Angelica

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Primera parte » Capítulo 16

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lgún espectro azul, querida? —Joseph se llevó a los labios el té que Constance había tenido que hacer ella misma ante la continuada ausencia de Nora esa mañana. Él no había tocado a Constance, y Angelica, por lo tanto, no había sido molestada. No había más que hablar—. ¿Algún vampiro? ¿Algún motivo para dormir otra noche lejos de donde debes?

—Lo siento —respondió ella—. Tenía intención de estar a tu lado, desde luego, pero la niña estaba terriblemente asustada. Sin motivo, lo sé.

—Estos comportamientos, tanto el tuyo como el de ella, no hacen más que aumentar las preocupaciones que tengo por su educación. —(«Enséñale entonces tu estupendo laboratorio —pensó Constance—. Eso la educaría sobre ti de un modo muy elocuente»)—. Y harás bien en cuidar lo que dices —continuó él—, pues no es cosa tuya decidir en este asunto. Empezará con Mr. Dawson el lunes que viene. Ya me he ocupado de los detalles.

—Por supuesto. Como tú creas conveniente.

—Y tú no vas a andar por ahí vagando otra noche. Eso se ha terminado.

Constance apenas tuvo tiempo de considerar sus amenazas, ocultas o evidentes, porque, al cabo de unos minutos de que se marchara muy digno, Nora apareció finalmente en la puerta, seguida por una mujer de sorprendentes proporciones.

—Señora, ésta es Mrs. Montague, de la que le hablé. Hemos estado esperando a que el señor se marchara.

La visitante entró graciosamente, pese a sus dimensiones, pero se detuvo en el vestíbulo, aunque Nora continuó entrando en la casa y Constance le sostuvo la puerta.

—Y usted es Mrs. Barton. Naturalmente que lo es, pobrecilla, adorable criatura. —La mujer más alta interrumpió el esfuerzo de Constance para pronunciar algunas frases de hospitalidad, diciendo—: No está usted durmiendo bien, querida —como si fuera, no una extraña, sino una amiga de toda la vida, de las que se llaman en las dificultades.

—Lo siento. Debo de tener un aspecto espantoso —dijo Constance, mientras se llevaba las manos al pelo.

—Al contrario. Es usted una belleza, aunque fatigada. Tiene que perdonarme que haga esta observación personal. Me resulta difícil ocultar mis sentimientos con la gente que me gusta.

—¿Ya me conoce usted tan pronto?

—Conozco a la gente muy rápidamente, Mrs. Barton, y me gusta mucho lo que he observado hasta ahora.

No obstante, la sorprendente invitada de Constance permanecía en el vestíbulo, mirando hacia abajo por encima de su ancha y larga nariz, sin ver nada ni a nadie excepto a Constance, ignorando el inquieto ir y venir de Nora, los enmarcados espejos, los paneles de cristal grabados al ácido y los muebles de oscura madera que Constance había colocado con tanto gasto y mimo.

—Tiene usted un magnífico y femenino valor, Mrs. Barton. Vamos, deme usted la mano.

Mrs. Montague alargó la suya hacia Constance, que seguía esperando junto a la puerta interior, arreglándose un pliegue de la falda.

—Por favor, entre usted, Mrs. Montague.

—Vamos, coja mi mano —repitió la mujer— y

condúzcame dentro, Mrs. Barton. El ser maligno que está perturbando su casa tiene que ver que soy su invitada.

Hablaba de los problemas de Constance como si fueran reales. Era la primera persona en hacerlo, y Constance sintió que la llevaban a la playa tras rescatarla de unas embravecidas olas. Extendió su pequeña, húmeda mano y cogió —o, más bien, fue cogida por— la mano de la otra mujer, más fuerte.

—Me siento muy aliviada de poder contar con su consejo —confesó débilmente.

—¡Exacto! Dos mujeres juntas pueden hacer frente a muchas cosas.

Mrs. Montague pasó un brazo alrededor de los hombros de su anfitriona y caminó con ella hasta el sofá del salón.

—Nora, creo que a tu ama le sentaría bien un poco de té, cargado. En el mío, pon leche, por favor.

Finalmente, Constance se recuperó y logró entablar una pequeña conversación intrascendente. Mostró las fotografías de Joseph que llevaba en el guardapelo del cuello, y Mrs. Montague cortésmente reconoció su atractivo, pero, con el té finalmente servido, la mujer despidió a la curiosa Nora, y con la mano detuvo las cortesías de Constance.

—Mrs. Barton, hablemos, por favor, de cuestiones vitales. A mí no me interesa ninguna otra cosa. Nuestra Nora Keneally me dice que tiene usted necesidad de ayuda. Yo lo sentí en el momento en que toqué el pomo de la puerta de su casa. Sus paredes me hablan de lo invisible. Yo estoy a su servicio, aunque sus necesidades podrían ser menores de lo que piensa, porque usted es obviamente una mujer fuerte.

—Mrs. Montague, no se burle usted de mí, por favor.

—Tenga valor, Mrs. Barton. Lo que sea que está aquí me ha visto entrar por el gentil toque de su blanda mano. Ningún daño vendrá de hablar de sus problemas. ¿Su marido no está? Excelente.

Su marido se había ido, y Constance se sintió como una tonta. Gracias a una poco corriente y desleal sutileza, había metido a esa mujer en la casa. Constance sintió las molestias derivadas del insomnio.

—Quizás he cometido un error, Mrs. Montague. La compensaré por sus molestias, y espero que se quede usted a tomar el té, pero sospecho que yo... no me he explicado bien con Nora, debe de haberme malinterpretado.

—¿Duda usted entonces de lo que ha visto y sentido? ¿He venido a esta casa a mimar a una tontita? Tengo demasiadas ocupaciones para molestarme en eso, Mrs. Barton, y no creo que sea el caso de usted. Escúcheme por un momento. ¿Conoce usted la historia de esta casa?

—Era del padre de mi marido.

—Quiero decir, antes que él, Mrs. Barton. ¿No? Reconocí la casa enseguida, cuando Nora vino a buscarme. Me sorprende que usted no esté al corriente de su larga y ominosa historia. Sospecho que su marido sí está al corriente, pero se lo ha ocultado, probablemente para proteger lo que él equivocadamente considera su debilidad de carácter. Parece usted bastante alarmada, querida, pero no hay nada que temer, ahora que usted y yo nos enfrentamos juntas a sus problemas. —Se puso de pie y, con los ojos cerrados, tocó la pared de encima de la chimenea—. ¿Cuándo llegó aquí la familia de su marido? ¿Le ha hablado él alguna vez de Aliza Laight? ¿De la familia Burnham? ¿De la niña de los Davenport? ¿De la espantosa prisión que se levantaba en esta calle en época medieval? —La mujer abrió los ojos—. ¿Ha oído usted alguna vez hablar de las tragedias que han azotado esta casa una y otra vez? Dejemos esto de lado por ahora, y entremos en asuntos prácticos, de manera que yo pueda comprender mejor sus problemas y prescribir un tratamiento.

Sacó un papel de su agrietado bolso de cuero negro, lo alisó sobre su falda y leyó una larga lista de preguntas escritas en una borrosa caligrafía:

—¿Ha visto usted que se muevan los muebles? ¿No? ¿Que se apaguen las llamas de las velas? ¿Que los cubiertos estén helados al tacto? ¿Que los apagavelas quemen? ¿Que las molduras del techo se deshagan y al poco se petrifiquen? ¿Silbantes vientos o pequeñas nubes? ¿Zonas de pintura desconchada que forman dibujos de caras, o de animales, o de partes del cuerpo? ¿Recipientes de comida volcados? ¿Ropa de cama manchada sin haber sido usada? ¿Sombras que se mueven independientemente de los sujetos que las producen? ¿Alfombras que se deshilachan ante sus ojos? ¿Ha oído el bramido de animales invisibles? ¿Ha visto cortarse la leche demasiado pronto? ¿Estufas incapaces de prender, o que arden sin echarles combustible? ¿Polvo en lugares donde Nora acababa de limpiar? ¿Y, a la inversa, lugares llenos de polvo, donde no debería haberlo, por ejemplo sobre un determinado escalón, o un pilar o un picaporte? ¿Marcos de ventanas que no abren, o no cierran, por más fuerza que se haga?

Anne Montague continuó con su lista de leves horrores y al principio Constance, cada vez más desconcertada, divertida incluso, respondía no una y otra vez a ese catálogo de pequeños sustos. Mrs. Montague dio la vuelta a su hoja de papel, y recitó una lista igual de larga escrita en el dorso.

—¿Ha tenido usted una sensación de malestar general? ¿Ha tenido alteraciones del sueño?

—Sí, sin la menor duda, pero es mucho peor que cualquiera de esas cosas. —Y Constance sintió un pequeño escalofrío al darse cuenta de que el mundo de los espectros la había elegido a ella para algo más infame que sus habituales quebrantos del orden doméstico—. Siento que mi niña está en peligro.

—Es usted su madre. Si lo siente, es que es una realidad.

—Algo ha... No sé como explicarlo. Si yo no fuera débil, a ella no le pasaría nada. He permitido que eso le haga daño, pero tiene usted que creer que yo no lo sabía. Veo que usted piensa que soy muy estúpida.

Mrs. Montague dejó a un lado sus notas para coger las temblorosas manos de su cliente.

—No tema, Mrs. Barton. Creo que es usted la persona menos estúpida que he conocido en mucho tiempo.

—Resulta que estaba deseando precisamente esa clase de comprensión. Mi hija sufre... No puedo decidirme a contarlo.

—Mrs. Barton, he oído toda clase de horrores en los años que llevo ayudando a mujeres como usted. Ya no puedo escandalizarme. No juzgo. Y tampoco —quisiera dejar eso claro para usted, en todos los sentidos— soy un hombre. No pienso como un hombre, y no deseo hacerlo. Quizás esté usted preocupada por tener que informar de algo que —en lo que ellos tan simplemente llaman «a la fría luz de los hechos»— usted creerá que consideraré imposible. Confíe en mí. No me diga lo que usted sabe, o lo que puede demostrar. Dígame sólo lo que usted

siente. ¡Entonces, nosotras, dos

indefensas mujeres, veremos lo que podemos hacer!

Era asombroso, cuán rápidamente la había comprendido aquella mujer. Constance sintió que sus palabras acudían a su mente después de haber estado tanto tiempo aprisionadas, y justamente por lo que Mrs. Montague describía: los férreos, incomprensibles e imperativos hábitos y costumbres de los hombres. Ella se había aferrado a falsas normas, siempre tratando de agradar a un varón. Y sin embargo, Mrs. Montague tenía, a primera vista, un aspecto casi demasiado masculino que no concordaba con su filosofía. Constance hubiera preferido una figura maternal más etérea, no toda aquella pesada y perfumada carne de manos tan duras.

Mrs. Montague aplicó el oído a las paredes y cerró los ojos para olfatear el aire.

—Qué extraño. Casi puedo oler algo anormal. —Y abrió los ojos—. Ahora, cuente desde el comienzo, querida.

Pero el comienzo parecía difuminarse rápidamente de la conciencia de Constance. ¿Fue cuando le transmitió su sueño a la mano de la niña? ¿O la velada advertencia de los médicos? ¿El nacimiento de Angelica, el primer hijo muerto, el día en que Joseph apareció en Pendleton’s y la eligió? Era un lío indiscernible. Sus esfuerzos por describir la vida en su hogar eran, a medida que ella hablaba, reemplazados por las vidas que se vivían allí. Ella estaba describiendo un tapiz inconcebiblemente intrincado, y, apenas había conseguido señalar alguna parte de éste —los planes de Joseph de mandar la niña al colegio— cuando el conjunto entero ya se deshacía y se reconstruía, dejando sólo una parte, aunque —por el mismo acto de seleccionarla por su importancia— convertida ya en algo sin importancia. El entendimiento era demasiado lento para captar el significado de las palabras de Joseph y las penas de ella, y el comportamiento de él y los misterios de la noche, y su rostro bajo cierta luz cuando estaba con la niña durmiendo, o en su regazo, acariciando su recién afeitada mejilla y la comparación de su comportamiento en aquel horrible laboratorio y años atrás, en Pendleton’s, cuando él practicaba aquella «ciencia» por las mañanas e iba a cortejarla a ella por la tarde.

—Me siento como si estuviera volando por encima de un océano de oscuridad, como si el mundo estuviera sostenido sobre roca fundida. Veo un resquicio de ello y luego se esfuma. Me siento muy estúpida.

—Porque está usted tratando de explicarse tal como lo haría un hombre. Yo no soy ningún magistrado. Ése es

su estilo. Martillos, microscopios y libros de contabilidad, todas las lentes que utilizan para sentirse mejor, como si pudieran controlar o explicar esa sucesión de hechos que usted tan elocuentemente describe. La verdad no está en los pequeños detalles, Mrs. Barton. Está en el

conjunto, que es perceptible sólo por un órgano: el corazón, sede de la intuición. El hombre que le dice a usted que sabe por qué sucede algo, desde sus raíces hasta su efecto... Ese hombre está mintiendo, sin duda, y quizás también a su infantil y falso yo. Y el hombre que dice que el sentimiento de una mujer es menos válido que los sacrosantos «hechos reales»... bueno, yo le pregunto a usted: ¿cree usted que, si las mujeres fueran ministros o virreyes, habría guerras? ¿Se imagina usted, Mrs. Barton, las prisiones de Londres rebosando de asesinas? ¿Supone usted que el monstruo tan detalladamente descrito en los periódicos esta mañana, con una cuarta víctima desgarrada y muerta sobre un tejado, supone usted que ese malhechor es una mujer?

—¿Pudiera ser que yo viera cosas, y Joseph no pueda verlas, y estén ahí realmente? ¿O es que me estoy volviendo loca?

—¿O que él está mintiendo cuando dice que no las ve? ¿Habla su hija de ellas? Entonces las posibles combinaciones de percepción se multiplican. ¿Quién está viendo lo que hay ahí? ¿Quién está negando lo que ve? ¿Quién está fingiendo ignorancia o conocimiento? ¿Quién decide interpretar erróneamente? ¿Quién, de todo corazón, desearía que todo significara otra cosa? La única respuesta es tener una fe inquebrantable en las propias percepciones.

Se sentaron, cogiéndose de la mano en silencio.

—De modo que usted tiene miedo —apuntó Mrs. Montague— de que su niña sufra dolores causados por fuerzas inhumanas.

—Hay más cosas. Mi marido no está bien. Parece casi como si hubiera sido reemplazado por otro hombre. O quizás se ha roto algo en él. No sé cuándo. Me temo que esa fractura en su persona siempre ha estado ahí, incluso cuando me decía palabras de amor, al principio. O tal vez sólo recientemente ha liberado sus represiones. Yo no fui lo bastante fuerte, sabe usted, para ser una esposa adecuada, como él se merecía.

—Se lo suplico, deje usted las recriminaciones para los hombres, querida. Si es usted culpable de algo, no se requerirá su testimonio. En este país nos sobran los jueces severos.

—Los deseos de Mr. Barton —volvió a intentar explicarse Constance—, sus apetitos, son demasiado fuertes para contenérselos. Están tomando forma fuera de su cuerpo. —Constance acompañó a su consejera pasando por delante de una serie de muebles deteriorados—. Hay grietas por todas partes, en las patas de los sofás, en estos platos, y la mayor de todas está en el armario de la ropa de mi hija, hacia cuyo interior huyó esa cosa infernal. Puedo sentir que algo se está resquebrajando en él, y entonces veo que los objetos también se resquebrajan, por toda la casa, como por afinidad.

—¿Con usted o con él?

—Y yo soy el puente que esos desbordantes deseos han utilizado para escapar de él. Yo traté de agradarle, cuando él insistió, a un coste que no podré perdonar nunca.

—Por supuesto que perdonará usted. No puede hacer lo contrario. Es usted mujer y esposa, han abusado de usted una y otra vez, y ha perdonado. En algunas lenguas, ésa es la definición misma del término que usan para

mujer: la que perdona los abusos que se cometen contra ella.

—Es demasiado horrible perdonar, si él lo sabe, o se niega a verlo. Yo —es

ella la que sufre— debería cerrar la boca, volverme ciega. Casi debería preferir estar muerta. —Estaba casi susurrando, y Anne Montague acercó su oído a la boca de su cliente—. Mi hija sufre dolores, que se localizan precisamente en mis propios lugares de... de sumisión conyugal. Ella sufre esos dolores justo en el instante mismo de mi sumisión a la voluntad de mi marido. ¿Lo ve? Es culpa mía. Tiene usted que librarme de esto. Ella sufre en la misma proporción cuando consiento en someterme a él.

—Dice usted consentimiento. ¿No la obliga?

—No exactamente. Bueno, sí. Él me obliga a obligarme a mí misma, o yo lo obligo a que me obligue, y eso agrada a una parte de mí que está más allá de mi control, que se presenta como algo bueno, pero, cuando finalmente veo su auténtica naturaleza, me siento incapaz de resistirme, y mi hija está gritando.

—El peligro que la acecha es inhumano, pero motivado por el apetito humano. Y usted lo ha visto —consideró Mrs. Montague—. ¿A quién se parecía?

—A Joseph —dijo Constance al punto—. Entre otros muchos.

Ella cerró los ojos, lo vio cerniéndose sobre su niña dormida, y, precisamente como en uno de sus sueños recurrentes en los que recuperaba todo lo que había perdido en su vida, Constance sintió que la mecían, que sus lágrimas eran alentadas y su cabello era acariciado por una oleada de bondad maternal.

—Es usted muy valerosa —dijo la profunda y tranquilizadora voz—. Eliminaremos esos miasmas de su hermoso hogar. Todo irá bien, se lo prometo.

—¡No! —Constance se incorporó rechazando aquella maravillosa promesa—. Quizás me muera.

—Pues parece usted la imagen misma de la belleza y la salud. Una rosa.

—Voy a morir en el parto. Casi pienso que él tiene intención de que sea así. Eso es locura, ¿no?

—Locura o una horrible verdad. ¿Lleva usted realmente un hijo?

—Lo siento en mí.

Mrs. Montague volvió a llenar sus copas.

—Hay muchas cosas que no sabemos. Debemos atemperar las urgencias masculinas para poner fin a la tendencia que tenemos las mujeres a preocuparnos por todo. Es probable que a su marido no se le pueda culpar de este horror.

—Entonces ¿por qué tiene la cara de Joseph?

—Hay cuatro posibilidades. Una, está usted sufriendo por causa de un

espectro. La presencia de una persona muerta ha decidido atormentarla a usted, disfrazándose de su inocente marido para sembrar confusión y miedo. Hacen eso. O ha visto usted un

fantasma, la imagen de una persona viva que pronto va a morir, posibilidad que le señalo a regañadientes. Y tercero, un

parásito, es decir, un espíritu esclavo, al servicio de un amo que está vivo.

Las palabras de Anne Montague se asentaron sobre la gruesa alfombra como polvo.

—No sé si tendré fuerzas para soportar esto —gimió Constance.

—¡Bobadas! No desespere. Nada de lo que usted ha dicho me hace sospechar que él tenga un compromiso con el otro lado. ¿Asiste con frecuencia a sesiones?

Constance se rió abiertamente, pese a las lágrimas y los escalofríos que había sentido sólo unos momentos antes.

—Entonces lo más probable, y lo menos inquietante, es que usted sufre una

manifestación proyectada, la encarnación física de las emociones desmesuradas de una persona viva. El daño sufrido por el armario y esos objetos presta crédito a esa posibilidad, como usted naturalmente sospechaba, debido a la incómoda y forzada situación de su marido. En consecuencia, cuando la incomodidad de su marido desaparezca, la manifestación desaparecerá de su casa.

Con Angelica todavía en la cocina, a los pies de Nora, Constance llevó a su consejera a la habitación de Angelica. Mrs. Montague impuso sus manos sobre la cama de la niña y el armario de la ropa, y olfateó las zonas que Constance había identificado como las fuentes de los aromas nocturnos.

—Espantoso —admitió.

Luego, sentándose en el lecho de la pequeña, preguntó cómo se habían conocido los Barton, cómo la había cortejado su marido, declarado su amor y cómo se comportaba cuando estaba solo.

—¿Y su profesión? Su hombre es elegante y parece tener una posición envidiable.

—Es un científico. Busca la causa de las enfermedades en los animales.

—¿Es un veterinario?

—No. Quiero decir que mira dentro de los animales para encontrar la causa de las enfermedades. Perros. Les hace eso a los perros.

Mrs. Montague guardó silencio, y por su cara cruzó una expresión de profundísima pena.

—Un vivisector —dijo.

—Tiene sus argumentos. Para defender sus actos, quiero decir. Afirma que es un trabajo noble.

—Los hombres confunden la sangre con la nobleza. Ya he oído esos argumentos. Yo misma los recitaba en otros tiempos. «No hay mayor gloria para un hombre que esto / Que por su rey su sangre ha sido derramada, / al igual que la sangre de los enemigos de su rey. / Y en los ríos escarlata de su enemigo se ha estremecido.» Los hombres no pueden evitar ser como son, Mrs. Barton. No debemos censurarlos.

La sabia mujer esparció polvos y frotó hierbas contra los marcos de las ventanas, en los umbrales y el armario, y ató hebras de diferentes colores a los postes de la cama. Dio instrucciones a Constance de que mantuviera y renovara estas medidas y recitara algunos encantamientos de protección y expulsión. Examinó cada una de las prendas de ropa del armario de Angelica, apartando algunas para aplicarles un tratamiento más detenido.

—Me gustaría poder recuperar mi vida sin haber visto todo esto —dijo Constance.

—Pero ¿no le complace ser la heroína de una aventura, Mrs. Barton?

La pregunta era extraordinaria, y Constance apenas supo qué decir, e incluso empezó a reírse.

—¿La he divertido? Excelente. Desde nuestra temprana infancia, nos enseñan a acudir a los demás para garantizar nuestra felicidad y definir nuestro deber. Pero hasta el niño más pequeño sabe que

él es el dueño de su propio destino y que no puede confiar en nadie más que en sí mismo, y sólo su corazón y su voluntad serán los héroes de una gran aventura. ¿No desea eso para usted misma, Mrs. Barton?

—¿Y poner en peligro a Angelica? Seguro que no.

—Ya está en peligro, por algo que no es culpa suya. Su aventura ya se ha iniciado pese a sus buenas intenciones.

—¿Qué no es culpa mía? Quisiera poder perdonarme a mí misma con la misma seguridad que usted tiene.

Mrs. Montague cubrió con sus manos las de Constance y se inclinó lo suficiente para que ésta pudiera ver los diversos colores de su rostro, que, a cierta distancia, se combinaban para producir la impresión de un único matiz.

—Mrs. Barton, de una cosa estoy absolutamente segura. Es usted inocente porque no puede, por naturaleza, ser ninguna otra cosa, y si usted se permite dudar de ello en este momento, estará usted poniéndose a sí misma y a su hija en un peligro aún mayor. Prométame que seguirá mis instrucciones. Confíe en mi experiencia, y, por encima de todo, tenga fe en su pura inocencia. Le pido, además, que, hasta que sepamos más cosas, no revele usted sus temores o mis consejos a Mr. Barton. Deje que crea que todo va bien, que usted no ha observado nada. A medida que vayamos enterándonos de nuevas cosas, quizás podamos descubrir que él merece nuestra confianza, pero, hasta entonces, debemos actuar con circunspección.

Instruir a Constance exigió la mañana entera. Después de preparar las habitaciones, Mrs. Montague explicó a su cliente los métodos para contener manifestaciones gracias a palabras, gestos, sutilezas incluso sobre cómo manejar los fogones de la cocina —una tarea compartida por Nora— un detallado consejo sobre cómo evitar cualquier riesgo de servir de conducto al ectoplasma. Durante toda esta introducción a lo que Anne calificó de «ciencia de las mujeres», Constance sintió que su fuerza crecía, no simplemente por el hecho de acumular conocimientos, sino también por la conversación y la solicitud de Anne.

Sin embargo, los remedios a lo mejor no eran inmediata y completamente eficaces. Dado que el progreso del mal se había ido haciendo más severo cada noche, Constance debía prepararse para lo peor aquella misma noche, y sabiendo que aún podía ser peor en el futuro.

—No quiero alarmarla, mi niña —dijo Mrs. Montague mientras volvía a sentarse en el salón, con las nuevas tareas y disposiciones bailando aún en la cabeza de Constance—. Pero las fases de la luna pueden afectar a estos horrores. Se ha demostrado tanto su influencia sobre la actividad espectral como el dominio que ejercen sobre el comportamiento de los hombres de determinada constitución. Si su italiano marido es uno de esos hombres —sus descripciones arrojan pocas dudas—, entonces cabe esperar que sus fuegos internos ardan más intensamente cuando la celestial Diana crezca. ¿Conoce usted, por casualidad, la historia de esa diosa? Es de lo más oportuna, dado sus sufrimientos, de manera que quizás pueda robarle un momento más de su tiempo...

Constance sintió placer ante la modestia de la petición, y le conmovió que Mrs. Montague pudiera pensar que ella preferiría estar con otra persona. Llamó a Nora para que les trajera la cena al salón y mantuviera a Angelica en la cocina.

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