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Capítulo 58

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—¿Cómo que no hay orden de registro? —El inspector Castro no daba crédito a lo que el comisario Rioseco acababa de decir. Sentado tras la mesa, repantigado en la silla, con las manos cruzadas sobre el regazo, jugueteaba con los dedos pulgares, girándolos uno sobre el otro, y miraba al inspector con semblante serio. Se abstuvo de contestar a su inspector, que seguía mirándolo expectante y a la espera de una explicación que no llegaba.

—Comisario, necesitamos esa orden judicial. Estamos a esto de pillarlo —insistió Castro juntando los dedos índice y pulgar delante de las narices del comisario.

—En realidad, estamos a la misma distancia que hace dos días, inspector —le rebatió muy a su pesar.

Rioseco se levantó de la silla y se acercó a Castro, que continuaba sentado en la silla con rostro de incredulidad. Se apoyó en la mesa y cruzó los brazos por delante del pecho. Confiaba, siempre había confiado, en el criterio de su inspector. Era un hombre íntegro, honesto, templado y pragmático que nunca se desviaba de los hechos probados y, rara vez, por no decir nunca, se saltaba los procedimientos. Su infatigable capacidad de trabajo solo era superada por su elevada escala de valores. Pero en este caso, Castro estaba demostrando una vehemencia que, mal orientada, podía poner en riesgo la investigación. Y Castro no la estaba enfocando en la dirección adecuada. Rioseco respetaba a su inspector y era un respeto consolidado por más de veinte años de trabajo en común y trabajo bien hecho, con investigaciones rigurosas, concienzudas y bien fundamentadas.

—Tenemos a tres sospechosos en los calabozos. Tres, inspector —apuntó el comisario poniendo énfasis en la última frase—. Y los dos sabemos que es poco probable que los tres actuaran en equipo para matar a Ruiz y a Barreda. Todos han tenido oportunidad en alguno de los dos crímenes, todos podrían tener motivos, a excepción de Mario que, hasta el momento y que sepamos, ni siquiera conocía a las víctimas. —Rioseco hizo una pausa—. Pero aún no hemos podido relacionar a ninguno de ellos con los crímenes. Solo tenemos coartadas que no se sostienen.

El inspector quiso protestar, pero él continuó sin dejarlo hablar:

—Cuando hablo de relacionarlos, me refiero a hacerlo con pruebas físicas irrefutables. Pruebas que no tenemos —sentenció el comisario tratando de no perder los nervios—. No tenemos pruebas, no tenemos el arma del crimen, no tenemos evidencias que sitúen a ninguno en la escena del crimen.

—Tenemos los vídeos, que estaban en poder de Casillas y en los que, al menos en uno, se ve a Ruiz abusando de un menor.

—Eso demuestra que Ruiz era un pederasta y un violador de menores y Casillas, un proxeneta, que traficaba con menores y al que le gustaba mirar. Y los de Delitos Tecnológicos los tienen bien agarrados por esos crímenes. Tanto a Casillas como a Alina Góluvev. Pero no demuestra que sean unos asesinos.

—¿Y el pelo de gato? —preguntó Castro—. Eso debería ser suficiente para registrar la vivienda de Mario Sarriá. Le sitúa en la escena.

El comisario suspiró. Que tuviera que explicarle a Castro las implicaciones que podía acarrear una prueba recogida sin respetar la cadena de custodia le demostraba que estaba obcecado. Y la obcecación no era la mejor amiga de la objetividad.

—No, inspector. Sitúa el pelo del gato de la periodista en la escena. ¿Olivia Marassa es sospechosa? —preguntó con sarcasmo Rioseco—. ¡Oh! Déjame adivinar. No. No es sospechosa y, sin embargo, el pelo es de su gato.

El inspector Castro miraba al frente con el cejo fruncido. Olivia no era sospechosa. Nunca lo había sido. Aunque no tenía coartada para el crimen de Ruiz, tenía una a trescientos kilómetros para el de Victoria Barreda.

—Mario Sarriá ha estado en su casa. El pelo se le adhirió a su ropa y este se la transfirió a Ruiz —insistió Castro. No estaba dispuesto a rendirse.

—O el pelo se adhirió a alguien que frecuenta el domicilio de la señorita Marassa, y no creo que Mario Sarriá sea el único que visita esa casa, y este se lo transfirió a la víctima.

—¿Qué sugieres? —inquirió el inspector con impotencia.

—Que sigas investigando. Que amplíes tus miras más allá del fotógrafo. Lo que sabemos es que alguien que ha tenido contacto con ese gato, o lo que es lo mismo, con Olivia Marassa, estuvo lo suficientemente cerca de Ruiz como para transferirle el pelo. Investiga quién pudo ser. —Rioseco hizo una pausa. No quería parecer condescendiente, ni creía necesario darle lecciones de cómo dirigir una investigación a uno de sus mejores inspectores, pero tampoco podía dejar que este se quedara bloqueado en aquel punto que, de momento, no llevaba a buen puerto—. Y si aun así, sigues convencido de que Sarriá mató al matrimonio, demuéstralo más allá de toda duda.

Volvió a rodear la mesa y se sentó tras ella, arrellanándose en la silla. Castro lo miraba en silencio, contrariado, pero sin atreverse a insistir más.

—La juez ve indicios, sospechas y, como mucho, pruebas circunstanciales donde tú ves hechos probados. Y eso no es suficiente para una orden de registro —concluyó el comisario—. No te voy a explicar la opinión que le merece a Requena el método que has empleado para obtener la muestra de pelo coincidente con la recogida en la escena del crimen.

—Está bien, señor. Seguiré investigando —claudicó, sin mucho convencimiento—. Pero me gustaría mantener a Mario Sarriá en arresto preventivo.

—Te doy hasta mañana, inspector. Si mañana no consigues nada más convincente, lo soltaremos —sentenció.

El inspector asintió en silencio. De nada servía insistir, pues tampoco estaba en la mano del comisario aquella orden. Se levantó y, con un leve movimiento de cabeza confirmando que había entendido las órdenes, abandonó el despacho.

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