Animal

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Capítulo 41

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Olivia no estaba segura de cómo había llegado a la Jefatura Superior. Después de recibir la fotografía y de hablar con el inspector Castro, había comenzado a correr hacia el coche. Los transeúntes la miraban como si estuviera loca. Y probablemente la cara que mostraba mientras atravesaba el casco antiguo de Lugo, desencajada por la impresión de haber visto a Victoria Barreda desmadejada, ensangrentada y muerta, era lo más parecido a la de una desquiciada.

Mientras corría hacia el coche notaba en la garganta un regusto a óxido. Olivia siempre había pensado que así debía de ser el sabor de la sangre. Cuando estudiaba la carrera de Periodismo en Madrid, solía salir a correr a primera hora de la mañana. El ejercicio le sentaba bien, tanto a nivel físico como a nivel mental. Cuando corría, concentrada en el ritmo, en las pulsaciones, sin ninguna distracción más allá de la música que, a veces, escuchaba conectada a su móvil, su cuerpo se convertía en una máquina de precisión en donde solo había lugar para la respiración. Desconectar, desconectar. Un paso, otro. Izquierda, derecha. Unos metros más. Venga, Olivia, hasta el siguiente cruce. Cualquier problema, el estrés por los exámenes, la frustración por haber sido tan tonta de enrollarse con aquel tío y esperar a que luego la llamara para tomar un café… todo desaparecía. Todo excepto el sabor metálico que notaba en la garganta —Olivia fantaseaba que era la sangre que, harta de oxigenar aquel cuerpo acelerado, pugnaba por salir por el primer orificio que encontrase—, el bombeo del corazón que le subía hasta las sienes y, cuando empezó a fumar, la quemazón de los pulmones. Pero tras la carrera, su mente se reseteaba y su cuerpo se convertía en un recipiente dócil y relajado.

Ahora no fantaseaba. Lo notaba en la garganta y en la boca. El sabor metálico no era producto del vómito al ver la fotografía de Barreda. Era su sangre que empujaba con todas sus fuerzas hacia su cabeza. Notaba el bombeo a la altura de los ojos y de las sienes. Se le nublaba la vista y las piernas le temblaban. Pero aquel cuerpo suyo había tomado el mando y la obligaba a correr como en su vida lo había hecho. Corría, un pie, otro, más rápido…, pero ella se sentía como una espectadora, sin control, obediente a las órdenes que su cerebro enviaba a sus extremidades inferiores para acortar la distancia hasta su coche.

Cuando se sentó al volante, apenas podía respirar. La voz le salía entrecortada cuando llamó a Mario para pedirle que le llevara al inspector Castro la foto que acababa de mandarle por WhatsApp. No le dio ninguna explicación. No tenía tiempo para eso.

Arrancó el vehículo y puso rumbo a Oviedo. Cuando paró el coche delante de la jefatura fue como si despertase de un trance. Ya había llegado. Pero ¿cómo? Solo recordaba haber sorteado el tráfico entre maldiciones e improperios, pues todos los vehículos de Lugo parecían haberse puesto de acuerdo para ponerse a circular justo en el momento en el que ella quería salir de la ciudad. En cuanto se alejó del centro, su cerebro, de forma automática, se había puesto a los mandos del coche.

Mientras Olivia subía las escaleras recordó el radar de tramo a la altura de Mondoñedo o ¿era casi llegando a Lugo? «Mierda —pensó—, estar está y me lo he comido fijo».

Olivia apartó de su mente la futura multa por exceso de velocidad en cuanto vislumbró a Castro y su rostro descompuesto. Él, nada más verla, fue a su encuentro con semblante entre preocupado y malhumorado.

—Pensé que no llegabas —le espetó el inspector mientras la cogía por el brazo y la conducía hasta la sala donde la había interrogado el día anterior.

—Gracias por la preocupación. He venido en cuanto he podido dejar de vomitar. Estoy sin comer y son casi las cuatro —protestó Olivia cabreada por la brusquedad del policía.

—Perdona. —Castro suavizó el tono dándose cuenta de que el malestar que sentía no era culpa de Olivia. Estaba preocupado por ella y eso le enfurecía más de lo que estaba dispuesto a reconocer, eso sin contar la tarea que le acababa de encomendar la juez Requena. Necesitaba distancia con la periodista y no pegarse a ella como una lapa, que era precisamente lo que iba a tener que hacer en las siguientes horas o días. Por un lado, le atraía la idea de conocer mejor a aquella mujer cabezota, imprevisible e incontrolable. Pero, por otro, le aterraba. No quería ni necesitaba perder la cabeza por nadie. Y temía que si se acercaba demasiado a ella acabaría quemándose—. Déjame tu móvil, por favor. Hay que procesarlo —pidió de la forma más amable de la que fue capaz.

Olivia sacó el teléfono del bolso y se lo dio. Castro abrió el correo electrónico y entró directamente en el que le habían enviado a Olivia con la foto. Era un correo con un breve texto «¿Qué más necesitas para contar la verdad? No has utilizado el cuaderno. Seguro que esto te gusta más», con la foto como único adjunto y en el asunto, en letras mayúsculas, «IMPORTANTE. PUBLICAR». Eso le daba a Castro la razón: quien estuviera detrás de aquellos mensajes quería a Olivia viva y escribiendo. Al menos, de momento. Aun así, ese convencimiento no consiguió tranquilizarlo. La dirección desde la que se había enviado —lajusticia​noesciega​@gmail.com— con toda probabilidad había sido creada de forma expresa para enviar la fotografía. El inspector dudó que rastreando el correo se pudiera obtener algún dato útil. Cualquiera podía crearse una cuenta de Gmail, con datos falsos y para un único uso. La única esperanza era saber desde dónde se había enviado el correo electrónico.

—¿Tardarán mucho? Necesito el móvil para trabajar.

Castro salió de la sala con el móvil en la mano sin pararse a contestar a Olivia. Era fundamental que en Delitos Tecnológicos rastrearan la IP desde donde se había enviado la imagen.

—Cuéntame todo desde el principio —pidió cuando hubo regresado a la sala.

—No hay mucho que contar. Acababa de salir de hablar con el director de un banco. Estaba tomándome un más que merecido vino cuando me entró un correo electrónico en el móvil. Lo abrí, vi la foto, vomité y te llamé. Por ese orden. —Olivia estaba cansada y con ganas de irse a casa. Tenía mucho que hacer y no quería pasar la tarde en comisaría dando explicaciones.

—Imagino que no conoces al remitente —señaló Castro obviando el sarcasmo de la periodista.

—No. No está en mi libreta de direcciones. ¿La justicia no es ciega? Suena bastante a vendetta, ¿no crees?

Castro no hizo comentarios. La periodista tenía razón. Alguien se estaba tomando la justicia por su mano. Pero ¿de qué se vengaba? ¿Una estafa empresarial? ¿Un engaño? ¿Una transacción que salió mal? ¿El abuso de un niño? Había demasiadas opciones y muy pocas pistas.

—¿Sabes dónde está tu compañero? Le había citado aquí y aún no le he visto el pelo.

Olivia se mordió el labio inferior y bajó la mirada.

—Mario está en Gijón, en la redacción del periódico.

—¿Y qué demonios hace allí?

—Yo le pedí que fuera… con la foto.

—¡Por Dios santo, Olivia! —estalló Castro levantándose de la silla con brusquedad—. ¿Estás loca? ¡Cómo se te ocurre! ¡Estás violando el secreto de sumario de una investigación en curso!

—¡Eh! Yo no estoy violando nada, puesto que no pertenezco a la investigación. Y todos los datos que manejo, inclusive esa foto, los he conseguido por mi cuenta, al margen de la investigación oficial.

—¿Eres consciente de la que se puede liar si publicas esa foto?

—No pienso publicarla, inspector. Nunca he tenido intención de hacerlo. Sería inmoral, por no decir rastrero.

Castro estaba perplejo. Aquella mujer lo estaba volviendo loco.

—Yo me debo a quien me da de comer —continuó Olivia ante la mirada atónita del policía—. Si llegara a saberse que estoy en posesión de esa imagen y que se la oculté al periódico, podría costarme el puesto.

—Pero la publicarán, Olivia.

—No lo harán —rebatió ella convencida.

—¿Cómo estás tan segura? —preguntó Castro con escepticismo.

—Porque el departamento jurídico del periódico no lo permitirá. Si se publica esa foto, El Diario estaría violando, como poco, el derecho a la intimidad de la víctima. Se arriesgaría a una demanda de las gordas. Y si lo sé yo, créeme que los abogados del periódico también. —Olivia se masajeó las sienes con los dedos. Tenía ojeras y el tono apagado de la piel decía a gritos que el cansancio había hecho mella en ella—. Yo he hecho mi trabajo y he cumplido con mi deber entregando el material. Ahora, los abogados harán el suyo. Y aquí paz y después gloria. Todos contentos y nadie perjudicado.

—Espero que tengas razón. Por tu bien y por el mío.

—Conozco los mecanismos del periódico, inspector. Confía en mí.

—Está bien. ¿Qué has conseguido en Lugo?

—Pues no te vas a creer lo sinvergüenza que era Guzmán Ruiz.

—Me hago una idea.

Olivia le contó con detalle la estafa que había urdido Ruiz al Banco Galego durante años y la desaparición del dinero, una vez descubierto el fraude.

—Pero Ruiz no tenía antecedentes penales.

—Porque nunca se denunció. El banco corrió un tupido velo por miedo al escándalo y a las repercusiones que hubiera tenido para la entidad. Despidieron a Ruiz y restituyeron, de forma discreta, el dinero en la cuenta de los clientes.

—¿Hubo algún damnificado por la estafa, además del propio banco?

—No. El único cliente conocedor del hecho, que fue gracias al que se descubrió el pastel, fue indemnizado por el banco. Pero hubo despidos. El anterior director de la entidad fue despedido.

—¿Cuándo ocurrió esto?

—Hará cuatro años. Fue el motivo por el que Ruiz regresó a Pola de Siero.

—Es otra espita más.

—¿Después de cuatro años? ¿En serio? La venganza se sirve fría, pero en este caso estaría helada. Y, ¿por qué atacar a su mujer? No tiene sentido.

Castro se frotó los ojos. Ciertamente no tenía sentido. Pero nada en aquel caso lo tenía. Normalmente hubieran investigado al entorno más cercano de la víctima, es decir, familia y amigos. Pero Ruiz no tenía entorno más allá de su mujer, que ahora también estaba muerta, y su hijo. En cuanto a amigos, Germán Casillas, más que un amigo, Castro lo consideraba un socio en el negocio de prostitución infantil, que casi con toda seguridad regentaban entre los dos. La unidad de Delitos Tecnológicos ya estaba informada y, si bien ni Ruiz ni Casillas aparecían en ningún listado de pederastas ni pedófilos, el material encontrado en el ordenador de Ruiz, sumado al cuaderno con lo que parecían transacciones de menores, daba una idea bastante clara de lo que se traían entre manos.

—… y esto lo voy a publicar.

La voz clara y contundente de Olivia sacó a Castro de sus meditaciones.

—¿Que vas a publicar el qué? —preguntó Castro a la ofensiva.

—Lo de la estafa al banco. Esa información es mía y va a ser parte de lo que publique en la edición de mañana —señaló Olivia levantando la barbilla en actitud desafiante.

—Me gustaría que no lo hicieras. Pero… como dices, esa información es tuya y no seré yo quien te impida… en fin, hacer tu trabajo.

El inspector Castro hizo un ademán con la mano en señal de resignación.

—Y tú, ¿qué me puedes contar sin violar el secreto de sumario? —inquirió Olivia.

El inspector soltó una carcajada.

—Absolutamente nada, Olivia.

—Vamos… te he proporcionado una pista importante… dos, de hecho, si tenemos en cuenta el cuaderno que te traje ayer. No he publicado ni eso, ni voy a publicar la foto. Dame algo que pueda contar sin comprometerte y sin poner en peligro la investigación. ¿Se sabe la hora de la muerte? ¿La causa? ¿Hay algún sospechoso?

—Solo sabemos lo que tú ya sabes. Que Victoria Barreda está muerta. Asesinada. Como su marido. No conocemos la causa de la muerte, ni el motivo, ni evidencias de momento.

Olivia resopló. «Este hombre es insufrible», pensó.

En ese momento, asomó la cabeza Gutiérrez.

—Inspector, Mario Sarriá acaba de llegar. Y necesito hablar contigo. Es importante.

Castro se levantó y salió de la sala.

—Tengo a una testigo que asegura haber visto a un hombre a primera hora de la mañana delante de la puerta de la casa de Victoria Barreda —soltó Gutiérrez bajando la voz—. Es una vecina. Ha quedado en venir esta tarde a dar una descripción detallada.

—Bien. Al fin, algo de luz. Avisa al comisario mientras yo acabo con la periodista. ¿Sabes cómo van los registros?

—Solo sé que ya traen a Casillas y a Góluvev.

—Perfecto. Que los bajen al calabozo y avisa a los de Delitos Tecnológicos. Dile al fotógrafo que pase.

—Se te acumula el trabajo, jefe.

—No sabes hasta qué punto —respondió Castro pensando en la nochecita que le esperaba como poli de guardería.

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