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Capítulo 63

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En la Unidad de Delitos Tecnológicos, ubicada dos plantas por encima de la del Grupo de Homicidios de la Jefatura Superior de Asturias, se palpaba la tensión en el ambiente. A pesar del grado de actividad de los agentes, el silencio era sepulcral, nada que ver con el ruido de fondo que reinaba en Homicidios.

Castro y Gutiérrez cruzaron la estancia a paso ligero hasta llegar a la sala de audiovisuales, una habitación pequeña y oscura, en donde les dio la bienvenida una bocanada de calor que se desprendía de las unidades de procesamiento central de la media docena de ordenadores con que estaba equipada, y que, en aquel momento, estaban funcionando a la vez. Seis agentes se hallaban delante de las pantallas: comprobando datos, uno de ellos; tecleando códigos, otro y visionando fotografías y vídeos, que Castro prefirió no mirar, el resto.

A pesar de las reducidas dimensiones de la habitación, donde cada equipo parecía diseñado para encajar de forma ergonómica allí donde lo habían colocado, esta no resultaba agobiante. Cada terminal guardaba una distancia de escasos centímetros con el de al lado, de manera que el espacio estaba optimizado al máximo, pero sin resultar invasivo. En las mesas se apilaban carpetas y CD ordenadamente.

Castro se dirigió a uno de los agentes de la unidad, que en esos momentos se encontraba concentrado delante de un monitor y con unos auriculares puestos. Le tocó el hombro para llamar su atención. El agente se giró y al reconocer a Castro se quitó los auriculares y detuvo la imagen que estaba viendo. Se frotó los ojos y se levantó de un salto.

—Os estábamos esperando —saludó cordialmente—. No me acostumbraré nunca a esto —confesó con gesto de pesadumbre y pasándose una mano por el pelo, que ya le empezaba a ralear—. Vamos afuera —les indicó abriendo la puerta de la habitación.

Una vez en el pasillo, el agente entró en materia sin esperar a que Castro y Gutiérrez preguntaran.

—Hemos visto muchos de los vídeos encontrados en el club. —El policía apoyó las manos en la cadera. Se le notaba cansado y dos grandes círculos de sudor le manchaban la camisa por debajo de los brazos—. Aunque aún nos queda mucho por delante. Llevamos desde ayer mirando vídeos y hemos hecho turnos de descanso, pero hay muchas horas de grabación. El equipo instalado en la casa donde tenían lugar las violaciones tenía un detector de movimiento, de manera que todo cuanto acontecía dentro se grababa.

—¿Qué abarca ese todo? —preguntó Castro.

—Además de los encuentros con los menores, aparece Alina Góluvev y Guzmán Ruiz en compañía de un individuo de nacionalidad rusa llamado Sergei Ivanenko, buscado por la Interpol por proxenetismo, trata de blancas y asesinato. Un tío peligroso.

—De Alina no he conseguido una confesión —reconoció Castro apoyándose en la pared—. Sigue empeñada en callarse.

—Respecto a los crímenes, no tenemos nada. Para el resto de los delitos, no necesitamos confesión —señaló el policía con media sonrisa—. Los vídeos tienen un sonido excelente. Guzmán Ruiz cerraba los tratos y Alina Góluvev se encargaba de recibir a los menores y de devolverlos después. Los intercambios se hacían en la casa. Tenemos material más que suficiente para armar el caso de forma sólida. La rusa y Casillas pasarán mucho tiempo entre rejas.

—¿Y de la noche del asesinato de Ruiz hay imágenes?

—Sí, y me temo que no te va a gustar. —Torció el gesto antes de continuar—: A la hora en la que mataron a Ruiz, nuestro amigo Casillas estuvo en la casa con Sergei, renegociando condiciones. Estuvieron desde las doce y media hasta casi las tres de la madrugada. Todos los vídeos tienen fecha y hora.

—¿Pudieron ser manipulados? —preguntó Castro con esperanza.

—No. No están ni editados —confirmó el agente.

—Eso le descarta como sospechoso —confesó Castro muy a su pesar—. Para la mañana en la que mataron a Victoria Barreda también tiene una coartada bastante sólida.

Gutiérrez no necesitaba mirar a su jefe para comprender que aquel caso, en el que habían visto de primera mano cómo se trataba a un ser humano igual que a un pedazo de carne, estaba haciendo mella en él. En tres días, bien por el cansancio, por la presión a la que estaba sometido o por las propias implicaciones de la investigación, su jefe parecía diez años más viejo. Las arrugas se le marcaban en el entrecejo y alrededor de los ojos, y la piel, además de estar perlada de sudor, tenía un matiz ceniciento. Castro era duro. Jamás se rendía y tenía una fortaleza física y moral insondable. Seguía las pistas y rara vez se dejaba vencer por el desánimo, tanto daba que las evidencias fueran escasas o que le desviaran de una teoría correctamente planteada. No trataba de hacer encajar las pistas en sus planteamientos, sino que dejaba que estas le fueran marcando el camino que seguir. No prejuzgaba ni se predisponía a favor o en contra de ninguna situación. Su actitud era siempre objetiva. Se fiaba de su instinto, pero sin olvidar nunca que son las evidencias físicas las que dan y quitan razones.

Gutiérrez miró a su jefe, observó su cara de abatimiento y se preguntó si aquel caso estaba pudiendo con él.

—¿Habéis identificado ya a alguien en los vídeos? —quiso saber Gutiérrez, que tenía la certeza, al igual que Castro, de que aquellos CD eran la llave para desentrañar el caso.

El policía de Delitos Tecnológicos cogió aire despacio y lo soltó de golpe como si le costara un esfuerzo sobrehumano continuar hablando.

—A los menores, no. De momento, no nos hemos centrado en identificaciones. Queremos acabar el visionado primero. En cuanto a los adultos —hizo una pausa significativa—, a unos cuantos ya les hemos puesto nombre y apellidos. Son personajes bastante populares.

—¿Cómo de populares? —preguntó Gutiérrez sorprendido.

—De los que usan zapatos de mil euros y se mueven con chófer.

Gutiérrez soltó un silbido.

—Estamos hablando de gente muy importante. Vamos a tener que hilar muy fino para que ninguno se vaya de rositas. Y para que no haya filtraciones antes de conseguir los mandatos judiciales para traerlos esposados. —El policía volvió a frotarse los ojos, que tenía enrojecidos—. Aún queda mucho trabajo por delante, pero nos habéis puesto sobre la pista de algo muy gordo. La idea es llegar a la cúspide de toda esta mierda, al que maneja los hilos. Y estas cintas nos dan un buen empujón.

—Pues me alegro de que alguien al menos saque algo en limpio de todo esto —afirmó Castro sonriendo. Se palpó el bolsillo del pantalón y notó la hoja doblada en la que Pablo Ruiz había anotado los nombres de sus amigos. La sacó y se la ofreció al agente—. Toma. Esto quizá os ayude a identificar a alguno de los menores. Al menos, los que salen en los vídeos con Ruiz.

Castro le puso en antecedentes de lo que el hijo de Ruiz le había contado.

—En esta lista están los amigos del niño a los que Ruiz… digamos que más caso hacía —explicó—. No obstante, luego hablaremos con el inspector que coordina vuestra investigación y le pondremos al tanto de todo.

El policía cogió la hoja y sin desdoblarla la guardó en el bolsillo de la camisa.

—Por cierto, ¿has hecho lo que te pedí? —preguntó Castro.

—Sí. No ha sido complicado. Casillas etiquetó los CD por fechas. Hemos seleccionado las imágenes de los últimos seis meses y hemos separado aquellas en las que solo aparece Ruiz con menores.

—Perfecto. —Castro se enderezó—. Vamos a verlas —indicó señalando con la cabeza la sala de audiovisuales.

El agente lo detuvo interponiéndose entre él y la puerta.

—Espera —pidió con timidez y mirando a los ojos al inspector—. Lo que vais a ver no es agradable. Es más, os hará bajar a los infiernos y os costará volver a subir. Esas imágenes se os pegarán a la retina, al cerebro, se os colarán en la mente cuando estéis con vuestros hijos, o tomando una cerveza. Tendréis pesadillas con ellas. Y una vez vistas, no habrá vuelta atrás.

Gutiérrez bajó los ojos y se quedó mirando una mancha en el suelo, ya añeja, probablemente de café, que rompía la simetría de aquel embaldosado blanco. En realidad, no quería entrar en aquella habitación. No quería ver aquellos vídeos. Aquella advertencia era una invitación explícita, exenta de juicios y reproches, a rehusar la idea de contemplar horas de humillación, de degradación y de indignidad. Y él hubiera aceptado aquella invitación con gusto. Pero Castro, no. Castro agarraba siempre al toro por los cuernos. De hecho, no se movió y mantuvo la mirada del policía. Apoyó la mano en su hombro y le dio un ligero apretón.

—Tengo que hacerlo. Es necesario. —Fue todo cuanto dijo.

El agente se apartó para dejarlos pasar.

—Jorge, tú no entres. —Se giró hacia el subinspector y le cortó el paso—. Necesito que hables con el inspector de esta investigación. —Se apoyó con la mano en la puerta de la sala donde estaba a punto de entrar—. Infórmale de la conversación con Pablo Ruiz. ¿Le acompañas y de paso le das esa lista? —Esta vez se refirió al policía de Delitos Tecnológicos, quien asintió en silencio—. Y no estaría de más que volvieras a llamar a la comisaría de Pola de Siero por si hay novedades.

Gutiérrez parpadeó dos veces sorprendido, pues sabía que no había necesidad de estar pendiente de los agentes de Pola de Siero. Castro sabía trabajar en equipo y una de sus premisas era dejar libertad de movimiento. Si encontraban algo, ellos llamarían a la central para comunicarlo. Olía a excusa para evitarle el mal trago de ver aquellos vídeos. Gutiérrez enrojeció, pues se sintió pillado en un renuncio.

—Además, ahí dentro no hay espacio para dos más. Si hay algo, me avisas —añadió el inspector, entrando en la sala de audiovisuales y sin darle opción a réplica.

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