Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 15

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ué pasa ahora? No hay manera de tener un respiro en esta casa. Pareces decidida a vivir en el caos.

—Lo vi... ¿No has visto nada tú? ¿No hay nada que esté fuera de lo normal?

—No sé qué responder. Sospecho que no vas a apreciar mis palabras o mi tono. Pienso que podrías aprender a dominarte en vez de...

—Lo vi. Anoche. Era algo que se cernía sobre ella. Y ella lo ha visto también.

—¿Cerniéndose? ¿Sobre quién?

—Sobre Angelica. Flotando. Una aparición, una corriente de luz azul. Parecía... tenía intención de hacerle a ella un daño específico, un daño masculino. Claramente.

—Dios mío. —Su marido dirigió la mirada al techo—. Le estás metiendo esas ideas en la cabeza...

—¡No! No he hecho nada de eso —lo interrumpió ella, para sorpresa de ambos—. Yo no dije nada. Fue

ella la que me lo dijo. Ella vio con toda claridad lo que vio.

—Así que tú confirmaste su fantasía infantil.

—¿Qué fantasía, cuando lo hemos visto las dos? ¿De veras que no lo has visto tú?

—¿Qué? ¿Luces azules? ¿Peligrosos hombres cerniéndose sobre ella o tú? ¿Tan crédula eres? La consientes. Y con ello te excedes. Me cuestionas y no me muestras suficiente respeto. Dices tonterías, y ella te imita, y a ti te parece que su imitación es sensatez. Por el amor de Dios, haz que Willete te dé una pócima para dormir.

Constance ya se esperaba estas dudas. Pero esa ira, ¡cómo si ella lo estuviera acusando! Él quería su silencioso respeto. Quería que ella durmiera, por la acción de un doctor.

Constance quedó como en suspenso para el resto del día. Las posibilidades se perseguían como un perro que se muerde la cola, dando vueltas arriba y abajo mientras ella trataba en vano de dormir. Ella había desencadenado ese horror sobre su niña. No, ella se lo había imaginado todo, prueba de que su alma era impura, merecedora de la ira de su marido.

El día iba pasando deprisa, y Constance contemplaba cómo se ponía el sol como si fuera una exploradora del Antártico que acabara de naufragar. La noche llegaba deslizándose por el este de la ciudad, y los signos de su aproximación se veían por todas partes: los matices cambiantes de los techos, la neblina que se formaba hasta las cimas de los árboles, visible a través del tragaluz de la entrada, entremezclándose para luego desvanecerse. Constance se sentó, se inclinó hacia delante, en su propia casa, en la pequeña sala del desayuno, al lado de su propia butaca escarlata y negra, y lloró como si fuera todavía una mugrienta niña de once años, sin amigas, sola en la sala de espera de las diligencias sin nadie que viniera a recogerla.

—Siento haberla asustado, señora. No tenía intención. Por favor, ¿necesita un pañuelo?

Constance, humillada, cogió el trapo que Nora le tendía.

—Si pudiera servir de ayuda... Detesto ver que no es feliz, sólo eso. No es cosa mía, lo sé. Debería dejarla en paz.

—No, por favor, todavía no, Nora. Ven a sentarte. Aquí estarás bien, a mi lado.

Nora se sentó junto a su señora, consciente de que aquel compañerismo era pasajero.

—No debes preocuparte, Nora. Estoy triste. Me ha castigado la desgracia.

—Puede que se sienta aliviada si habla de ello, señora. Tiene que saber que, si estuviera en mi mano ayudar, señora... Y no es que quiera presumir.

Nadie le había ofrecido un consuelo así desde hacía mucho tiempo.

—Algo le ha hecho daño a Angelica.

—¿Nuestra dulce niñita? —dijo Nora, poniéndose de pie. Se santiguó y luego se arrodilló a los pies de Constance.

—Lo vi anoche, tan claro como te veo a ti ahora. Es atroz lo que quiere. La niña está en peligro cada noche, y cada noche es peor que la anterior... siempre que cierra los ojos.

—¿Qué pasa con Mr. Barton? ¿No lo ha visto? ¿Cómo puede dudar de usted?

Nora sabía que Joseph había dudado de ella, o lo haría. La muchacha sabía muchas cosas, claro, iba todo el día por la casa, silenciosa e invisible.

—Me quedan tan pocas fuerzas... Cada noche me muero de miedo. ¿Dónde está Angelica ahora?

—Arriba. Por favor, señora. Conozco a alguien. Puedo ir a buscarla. Ella comprende todas esas cosas oscuras, pero es valiente como un hombre.

La promesa de ayuda parecía un sueño. Era imposible que pudiera existir alguien capaz de ayudarla, imposible que Nora pudiera conocerlo, imposible que pudiera simplemente ir a buscar a esa persona ahora.

—Ha ayudado en las mejores casas, señora —dijo Nora.

Esperanza. La posibilidad despertó nuevas energías en sus piernas de plomo, y Constance se puso de pie.

—Por favor, sí. Ve inmediatamente y dile que necesito desesperadamente su ayuda. Tráela enseguida. Si Mr. Barton preguntara algo, dile... no sé. Ni una palabra a él. Ve ya, por favor.

Constance se puso el delantal de Nora y ocupó su lugar en la cocina, un lugar cuyas tareas llevaba muchos años sin desempeñar. Sin vacilar, había dado instrucciones a Nora de que no le dijera la verdad a Joseph.

Había hablado su corazón. Al primer ataque de miedo, su fe en él se había apagado. Lo único que temía era que no pudiera confiar en que la irlandesa no se fuera de la lengua; y, lo mismo que un duro y frío varón, sopesó la lealtad de la muchacha.

Estaba preparada para el regreso de su marido. Ante el más leve ruido, respiraba hondo y se preparaba para mentir, pero cuando él llegó a la puerta de la cocina, lo hizo en total silencio, y ella se dio la vuelta, desprevenida, sorprendida ante su figura empapada por la lluvia. Él se puso brazos en jarras.

—Oh, ¿eres

la que está en la cocina? ¿Dónde está Nora?

La mentira de Constance se le atragantó en la boca.

—Tenía... pero la mandé a buscar al médico. Se sintió mal, de repente.

Constance comprobó con satisfacción que, para un hombre, aunque estuviera versado en medicina, la alegación de una indisposición femenina era un potente talismán para provocar repulsión, un misterio que rehuía cualquier posible comprobación, una invitación a que el varón iniciara su retirada conforme.

Él apenas le dirigió la palabra. Se comió sin emitir ninguna queja la comida que ella había preparado tan mal. Angelica, encantada con la novedad de cenar con sus padres, le hacía pregunta tras pregunta a su padre, con esa mezcla suya de tonterías infantiles y curiosos comentarios adultos: «Papá, ¿por qué lloran los cocodrilos?» Él fingía que le agradaba mantener aquella conversación, y a su vez le hacía preguntas, explicando cómo se conservaba el hielo durante el verano, guiando a la niña a través de una serie de ejemplos hasta su tema favorito: cómo los animales se transformaban en otros animales a lo largo de centenares de años.

Joseph no preguntó por «el hombre volador» ni por las preocupaciones de Constance aquella mañana, ni sobre el estado de Angelica. No preguntó si Constance se sentía mal o alterada después del último y terrible error de la noche anterior. Tenía en cuenta sólo lo que le gustaba, y descartaba todo lo demás.

A cada ruido que se producía, ella buscaba a Nora y a su rescatadora, pero éstas no aparecieron durante la cena ni cuando Constance quitó la mesa y echó las sobras al hornillo de la cocina, mientras los últimos resplandores de junio desaparecían del cielo, empujados por unas pálidas nubes y rachas de lluvia que azotaban las ventanas.

Arriba, ella pasó lentamente un cepillo por el cabello de Angelica, y la niña se aferró a su pierna. Los temores nocturnos de la pequeña la estaban obligando a volver a la protección de su madre. Pero entonces entró Joseph.

—¿Quieres que te lea? Así dejaremos que tu madre descanse.

—Debes de estar cansado, amor mío. No hace falta que la entretengas.

—¿Te quedarás conmigo también? —le preguntó Angelica a su madre.

—Eso casi no será necesario —dictaminó él—. Deja que se vaya tu madre.

Angelica saltó de la cama y se puso a cuatro patas, como un gatito. Y giró la cabeza para examinar su pequeña colección de libros.

—Mamá, casi no eres necesaria —canturreó—. Papá me leerá.

Expulsada, Constance esperó en la escalera. Sin embargo, Nora seguía sin regresar.

No podía arriesgarse a ninguna acción que pudiera provocar la presencia maligna esa noche, porque el papel de ella en esto era incuestionable: la debilidad atraía ese mal, se materializaba como expresión de dicha debilidad y atormentaba a la niña en proporción a la culpa de la madre. Constance no podía, ni por un momento, adoptar una postura que pudiera provocar a Joseph.

Unos minutos más tarde oyó la melodía de la vocecita de Angelica quejándose y luego sus encantadoras zalamerías. La respuesta de Joseph fue dicha en voz demasiado baja para que pudiera oírla, y, un rato después, el suave sollozo de Angelica fue seguido de la aparición de Joseph en el umbral. La luz del pasillo le iluminaba medio rostro, y él la apagó.

—Vamos arriba —ordenó a Constance, y pasó por su lado.

—¡Papá! ¡Vuelve! —gritó Angelica.

—¿Qué pasa? —gritó él desde la escalera.

—Tengo miedo —respondió la niña.

Joseph movió negativamente la cabeza y continuó su camino.

—Es por la oscuridad, así tan de repente, Joseph. No puedes criticarla.

—No lo hago. Es una niña. Pero tampoco la alentaré.

Al oír el sonido de los pasos que se alejaban, Angelica empezó a sollozar audiblemente y a llamar a su madre. Joseph habló sin mirar atrás:

—Supongo que quieres consentirla.

—¿Y si los diablos me hacen daño mientras duermo? —gritó Angelica.

Joseph resopló, divertido por la idea, y se rió ante la súplica de ayuda de la niña. Los adultos esperan que a los niños no les importe que los abandonen a las pesadillas a las que deben enfrentarse en la vida.

—¡No quiero quedarme sola! —gritó Angelica.

—Quizás pueda calmarla, sólo unos minutos —dijo Constance.

—Son tonterías. Y tú las has causado.

—Por favor, por favor, por favor, por favor, ven, mamá.

—Sólo será un momento, amor mío —le dijo ella a la espalda de Joseph, que seguía sin volverse.

Su respuesta resonó por toda la escalera a oscuras.

—Esto es todo obra tuya.

Las dos caras —tanto la de Angelica como la de la Princesa Elisabeth— se encogían juntas, apretadas una contra otra bajo la plateada luz que arrojaba una luna cada vez más brillante.

—Por favor, mamá —sollozaba Angelica.

Cuando, un poco más tarde, Joseph bajó para soltar un helado «¿Es que no piensas subir?», ella respondió:

—Me temo que Angelica está un poco excitada, amor mío, por lo que le leíste. ¿Puedo sentarme con ella, sólo un poquito más?

Él cedió, furioso y sin pronunciar una palabra.

—¿Viste al hombre volador, mamá? —preguntó Angelica cuando llegó la mañana.

Constance dijo una media verdad, para tranquilizarlas a ambas.

—No, cariño. Creo que no vendrá si me quedo y te vigilo.

 

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