Animal

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Capítulo 59

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Estaba tan nerviosa que le costaba respirar. No había pegado ojo en toda la noche. La imagen del vehículo le martilleaba el cerebro. Cerraba los ojos y veía el coche —las luces traseras, la forma, el color y aquella pegatina— como si lo tuviera delante de los ojos. Había llamado a la Jefatura Superior y allí le habían dicho que el inspector Castro estaba en la comisaría de Pola de Siero. Había llegado allí esperando encontrarlo. Necesitaba verbalizar el recuerdo, traspasárselo a aquel policía y quitarse aquel peso de encima. Pero no fue así. El inspector Castro acababa de regresar a la Jefatura Superior en Oviedo, le había dicho un agente con cara de novato desde detrás del cristal de una garita con un cartel que ponía INFORMACIÓN.

Aquel agente hizo una llamada y le informó de que un agente de la Judicial la atendería enseguida. Llevaba más de diez minutos esperando y la ansiedad iba en aumento. Si se hubiera acordado antes, quizá la mujer aún estuviera viva. Se sentía responsable de aquella última muerte. Y ahora necesitaba compartir lo que sabía pues, quizá con ello, además de conseguir que atraparan al responsable, consiguiera aplacar su conciencia. Había sido demasiado débil cuando, en realidad, debería haber hecho un esfuerzo por recordar. Tendría que haber estado a la altura de las circunstancias, pero se había escondido tras la autocompasión y se había quedado paralizada por el miedo a que la creyeran responsable por haber encontrado el cuerpo o a que la juzgaran por su forma de ganarse la vida. Probablemente ella era la única testigo de la huida del criminal. Porque estaba segura de que aquel vehículo iba conducido por el autor de los crímenes.

Pero ahora recordaba. Lo recordaba con total claridad y no estaba convencida de querer contárselo a nadie que no fuera el inspector Castro. Él no la había juzgado. Había sido comprensivo y paciente con ella. La había tratado como a una mujer y no como a una puta.

Un agente vestido de paisano se acercó a ella.

—Señorita Oliveira, soy el agente Castaño. El inspector Castro no se encuentra en la comisaría, pero puede hablar conmigo.

Guadalupe dudó. El agente percibió ese segundo de titubeo.

—Señorita Oliveira, todo cuanto me cuente será trasladado a Homicidios, al inspector Castro. ¿Me acompaña?

Ella se levantó y siguió al agente hasta un despacho en el primer piso de la comisaría.

—He recordado un detalle del coche que vi saliendo del polígono la noche que encontré el cuerpo de Guzmán Ruiz —informó Guadalupe sin preámbulos, en cuanto se acomodó en una silla—. En la parte trasera, justo encima de uno de los faros, había una pegatina con la imagen de un indalo.

—¿Un indalo? —preguntó el agente con cara de no comprender.

—Sí. Es el dibujo de un hombre primitivo con un arco sobre su cabeza. Se encontró en una cueva en Almería. Es como un amuleto, protege contra la mala suerte.

El agente seguía sin comprender. O al menos, eso le pareció a Guadalupe, que se adelantó en la silla y le pidió al policía una hoja y un bolígrafo. Con trazo seguro dibujó un muñeco con líneas sencillas —una línea para el cuerpo, dos líneas en forma de V invertida para los pies y otras dos para los brazos—, coronado por una media circunferencia.

—Esto, agente, es un indalo. —Le acercó el dibujo al policía—. Y en Almería es un símbolo.

El agente Castaño cogió la hoja y observó el dibujo con detenimiento.

—El vehículo que vio llevaba una pegatina con este dibujo en la parte trasera —repitió Castaño con cierta condescendencia. No era una pista crucial, desde luego. Y no veía la importancia—. ¿Algo más?

—Sí. Estaba colocada encima del faro derecho trasero.

—Me refería a si ha recordado algo más sobre el coche.

—Era blanco… pero eso ya lo había dicho. Era pequeño y no tenía culo.

—¿Cómo que no tenía culo? —Castaño enarcó las cejas.

—Pues eso… tenía morro y no tenía culo.

—No era una berlina, entonces.

—Si usted lo dice —contestó Guadalupe—. No entiendo de coches, agente. No sé qué modelo era, ni la marca. Pero lo que sí sé —recalcó golpeando la mesa con el dedo índice— es que, si lo vuelvo a ver, estoy segura de poder reconocerlo.

—Por desgracia, no disponemos de una rueda de reconocimiento de vehículos sospechosos —se jactó Castaño, reprimiendo una risa.

—¿Se ríe de mí? —Aquel policía era un idiota. Guadalupe se puso tensa y notó cómo le subía calor al rostro—. Esto no es una broma, ¿sabe? Un hombre y su mujer han muerto. Y yo le estoy dando una pista que, por lo que veo, ni siquiera piensa investigar. —Se levantó—. Y lo que es peor: hace que parezca un chiste.

El agente se levantó apresuradamente con el semblante demudado por la reacción de Guadalupe Oliveira y consciente de que había metido la pata.

—Señorita…

Ella salió del despacho sin mirar atrás y asegurándose de dar un portazo al cerrar. Estaba tan enfadada que podría haber abofeteado a aquel imbécil pagado de sí mismo.

Salió a la calle y el calor del exterior le golpeó el rostro. ¿Y ahora, qué? Tenía que hablar con el inspector Castro. Sacó un cigarrillo, lo encendió y aspiró el humo que viajó por su garganta y, antes de llegar a los pulmones, quedó atascado en la laringe provocando que Guadalupe se atragantara, tosiera y tuviera que doblarse para recuperar el dominio de sí misma. Jadeó. Tosió. Volvió a toser. Se llevó las manos al pecho y notó que comenzaba a sudar. Se estiró. Volvió a mirar. No estaba equivocada. Estaba allí.

Al final, no haría falta una rueda de reconocimiento de vehículos sospechosos, pensó nerviosa, mientras tiraba el cigarrillo y volvía a entrar en la comisaría con paso apresurado.

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