Animal

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Capítulo 20

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El despacho en el que se encontraban era una estancia diáfana, de paredes blancas y sin ventanas, tan solo amueblada con una mesa de madera rectangular y seis sillas. La habitación solía permanecer vacía y su uso era polivalente: lo mismo se utilizaba para reuniones de equipo como para hablar de forma discreta con confidentes de la policía, o para la toma de declaraciones a testigos con miedo escénico o intimidados por el uniforme de policía.

Hacía casi dieciocho horas que había aparecido el cuerpo de Guzmán Ruiz y no estaban más cerca que entonces de poder demostrar quién o por qué había acabado con la vida del vecino de Pola de Siero. Aunque Castro sospechaba que Germán Casillas y La Parada tenían un papel protagonista en el drama, no había evidencias físicas que situaran a Casillas en el lugar del crimen.

De lo que sí estaba seguro era de que quien había matado a Ruiz lo conocía lo suficiente como para odiarle hasta el punto de quitarle su dignidad más allá de la vida. Había sido un crimen pasional. La ejecución había requerido cercanía e intimidad, señal de que Guzmán conocía y confiaba en su asesino, y no necesariamente de una gran fuerza. Castro ya no contemplaba otro motivo que no fuera la venganza y el odio. Un odio macerado por el tiempo o enraizado de tal manera en el interior del sujeto que la explosión de violencia no había sido sino la culminación de un deseo largamente reprimido. Castro empezaba a pensar que el pasado de la víctima podía ser importante para descubrir al responsable.

A pesar de la violencia del crimen, el inspector no descartaba la participación de una mujer. Con Ruiz inconsciente en el suelo, cualquiera, llevado por un sentimiento de rabia contenida, podía infligir las heridas que presentaba el cadáver.

Castro centró su atención en Victoria Barreda, sentada frente a él en aquel despacho desnudo. Era una mujer de baja estatura y en conjunto atractiva, a pesar de que sus rasgos analizados individualmente se alejaban bastante de los cánones de belleza: ojos oscuros bajo unas cejas espesas, aunque bien depiladas; nariz pequeña y ligeramente aguileña; labios finos y una barbilla que era lo que daba carácter a un rostro enmarcado por una melena negra como el azabache, que le caía en capas por debajo de los hombros. Aparentaba menos edad de la que tenía y una fragilidad que nada tenía que ver con la realidad. Aquella mujer podía ser muchas cosas, pero frágil no era una de ellas.

Cuando le comunicaron el fallecimiento de su marido, el subinspector Gutiérrez reparó en la ausencia de aflicción de la viuda. El inspector no le había dado mayor importancia. Como había dicho la juez Requena, cada cual reacciona al dolor de forma distinta.

Pero Victoria Barreda no había reaccionado entonces. Y seguía sin reaccionar ahora. Su actitud indolente, rayando la indiferencia más absoluta, llevaba a Castro a pensar que quizá la viuda no fuera tan ignorante de las costumbres de su marido como él había pensado.

Estaba sentada muy erguida en una de las sillas, sin mostrar emoción alguna en el rostro. A su lado, su abogado, un hombre moreno, de nariz afilada y ojos pequeños y oscuros, un tal Víctor Anglades, esperaba a que Castro y Gutiérrez comenzaran el interrogatorio. Su actitud corporal denotaba indulgencia con los dos policías, que habían ocupado las dos sillas al otro lado de la mesa.

—Señora Barreda —comenzó Castro en tono conciliador. Bajo el escrutinio del abogado se sentía como un pequeño insecto bajo la lente de un microscopio—, no está aquí como sospechosa, ni como imputada. Está citada para una toma de declaración motivada por los últimos movimientos de su marido, para que nos informe de sus costumbres, sus hábitos, si tenía enemigos… Necesitamos que nos ayude a conocerle mejor. Con frecuencia, es lo que nos conduce directamente a la resolución del caso.

Victoria Barreda ni siquiera pestañeó ante la declaración de intenciones del inspector. Se mantuvo erguida e impasible, con las manos cruzadas por encima de la mesa y la mirada fija en la carpeta que los agentes habían depositado sobre ella.

—Huelga decir que no necesita abogado —continuó Castro, tras hacer una pausa para asegurarse de que la mujer había comprendido sus palabras.

Víctor Anglades carraspeó. Se disponía a tomar la palabra cuando la mano firme y menuda de Victoria Barreda, con un delicado toque, lo frenó.

—He creído conveniente venir acompañada de mi abogado, dada la naturaleza y las circunstancias de la muerte de Guzmán —explicó la viuda en un tono de voz melódico, más propio de una locutora de radio—. Entiendo que tienen que investigar a mi marido y, dada la vida disoluta que acostumbraba llevar, como probablemente ya sabrán, me sentiré más cómoda si mi abogado está presente.

Los dos agentes se miraron sorprendidos por aquella disertación expresada de forma tan directa y llana. Tras las palabras de Barreda había un aviso velado dirigido a los dos policías: no iba a consentir rodeos ni eufemismos. El inspector Castro hizo suyo el testigo que le acababa de pasar la viuda.

—Vayamos al grano, entonces. —Abrió la carpeta que tenía delante—. Señora Barreda, hemos encontrado en el ordenador portátil de su marido fotografías de contenido sexual explícito con menores. ¿Sospechaba de estas tendencias por parte de él?

Víctor Anglades se acercó a ella y le susurró algo al oído. Ella asintió con un gesto apenas perceptible. Se aclaró la garganta y antes de contestar, se tomó unos segundos para ordenar sus ideas:

—Conocí a mi marido con catorce años recién cumplidos. Me fascinó. Me hacía sentir como una princesa. Él me llevaba casi veintidós años. Imagínense, un hombre adulto que me miraba como se mira a una mujer, que se interesaba por mí de verdad. —Victoria Barreda cogió aire, como si le costase un esfuerzo físico enorme continuar hablando—. Pasó lo inevitable. Al poco tiempo de conocerlo, nos acostamos. Fue mi primera vez. Y a esa le siguieron muchas más hasta que cumplí los quince y mis padres nos descubrieron.

—¿No lo denunciaron? —el subinspector Gutiérrez dejó caer la pregunta sin disimular la aversión que le provocaba que no hubieran protegido a su hija de un depredador sexual.

—No. —Victoria Barreda miró a Gutiérrez desafiante—. Mis padres hicieron lo que creyeron mejor para mí en aquel momento. Le obligaron a casarse conmigo. Guzmán no quería escándalos. En aquella época ya ocupaba el cargo de subdirector en un banco. Y aceptó casarse conmigo en cuanto cumpliera la mayoría de edad. ¿Esto contesta a su primera pregunta?

—Aclara que su marido, además de un pedófilo, fue un pederasta, al menos con usted.

—Las relaciones fueron consentidas, inspector. A pesar de mi corta edad, lo que hice lo hice porque quise —replicó Victoria sin cambiar de actitud.

—Pero era menor de edad, señora Barreda. Y lo que hizo su marido en este país está penado por la ley, aunque usted… consintiera.

Victoria Barreda cerró los ojos. Se tomó unos segundos antes de contestar.

—Sí, aunque yo en aquel momento no lo veía de ese modo. —Abrió los ojos y miró a los dos policías con mirada suplicante—. Tienen que entender que él siempre me trató con respeto y con mucho cariño. Me sentía la mujer más afortunada del mundo. Aunque les cueste creerlo, yo le quería. Muchísimo. ¿Cómo iba a imaginar que…?

—¿Qué, señora Barreda?

A Victoria le costaba continuar. Su actitud fría y hierática estaba dando paso a un talante más expresivo y emocional.

—No tienes por qué responder, Victoria —le recomendó Anglades.

—Lo sé. Pero debo hacerlo, Víctor.

La viuda tomó aire y prosiguió con firmeza:

—Nos casamos una semana después de que yo cumpliera los dieciocho. Esa noche fue la última vez que me tocó. Dejó de mostrar interés por mí. Me costó mucho tiempo y muchas lágrimas asimilar que mi marido ya no… ya no… me deseaba. No es que no me quisiera… es que era demasiado mayor para su gusto. Me había convertido en una mujer y a él no le gustaban las mujeres… prefería…

—A las niñas —concluyó el inspector por ella.

—Sí, así es —afirmó Barreda clavando los ojos en Castro y cerrándose de nuevo como un molusco.

—Dice que no volvió a mantener relaciones sexuales con su marido, ¿el hijo que tienen es adoptado?

Esta vez, fue el subinspector Gutiérrez quien interpeló a la mujer.

—No. El hijo es mío. Guzmán no es… no era el padre. Solo consintió en darle su apellido para evitar habladurías. Lugo no deja de ser un pueblo grande.

—Por lo que veo, tenían una relación matrimonial un tanto peculiar.

Era una afirmación más que una pregunta y la intención provocadora de Gutiérrez no pasó desapercibida para Castro ni para Barreda.

—Teníamos un acuerdo. Yo no me metía en sus asuntos y él no se metía en los míos. Yo le daba a él la imagen de respetabilidad que necesitaba de cara a la galería y al círculo social en el que nos movíamos y él, a mí, una posición económica más que holgada.

—¿Era conocedora, entonces, de las tendencias de su marido? —continuó Gutiérrez.

—Nunca quise saber qué hacía ni con quién. Un hombre tiene necesidades y yo ya no cubría las de mi marido. Imagino que las satisfaría en algún sitio. Le gustaban los clubes de alterne.

—¿Solo clubes de alterne? A usted no la conoció en uno, ¿verdad? —La actitud incisiva de Castro sorprendió a la viuda, que dio un respingo en su silla. Era la primera vez desde que entrara en la comisaría que perdía la compostura.

—¡Victoria, no contestes! —estalló su abogado—. ¡Esto es una provocación! No tienen ningún derecho a insinuar…

—No insinúo nada —atajó Castro—. Me limito a exponer una realidad: Guzmán Ruiz era un pedófilo y también un pederasta que sedujo a su propia mujer cuando esta aún era una niña. Y me pregunto, después de ella, ¿cuántas más niñas hubo y dónde las conocía? ¿Solo frecuentaba clubes de alterne o también rondaba colegios? —El inspector lanzó esta última pregunta mirando directamente a los ojos de la viuda.

Victoria Barreda permanecía impasible. No mostraba más emoción que el desagrado por estar dando explicaciones de su vida privada a dos desconocidos. El inspector no sabía si era una cínica, una cómplice o una superviviente. Sin duda, era una combinación de las tres.

—Inspector, a mi marido le gustaban las niñas. Eso lo sé. Cuando me quedé embarazada, rezaba cada noche para que el bebé fuera un varón. Pero desconozco qué hacía más allá de la puerta de nuestra casa. Sí me lo puedo imaginar, pero sospechar no es delito e imaginar, menos.

Gutiérrez estaba empezando a impacientarse y su enojo ante el cinismo de la viuda era más que evidente. Castro medió con rapidez para evitar lo que probablemente sería una salida de tono del subinspector que solo conseguiría que Victoria Barreda se cerrara en banda.

—¿Mató usted a su marido? —le preguntó Castro a la mujer empleando el tono más neutral del que fue capaz.

—Rotundamente, no —contestó la mujer sin inmutarse.

—¿Dónde estaba usted esta madrugada, entre las doce y las cuatro de la mañana?

—En casa, durmiendo. Y no tengo testigos, dado que mi hijo también estaba durmiendo.

—¿Su marido tenía enemigos?

—¿Usted qué cree?

—Creo que sabe más de lo que nos está contando. —Castro cogió aire y se armó de paciencia. Gutiérrez se removió en su silla—. Creo que quien mató a su marido le conocía. Creo que no fue un robo, no fue un accidente, ni un error. Tampoco fue un daño colateral o una trágica casualidad. Alguien quería a su marido muerto y, por la naturaleza de las heridas, ese alguien lo conocía bien y, si me permite la expresión, le tenía muchas ganas.

—Mi marido no era un buen hombre. Llevaba mucho tiempo por el mal camino. No era de extrañar que tuviera enemigos. Aunque no sabría decirle ni un solo nombre. Nuestros mundos no se cruzaban, inspector.

—¿Cuánto hace que viven en Pola de Siero?

—Poco más de cuatro años.

—¿Y antes de eso?

—En Lugo. Guzmán llevaba ya unos cuantos años allí cuando nos conocimos.

—¿En qué trabajaba su marido?

—Trabajó como subdirector en un banco en Lugo. Cuando vinimos aquí, ocupó un puesto de jefe de administración en una empresa hasta que cerró, hace un año. Ahora no trabajaba.

—¿Por qué dejó el trabajo en el banco?

—Quería volver a su pueblo natal.

—¿En Galicia también frecuentaba clubes de alterne?

—Sí.

—¿Tenía problemas con alguien?

—Que yo sepa, no. Pero, aunque los hubiera tenido, dudo que los hubiera compartido conmigo.

—¿Qué sabe de su marido, de su vida antes de que se conocieran?

—Poca cosa. Nació en Pola de Siero. Tras terminar la carrera, dio clases en un colegio y después se fue a Lugo respondiendo a una oferta en el banco, en donde estuvo hasta que vinimos aquí. No tenía relación con su padre. Yo no lo llegué a conocer, de hecho.

—¿Qué rutinas tenía?

Castro no creía que fuera a conseguir mucho más de ella. Sentía que la viuda ya había declarado todo lo que estaba dispuesta a contar.

—Por las mañanas se encerraba en su despacho y por las tardes salía y no solía regresar hasta la madrugada.

—¿Y ayer? —insistió Castro.

—Ayer estuvo en casa hasta después de comer. Después salió. Y ya no lo volví a ver.

—¿A qué hora salió de casa?

—Serían las cuatro.

Gutiérrez y Castro se miraron. Por lo pronto, no iban a obtener mucho más. Víctor Anglades se removió en su asiento y alisándose la corbata, hizo ademán de levantarse dando por terminada la entrevista.

—La señora Barreda ha respondido a sus preguntas con más honestidad de la que yo le he aconsejado. Espero que valoren su colaboración. Dicho esto —añadió dirigiéndose a su clienta—, creo que es hora de que nos vayamos, Victoria.

Los dos policías no se movieron de su asiento, dejando claro quién dirigía la entrevista. Anglades volvió a sentarse visiblemente azorado.

—Señora Barreda, por ahora es todo. Conforme avance la investigación quizá necesitemos volver a hablar con usted. Le agradeceríamos que si recuerda algo que no nos haya contado, nos lo haga saber. Cualquier detalle puede ser importante.

Castro y Gutiérrez se levantaron al mismo tiempo y Victoria Barreda y Víctor Anglades los imitaron. El abogado murmuró un «buenas tardes, caballeros» apenas audible y Victoria se encaminó a la puerta con andar firme y la barbilla alta, sin decir una palabra más. Cuando estaban abriendo la puerta para salir, Castro les interrumpió:

—Señora Barreda, una última pregunta antes de que se vaya.

Victoria se volvió y mantuvo la mano asida a la manilla de la puerta.

—¿Su marido percibía algún tipo de ingreso en este momento? —preguntó pensando en el lujoso BMW de Guzmán Ruiz.

El inspector creyó vislumbrar una sutil mezcla de astucia y sorpresa al mismo tiempo en los ojos de la mujer.

—Percibía la prestación por desempleo, inspector.

—Me pregunto cómo se puede mantener una casa como la suya y un coche de alta gama con una prestación por desempleo.

—Tenemos ahorros. Mi marido tenía una buena nómina cuando fue subdirector de banco en Lugo. Y el sueldo que ganaba hasta hace un año no era nada despreciable. ¿Alguna pregunta más?

La mujer dejó entrever una media sonrisa de satisfacción. «Se cree muy lista», pensó Castro.

—Nada más, por ahora. Gracias otra vez.

Cuando la mujer y el abogado abandonaron la sala, Gutiérrez soltó una maldición.

—Esa mujer nos toma el pelo. ¡Sabía de sobra a lo que se dedicaba su marido!

—Pues habrá que demostrarlo —le contestó Castro sin perder la compostura—. Están examinando las cuentas de Ruiz y no estaría de más obtener informes de su vida en Lugo. No tiene antecedentes, pero eso no le exime de haber cometido algún error en todos estos años. Igual que la cagó con Victoria Barreda y tuvo que casarse con ella, pudo cagarla con alguien más. También hay que averiguar más de su pasado en Pola de Siero antes de marcharse. Estoy convencido de que no emigró por gusto.

—Me pongo a ello.

Castro recapituló mentalmente toda la información de la que disponían sobre la víctima. Cuanto más investigaban, más se enfangaban de porquería. Cada vez estaba más convencido de que a Ruiz lo habían matado por venganza. Y, para su asombro, empezaba a empatizar con el verdugo mucho más que con la víctima.

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