Angelica

Angelica


Cuarta parte

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En la cena, relamiéndonos con los frutos de su sangrienta afición, él desafió al grupo de comensales a que contaran una historia de fantasmas, a medida que el tiempo iba volviéndose un poco más inclemente, y algunos débiles rayos parpadeaban en la lejanía y, lo que en realidad es más importante, la conversación de la mesa se había vuelto hedionda hacía rato. Este desafío surge últimamente casi cada noche siempre que amenaza una débil lluvia. ¿No lo ha observado? Nadie tiene el más pequeño interés en decir nada más, al menos en mis círculos. Sin duda los hombres son unos pelmazos, y por tanto se espera de las mujeres que empiecen a excitarse con los suelos que crujen y a aflojarse el corsé. Gané yo, por supuesto, con una versión de buen gusto de la vida de mi madre.

—Por supuesto, tú puedes dedicarte a ensayar tales cosas, al no sufrir la carga de un marido o unos hijos que exija tu atención —dijo con desprecio una dama cuyo propio intento de contar una historia de fantasmas fue acogido con burlas, y cuyo marido pedía mis atenciones hasta que, puedo garantizárselo a ella, encontré que su compañía constituía una insoportable carga.

Los invitados, aunque en general eran idiotas, se mantuvieron en silencio mientras yo los entretenía.

—¡Oh, Dios! ¿Se trata de ti? —preguntó otra de las insustanciales esposas al final, precipitándose hacia lo obvio y echando a perder completamente los placeres de la narración—. ¿Eres tú esa pobre niñita?

—Bella, por favor —murmuró su marido, un hombre al que una vez encontré prometedor, pero cuya presencia desde entonces ha llegado a convertirse en un eficiente método de autotortura—, no seas boba.

—No te atrevas a hablarme, con ella aquí sentada, encantada de sí misma —replicó Bella, que es, técnicamente hablando, una boba—. Me marcho, voy a ver a los niños. —Y se fue bufando de cólera para asegurarse de que la libido de mi padre no iba a descargarse contra sus pequeños inocentes.

Pero usted me acusará —estoy segura— de haber evitado mi desagradable tarea de escribir sobre mi infancia. Levantará las manos en signo de protesta ante mi reticencia a atribuir culpas, incluso por establecer la verdad, por distinguir entre espectros y seductores, paranoias y conspiraciones, asesinando a esposas y asesinando a actores. Me mirará maliciosamente y se quejará: «¿Cómo, mi querida dama, vamos a curarla si no está dispuesta a enfrentarse con el pasado?»

¡Cuán fácilmente, señor, podríamos habernos puesto de acuerdo, después de tanto tiempo y tantas libras, y tantos fugaces besitos en las mejillas, en que yo castigo a los hombres porque deseo castigar a mi padre por lo que me hizo! Sé que eso figura en sus textos, en la primera página, pero yo no deseo castigar a mi padre. Creo que fue injustamente castigado. De haber tenido la oportunidad, posiblemente yo hubiera sentido placer en castigarlo por ser un hombre, pero no por ser mi padre. «Estupendo —replicará usted—. Si es inocente de esas acusaciones, entonces su madre era simplemente una histérica.» Y yo le diré que no es así. Soy totalmente capaz de creer, al mismo tiempo, que mi madre estaba literalmente y verdaderamente hechizada, y que mi padre era inocente de ese hechizo. «Muy bien —continuará usted (ya ve, querido doctor, cuán poco exijo de su real compañía... Se ha instalado en mi cabeza, en una pequeña, bien amueblada, suite, donde yo puedo visitarte o encerrarte a mi capricho)—, entonces podemos ponernos de acuerdo en que esa entrometida figura, la médium, estaba equivocada, porque es ella la que convenció a su debilitada madre de que su enemigo era su padre, y lo hizo así por puro interés, tanto material como, si la entiendo bien, por, por...» y aquí, azorado, usted tose y se ruboriza, echa mano de un término latino para encubrir el obvio término griego. Pero, nuevamente, no. Tengo con Anne Montague una deuda —muchas— y no la declararé, no puedo declararla, culpable de ningún perjurio o hecho delictivo pese a su intimidante insistencia masculina. No, no soy capaz de compaginar la inocencia de mi padre con la certeza que tenía Anne de que era culpable. Yo no tengo recuerdo de su culpa. Pero no tengo ninguna duda de que puede haber sido posible.

«¡Vamos, vamos, mujer! ¿Cómo puede decir con la misma convicción que su padre no la sedujo, y que merecía ser asesinado por seducirla? ¿Que los fantasmas no la sedujeron, y que su madre los vio hacerlo? Aunque la verdad objetiva de un hecho no tiene importancia si la paciente cree que el hecho sucedió, usted no está aceptando una creencia en algo, sino en todo. ¿Qué clase de juego es éste?»

Se siente frustrado con su paciente, doctor. Ella yace a sus pies, tal como usted insistió, pero aún no se somete a su voluntad. Se resiste a sus honorables esfuerzos por liberarla de su sufrimiento. Malogra sus crecientes expectativas de éxito, seguridad, juicio, conclusión. Es una desagradecida. Una frívola. Juega con las palabras y el sentido mientras usted intenta enseñarle algo de valor. ¿Por qué ella no se comporta, por su propio bien, tal como usted desea? Le gustaría agarrarla, tanto le irrita en su intencionada ambigüedad. La cogería en sus brazos y le mostraría que usted tiene razón. ¡Tranquilícese, doctor!

Yo solamente quiero decir que, dado que no tengo ningún recuerdo de ello —ni de seducción, ni de abstinencia, ni de fantasmas, ni de histeria— quizás no es asunto mío juzgar lo que pasó ni decir cómo me afectó. Quizás estas vidas no son mías para utilizarlas como explicación de mi vida en este verano tardío de la edad, y tampoco es su brillante luz el medio de disipar las sombras en mi corazón. Esos hechos son propiedad de otros, sólo suyos.

De modo que usted suspira como una actriz, se quita las gafas y las limpia furiosamente y dices: «Bien, entonces discutamos su culpabilidad en la cuestión», siempre ansioso de que cargue con la hipertrofiada conciencia que mis exitosos pacientes soportan el resto de sus vidas, dolientes tullidos que usted llama sanos. «Usted no recuerda a su padre seduciéndola, aunque puede fantasear sobre los sentimientos de su madre seducida por su propio padre. Recuerda haber contado alguna especie de ataque contra su joven persona, pero no recuerda concretamente a su atacante. Recuerda alentar a su madre en sus creencias, a la médium en sus creencias y a su padre en sus creencias. ¿No está entonces —y aquí finalmente modula su voz acusadora, y emplea en su lugar un poco convincente tono científico— quizás, correcta o equivocadamente, considerándose responsable de algunos de esos hechos y está ahora sufriendo sus síntomas con una especie de castigo autoimpuesto?»

¿Agudizó la niña alguna vez aquella tensa situación? Inevitablemente. Ahora prefería la compañía de su padre, ahora la de su madre, sabiendo muy bien que con cada cambio estaba hiriendo a uno y agradando al otro. Exageraba sus temores para ganarse las atenciones de su madre, y se burlaba de los miedos de su madre para ganarse la diversión de su padre. Puede que algunas veces dijera exactamente lo que Anne esperaba que dijera. Tal vez le decía a su madre: «No te preocupes, mamá, si te mueres, yo seré una estupenda esposa para papá.» Puede que de vez en cuando representara el papel de coqueta, y fuera generosamente recompensada por ello por alguno de sus tres progenitores. Y por ello tiene la culpa de desencadenar el incendio que siguió, ¿no?

«Al final veremos las raíces de todas sus quejas enterradas como si la tierra fuera el más transparente de los cristales.» Me prometió temerariamente ese tesoro cuando empezamos a vernos, como hacen todos los hombres cuando sus deseos son fuertes y recientes. Y a este sucio final es adónde me conduce, un gris infierno de soledad, autorreproches y apetencias insatisfechas. Tengo mejor juicio que nunca, y sin embargo encuentro que —¿qué nombre emplear?—, mis inclinaciones, actos, debilidades, toda la intranquilidad que de ello se deriva, son más fuertes que nunca. He tratado de retratar a estos personajes con toda la habilidad que he sido capaz de reunir, y no consigo atraparlos. No me acerco más a ellos de lo que un objeto que descansa en un espejo lo hace de su reflejo. No encuentro ningún consuelo, sólo una máquina de cuatro ruedas dentadas, sus engranados dientes hechos solamente para encajar el uno con el otro, sin ruido, cada uno de ellos empujando los otros hacia delante.

¡Y usted! Me cogió por las manos, luego me hizo malgastar horas y dinero, y hurgó en mis heridas, manteniéndolas abiertas. Típico de un médico. Me siento desgraciada y usted se aburre. Yo lloro y usted consulta el reloj. ¿Se extraña de que no volvamos a vernos? Confiéselo: usted tampoco quiere saber nada más de mí. Con sus promesas imposibles de cumplir, y su fascinación por mí ya menguando, está deseando ir a buscar a su sala de espera —con su seductora pose de científico— a su próxima y guapa histérica.

 

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