Sí, jefe. ¿Se avecina tormenta?

—Más o menos. Habrá que capear el temporal como buenamente podamos.

De repente, Castro cayó en la cuenta de que Vitoria Barreda tenía un hijo y no había rastro de él.

—Jorge, ¿el hijo de Victoria Barreda?

—Estaba en el colegio. Una vecina ha ido a recogerlo.

—Llama a Asuntos Sociales. Hasta que avisemos a sus abuelos, tendrá que estar tutelado por ellos. Y hay que hablar con él. Estará muy asustado, pero hasta donde sabemos, él es el último que vio a la víctima con vida. Quizá notó si su madre estaba nerviosa o preocupada o puede que observara algo fuera de lo común.

—¿Es necesario, jefe? El chico tiene que estar conmocionado. Acaba de perder a su madre y a su padre.

—Lo es, Jorge.

Castro se dirigió hacia la salida. En cuanto abrió la puerta, maldijo interiormente la morbosa naturaleza de la gente. A pesar de que hacía más de una hora que habían llegado, la calle de la urbanización seguía atestada de curiosos. Parecía una romería.

—Jorge —llamó—, ordena que dispersen a la gente. Se acabó el circo.

Y sin esperar respuesta, salió al calor de aquel luminoso y soleado día de mediados de junio que hacía presagiar un verano muy poco típico del norte.

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