Animal

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Capítulo 21

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Germán Casillas parecía un león enjaulado. Tenía el pelo encrespado y dos grandes manchas de sudor le oscurecían la camisa por debajo de las axilas. El rostro, rubicundo y congestionado, se veía tenso y brillante, igual que un globo cuando se infla en exceso.

El despacho, por lo general pulcro y ordenado, parecía un campo de batalla. La caja fuerte estaba abierta y su contenido, esparcido por el suelo sin ningún miramiento. En la mesa de madera bruñida de caoba no quedaba un solo centímetro de superficie donde no hubiera un papel, una carpeta o un archivador. Los cajones de las estanterías que cubrían dos de las paredes de la estancia estaban abiertos y con el contenido desparramado por el despacho.

Casillas caminaba nervioso, de un lado a otro, intentando poner en orden sus pensamientos y tratando, de forma infructuosa, de no perder los nervios. La situación requería tranquilidad y una mente fría, cualidades de las que ahora carecía.

Se había pasado el día recabando y revisando toda la documentación comprometida de La Parada: los libros de registro y de cuentas, en su mayoría contabilidad paralela de la que se encargaba Guzmán Ruiz. Tenía que sacar aquellos papeles del club y esconderlos en un lugar seguro hasta que las aguas se calmaran. A la vista de los acontecimientos, la policía no tardaría en aparecer con una orden de registro. No se conformarían, como en ocasiones anteriores, con pedir la documentación de las empleadas del club para comprobar si tenían los papeles en regla.

Estaba todo en orden excepto una cosa: «la Biblia». Guzmán Ruiz había bautizado así al libro donde dejaba registradas todas las entradas de la mercancía especial: nombre de los clientes, fechas de llegada de la «mercancía», origen, servicios realizados, salidas y devoluciones y las entregas de dinero al «proveedor». Había sido idea de Ruiz ampliar el negocio con este tipo de servicios hacía más de tres años y llevar un registro detallado de todos los movimientos.

Casillas había conocido a Ruiz en La Parada, cuatro años atrás. Hacía poco que vivía en Pola de Siero y buscaba un sitio tranquilo y discreto donde desahogarse y pasar un buen rato, le había dicho. Comenzó a frecuentar el club. Era un cliente que, además de generoso con las consumiciones y las propinas, no daba problemas. Tenía unos gustos muy peculiares: le gustaban las chicas jóvenes y con aspecto aniñado. Casillas tenía mucho cuidado de que sus chicas fueran mayores de edad y tuvieran los papeles en regla. Noreña era un pueblo pequeño y no quería más problemas de los necesarios con la policía que, naturalmente, lo tenía en su punto de mira. Así que pocas putas cumplían los cánones requeridos por Ruiz.

La idea se la planteó Guzmán a Casillas una noche en que se había quedado a tomar una copa hasta el cierre. Se trataba de ampliar el negocio cubriendo demandas como la suya. Le había comentado que la calle estaba llena de hombres con necesidades y gustos especiales. Ruiz se ofreció a conseguir quien proporcionara a las chicas de forma itinerante y puntual, de manera que el grado de riesgo para Casillas y el club fuera mínimo. Además, era una mercancía que se pagaba a precio de oro, y si estaba sin estrenar, más aún. A cambio, Ruiz solo exigía un porcentaje de los beneficios, participar activamente con la gestión de la nueva división del negocio y bufet libre, o lo que es lo mismo, disponer de las chicas sin pasar por caja.

Ruiz era un hombre sin escrúpulos, pero con visión de negocio, especialmente si se trataba de ganar dinero fácil.

Casillas lo valoró, le dio vueltas, analizó los pros y los contras y decidió hablarlo con Alina antes de dar el paso. La rusa se mostró conforme y hasta entusiasmada con la idea de diversificar el negocio.

Decidieron probar suerte durante una temporada. Guzmán se encargó de buscar una casa, a la que llamaban La Finca, donde organizar, de forma discreta y sin riesgo de redadas, los encuentros de los clientes especiales con los menores. No estaba muy lejos de La Parada, en una zona lo suficientemente apartada de cualquier núcleo poblacional, a las afueras de Oviedo. Era una casa lujosamente amueblada, que ofrecía privacidad, pues estaba dentro de una enorme finca (de ahí su nombre) rodeada de muros de más de dos metros de alto. Guzmán llamaba al negocio «la juguetería».

Convinieron con Ruiz en llevar un registro de todos los movimientos al que llamaron «la Biblia». Dicho registro no saldría del club y se mantendría escondido en un hueco creado para tal fin en uno de los rodapiés del despacho de Casillas. El escondite solo era conocido por Ruiz, por Alina y por él mismo. Y ahora había desaparecido. Además del despacho, Casillas había puesto la casa del revés sin éxito, por si a Ruiz se le hubiera ocurrido sacarlo de La Parada. «La Biblia» había desaparecido.

Si ese cuaderno caía en manos de la policía, significaría su ruina y el menor de los problemas sería entrar en prisión, habida cuenta de la chusma ucraniana con la que trataban para traer a los menores. Podía darse por muerto.

Nunca había tenido motivos para desconfiar de Ruiz. Era meticuloso con las transacciones y con las cuentas que le presentaba a Casillas cada mes. Ponía especial cuidado con las anotaciones en «la Biblia». Solía decir que, a las malas, aquel cuaderno podía sacarles de cualquier atolladero. No en vano, en aquella lista de clientes especiales había más de un pez gordo de la política y de la banca. Además, Casillas tenía un seguro muy bien escondido en una falsa pared de su despacho, casi imposible de detectar, por si a Ruiz se le ocurría intentar traicionarle o dejarle al margen del negocio.

Se dejó caer en el sillón detrás de su escritorio. Le temblaban ligeramente las manos y sentía presión en el pecho. Necesitaba un trago. En ese momento, sonó el teléfono de sobremesa, un aparato antiguo de calamita estilo años veinte. Casillas lo dejó sonar, uno, dos, tres tonos. Al cuarto, descolgó el teléfono con gesto brusco y contestó sin gana.

—¿Es usted Germán Casillas?

Era una voz de mujer, aguda y sin titubeos.

—¿Quién lo pregunta? —quiso saber este en tono áspero.

Al otro lado del teléfono se hizo un silencio. Por un momento, Casillas pensó que se había cortado la comunicación. Estaba a punto de colgar, cuando la voz volvió a preguntar por él.

—Yo soy Casillas. ¿Quién es usted? —insistió sin ocultar su enfado.

—Señor Casillas, soy Olivia Marassa, de El Diario. ¿Me podría dedicar unos minutos? Es en relación con Guzmán Ruiz, el hombre que apareció muerto esta madrugada en el polígono.

La periodista hablaba deprisa, como si hubiera cogido carrerilla. Casillas tensó el cuello y apretó la mandíbula. Notó cómo le subía la sangre a la cabeza y le latía una vena en el cuello.

—No tengo nada que decir y menos a la prensa —explotó él elevando la voz.

—Hemos sabido que Guzmán Ruiz era cliente de su local y amigo suyo. ¿Es cierto?

Casillas colgó el teléfono sin contestar, arrancó el cable y arrojó el aparato contra la pared, dejando un pequeño descascarillado allí donde había impactado. En ese momento, se abrió la puerta del despacho. Era Alina Góluvev. La visión de la rusa le enfureció aún más. Estaba fresca y relajada. Ataviada con un vestido de gasa estampado en flores que enmarcaba su silueta y unas sandalias de tacón que hacía que sus largas piernas parecieran infinitas, la mujer tenía más aspecto de ir a tomar el té que de afrontar una crisis como la que tenían entre manos.

—¡Ya era hora! —le espetó antes de que ella pudiera saludar.

Alina miró a su jefe y haciendo caso omiso del comentario, se entretuvo contemplando el desorden reinante en el despacho. Lo hizo con calma y sin demostrar nerviosismo ni inquietud.

—¿Qué ha pasado? —inquirió mientras tomaba asiento frente a Casillas. Se acomodó en la silla, con la espalda muy recta y cruzando las piernas en una pose que parecía estudiada.

—¡Qué no ha pasado! —exclamó Casillas sacando un pañuelo y secándose el sudor de la frente.

—¿Es por la visita de los polis? —preguntó Alina con voz calmada.

—¿Has hablado con las chicas? —preguntó a su vez Casillas.

—Sí, con todas. Les he dejado el mensaje muy claro. Anoche estabas aquí, todas te vieron. Y tendrán la boca cerrada. —Alina hizo una pausa antes de continuar—: También vinieron a verme a mí, como me advertiste.

—¿Y?

—Y nada. Me preguntaron si había estado en el local anoche, si habías estado tú, si conocía bien a Guzmán, la última vez que le había visto… Ese tipo de cosas.

—¿Te apretaron?

—No. Se conformaron con la versión que les di. Y, ¿ahora me vas a contar dónde estuviste ayer?

Casillas se levantó y se acercó a un pequeño mueble bar de madera, de cuyo interior sacó un vaso y una botella de whisky. Se sirvió una cantidad generosa y se la bebió de un trago. Llenó el vaso de nuevo y con él en la mano volvió a ocupar la silla.

—Estuve con Sergei.

—¿Con Sergei? ¿Por qué? Con Sergei solo habla Guzmán, para contratar, y yo, para recoger la mercancía. En eso quedamos, Germán. Esa gente no quiere más que un interlocutor y siempre el mismo. —Alina no ocultó su contrariedad.

—Sí, ya sé que en eso quedamos, pero me gusta saber con quién me estoy jugando los cuartos. Soy el que arriesga el culo, el que suelta la pasta y no sé con quién estoy tratando.

—Sabes lo fundamental, Germán. Y tu papel es el más importante: cobras y ganas mucho dinero.

—No me provoques, Alina —advirtió Casillas—. A partir de ahora, seré yo quien trate con Sergei. ¿Eso te va a suponer algún problema?

—Por supuesto que no, Germán —contestó sumisa—. Tú mandas.

—Bien… Ahora tenemos problemas más importantes que ese. Ha desaparecido «la Biblia».

Alina abrió los ojos con asombro y descruzó las piernas, irguiéndose en su asiento.

—¿Cómo que ha desaparecido «la Biblia»? ¡No puede ser! —exclamó la mujer.

—¡No está! Ni aquí ni en La Finca. Tú no lo tienes, ¿verdad?

—No he visto ese cuaderno desde hace semanas. ¿Lo pudo coger Guzmán el martes?

—Imagino que sí. Tú estuviste con él. ¿Notaste algo raro?

—No, estaba como siempre. A esas horas y con una copa de más siempre se ponía… baboso. Y si llevaba el cuaderno encima, no lo vi.

—¿Esa noche fuisteis juntos a La Finca?

—Sí, como siempre.

Alina se quedó pensativa.

—Germán, la policía no lo ha encontrado. Si no, ya hubieran atado cabos. Los tendríamos encima —razonó la mujer intentando calmar a su jefe.

—Eso mismo pienso yo. Pero hay que encontrar ese maldito cuaderno. Si cae en manos de la pasma, estamos perdidos.

—Puedo ir a ver a su mujer… quizá lo llevara a su casa.

Germán miró a Alina y meditó la propuesta. No se perdía nada por preguntarle a la viuda.

—Hazlo. Pero no esta noche. Te necesito aquí. Y, Alina… de momento vamos a ser discretos.

—Ya somos discretos, Germán —replicó Alina.

—Más aún. No quiero tratos con Sergei y su camarilla hasta nueva orden.

—Pero ¿qué hago con las demandas que tenemos comprometidas? Ya han pagado un adelanto —la rusa elevó la voz. Le exasperaba la actitud de Casillas.

—Anularlas. Devuélveles el adelanto. Y a Sergei explícale que tenemos a la pasma encima. Lo entenderá. Le dices que ya le avisaremos cuando esté la cosa más calmada.

—Pero… —intentó replicar.

—Alina, no quiero repetirlo —siseó Casillas—. Nada de ucranianos, ni de pececitos hasta nueva orden. ¿Está claro?

—Muy claro —respondió ella de mala gana.

Casillas se levantó y remetió la camisa por dentro del pantalón.

—Voy a darme una ducha y a cambiarme de ropa. Estate pendiente del salón hasta que baje.

Alina asintió con la cabeza y se levantó. Se acercó a la puerta y estaba a punto de salir cuando su jefe le cortó el paso sujetándola por la muñeca.

—Si esto sale mal, caes conmigo. No lo olvides.

La mujer se desasió de la mano de su jefe y salió sin responder.

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