Animal

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Capítulo 42

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En el mismo momento en el que Castro intentaba meter en vereda a Olivia y a Mario, un angustiado Germán Casillas era conducido en un zeta a la Jefatura Superior de Asturias. Decir que sudaba era quedarse corto. Todo su cuerpo transpiraba, impregnando el coche de un olor agrio y denso. El olor del miedo.

En su cabeza se agolpaban todas las posibilidades, que no eran muchas, de salir impune de aquella situación. Su corazón galopaba, respiraba con dificultad y era incapaz de centrar la mente en lo importante: tejer una mentira creíble y demostrable. Eso no sería un problema. Hablaría con su abogado y este hablaría con sus chicas. Pero estaba Alina. Alina no era dócil. Y tampoco leal. La única lealtad que conocía era la del color del dinero.

Habían encontrado el cuaderno. Los dos policías que lo habían esposado le acusaron de prostitución infantil y trata de menores. Le habían mirado con asco y desprecio. Pero no podrían demostrar nada. No podían relacionarlo con el negocio que tantos beneficios le había reportado en los últimos años. «Maldito Guzmán», pensó Casillas. En el cuaderno no aparecían nombres. La idea de utilizar nombres de muñecas para los menores y de personajes masculinos de cuentos infantiles para los clientes había sido brillante. Nadie podría relacionar al inocente Geppetto con el primogénito de la cuarta generación de la ilustre familia Torosona, filántropos, mecenas del arte asturiano, industriales de éxito desde tiempos de Alfonso XIII; ni a Bestia, con el diputado en la Junta General del Principado por Izquierda Liberal, o a Portos, con el accionista mayoritario de la empresa más importante a nivel nacional, con sede central en Asturias, de energías renovables. La lista de hombres de renombrada reputación asociados a un personaje de ficción infantil era larga en aquel cuaderno. Sería un escándalo si se llegaran a relacionar los nombres reales con sus degenerados alter ego.

Y luego estaban las pruebas que había atesorado durante aquellos años como seguro de vida contra Ruiz y contra toda aquella clientela, que tenían tanto de ricos y afamados pilares de la sociedad como de depravados. Nadie sabía de su existencia. Ni siquiera Alina. Y estaban bien escondidas en su despacho, a la vista de todo el mundo en realidad, pero ni siquiera la policía sería capaz de encontrar el escondite.

Casillas transpiraba por cada poro de su piel. Le corría el sudor por la frente, por las axilas. Lo notaba bajar por la espalda y por la oquedad allí donde acababa su pecho y empezaba la curva de su cada vez más prominente barriga.

Pero al menos había esperanza. No le llevaban detenido por asesinar a Ruiz. De eso, los agentes no habían dicho nada. Solo por el cuaderno. Solo por el cuaderno. «Venga, tranquilo. Esto tiene fácil solución. Cara, pero fácil», pensaba Casillas para darse ánimos mientras el zeta llegaba a las dependencias policiales.

Ánimos que se le atragantaron en cuanto vio a Alina, que bajaba de otro vehículo esposada. Casillas y ella se cruzaron las miradas. La de él, torva. La de ella, verde y rasgada. Casillas empezó a temblar. La mirada de la rusa no presagiaba nada bueno.

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