Angelina

Angelina


XXVI

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XXVI

Oí ruido en la habitación contigua. Tía Pepilla se había levantado y no tardó en llamarme. Daba golpes en la puerta, y al contestarle yo decía:

—¡Vamos perezoso! Ya está amaneciendo… ¡Arriba! ¡Ya es hora!… ¡Si has de ir con nosotras, levántate! ¿No has oído el repique?

Y la buena señora reía y bromeaba como una chiquilla.

Aún no cesaba la música de las mil campanas villaverdinas. Las de la Parroquia, graves, solemnes, como un arcediano cuando entona el prefacio en la misa de Corpus; las de San Francisco seriotas, sonando en ritmo circular, rotundo el toque, como en los domingos de cuerda; las de San Juan desafinadas y chillonas; el campanario de la iglesita de San Antonio armaba una algazara sin igual, como en una orquesta platillos y chinescos; en la espadaña del convento de Santa Teresa se volvían locas las campanillas, y el esquilón rajado del Cristo resonaba presumido y vanidoso, a semejanza de un tenor cascado que no quiere retirarse del teatro.

El conjunto era singularmente bello. Aquel repicar vario y caprichoso, sin unidad ni medida, tan distinto del otro con que se anuncian los días solemnes y las fiestas clásicas, tenía algo de la maravillosa música moderna en que parece que los instrumentos van libres, de su cuenta, campando por sus respetos, desdeñando compás y disciplina, huyendo los unos de los otros, pero que de pronto se unen y concuerdan en rara e incomparable armonía que primero sorprende, luego subyuga y, por último, nos hace ver bosques silenciosos, regiones celestes sin nubes ni celajes, cerúleos adormecidos mares.

La música de los campanarios caía sobre la ciudad en frescas oleadas y se difundía por el valle, a manera de río desbordado que quisiera escaparse por los barrancos. Allí se detenía un instante, y luego como que se levantaba ansiosa de volver a las alturas, para remontarse a los cielos en pos de los astros que iban palideciendo y borrándose en la tenue claridad del crepúsculo.

¡Qué bien se armonizaba aquel vibrante vocerío con el despertar de valles y montañas, con los preludios del pueblo alado, con el susurro de las arboledas, con el canto idílico del Pedregoso, con el centellear de los luceros, y con el mugir de las vacadas en el cercano ejido!

No sé por qué temí que la tía Pepilla supiera que no había yo probado el sueño. Deshice el intacto lecho, revolviendo sábanas y colchas; tomé el sombrero y el gabán y salí al corredor. La anciana y Angelina me aguardaban allí. Tía Pepa muy rebozada con el pañolón; la doncella, caído sobre los hombros el abrigo, dejaba ver su hermosa frente.

—¡Buenos días! —me dijo tímida y medrosa.

Seguro estoy de que se puso roja como una amapola al estrechar mi mano.

—¡Vamos, muchacho… vamos! ¿Qué aguardas? Y tú Angelina ¿despertaste a señora Juana para que se quede con Carmen?

—Sí, señora.

—Pues vámonos, Rorró, que de aquí a San Antonio ya tenemos que andar. Está lejos, pero allá iremos —repetía— que allí hay pitos, y sonajas, y panderos, y música de cuerda que toca sones y piezas alegres, y la misa no es larga… ¡cómo que la dice el padre Solís!

Tomamos calle arriba, por una acera angosta y desigual. Había que subir penosísima cuesta. La capilla de San Antonio está en el Barrio Alto. Desde allí se goza de un hermoso panorama.

Los farolillos ardían con mortecina luz. Los serenos apagaban sus linternas, y grupos de mujeres y de niños iban apresurados hacia el templo. Las madres regañaban a los chicos porque sonaban sus pitos y sus panderetas, como temerosas de que a la hora precisa unos y otras se les quedaran mudos.

Ofrecí mi brazo a la anciana.

—¡No —me contestó— voy mejor sola! Dáselo a la señorita…

Angelina no le rehusó, pero comprendí que le aceptaba por compromiso. De pronto se detuvo tía Pepa y, sonriendo, nos dijo:

—¡Bonita figura! ¡La vieja siguiendo a los galanes!

Angelina quiso desenlazar su brazo; pero yo no lo permití.

Encontramos nuevos grupos que iban a toda prisa, sin duda para ganar puesto en la capilla. En una esquina topamos con unos «nacateros» que se dirigían al mercado, muy cargados con grandes piezas de carne, sanguinolenta. Al llegar a la plazuela pasó delante de nosotros un lechero, jinete en un caballejo, a cada lado un cántaro. Nos saludó respetuosamente. Era joven; bien claro nos lo dijo su fresca y limpia voz:

—Es Mauricio… —dijo Angelina.

—Es el lechero de Santa Clara… de la hacienda del señor Fernández… —agregó la anciana, dirigiéndose a mí.

Cuando subimos la escalinata vimos que las gentes se agolpaban en la puerta. Aún no abrían los sacristanes, y todos pugnaban por colocarse en buen sitio para entrar los primeros.

La capillita de San Antonio, el santuario, como la llaman los viejos villaverdinos, es una iglesita de estilo churrigueresco, muy bien dispuesta y situada en lo más alto de una loma desde la cual se domina toda la ciudad.

El cementerio está acotado con una verja que tiene sendas puertas en los tres lados. Cuatro añosos cipreses dan al sitio un aspecto fúnebre, verdadero aspecto de cementerio.

Tía Pepilla no quiso llegar hasta el punto donde los devotos bregaban para abrirse paso, y tomó asiento en el último peldaño de la escalinata.

Reían los mozos, charlaban las doncellas, regañaban las viejas y la chiquillería iba de un lado para otro, con incesante ruido de cascabeles y de pitos de agua que remedaban a maravilla los gorjeos de un coro de alondras.

Angelina y yo nos acercamos a la verja, vueltos hacia la ciudad. Ya no repicaban en las torres. En cada una de ellas una campanita atiplada, urgente y chillona, llamaba a los fieles.

Aún no despuntaba el día. Los faroles de Villaverde brillaban en las calles oscuras y por encima de los tejados como un enjambre de cocuyos. El cielo menguaba en luces, y una apacible claridad glauca, pura como la atmósfera y plácida como el fresco vientecillo que mecía los cipreses, iba inundando el firmamento. Orión se hundía entre los picos de la cordillera, y la Osa Mayor descendía hacia los valles de Pluviosilla. En la región opuesta vagos albores anunciaban la aurora. La vega toda revivía; el Pedregoso corría gárrulo y cantante, como si sus ondas repitieran quedito la extraña armonía de los repiques.

El cielo límpido de aquella noche casi invernal perdía poco a poco su inmensa serenidad. Del vago albor que clareaba en las cimas orientales, de las suaves tintas glaucas que todo lo invadían, brotaron lentamente, primero indecisos e indefinibles, luego distintos y bien perfilados, celajes y nubecillas de color de violeta, a través de las cuales vimos que desaparecían las estrellas entre ráfagas de fuego. Las campanitas seguían llamando a misa, el río seguía cantando, y susurraban las arboledas, y venía de las selvas y de las cañadas algo como rumor de lejanas orquestas misteriosas que ejecutaban, allá en la sierra, en lo más recóndito de la cordillera, inaudita sinfonía.

Abrióse, por fin, la puerta de la capilla, y la multitud se precipitó en el sagrado recinto.

De codos en la verja contemplábamos nosotros el espectáculo arrobador de aquel espléndido crepúsculo, el panorama de Villaverde alumbrado por los rojos fulgores del naciente día que incendiaba con reflejos de hornaza los celajes que bogaban en el horizonte.

—Angelina —exclamé, estrechando la mano de la doncella— ¿me amarás siempre, siempre, como yo te amo?

—¡Siempre! —contestó estremecida—. ¡Como hoy, como mañana, hasta después de muerta!

A la incierta luz de la aurora, que bañaba en celestes claridades el rostro de Angelina, vi que lloraba, que dos lágrimas rodaban por sus mejillas.

—¡Niña! —gritó mi tía desde los umbrales del templo—. ¿Qué haces? ¡Ya empezó la misa!

La joven corrió hacia la iglesia. Las torres soltaron el último repique; el órgano desató sus raudales de místicas armonías, y a sus acordes solemnes se unió festivo coro de infantiles voces, de gorjeadores pitos, de ruidosas y tintinantes panderetas. La misa principiaba… El padre Solís entonaba con su vocecilla devota y simpática:

—¡Gloria in excelsis Deo!

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