Angelica

Angelica


Cuarta parte

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Cuarta parte

Angelica Barton

 

-¿P

ero ¿cuándo volverá él?

—Algún día. Quizás. Dentro de algún tiempo. Los papás hacen esto. Por ahora, pienso que deberíamos acostumbrarnos a su ausencia. No creo que lo encuentres difícil. Yo seré tu amiga, si me aceptas. Puedo ser una excelente compañera para la Princesita de los Tulipanes, cantar canciones y contar historias. ¿Te gustan esas cosas?

Rápidamente llegué a querer a Mrs. Montague, mi tía Anne, como una segunda y mucho más entretenida madre, especialmente aquellas primeras semanas, cuando ella nos enseñó a vivir sin papá, a hablar y comportarnos sin tener que fijarnos en su muda desaprobación, o su aprobación sin alegría. Con un apremiante sentido de lo práctico, nos preparó a mi madre y a mí para el mundo lleno de curiosidad que se acercó a nuestra puerta.

—Sus colegas vendrán a ver que tú estás bien, a pedir explicaciones, que ninguna de nosotras tiene y, por encima de todo, a tranquilizarse al ver tu evidente preocupación por tu errante marido. —Anne se rió—. Sí, incluso en su difícil situación, ellos querrán que les proporciones consuelo a ellos, les demuestres que sus esposas los echarían de menos si ellos decidieran desaparecer. ¿Puedes hacerlo, querida?

Me sentí muy importante, las semanas que siguieron a la marcha de papá, al tener tantos hombres solicitando un momento de mi tiempo y mi encantadora conversación. La desaparición de papá me había transformado y elevado, y Mrs. Montague era mi amable dama de honor (si es que yo era una princesa todavía), o mi camarera (si estaba ya convirtiéndome en una actriz). Ella me ayudó a encontrar mi voz para esos cortesanos, estos figurantes en el drama de nuestra familia.

—¿Dónde supones que se ha ido tu papá? —preguntó un hombre muy guapo con una voz tranquila y un acento vulgar, tras haberme pagado su tributo en forma de muchos caramelos duros de color rosa brillante.

—Se fue volando con los ángeles —dije— que envió la Princesa de los Tulipanes.

Ésa era la respuesta que yo le había dado a Mrs. Montague cuando ella me hizo la misma pregunta unos días antes. Mrs. Montague consideró mi respuesta en silencio durante un rato, y luego finalmente opinó:

—Creo que es una respuesta encantadora y totalmente perfecta, hija mía.

Recuerdo el placer que sentí ante aquel retardado elogio, aquella aprobación tan adulta de mi respuesta, de modo que, naturalmente, no vacilaba en dar esa misma respuesta a todos los adultos que me hacían, continuamente, esa misma pregunta. Variaba sólo el tono, añadiendo de vez en cuando una ligera vacilación.

—¿Fue así de veras? —preguntó un joven pelirrojo con la cara llena de espinillas, tras obsequiarme con más caramelos—. ¿Lo viste salir volando con ellos?

—Oh, no, señor. Pero él viene a verme. Los ángeles lo traen para que nos veamos, y me besa para darme las buenas noches. Fue él el que me dijo que había sido así.

—¿Crees que tu papá estaba muy triste? —preguntó el doctor Miles, con muchos caramelos en la carnosa palma dé su mano, y yo le pellizqué varias montañitas de piel al cogerlos. Su anciana carne era de un amarillo traslúcido, y debajo de ella la sangre discurría por azules canales. Parecía un dibujo que yo había visto en un libro de papá, con ojos y músculos pero con piel en sólo la mitad izquierda de la cara.

—Sólo estaba triste cuando yo era mala, señor. ¿Piensa usted que yo hice que se marchara?

Esa idea me ponía triste. El que yo me pusiera triste ante aquellos hombres producía una maravillosa reacción en ellos.

Comí un montón de caramelos en las semanas posteriores a la desaparición de mi padre. Yo sentía que su ausencia y mi creciente reserva de dulces guardaba alguna relación, aunque si mi tesoro de caramelos era una recompensa, un premio o un soborno, nunca estuve segura, ni siquiera hasta el día de hoy. Estaba, sin embargo, absolutamente segura de que podía juzgar, por la calidad de los caramelos que me ofrecían, cuál de esos visitantes era listo y cuál estúpido. De forma similar, una conocida mía presumía recientemente ante mí de que su hijo, un niño de seis años, estaba dotado de una notable sensibilidad, y sus primeras reacciones ante los adultos eran infalibles, e incluso en aquellos casos donde ella había previamente llegado a sus propias conclusiones sobre una determinada persona, no vacilaba en ceder ante el niño, dada la mágica capacidad de éste para descubrir las naturalezas ocultas en unos minutos de trato. No paraba de oír afirmaciones así. Pienso que es más bien una ilusión bastante extendida que algunos niños ven con claridad el mundo y sus actores. La fe en el corazón puro y la visión inocente de un niño es un síntoma de que algo va mal en nuestro mundo, una vergonzosa pérdida de confianza en nosotros mismos como adultos. Pronto los estaremos reclamando en nuestros tribunales, llevando el mazo que corresponde a su categoría. Te digo, como alguien que se gana diariamente el salario con las simulaciones, esta simple verdad: los niños fabrican personajes totalmente imaginarios a partir de un simple rasgo físico o un hecho: la dama de la nariz demasiado grande es una bruja, el hombre que me riñó es cruel. De pronto, el mundo se puebla de personas que se corresponden a sus diversos estados de humor. Los miedosos llenan el mundo de adultos amenazadores; los confiados, de aventureros de cuentos fantásticos. Los crédulos padres, a su vez, adaptan la realidad en función de esto, desterrando a los amigos y abrazando a extraños según el capricho de sus queridos niños.

Y peor aún, el recuerdo de nuestra propia infancia nos convence de que los niños juiciosos que conocemos ahora deben tener razón, porque recordamos a aquellos adultos que nosotros conocimos con unos colores que sólo un niño podría haber pintado: criadas de fuerza sobrehumana, capaces, en lo más oscuro de la noche, de cargar y trasladar un cadáver ellas solas; lascivos y borrachos vidrieros; joviales gordas que luchan con fantasmas; padres vagamente recordados, espiados desde una ventana del piso de arriba cuando huían de la casa llorando. Miramos hacia atrás, encantados por los personajes que creábamos y a su vez prestando crédito a las caricaturas de personas que nos cuenten nuestros niños. Ellos crecerán creyendo que tenían razón, y así sucesivamente.

—Quiero a papá.

—Y él te quiere a ti, querida niña. No lo dudo.

—Es verdad. Así que nos casaremos algún día.

¿Recuerdo diciéndole esto a mi frágil y celosa madre? Sí. Y, más aún, recuerdo que ella se rió de mí, no con la risa de una madre encantada con la confusión de su hija, sino con la despreciativa sonrisa de una rival en una provisional y peligrosa situación de dominio. Sin embargo, apenas he escrito esto cuando estoy segura de que el recuerdo es imposible, porque ésa es una comparación que yo no podía haber hecho en aquella época. Yo tenía sólo cuatro años, de manera que ¿qué podría haber sabido de rivales y desprecio? Creo que es más probable que su risa en mi recuerdo haya sido imaginada para crear un papel que ella no estaba representando entonces, pero que yo no llegué a comprender hasta más tarde, en otros contextos. Los recuerdos son implantados después de los hechos con la perspectiva que da el tiempo. Tal es esta senda traicionera en la que usted irreflexivamente me ha puesto, agitando ante mí sus endebles promesas de seguridad y verdad.

Mis recuerdos dan a entender que yo podía moverme por la casa silenciosamente. Las escaleras no crujían debajo de mí; las puertas no gemían al tocarlas. Yo me encontraba a menos de tres metros de distancia de los adultos, y éstos no oían mi respiración. Robaba fragmentos de sus historias y mezclaba las conversaciones, hacía hablar a mi muñeca de trapo y a mis invisibles amigos, recosía historias nuevas a partir de telas sobrantes. ¿A quién debo prestar crédito, a la inconsciencia de los adultos o al sigilo infantil? No puedo decirlo. Ellos, a la inversa, eran torpes y ruidosos, como es propio de los gigantes. Sus voces resonaban en las habitaciones, haciendo caso omiso de paredes y techos, como hacen los dioses.

Los únicos dioses verdaderos y los únicos fantasmas verdaderos. Los comprendemos sólo poco a poco, por etapas, al llegar a la edad que ellos tenían. Es una lección que ellos imparten desde más allá de la tumba, guiándonos, apareciéndose aquí y allá, hacia nuestra propia muerte (y entonces nuestros espíritus persiguen a nuestros propios hijos a su vez). Sus personalidades, cuando eran más jóvenes, unas personalidades que nunca conocimos, de repente aparecen reflejadas en nuestros espejos, como las inconcebibles personas que eran antes de que ellos nos concibieran. Estas fantásticas criaturas nos desconciertan, se liberan de las arrugadas vestiduras de sus envejecidos yoes para pavonearse otra vez con el llamativo plumaje de la juventud restablecida. Lo contrario es igualmente cierto, por supuesto. Nuestros hijos llegan a cierta edad y nos ofrecen, como un regalo, recuerdos de nosotros mismos cuando éramos así de jóvenes.

 

* * *

 

Yo caminaba libremente entre ellos, como si fuera un espectro. Oí, por ejemplo, la leyenda de la familia Burnham la brillante mañana en que Anne se la contó a mi madre en el parque, consiguiendo así asustar a la vacilante mujer para que se comportara nuevamente como una dócil clienta. Volví a oír esa historia una docena de veces más, ya que Anne con frecuencia la usaba para domesticar a otras dientas cuando, años más tarde, yo la ayudaba en su trabajo. Pero sé que la oí por primera vez en el parque, acurrucada detrás del banco en el que ella y mi madre estaban sentadas, ignorantes de mi presencia. Aquella mañana creí que Mr. Burnham se había colgado del techo del cuarto de mi madre para expiar su inenarrable crimen contra una niña.

No obstante, recuerdo casi con la misma claridad a Harry Delacorte y a mi madre abrazándose en nuestro salón, él rodeándola con sus brazos y piernas. Cuán claramente puedo ver cómo su mano se movía por sus ropas y luego iba trepando por la espalda para agarrarla del pelo, de modo que la escena entera debe ser considerada con pícara sospecha. O quizás no, ya que una niña de tres años podría muy bien confundir dos manos, una en la cabeza y otra en la cintura, desconociendo la razón por la que una de ellas tuviera que detenerse en medio en vez de continuar hasta acariciar el hermoso cabello de mi madre, un objetivo evidente. Y puedo ver el brillante cono blanco que proyectaba la vieja lámpara de gas de nuestro salón sobre la brillantina del negro cabello de Harry Delacorte. La tirantez de la piel del cuello de mi madre cuando ésta giraba la cabeza a la izquierda y apartaba el rostro que trataba de besarla con sus dedos todavía manchados de negro del atizador que ella se había inclinado a recoger del lugar donde él lo había dejado caer, sobre la alfombra, con sus dibujos de verdes viñas y negras uvas, mientras la voz de mi padre resonaba desde la habitación de al lado: «Harry, ¿dónde te has metido?»: tantos detalles son incontestables, debió de ocurrir exactamente así. Y no obstante... ¡cómo podía yo haber pasado inadvertida en el salón, a esa edad, en aquel momento de la noche? Supongo que debí entrar y salir furtivamente, pero no sé cómo llegué a estar allí, saltándome las normas imperantes en la noche; no sé cómo ninguno de los actores (abrazándose y poniendo tranquilamente los cuernos al marido, en el comedor, como un burlador francés) se dio cuenta de mi llegada, de que los estaba observando, o de mi partida; y recuerdo sentirme sólo medianamente interesada y nada sorprendida ante la visión. Los mecanismos de la memoria se superponen y despiden calor pero no luz, pues la maquinaria del recuerdo, del sueño, responde a otras leyes físicas. Sospecho que suavicé los ingredientes de este picante souflé mucho más tarde, porque Harry nos visitaba a menudo los meses que siguieron a la desaparición de mi padre. Vino primero como inquisidor, deteniéndose diariamente para ver si Joseph había reaparecido, claramente desconcertado por la sutil y omnipresente Anne Montague. Más tarde, vino como consejero familiar, luego como amigo mío, ofreciéndome, a medida que yo crecía, algún fragmento ocasional de la historia de mi padre, contado desde la perspectiva de un condescendiente compinche. Y, más tarde, se transformó otra vez y, mientras escribo, sólo ahora se me ocurre que he transpuesto las manos y labios de Harry de mi cuerpo al de mi madre, suavizándolos y oscureciendo su cabello (posteriormente de un gris menos brillante), recreando la memoria.

 

* * *

 

Recuerdo que estaba jugando en el suelo de la habitación de mi madre. Después de la ausencia de mi padre, mi presencia era nuevamente bien acogida en ese enclave adulto. Nora, fuerte y silenciosa, servía el té a Anne y a mi madre, cambiaba las sábanas, pedía algunos chelines para reemplazar la ropa blanca, recogía cubos de agua sucia, con sus brazos arañados y magullados, y cortes en su cara. ¿Qué le había pasado a Nora? Nadie se fijaba en ello.

—¿Adónde puede haber ido Joseph? —preguntó Constance, sólo brevemente despierta por primera vez en dos días desde que su marido la dejara ofreciendo un bizcocho de limón a Douglas Miles. La magullada Nora me sopló un beso, me hizo un guiño y salió de la habitación.

—No se me ocurre, queridísima amiga —replicó Anne, aunque ella creía que sabía con detalle lo que suponía que Constance debía de saber: que El Tercero y algunos anónimos cómplices habían asesinado al villano en un callejón, en la habitual ruta de Joseph entre el Laberinto y Hixton Street, y al día siguiente había rechazado generosamente el pago de Anne por el acto. («Coriolano: Os lo agradezco, general, / pero no puedo hacer que mi corazón consienta en tomar / un soborno para pagar mi espada: lo rehusó», recitó El Tercero, obligado a citar un personaje principal para expresar semejante sentimiento, tras haber entrado Anne en su taberna de por las mañanas, exultante: «Mensajero segundo: ¡Buenas noticias! ¡Buenas noticias! ¡Las damas han ganado!»)—¿Cree usted que su ciencia ha eliminado a Joseph, al mismo tiempo que al espectro? —insistió Constance, bostezando detrás de su taza de té.

Anne sonrió antes de continuar con esa necesaria comedia.

—Creo que no es imposible. Debemos sencillamente esperar, ir tomando cada mañana tal como venga.

—Cuando nazca el niño y yo muera, Anne, ¿querrá usted ocuparse de él y de Angelica? La casa es suya, si lo desea. ¿Querrá usted hacerse cargo de mis huérfanos?

—A salvo, estarán a salvo conmigo, si semejante cosa llegara a pasar.

—No dejará usted que se los lleve Joseph si vuelve, ¿verdad?

«Ella representará su papel hasta el final», debió de haber pensado Anne con excusable irritación después de todo lo que ella había maquinado por el amor de su amiga. «Me suplicó que lo hiciera asesinar, y yo ni me inmuté, y ahora ella está ahí repantingada y fingiendo que nunca sucedió; no quiere dejar que este secreto nos una.»

Sin embargo, cuando le pregunté directamente años más tarde a El Tercero, sólo respondió: «Mozo: La fama de los hombres se acrecienta demasiado fácilmente por unas proezas / que ellos reclaman sin fundamento.» ¿Fue reacio a presumir ante la hija de su víctima? ¿O es que Joseph había eludido la emboscada de los actores, porque aquel día había salido temprano del Laberinto para acompañar a Miles a ir a ver a mi madre?

Constance no dejó huérfanos, naturalmente, al menos durante muchos años, porque no mucho después de la desaparición de Joseph, su visitante mensual anunció su llegada con su habitual rimbombancia, trastornando a mi madre, que puso la casa patas arriba con la violencia de sus exigencias. Pero esta vez, su acostumbrado tirano llegaba aureolado de salvador, trayendo un perdón que ella no se había atrevido a esperar. Cuando el período la despertó por la noche, la amnistía que suponía tenía un brillo negro bajo la luna, y ella lanzó un grito de gozoso alivio. Nora estuvo a su lado durante todo el tiempo, fuerte y silenciosa, trayendo té y ropa limpia, un paño frío para la frente y más rótulas de oveja procedentes de Irlanda.

 

* * *

 

Las visitas llegaban con frecuencia, haciendo preguntas, y después, no tan a menudo, expresando condolencias, y, más tarde, ya no vinieron. Nadie me sugirió que la vida de mi padre había terminado por orden de mi madre, y que Nora, furiosa porque él la maltrató, le quitó el cuerpo a su señora de las manos y lo sacó de la casa, con o sin la ayuda de primeros actores, mientras Constance yacía inconsciente o delirando. Y no puede usted esperar que la nítida imagen mental que tengo de esta escena sea un fidedigno recuerdo de una niña de cuatro años de edad. Por el contrario, se me dijo repetidamente que mi padre se había marchado por su propia voluntad, y algún día regresaría, si lo deseaba. Incluso lo vi marchar desde la ventana de mi torre, nada menos que llorando. Forenses, amigos, empleadores, policía e incluso el doctor Miles no fueron capaces de llegar a ninguna otra conclusión. La declaración escrita del doctor Miles al tribunal daba fe de que la autodestrucción no era inconcebible, ya que el sujeto se había mostrado sobreexcitado la semana anterior a su desaparición, lanzando infundadas, paranoicas acusaciones contra su esposa, que, vistas retrospectivamente, con toda probabilidad reflejaban más bien las propias inclinaciones y un soterrado sentimiento de culpa del hombre desaparecido que un trastorno de la muy capaz, por no decir, encantadora, dama. Harry intervino para decir que consideraba improbable la autodestrucción, pero que tenía que admitir que su amigo Joe había estado últimamente un poco pachucho, aún más taciturno que de costumbre. Harry incluso volvió a contar la historia, que conocía de oídas, de Lem, con todas sus contradictorias implicaciones.

Sobre nuestro hogar caía la débil sombra del fallo del tribunal: el hombre desaparecido había dado abundantes pruebas de una melancolía idiopática acorde con una gran probabilidad de autodestrucción o de perturbada fuga. Y entonces vino otra visita. El director del banco responsable de distribuir la generosa renta de viudedad que Joseph había proporcionado a la muchacha de la papelería.

Mi madre me enseñó a atribuir toda nuestra buena suerte a la ciencia de Anne Montague. «Nuestra amiga nos salvó, cariño.» Yo me dormí, tranquila. Constance también recobró el sueño, sintiéndose a salvo quizás por primera vez en su vida. Todos los conocimientos de Anne —los encantamientos, los pétalos de rosa depositados en cuidadosos círculos, las hierbas frotadas a lo largo de la ventana— habían sido útiles. La espantosa aparición y su amo humano habían sido desterrados, fuera a donde fuera. Las tres mujeres vivíamos, seguras y felices, servidas por Nora, en la purificada y encantadora casa de Hixton Street.

Por más completa y certificada que fuera su ausencia, a pesar de todo, él seguía viniendo. Aunque Constance estaba cada vez más fuerte y segura de que todo estaba realmente resuelto, de vez en cuando soñaba con él y al despertarse incluso percibía, en la suave y confortante respiración de su lado, los sonidos del caballero que había entrado en Pendleton’s y la había arrancado del duro trabajo y el tedio. Parpadeando bajo la menguante oscuridad, ella le sonreía y sujetaba más estrechamente la gran mano que había bajo la manta, confortada por la solidez de su amiga y protectora, sin mancha alguna del lado oscuro de los hombres.

 

* * *

 

¿Lo vi vendarle su mano cortada, y luego retorcérsela, y apuntar su dedo contra su rostro, exigiendo saber cómo había empezado el fuego en mi habitación? Pero yo tendría que haber subido por las escaleras con mi pie vendado y dolorido. De manera que ella debió de contarme, más tarde, que eso era lo que había sucedido arriba mientras yo dormía en campos de ligrefantes. Sin embargo, no recuerdo esa conversación.

Recuerdo, sí, aquella mariposa, una tarde de agosto, estando de vacaciones. De eso estoy segura. Recuerdo el enfado de mi madre con mi padre por alentar mi interés en el mutilado insecto, aunque, desde luego, no sé qué le hizo imaginar aquella visión, qué asociación o qué recuerdos de otro día, otra mariposa, otro padre. Yo no era tan joven que no me diera cuenta de que era la causa de la discusión de mis padres. Ella estaba disgustada con mi padre y conmigo. Su repulsión no se me escapaba, y recuerdo que me planteé cómo podía recuperar su amor. De modo que caí enferma. ¿Ligeramente enferma? ¿Terriblemente enferma? ¿Imaginativamente enferma? Sé que la respuesta tiene importancia, y sé que se ha perdido de forma irrecuperable.

 

* * *

 

Las atenciones de mi madre eran tan continuas que apenas si me daba cuenta de ellas, sólo cuando me faltaban, del mismo modo que uno sólo repara en el aire cuando está enrarecido. Pero la mirada de mi padre —incluso una leve mirada de desaprobación o de desprecio— era una rareza muy apreciada. Yo hacía grandes esfuerzos por ganarme su afecto, aun sabiendo que esos esfuerzos tenían que ser discretos, porque mi madre no quería que yo le agradara excesivamente. Una mañana, cuando mi madre se encontraba abajo, yo traté de despertarlo soplándole en el oído. Estaba de pie junto a su cama, sintiendo frío en mis desnudas piernas. Necesité ambas manos para apartar a un lado la gruesa cortina carmesí. Soplé y los negros pelos que ribeteaban su oreja se movieron. Él apartó, dormido, la molestia de un manotazo y, si recuerdo lo sucedido correctamente, me golpeó en el ojo con el dorso de la mano, aunque él no llegó a despertarse. Si mi madre más tarde me preguntó qué era aquella marca en el rostro, seguro que lo protegí tanto a él como al dulce recuerdo secreto de un violento golpe propinado en sueños porque yo le había hecho cosquillas.

Le recuerdo afeitándose la barba, recuerdo aquel nuevo padre que levantó su auténtico y goteante rostro de la palangana y captó mi mirada en el espejo. Habló de perdón para su padre y, con evidente orgullo, del redescubierto parecido entre ellos. ¿Comprendió Constance que él se refería a que ella debía perdonar a su propio padre? ¿O que debía perdonar a Joseph por comportarse como el padre de ella? Porque, al final, él había decepcionado a Constance. No había sido ningún príncipe, ningún salvador, ni siquiera un italiano de sangre caliente, ni amigo ni protector. Era solamente (y cada vez más) un padre, cuyo papel Constance había aprendido muy pronto a considerar con gran sospecha.

Más bien me inclino a pensar que una verdadera aparición no es tanto una repentina manifestación de un ser espectral como una suma de elementos, la ebullición y consiguiente desbordamiento, de una mezcla que se ha estado cociendo durante años. De repente, ese vapor empaña las cosas. Quizás para algunos de los que habitan la casa, la llegada de fuerzas invisibles o de fantasmas visibles casi no resulta sorprendente. Durante mucho tiempo han estado sintiendo que se acercaba algo oscuro, o que ya estaba presente en los rincones de la casa. Es como si se hubieran sentido incómodos pero incapaces de expresarlo en palabras, y por tanto la sensación finalmente acaba tomando la forma de unos fantasmas.

En nuestro enrarecido hogar, las impresiones de los últimos años empezaban a brotar en la mente de Constance, como setas en la tierra húmeda, hasta que, en esa crisis cada vez más acelerada, todo lo que ella veía le evocaba recuerdos cada vez más luminosos, cada vez más próximos: la ventana del nuevo dormitorio de su hija, el olor de su marido por la noche, la visión de su recién afeitado rostro, la de un utensilio de vidriero sobre una mesa en su laboratorio, la coincidencia de dos nombres similares, invertidos.

Vagos pero dolorosos recuerdos, extrañas asociaciones, yuxtaposiciones de los pequeños detalles que constituyen el escenario tanto de los recuerdos como de los sueños. Ella miraba por la ventana de mi nuevo dormitorio y eso le recordaba la ventanita de la habitación donde ella había pasado tantas horas de niña: una ventana redonda, dividida en ocho secciones, como los trozos de una tarta. Seis de los paneles eran claros, pero dos de ellos —en el centro— eran de colores, uno rojo, como de cerezas reducidas a pulpa, y el otro del feo marrón oscuro de un verde no conseguido, un prematuro intento de coloración del vidrio llevado a cabo por su padre, un vidriero. Como era una niña con pocas cosas en las que ocuparse, ella observaba el cambio de los colores de la ventana a medida que el día avanzaba, la ligera tonalidad negra poco antes del alba, brillante durante toda la mañana y luego progresivamente oscura a medida que avanzaba la tarde, y después los reflejos del crepúsculo aparecían como conos amarillos donde se recortaban los árboles de más allá. La ventana era el ojo de Dios, porque «El ojo de Dios te está siempre observando —solía decir su madre—. Incluso cuando estás sola, Él te vigila.» Pero, por la noche, cuando las velas estaban apagadas y ella no podía ver Su ojo, quizás Dios parpadeaba, o incluso dormía, pues el aire se volvía espeso y sus ojos le ardían a causa de un olor anónimo, los pelos de una barba le arañaban la cara.

Aquel olor no tuvo nombre durante años, porque ella era demasiado joven para llamarlo whisky, y ni lo olía nunca en el Refugio, o en su piso con Mary Deene, o ni siquiera después de casarse con Joseph, porque éste nunca bebía whisky. Pero ese olor regresó una noche, entró en su casa con la ropa de su marido, el mismo día en que él acababa de expulsarme de mi paraíso infantil.

Los sueños de la mujer eran un intento, no de recordar, sino de borrar lo que había ocurrido antes, de eliminar a aquel canalla: ella soñaba con que se apretaba contra mi armario de la ropa, como si no hubiera nadie que alguna vez la hubiera apretado contra su propio armario. Movida por invisibles fuerzas, ella daba traspiés, caía y corría contra los muebles y la hierba. Huía y se acurrucaba para esconderse en la maleza y el bosque, pero siempre huía de la nada, un invisible pero omnisciente temor, o incorpóreos y aterciopelados olores, tales como los que se traía su marido aquella noche, hasta que, en sus sueños, la nada misma se convertía en un enemigo lanzado perpetuamente en su persecución.

Ella aguardaba ante la puerta de mi habitación y recordaba a su propia madre aguardando. Me veía fingiendo dormir cuando mi padre entraba en la habitación y recordaba que ella misma se había comportado idénticamente. Veía una herramienta para soldar sobre una mesa en el laboratorio de Joseph, un utensilio de vidriero que no había visto desde que era una niña, y su laboratorio adquiría un aspecto más siniestro por ello. Después de cumplir yo los cuatro años, ella, diariamente y con una terrible claridad, empezó a recordar su propia vida a esa edad. Cuando Joseph en broma me llamó «niña malvada», eso le recordó a ella a Giles Douglas, que la llamaba «niña malvada» con una voz absolutamente desprovista de broma.

Ella me contó estas historias, años más tarde, dando finalmente voz a los recuerdos que tanto tiempo había tratado de olvidar o de convertir en simples pesadillas. Cuando habló, todo era confusión. Ella me confesó, como yo hago con usted ahora, que raras veces estaba segura de cuáles eran recuerdos correctos y cuáles sueños recordados, cuáles eran fantasías proyectadas hacia el pasado y cuáles eran fantasías de su infancia proyectadas hacia el futuro y tomadas como verdades. Las combinaciones de la perspectiva se vuelven demasiado complejas para pintar un cuadro comprensible, como si la geometría de las formas fallara de repente. Y, además, ella quizás deseaba justificar, indirectamente, su comportamiento conmigo. Como resultado de ello, la verdad era filtrada por tres veces, a través del deseo, de la memoria y de la sinceridad. Y, con todo, usted me promete que cuando sepa la verdad quedaré libre de mis dolorosas quejas. Imprudentemente promete y promete, y casi puedo ver el atractivo de clavarle un cuchillo en el costado.

Constance recordaba el sonido de un hombre orinando y luego acercándose a su cama con las palabras «¿Estás despierta?» Ella no se movía. «¿Estás despierta, niña?» Ella fingía apartar el cabello de sus adormilados ojos. «No puedes engañarme. Abre los ojos. Ábrelos. Eres mi niña, ¿verdad?»

Su incesante perseguidor era capaz de descubrirla cuando ella se ocultaba en el oscuro jardín, y llevarla volando en un santiamén hasta su cama sin despertarla. Un enemigo mágico, capaz de adivinar sus silenciosos pensamientos, que decía: «Dios te está observando siempre. Sabe lo que guardas en tu corazón. Cuando dices una mentira, eso hiere a Jesús y hace llorar a sus ángeles.» Lo sabía todo. Podía ponerle la mano bajo la barbilla y echarle la cabeza hacia atrás, examinarla y arrancarle todos sus secretos, todas las cosas escondidas, de sus ojos. «Sé dónde has estado. Lo veo todo en ti.»

Su madre, en absoluto contraste, no tenía poderes mágicos, sólo un inútil amor, pero no magia, de manera que no podía leer sus pensamientos secretos. En vez de ello, se veía obligada a pedir respuestas. «¿Dónde has estado? ¡Respóndeme!» Recibía los regresos matutinos de la niña de sus escondites en el jardín con rabia. Y la azotaba. «Tienes el diablo en el cuerpo, sin la menor duda, lo tienes.» En una ocasión, tal vez dos, su padre llegó a tiempo de detener la paliza, pero eso fue peor: «Vamos, es sólo una niñita, no hay necesidad», y la apartó de su madre, que no dejaba de gritar.

—Tiene el diablo metido en el cuerpo, lo tiene, no creas que no lo sé —insistió su madre, sacudiendo el brazo para liberarse de él.

—Tal vez. Pero tendremos que llevarlo lo mejor que sepamos.

Su madre se alejó de Constance (en las manos de él todavía), reacia a hacerle frente, a luchar por la niña. «Entonces que el diablo se la quede», dijo, dirigiéndose a sus tareas, que siempre la mantenían ocupada cuando era necesario, sus propias lágrimas corriendo un conveniente velo. ¡Cuán fácilmente entregaba a su despreciable Constance al diablo! La entregaba a sus diablos interiores, y éstos atraían a aquel diablo exterior. Si el diablo estaba en Constance, ¿por qué su madre no se quedaba y la azotaba para hacerlo salir? «¿Por favor?», lloraba Constance, pero su madre la dejaba sola con él.

«Eso explicaría las cosas, por supuesto, si el diablo había estado en mí. Yo sería la causa de que todos los que me rodeaban se comportaran vilmente. Mi padre se volvía más asqueroso cuanto más se acercaba a mí. Yo deseaba que mi madre fuera más severa.» Azotarla a ella era protegerla, era expulsar al diablo, era mantener alejado a su padre.

Recordaba el hecho de esconderse, una realidad constante en su infancia, «mantener al diablo lejos de aquellos a los que tienta». Recordaba escapar de un implacable enemigo, y, tras haber puesto cierta distancia entre ellos, detenerse a recobrar el aliento. Sabía que él se estaba acercando, ya que percibía su olor, no desagradable en sí mismo, pero sí el preludio del inevitable dolor. El cielo, gris y amarillo, se agitaba a su alrededor, y los edificios estaban demasiado lejos para alcanzarlos. Incluso aunque pudiera escapar hasta allí, el edificio no tenía cerraduras, y sólo las cerraduras podían detenerlo. Tenía que esconderse, fuera, al aire libre, bajo las nubes hechas de nata y mantequilla, entre la maleza que levantaba las costras que ayer le había provocado en sus brazos. Ella no era más que otro animal solo en ese espacio abierto, pero tenía esperanza, porque podía cambiar de color y de aspecto. Animada por esta idea, probó su poder: su piel y ropas de dormir se volvieron amarillas y grises para hacer juego con el cielo. Ante un árbol, sólo sus ojos tenían un brillo azul, porque su piel y camisón se veteaban del marrón de los árboles. Estaba a salvo.

Pero, con todo, el olor estaba más cerca. Su intensidad alteraba su poder: su piel se volvía amarilla y gris, pero su ropa de dormir brillaba bajo la luz de la luna, y sus pies acababan moviéndose como las ondas de un arroyo. Había perdido todo control sobre sí misma. El olor estaba cada vez más cerca. El olor la bloqueaba. No podía oír o pensar o actuar; sólo el miedo seguía su curso a través de sus venas, y las hacía quebradizas. Y entonces, allí a sus pies, vio un agujero, exactamente de su forma, tan profundo y ancho como ella, esperando recibir su nariz, su barbilla, sus pestañas. Todo lo que tenía que hacer era echarse y esconder su espalda. Seguramente eso no le exigiría demasiado. El olor le picaba en la garganta, y tosió, aunque se esforzó por ahogar el sonido, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Él no podía estar lejos.

Escóndete, no respires, oculta tu espalda en la tierra de color pardo. Volvió la cabeza para echar un vistazo, aunque sabía que no debía hacerlo. Hubiera sido mejor no saber: su camisón, blanco como una nube, se agitaba bajo la brisa, descubriendo sus desnudas, arañadas piernas. Débilmente lo intentó y lo intentó, cada vez más flojamente: la espalda de su camisón se volvió del descolorido azul de algún cielo, luego adoptó los colores del manchado espejo de su dormitorio, luego los de un arroyo, y mientras tanto —aunque ella yacía boca abajo en el agujero— podía verlo de pie, encima, riendo ante su inútil disfraz. El dolor empezaba suavemente pero pronto se convertía en fuego, y ella lo veía quemar su vestido y luego su carne.

Ella me contaba todo esto como si fuera un recuerdo. Yo no sabía cuándo habíamos cruzado la frontera que nos separaba del país de los sueños, pero evidentemente habíamos llegado a ese país. Al final de su vida, cuando ella era más capaz de hablar y hablar de Anne y Joseph, del Refugio y Giles Douglas, esa frontera era muy fácil de cruzar. Ella contaba una y otra vez las mismas historias, mezclando lo plausible con lo imposible, la tragedia con el ensueño, en nuevas combinaciones. Una vez, por ejemplo, contó que había conseguido esquivar a su padre, pero con las más espantosas consecuencias. Se escondió en el estrecho y sombrío espacio entre un roble y la cerca de madera que separaba el terreno de su familia de la finca del vecino. (Nunca estaba segura de la longitud de la valla o del tamaño de nada cuando relataba estos fragmentos de su más lejano pasado. Todo paisaje recordado es desproporcionadamente grande.) Había lugares mejores para esconderse, cerca del heno amontonado, pero ella temía que alguna pajita le pinchara en un ojo, de manera que esa noche se acurrucó, y la piel de sus pequeños dedos y plantas era tan curtida como la de un hombre de sesenta años. Esta noche, la voz del hombre era amable al principio, aunque ella sabía que eso era sólo la traviesa voz de la noche, más suave, más pegajosa: «¿Dónde estás, nena? Tu madre y yo estamos aquí en la oscuridad buscándote, ¿sabes? Estamos aquí los dos, tratando de encontrarte ¿No querrás que te encontremos muerta por el frío, ¿eh?, nuestra nena durmiendo en el estiércol, ¿eh? ¿Puedes oírme? Claro que puedes, así que di algo.» Pero como Constance no replicaba, su tono se endureció. «¿Dónde estás, marranita? No te escondas de mí. Siempre te encuentro. Y será mejor que lo haga, antes de que un búho gigantesco baje y se te lleve, y te arranque los ojos a picotazos para dárselos de comer a sus pequeños.»

Ella yacía recostada contra sus almohadas y me miró:

—Tenía razón, desde luego. Siempre sabía lo que yo sentía o pensaba. Recuerdo el cálido líquido que se formaba alrededor de mis pies. No podía pararlo, y no me atrevía a mover los brazos para levantar las faldas. Mi madre me pegaría al día siguiente por ello.

«Si le digo a tu madre que te estás escondiendo de mí, te azotará hasta dejarte llena de cardenales.» Ya había abandonado la ficción de que la madre de la niña estaba con él. «Pero puedo protegerte de ella, ¿sabes? Le diré que fuimos a dar un paseo, tú y yo.»

La niña seguía acurrucada, sus pies fríos sumergidos en su propio orín, mordiéndote los ensangrentados labios, para que sus dientes no castañetearan. Cuando finalmente él guardó silencio, ella no se movió hasta que hubo contado diez veces diez en su cabeza, y luego cinco veces cincuenta, con los dedos. Finalmente cayó hacia atrás contra la cerca y se quedó dormida allí, afortunadamente, y no se levantó hasta que una grisácea luz se insinuó en el horizonte. La niña volvió a la casa, preparada para recibir sus azotes, pero éstos no llegaron. No veía a su madre ni a su padre, sólo a su hermana.

—¿Me busca madre? —preguntó.

—Sólo George. Dijo que tenía un secreto para ti.

Pero aquella mañana George seguía durmiendo, y aunque se despertó algunas veces más antes de morir, nunca pudo contarle su secreto a Constance, y la espantosa sospecha que le cosquilleaba por el cuerpo se vio confirmada por su padre unos días más tarde.

—¿Te crees muy lista? George está enfermo por tu culpa. Él y yo te estuvimos buscando en medio del frío y la oscuridad, y míralo ahora. Es el favorito de tu madre, sabes, y después de lo que pasó con Alfred tiene el corazón roto. ¿Estarás satisfecha, no, nena?

La niña aprendió a esa temprana edad una absurda ley: resistirse a las seducciones de un hombre llevaba a la muerte de un ser amado, y a la congoja de los demás.

 

* * *

 

«¿Tan malvada he sido?», debió de preguntarse ella una y otra vez a medida que sus sufrimientos aumentaban durante las semanas anteriores a la muerte de mi padre. De modo que aquí se plantea una bonita cuestión para su débil ciencia, doctor: ¿se sentía ella peor porque los acontecimientos empeoraban, o los acontecimientos empeoraban porque ella se sentía peor? Y si se trataba de esto segundo, ¿por qué aumentaba cada vez más su angustia? Si la acosaban negros recuerdos, entonces cuando sentía el cálido aliento de su perseguidor aproximándose desde detrás, veía visiones ante ella para justificar su creciente miedo. Atormentada por la terrible imagen de Giles Douglas, ella creaba otra aparición para explicar su miedo, y esos recuerdos evolucionaron hasta convertirse en fantasmas.

O no. Quizás Giles Douglas (si ése era su nombre, si realmente existió, si era vidriero, si era un esclavo de la bebida, si no era un vecino o incluso una extravagante fantasía infantil) no cometió ninguna de las violencias que ella a veces casi, pero nunca perfectamente, recordaba. Quizás su padre era un hombre gentil, y quizás Constance simplemente había nacido preparada para el desastre, siempre advirtiendo contra él, a unos oídos sordos cansados de sus historias y sus temores: había nacido asustada, y, cuando los desastres no llegaban, ella los creaba. Porque lo único que podía explicar su temor era algo espantoso.

¿Cuándo, exactamente, comenzó ella a despreciar y a temer a Joseph Barton? No cuando él dijo que la amaba. No cuando se casó con ella. No cuando la tomaba tan rudamente que ella se mordía labios y mejillas hasta sangrar. No cuando ella se quedó embarazada y perdió a sus ensangrentados hijos. No, ella lo detestó solamente cuando él se convirtió en el padre de su hija y ella se vio como madre. Sólo entonces comprendió lo que había hecho: había encontrado un hombre distinto de Giles Douglas y lo había trasformado en un hombre espantosamente parecido a él.

O no. Quizás aquí tenemos solamente a una mujer acostumbrada a vivir en grupo, primero su familia, luego el Refugio, que se aísla y se entrega devotamente a un torpe marido sin ningún valor y que no puede soportar sus necesidades emocionales, y, por tanto, ella a su vez se entrega a la recién nacida, después de años de dolorosos fracasos, y el marido se siente ofendido ante la natural mudanza de los afectos, y ninguno puede oír la voz del otro, pues es cada vez mayor la brecha que los separa. O no.

Pocas son las pruebas que quedan de la vida de Joseph Barton —un rostro barbudo en un deslustrado guardapelo de plata guardado en un cajón entre condecoraciones militares; su nombre (que ya se había transformado del italiano al inglés) más tarde se latinizó en barioni, en honor de una especie de bacteria, un amable gesto por parte del doctor Rowan (después de que su propio nombre, así como el de Harry Delacorte y los de otros varios fueran privados de sus mayúsculas, latinizados, inmortalizados).

Haciendo acopio de toda la objetividad de la que puedo ser capaz, podría decir que los modales, los gestos y el aspecto de Joseph reflejaban tan completamente la lentitud que se le podía perdonar a uno que lo confundiera con un hombre a punto de quedarse dormido. Con razón me pregunto por qué Constance lo creía dominado por sus humores italianos, a punto de estallar de deseo. Más bien pienso que era un hombre de escaso ardor en todos los aspectos de su vida y, con toda probabilidad, no le costaba nada dominar sus arrebatos amorosos. Esto no significaba que sus sospechas, o las de Anne Montague, sobre él fueran injustificadas.

 

* * *

 

Y, por tanto, he dado la vuelta, regresando a donde empecé: había un fantasma. Yo nunca he visto ninguno, pero muchas otras personas sí, y no se extrañan demasiado ante su visión. Constance veía sus fantasmas y, en sus esfuerzos para protegerme (por lo que no puedo más que honrarla y amarla, y creerla), se libró del hombre que invitaba a ese fantasma a nuestra casa, y expulsó al fantasma al mismo tiempo.

O bien, mi padre era un seductor de niñas y fue asesinado para protegerme, gracias a la sabia mujer que se convirtió en mi segunda madre, de cuyo amor por mí no dudo y que me guió en mi carrera y me condujo hacia la limitada alegría que he encontrado en mi vida. Y, porque la quiero y la honro, tengo que creerla. Es una decisión consciente. Pero dudo porque queda un tal vez poco importante punto que debo mencionar: no conservo recuerdo alguno de que mi padre se comportara conmigo como algo que no fuera un padre, o un desconocido. Eso difícilmente lo absuelve, pero tampoco puedo declararlo culpable, para saciar su infantil apetito de conclusiones, doctor.

Cuando Constance sollozaba y se preguntaba si Anne no la creía, y Anne insistía en que por supuesto creía cada una de las palabras de Constance, ¿cuál de las dos era mejor actriz? Cenaban después de ir al teatro mientras la última de las esperanzas de Joseph en su futuro se rompía en York. Anne trataba de asegurar que Constance confiara en ella como clienta, quizás incluso buscaba su afecto en aquel primer momento. Pero ¿acaso no estaba Constance intentando ganar alguna cosa aquella noche también? Si el diagnóstico de Anne era tan sólo a medias correcto, entonces Constance sabía que su marido estaba actuando perversamente conmigo, y ni por un momento vio fantasmas, sino que estaba más que dispuesta a fingir que los veía, para que Anne la rescatara de «ellos», y Anne fingía ver fantasmas para impedir que Constance viera una verdad mucho más espantosa. El doctor Miles comprendió algo, al conocer la historia de los soldados rusos (vuelta a contar ante una copa de jerez y unas pastas a una embelesada Anne Montague) sobre la capacidad de una esposa agraviada de obrar con toda la astucia en busca de justicia. Y también comprendió algo sobre la precisión de los hechos.

O bien, yo me dedico a juntar los escasos y desconectados fragmentos de la vida de Joseph, y llego a la conclusión de que estaba atormentado por una esposa cada día más loca y más enloquecedora, provocándole para que él la provocara a ella para que ella lo provocara a él en sus conversaciones, acciones, suposiciones. Imagino a un hombre que vio en mí, no es imposible, el material para una mejor compañía, algún día, que sentía un triste amor por mí, que no era ni paternal ni romántico ni práctico, sino algún híbrido, abigarrado y deformado afecto que hizo que sus perseguidores llegaran a la conclusión de que él era culpable de unas acciones que justificaban su forzada eliminación de la sociedad civilizada.

O mi madre estaba empujada por una obsesión de diferente especie, perseguida por una oleada de recuerdos cada vez más amenazadores, cuyo horror ella hubiera hecho cualquier cosa para apartar de su vista. La atormentaron hasta que mi padre apareció una noche, su cabello enredado por la niebla a través de la que había estado andando durante horas, su respiración ardiente por el whisky en el que había bañado su autocompasión, y pronunció el nombre de Constance en el inadecuado tono de voz, en el momento inadecuado, sus ojos hundidos, y entonces su parecido —fugaz, vago, venenoso— con Giles Douglas selló su destino, y ella dio muerte al padre que provocaba su dolor precisamente porque su propia madre no lo había matado. Quizás.

Y usted —con arrogancia, con seducción— me promete que en todo esto yo encontraré las respuestas a mis penas, frustraciones, fracasos, amargas victorias y sucios amores, todo lo cual describe, no como mi vida, sino simplemente como síntomas (aunque la vida que tendría sin estos síntomas no soy capaz de concebirla). Me promete seguridad, pronto, sólo un poco más adelante, pero bajo esa inseguridad hay sólo más inseguridad. Estamos excavando en la porquería, poniendo nuestros cimientos en un terreno pantanoso, pestilente, movedizo, carente de base, una suerte de Venecia que se hunde rápidamente. ¿Qué podemos construir cuando nunca, nunca, acabaremos de escarbar en el pasado? Me he quedado completamente sola ahora, perdida por la muerte de Anne, como ella y yo lo estuvimos cuando murió mi madre.

No puedo contar todos los hechos que sé que ocurrieron realmente. Si esto pasó, entonces aquello, no. Si aquello sucedió, entonces esto no. Si cada uno de los actores interpretó su propio y desconectado drama, sólo en la intersección de estos dramas puede verse mi vida, a la luz de la trama de tres historias superpuestas entre sí. Y, sin embargo, cuando sitúo estas historias una encima de otra, no pasa ninguna luz y no queda espacio. Toda mi capacidad de conocimiento se agota. Lo que vi personalmente, lo que me dijeron, lo que deseaba, lo que soñé. No pretendo que no sean cosas diferentes, sólo que yo no soy capaz de distinguirlas, y usted no me ha ayudado en absoluto. ¿Se sorprende de que yo ahora aborrezca sus masculinas promesas de seguridad y a usted?

Un hombre al que conozco sólo superficialmente me invitó este último fin de semana a ver cómo masacraba algunas aves en sus tierras. Viajé desde Londres hasta una casa situada junto a un lago. Mi anfitrión se pavoneaba, paseando por su territorio, sacando pecho, haciendo movimientos de orgullo con la cabeza, hasta que comprendí su afición a matar aves, y deseé hacer estallar su plumaje con una escopeta.

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