Angelina

Angelina


XXV

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XXV

Aquel recuerdo me llenó de tristeza. Vinieron a mi memoria las alegrías de los quince años, las fugitivas amarguras del primer pesar, la tortura congojosa del primer desengaño.

¡Mísera humanidad en la cual todo pasa y perece! En ella no persisten ni dichas ni dolores; la más intensa alegría se disipa como la niebla; el afecto de hoy se ve traicionado por el afecto de ayer, afecto que creíamos muerto, y que de pronto revive en el alma fuerte y activo. El dolor, con el cual llegamos a encariñarnos, del cual nos abrazamos perdida toda esperanza de volver a la dicha, deseosos de vivir para él, sólo para él, pasa y se va, huye y no vuelve, nos deja para que brisas de ventura, de una ventura fugaz y efímera también, venga a refrescar, nuestra frente y a reanimar el desmayado corazón.

La noche era magnífica, una de esas noches de Villaverde, tibias y benignas, sin nubes ni celajes, en que los astros centellean como diamantes, en que los vientos traen a la ciudad el rumor de los campos adormecidos, los cantares del perezoso río y los gratos perfumes del valle. El agua corría dulcemente por el sumidero del pilón, y en la espesura del jardincillo el huele-de-noche embalsamaba el espacio con el penetrante aroma de sus flores tardías. Al pie de los muros y en torno de la fuente las últimas maravillas prodigaban, como en las noches otoñales, la esencia suavísima de sus caducas corolas. Orión fulguraba espléndido; Sirio brillaba apacible como una lágrima de oro; Aldebarán ardía purpúreo; la cerúlea Capella parpadeaba melancólica, y allá por el sur, joya sin par de las regiones australes, resplandecía Canopo con irradiaciones azules, blancas y rojas. En suma, hermosísima noche, una de esas noches ante las cuales se dilata el alma y se ensancha el corazón; en que el pensamiento vuela de estrella en estrella, y en que, olvidados de las miserias de la triste vida terrena, quisiéramos volar y subir hasta más allá de los últimos astros, para perdernos y abismarnos en las soledades misteriosas del éter.

Me puse de codos en el alféizar y allí pasé la noche, solo con mi dicha y mis recuerdos. El constelado firmamento hacía galas de sus pálidos fuegos, la tierra dormía silenciosa, y de cuando en cuando se oía a lo lejos el ladrido de un perro o el canto de un gallo.

Recordé cosas y sucesos pasados; evoqué memorias dolorosas de la niñez, pesares y amarguras infantiles; los tristes días de colegio, las melancolías del primer amor. Uno a uno desfilaron delante de mí parientes cariñosos, fieles servidores, amigos nunca olvidados. Al repasar las páginas del librillo de mi vida me pareció que iba yo recorriendo larguísima y desolada calle, entre dos hileras de tumbas que aquí y allá blanqueaban a la sombra de los sauces y de los cipreses.

La felicidad y bienestar de mi familia en tiempos mejores vino a sonreírme, a lastimar con sus alegres memorias mi dolorido corazón. Antes abundancia, respetos, halagos, lisonjas. Ahora, pobreza, desconfianza, menosprecio, olvido… ¿Dónde estaban los amigos de mis padres? No quedaban más que dos: el bondadoso médico y el desgraciado dómine…

Me di a pensar en los días felices de mi primer amor. Entonces surgió ante mis ojos blanca figura de mujer. Esbelta, pálida, vaporosa, ideal, aquella imagen querida venía a recordarme olvidados juramentos, promesas no cumplidas. Triste, doliente, llorosa, parecía decirme: «Me ofreciste tu alma y tu vida; me ofreciste tu corazón, y se los diste a otra… ¡Ingrato!».

Y aquella voz tenía el timbre de la voz de Angelina. La visión desapareció arrebatada por una ráfaga del viento matinal que pasó estremeciendo las copas de los naranjos y columpiando los floripondios.

¡Locuras de muchacho! ¡Delirios de ardorosa fantasía! ¡Presentimientos de una alma tímida, de un corazón inconstante!

Sentí anhelo infinito de que aquel amor que llenaba mi alma fuese el último de mi vida; deseo firmísimo de vivir sólo para Angelina, sólo para ella; deseo vehemente de ser bueno para merecer el amor de la modesta niña; para gozar, como de cosa propia, de la hermosura de aquel cielo tachonado de luceros, de las mil y mil bellezas que la noche tenía cubiertas con sus velos, y que dentro de breves horas, al clarear el alba, aparecerían en toda su magnificencia; que sólo a condición de ser bueno sería dable gozar del supremo espectáculo de la naturaleza, de modo que se me revelaran todos sus encantos, y no fueran arcanos para mí la dulce melancolía de una tarde de otoño, ni la risueña alegría de una alborada de mayo, ni la serenidad abrasadora de un día canicular, ni la terrífica majestad de la tormenta, cuando, desatada en las alturas, incendia con cárdenos fulgores las cumbres de la sierra.

Creía yo entonces —¡pobre muchacho soñador!— que un orto de fuego sería opaco y brumoso para el malvado; que los lirios del río no tendrían aromas para el perverso; que las selvas acallarían sus músicas y enmudecerían medrosas cuando pasaran bajo sus arcadas, bajo sus bóvedas de follaje, corazones manchados. Creía yo que el verdadero amor era premio y palma de la bondad, y que para amar y ser amados, con amor tan alto como yo le sentía y alcanzaba a comprenderle, elevación sublime, anhelo incesante de perfección, aspiración interminable a lo absoluto, era preciso que el alma se asemejase, por lo inmaculada y pura, a la flor que coronada de rocío abre su intacta corola al soplo cariñoso de los céfiros.

Pasé la noche en la ventana. Orión descendía hacia el ocaso, y el Carro iba ocultando sus estrellas en las profundidades de luctuosa nube que subía lenta y creciente de los húmedos valles de Pluviosilla.

Permanecí largo rato con el rostro entre las manos. El sueño entornaba mis párpados, e iba yo a recogerme, cuando grave y majestuosa sonó la campana mayor del templo parroquial. Tañido misterioso y solemne que anuncia la llegada del día; que repetido de montaña en montaña dice a los moradores de la serranía que Villaverde ha despertado.

A los ecos del sagrado bronce contestan el río, la selva, los huertos y las aves. Las corrientes del Pedregoso cambian de ritmo; hay en las espesuras preludios corales, amorosos aleteos, y principian por todas partes el movimiento y la vida.

Diríase que los vientos se apresuran a derramar por los valles el aroma de las flores que se abrieron durante la noche.

Los toques de la campana eran pausados y lentos… Cesaron, y, un instante después, estalló en todas las torres un repique bullicioso y plácido, retozón e infantil, como si convocara turbas escolares, como si los tañedores fuesen angelillos traviesos escapados del cielo.

¡Las misas de aguinaldo!

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