Animal

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Capítulo 39

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Mario Sarriá se encontraba en el despacho de Matías Adaro, quien no dejaba de pasear de un lado a otro como un león enjaulado. Se había quitado la chaqueta del traje y llevaba la corbata floja. Roberto Dorado, sentado junto a Mario, estaba lívido.

—¡La mujer de Ruiz, muerta! ¡Y Olivia paseando el culo por Galicia! —exclamó furioso el director del periódico—. ¡Llevábamos la voz cantante! ¡Y ahora se va todo al traste!

—No todo, Matías… De hecho…

—¡Cállate, Mario! —interrumpió Adaro—. No la defiendas más. Esta chica va a acabar conmigo. ¿Cuántos medios viste a la puerta de la casa?

—Tres o cuatro… pero escucha…

—Pero nada. ¡La noticia está aquí!

Adaro cada vez estaba más alterado. Estaba despeinado y parecía que los ojos fueran a salírsele de las órbitas.

—Autorizamos a Olivia a ir a Lugo. De hecho, la información de la estafa al Banco Galego es una información de primera. Tú mismo lo dijiste hace menos de una hora —contestó Dorado, a quien no le parecía justo el arrebato de Adaro contra la periodista, máxime recordando la llamada de Olivia desde Lugo y la euforia que había demostrado el director del diario con la información de la estafa financiera.

—La culpa es mía por transigir con las ideas peregrinas de esa chica —espetó el director cada vez más encolerizado.

—Las ideas peregrinas de esa chica te han dado muchos titulares, Matías, y nunca te he oído quejarte —saltó Mario, que no estaba dispuesto a que Adaro crucificara a Olivia por hacer su trabajo exactamente como se esperaba que lo hiciera.

—¿Quién iba a imaginarse que matarían a la viuda? —intermedió Dorado—. Si no fuera por eso, hoy volveríamos a abrir el periódico con una exclusiva.

—Pero ¡la han matado, Roberto! ¡Y no tenemos nada porque no estábamos donde deberíamos haber estado, que es en Pola de Siero!

Mario carraspeó y se removió incómodo en su silla.

—Sí, tenemos una exclusiva cuando Olivia autorice a publicarla. De hecho, aunque ella lo autorice, no sé si legalmente podremos hacerlo —dijo Mario.

Adaro se detuvo en seco y fue a sentarse detrás de su escritorio.

—¿De qué demonios hablas, Mario? —preguntó con voz contenida.

Roberto Dorado y Matías Adaro miraban fijamente al fotógrafo, que sacó el teléfono móvil del bolsillo, buscó la fotografía que le había enviado Olivia y se la enseñó al director del periódico.

—¡Por Dios Santo! —exclamó, entregándole después el teléfono a Dorado, quien se limitó a tragar saliva y a pasarse la mano por la frente.

Durante unos segundos, ninguno de los tres hombres abrió la boca. Adaro se mesó el cabello con talante nervioso, Dorado depositó el teléfono sobre la mesa y comenzó a jugar con un bolígrafo y Mario miraba a uno y otro en actitud expectante. Fue Mario quien rompió el hielo:

—Olivia está citada en jefatura. Estará al llegar. Y yo también. De hecho, ya debería estar allí. Solo he venido a enseñaros el material en persona.

—¿Os han citado a los dos? ¿La policía sabe que tenéis esta foto? —preguntó Adaro.

—Sí. —Mario tragó saliva. Era consciente de las implicaciones que conllevaba lo que iba a contar—. Fue Olivia quien avisó a la policía de la muerte de Victoria Barreda.

—Dios mío… ¿Pretendes decir que quien mató a esa mujer envió la foto a Olivia?

—La policía sospecha que sí. Necesitan procesar el móvil de Olivia.

Mario se cuidó de no hablarles del cuaderno que alguien había dejado en la puerta de Olivia, ni del ataque al coche de la periodista.

—Está bien. Pásame la foto por correo electrónico y vete a la comisaría —decidió Adaro—. Pero cuando salgáis de allí, quiero veros en mi despacho. A los dos —puntualizó.

—Bien —contestó Mario, a la vez que se levantaba de la silla—. Matías… alguien quiere convertir a Olivia en noticia. Y eso no es bueno.

—Nadie va a convertir a Olivia en noticia, Mario. Vete y luego hablamos.

El fotógrafo no estaba tan seguro de las palabras del director del periódico. Conocía demasiado bien los mecanismos del cuarto poder cuando se trataba de conseguir el mejor titular.

Cuando Mario se hubo marchado, Adaro llamó por línea interna a Carolina Vázquez y a Ángel Espín. El redactor jefe y la jefa de la sección de Regional entraron en el despacho. Carolina miró sin disimulo su reloj.

—Solo son las dos de la tarde. ¿No es muy temprano para una reunión de cambios? —preguntó la mujer con tono sarcástico, sin esperar a sentarse. Estaba acostumbrada a los cambios de última hora. Era el pan de cada día en el rotativo. Pero era en la reunión de las nueve de la noche donde se decidía la portada y se planteaban las posibles modificaciones, si es que las había. No antes de la hora de comer. Que el director del periódico los convocara con urgencia en su despacho a las dos de la tarde solo podía significar una cosa: algo muy gordo había pasado.

Adaro esperó a que los dos periodistas se sentaran. Abrió el correo electrónico y descargó la fotografía que Mario le acababa de enviar desde su teléfono móvil. En respuesta a la pregunta de Carolina, giró la pantalla del ordenador mostrándoles la imagen de Victoria Barreda, tirada en el suelo, con la mirada hueca y rodeada de sangre.

Carolina soltó un grito y se llevó las manos a la boca. Espín se desabrochó un botón de la camisa incapaz de articular palabra.

—Esto es lo que tenemos —comenzó Adaro—. Victoria Barreda fue encontrada sin vida hace apenas dos horas, en su casa. Olivia recibió esta foto en su móvil, antes de que encontraran el cuerpo. De hecho, ella dio el aviso a la policía del ataque a la mujer de Guzmán Ruiz. Todo parece indicar que se la mandó el propio asesino.

—¡Por el amor de Dios! ¿Y Olivia está bien? ¿Dónde está? —preguntó Carolina con preocupación.

—Olivia está llegando a la comisaría, si no ha llegado ya, para prestar declaración. Además, muy posiblemente le incauten el móvil para tratar de rastrear desde dónde se envió la imagen —explicó Adaro.

—¡Tenemos una bomba, Matías! —exclamó Espín emocionado y ya recuperado de la primera impresión.

—¡Por el amor de Dios, Ángel! —increpó Carolina indignada por la frivolidad del redactor jefe—. ¿Qué coño te pasa?

—¿No estarás pensando en publicarlo? —Esta vez fue Dorado el que habló dirigiéndose a Adaro, que observaba cada una de las reacciones de los periodistas.

Espín miró a Dorado con sorpresa, como si hubiera dicho una atrocidad.

—¿No pretenderás que metamos la foto en un cajón? —espetó Espín.

—Acabas de prometerle a Mario que no la publicarías, Matías —repuso Dorado, haciendo caso omiso de la provocación del redactor jefe.

—Lo que le prometí a Mario fue no convertir a Olivia en noticia, Roberto. Y eso lo voy a cumplir —contestó el director con tono contenido.

—Pero ¡es inmoral! ¡Esa mujer tiene familia, tiene un hijo pequeño! —imploró Dorado perdiendo los nervios.

—¿Desde cuándo tienes la moralidad tan sobrevalorada? —preguntó sarcásticamente Espín.

—Yo estoy con Roberto —defendió Carolina intentando parecer más tranquila de lo que en realidad estaba—. No podemos publicar la foto de esa mujer. Es indigno siquiera que lo estéis pensando.

—¿Por qué? ¿Porque está muerta? —insistió el redactor jefe—. ¿Sería más digno describir lo que le han hecho con palabras? ¿Es menos moral la imagen que las palabras? ¡Sois unos hipócritas!

Ángel Espín estaba acalorado y no dio muestras de ocultar la indignación que le provocaba tanta sensiblería por parte de sus compañeros.

—¡Basta! Lo primero que vamos a hacer es convocar al departamento jurídico. Más allá de consideraciones morales o éticas, tenemos que valorar las implicaciones legales que pudiera tener para el periódico la publicación de esta imagen —sentenció Adaro.

—Entonces ¿para qué nos has convocado? —preguntó Espín desconcertado—. Sabes de sobra lo que dirán esos abogados, que no tienen ni puta idea de lo que es vender un periódico.

—Para que mantengáis en previsión la historia, incluida la foto. Reservad el espacio en primera, una página a color, pero tened preparado un plan B, en el caso de que nuestros abogados desaconsejen su publicación —concluyó el director del periódico en un tono que no admitía réplica—. Seguiremos hablando en la reunión de última hora.

Espín hizo amago de protestar, pero se contuvo. Carolina Vázquez y Roberto Dorado se limitaron a asentir con la cabeza. Dorado se levantó bruscamente y salió del despacho dando un portazo.

—Carolina… habla con él. Quiero discreción. No comentéis nada con nadie, ¿estamos? —ordenó el director del periódico, dando por concluida la reunión.

Matías Adaro levantó el auricular del teléfono y llamó al departamento jurídico, por segunda vez en menos de una hora. Los despachos del equipo de abogados se encontraban en el mismo edificio que la redacción, una planta más arriba, aunque él evitaba subir a aquella zona del edificio.

—Óscar, soy Adaro. Necesito que vengas a mi despacho con urgencia. Tenemos un problema de cojones.

Adaro se quitó la corbata. Había empezado a sudar. Decir que aquel era un problema gordo era quedarse corto. Sabía que el departamento jurídico era más papista que el Papa cuando se trataba de proteger los intereses legales del rotativo. Intereses que chocaban directamente con los de redacción que, por norma general, eran menos arcaicos, en aras de la necesidad impuesta por el consejo de dirección de vender periódicos y quitarle zonas de venta a la competencia.

Adaro trataba de mantenerlos alejados de la redacción todo cuanto le era posible.

Pero, en esta ocasión, prefería sentirse como Poncio Pilatos y lavarse las manos.

Aquella foto era una patata caliente. Y estaba deseando pasársela a los chupatintas del periódico. Que ellos decidieran si aquella imagen se convertía en ríos de tinta o en ríos de sangre.

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