Animal

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Capítulo 62

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Alina Góluvev estaba sentada muy erguida, en actitud desafiante, aunque una noche en los calabozos había conseguido socavar la seguridad con la que había llegado a la comisaría el día anterior. Dos grandes semicírculos azulados bajo los ojos delataban una noche en vela y la forma en la que se agarraba las manos denotaba menos tranquilidad de la que quería aparentar. Era un animal acorralado. Castro percibió su miedo, a pesar de los esfuerzos por simular lo contrario. El calor tampoco ayudaba. El aire acondicionado hacía años que no funcionaba y nadie se había preocupado por repararlo después de que algún burócrata comentara que el calor incomoda a los sospechosos, hecho que provoca que confiesen antes. Podría ser una idea ingeniosa, si no fuera porque los agentes que interrogan a esos sospechosos no son inmunes al calor sofocante.

Alina cambió de posición en la silla. Se pasó la mano por la frente y se apartó el pelo hacia atrás. Tras observarla durante diez minutos a través del cristal de separación, Castro decidió entrar y acabar con aquello.

—¿Vamos ya? —preguntó Gutiérrez abriendo la puerta de la sala de escucha.

—No, Jorge. Con uno que sude es suficiente —contestó Castro saliendo al pasillo y apoyando la mano en la manilla de la puerta de la sala de interrogatorios—. Llama a los de Delitos Tecnológicos. Quizá hayan terminado de ver los vídeos.

Castro entró en la sala y se sentó frente a la rusa. Alina lo miró fijamente y se enderezó en la silla. El inspector estaba harto de jugar al gato y al ratón.

—Ya tienes sobre la cabeza una condena que te va a hacer pasar mucho tiempo entre rejas por prostitución infantil y abuso de menores. ¿Quieres aumentar esa condena por asesinato? —le preguntó Castro sin dejar de mirar a la rusa.

—Yo no he matado a nadie —replicó con dureza.

—¿No? Pues explícame qué hacías ayer por la mañana con Victoria Barreda poco antes de que la encontráramos muerta.

Alina no respondió. Se limitó a recostarse en la silla y a cruzar las piernas como si estuviera en una reunión social, en vez de en una sala de interrogatorios. Ni siquiera pestañeó ante la acusación de Castro.

—Mira, Alina. Tenemos un testigo que te vio discutir con Victoria Barreda poco antes de que la mataran.

—Discutir no es un crimen —espetó la rusa.

—Discutir, no. Pero a Victoria Barreda no la mató un empujón, ni un insulto. ¿Se te fue la mano?

—Yo no maté a esa puta. Aunque no me hubiera importado hacerlo. —Se miró las uñas de la mano derecha.

—Pues cuéntame qué pasó.

—Fui a verla. Tenía algo que era… mío y quería recuperarlo. Me insultó y se negó a hablar conmigo. Forcejeamos y de ahí no pasó la cosa. Ni siquiera llegué a entrar en la casa.

—El testigo asegura que no te vio marchar.

—Pero tampoco me vio entrar con ella en casa, porque no lo hice —repuso Alina sin perder la calma—. Discutimos, forcejeamos un poco porque la zorra se puso brava y ahí acabó la cosa. Cuando me marché, seguía viva.

—¿Viste a alguien merodeando por la casa? —preguntó sin esperanza de que la rusa fuera a colaborar.

—A nadie.

—¿Qué fuiste a buscar a casa de Victoria Barreda? ¿El cuaderno con los intercambios de menores?

Castro vio cómo se le endurecía el semblante y le chispeaban los ojos. Supo que había dado en el clavo. Alina se enderezó en la silla con brusquedad.

—Escúcheme, inspector. No hablaré más, ni con usted ni con ningún otro policía. Quiero ver al juez y quiero hacerlo en compañía de mi abogado. —Volvió a recostarse en la silla y añadió, saboreando cada palabra, mientras clavaba su mirada verde en el rostro cansado del policía—: Aquí se acaba esta conversación.

El inspector Castro salió de la sala de interrogatorios. Se sentía frustrado. No era capaz de atar los cabos sueltos. Había llegado el momento de centrarse en los vídeos encontrados en La Parada.

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