Angel

Angel


Primera parte » I

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No se sentía cansada, y permaneció por espacio de horas urdiendo triunfos románticos. El solo obstáculo para su credulidad era su madre. No podía avenirse a destruirla, era demasiado supersticiosa para eliminarla, al igual que había eliminado de sí misma un centímetro de nariz, y así la señora Deverell vagaba cansinamente en el trasfondo de todo marco. Transcurrido un rato, Angel ideó una solución. Su madre podía ser una doncella, decidió, tal como la tía Lottie era la de la señora.

Al día siguiente no quedaban síntomas visibles de su dolencia.

La erupción había desaparecido. Angel se quejó entonces de náuseas y dolores de cabeza, y su madre persistió en llevarle bandejas de la misma y exigua comida de inválido —un huevo cocido a fuego lento al mediodía, un escalope para la cena—, y le quitó el libro que estaba leyendo.

Atrapada, hambrienta, aburrida, permaneció en cama todo el día. Había tenido un empacho de sueños diurnos y su mente se hallaba confusa por un exceso de fantasías que, cuando cerraba los ojos, se fragmentaban y convertían en un embrollo desconcertante. Había fantaseado demasiado.

Su madre se había llevado el único libro que había en el cuarto, y Angel no se atrevía a deslizarse a lo largo del pasillo para ir a buscarlo. ¡El tiempo fluía tan despacio! A medida que iba oscureciendo pensaba sobrecogida en la larga velada que le esperaba, sin nada que hacer salvo dormitar y soñar y escuchar abajo el campanilleo de la puerta de la tienda, las voces distantes y el gorjeo y borboteo de los mecheros de gas. Pensó por espacio de un instante en Gwen y Pollie, que ahora volverían del colegio a casa sin ella. Cuando trató de arrancar secamente de su mente aquella imagen, cayó en la cuenta de cuan enclaustrada estaba en el círculo de sus hábitos cotidianos: había heridas por doquier, y era el tedio el enemigo que la encaraba con aquella serie incesante de miserias.

Cuando su madre le trajo el té, vio con desmayo los dos pequeños bizcochos alargados en el plato. Decidió que fuera cual fuere la excusa del día siguiente, no iba a ser náuseas o dolor de cabeza, y se preguntó si acaso alguna dolencia del corazón la dejaría libre para comer y leer. Nunca le habían importado mucho los libros, pues no parecían tener que ver con ella, y se dijo que prefería con mucho ser ella misma quien escribiera un libro, según pautas de su propia elección y que tratara de una bella jovencita de deslumbrante piel blanca, heredera de grandes propiedades, ataviada con piqué blanco en Osborne y con tafetán de tartán en Balmoral.

Cuando hubo tomado el té —lo apuró en un abrir y cerrar de ojos—, se levantó de la cama y cogió de un estante un viejo cuaderno del colegio; arrancó unas cuantas páginas con dibujos de mapas y empezó a escribir sin vacilación el capítulo primero: «En el año 1885…». Era el año de su nacimiento.

Las palabras le fluyeron sin esfuerzo durante toda la tarde; era como si estuviera en trance. Cuando oyó a su madre, que empezaba a subir las escaleras, escondió el cuaderno debajo de la cama, se acostó y cerró los ojos.

—Parece que vuelves a tener fiebre —dijo su madre con desaliento—. ¿Sigues sintiéndote enferma?

—Ya no. Solo desfallecida.

—No sé qué hacer, créeme. Parece que el doctor no vio motivo para pasarse por aquí de nuevo. Este mal tiempo no ayuda. Con la niebla de esta noche no hay quien vea más allá de un palmo. Hay muchas anginas, según me han dicho las clientes. Esta mañana se han llevado a Vera, la hija de la señora Baker, con difteria. También ella, una chiquilla tan guapa, ha enfermado.

Angel no se sintió en absoluto conmovida. Nunca le preocupaban tales cosas. Ahora, como de costumbre, se limitaba a esperar a que su madre se marchara.

A la hora de dormir se sentía exaltada y exhausta. Le dolían el hombro y el brazo derechos, y tenía los dedos entumecidos. Apenas había hecho pausa alguna para considerar lo que debía escribir o para juzgar lo que llevaba escrito. Sus ensueños le habían preparado el camino. Sabía cómo eran las habitaciones y los jardines del castillo de Haven, y podía describir con detalle los vestidos y las alhajas de la duquesa. La noche en que nació Irania, los pavos reales blancos vagaban por la terraza iluminada por la luna. Dedicó varias páginas a esta ave. Más tarde, fueron echadas todas las persianas venecianas de la fachada sur y las astas se vistieron, como por arte de magia, con crespón negro. Ya sin las trabas de una madre, la heroína encaraba el futuro.

Angel, a quien jamás habían afligido los seres humanos y a quien tenía sin cuidado el que Vera, la hija de la señora Baker, fuera llevada al hospital aquejada de una difteria que ponía en peligro su vida, se sentía ahora conmovida hasta las lágrimas por la protagonista de su historia. En las exequias mostró su duelo, pero no en comunión con los colonos o incluso con la familia, sino desde un plano diferente: el de Dios, tal vez.

Cuando su madre le hubo apagado la luz y deseado buenas noches, Angel permaneció plácidamente echada sobre la espalda, con los ojos fijos en la oscuridad. Pensaba en el cuaderno que había escondido bajo la almohada, listo para el despuntar del día siguiente. Ha sido, sentenció, la velada más feliz de mi vida.

 

El día siguiente era domingo y la tienda estaba cerrada. La señora Deverell, sentada en el cuarto de Angel junto al pequeño fuego, hacía las cuentas. En el Campo de Tiro, las campanas de la vieja iglesia repicaban con son amortiguado en el aire neblinoso. Parecía un día disociado del resto de la semana. A primeras horas de la tarde ya empezó a oscurecer.

—¿Qué te gustaría para Navidad? —preguntó la señora Deverell. Angel, rumiando su mal humor en la cama, frustrada por la intrusión de su madre, apenas había hablado en todo el día.

¿Qué quería para Navidad? Por primera vez no lo sabía. Era una cuestión de tiempo el que llegara a tener todo lo que deseaba. Cuando fuera una novelista famosa, podría comprarse almandinas y esmeraldas, una estola de chinchilla, un manguito de marta cibelina, su propio carruaje. Lo único que la separaba de tales riquezas era el tiempo que le llevaría trasvasar lo que tenía en la cabeza a las páginas de aquel cuaderno, un tiempo que ahora su madre, neciamente, le hacía malgastar.

Entonces, súbitamente, comprendió que si quería triunfar habría de ser audaz y despiadada. No podía permitirse seguir siendo sigilosa, o que las opiniones de los demás la afectaran. Sacó el cuaderno de debajo de la almohada y lo alzó para que su madre lo viera.

—Quiero media docena de cuadernos de estos —dijo con energía—. Con pastas jaspeadas, igual que esta, si haces el favor. Estoy escribiendo una novela y con uno no tengo suficiente. —Y con ademán sosegado abrió el cuaderno, encogió las piernas para que le sirvieran de apoyo y continuó con la escritura.

Su madre enrojeció y le lanzó una rápida mirada de recelo. Luego frunció el ceño y siguió con su trabajo con los labios apretados. No tenía nada que decir. El silencio de la habitación le era tan opresivo que, una vez hubo fregado después del té, volvió con su pequeño sombrero de plumas y su esclavina negra con fleco de seda. Llevaba su libro de himnos.

—Si no te importa quedarte sola un rato, me gustaría ir a la capilla. Así tomaré un poco el aire —dijo.

Angel asintió con la cabeza.

—¿Te apetecería levantarte un rato esta tarde? —le preguntó su madre al día siguiente.

Angel temía que este pudiera ser el primer paso para hacer que volviera al colegio, y decidió que seguía muy enferma. Con extraordinaria elasticidad, había olvidado la razón original para no querer ir al colegio. Estaba demasiado ocupada. Ya nunca volvería a sobrarle el tiempo.

—Del corazón no estoy mejor —se quejó. Seguía apegada al problema cardíaco porque la comida había mejorado desde que dejó de tener náuseas—. Me duele, y parece que late mal y pierde pulsaciones.

—Tendré que llamar otra vez al médico —dijo la señora Deverell con voz preocupada.

—Espera un día o dos —sugirió Angel. Tampoco tenía tiempo para el médico.

—Si no mejoras, mañana mandaré a Eddie en su busca. De nada vale seguir así si de verdad existe algún problema. Tu padre tenía el corazón cansado y tenía que andar con cuidado. Creo que deberías estar completamente echada.

—Muy bien —dijo Angel, y se tendió cuan larga era.

Y ganó tiempo, pues su madre, al verla echada, se marchó del cuarto. En cuanto se hubo ido, Angel se incorporó y siguió escribiendo. A veces le dolía la espalda, y estiraba los brazos y bostezaba. El pelo negro, suelto y caído sobre los hombros, la abrigaba.

Al parecer su madre, preocupada en su fuero interno, mandó llamar al médico, porque este apareció inesperadamente a la mañana siguiente. La señora Deverell, con aire harto culpable, lo hizo subir al dormitorio, donde Angel seguía encorvada sobre su escritura. Cuando se abrió la puerta, levantó los ojos, pero no sonrió ni dijo buenos días.

—Aquí está el doctor Foskett —dijo su madre con voz débil—. Tengo que bajar a la tienda. Eddie ha ido a llevar un pedido. ¿Me llamará si me necesita, doctor?

El doctor Foskett asintió y empezó a pasearse por el cuarto, frotándose las manos. Angel lo miraba. Una vez solos, el doctor dijo:

—¿Así que tienes el corazón cansado, como tu padre?

—Yo no he afirmado eso —dijo Angel, recelosa.

El doctor se acercó a la cama y echó una ojeada al cuaderno, a la página mediada de escritura florida. Falta de carácter, pensó, apartando de inmediato la mirada. Tes sin palo cruzado, íes sin punto, mayúsculas caídas hacia atrás. Florituras, adornos.

—¿Y qué es lo que dices, entonces? —preguntó.

—Dije que el corazón me late irregularmente y que pierde pulsaciones y que me duele.

El doctor Foskett, con el reloj en una mano y la muñeca de Angel en la otra, medio vuelto de espaldas de forma que Angel podía fijar su mirada airada en ellas, le tomó el pulso.

—Tu madre está preocupada —dijo, guardándose el reloj en el bolsillo. Su voz sonaba acusadora. Luego le abrió el camisón y le puso el estetoscopio en el pecho. A continuación le retiró las dos almohadas y le hizo tenderse sobre la cama en posición horizontal—. Ahora siéntate —le dijo. Angel obedeció—. Ahora échate. Siéntate. Échate. Siéntate. —A medida que las órdenes se hacían más rápidas, Ángel iba quedándose sin aliento; se sentía indignada. Cuando por fin le permitió quedarse echada, volvió a auscultarle el pecho.

—Puedes coger la almohada. A tu corazón no le pasa absolutamente nada, como bien sabes.

Es mi enemigo, pensó Angel.

—¿Por qué no quieres ir al colegio? —le preguntó el doctor, ya más amablemente—. ¿Tienes algún problema con las lecciones? ¿Son esos deberes que estás haciendo? —Dio un golpecito a la cubierta del cuaderno.

—No. —Angel se apartó el pelo de los hombros con un movimiento de cabeza mientras le miraba fijamente—. Estoy escribiendo una novela. —Con los puños cerrados y apretados contra los muslos bajo las mantas, Angel sintió hacia él un odio feroz, como si se hubiera ya reído de ella—. Voy a ser novelista —afirmó.

—Una profesión que exige un corazón muy fuerte —replicó él.

—Yo soy fuerte —dijo ella con orgullo, olvidando momentáneamente quién era aquel hombre y por qué se hallaba allí.

—Te creo. Así que no seas cobarde y no hagas que tu madre se preocupe por nada. Es una mujer valiente. La admiro.

—Usted se ríe de ella.

—Y me reiría con ella. Ella lo entendería.

—Nadie va a reírse de mí.

Sus ojos verdes lo miraron, fulgurantes.

—¿Quién iba a atreverse? —dijo el doctor afablemente—. Tú nunca te reirías de ti misma. Pero a lo mejor el sentido del humor es una rémora para los novelistas —dijo, pensativo.

—No voy a escribir libros divertidos.

—No, claro que no —dijo él con gravedad, y pensó: «Desde luego». Se paseó por el cuarto; luego añadió—: En cuanto me vaya, debes levantarte. No más bandejas, no más trabajo extra para tu madre. En realidad podrías hacerte tú misma la comida.

—No sé cocinar, y no hay razón para que aprenda —dijo ella.

El doctor Foskett se encogió de hombros y cerró con un chasquido el maletín.

—Si quieres dejar el colegio —dijo—, debes decírselo a tu madre con franqueza. Se han acabado esas tonterías del corazón.

Tuve el sarpullido —dijo Angel, enojada—. Usted mismo lo vio. Habla como si no hubiera estado enferma en absoluto.

—Bien, pero ha desaparecido, ¿no es así? De modo que no lo olvides. ¡Ahora arriba! Tendrás mucha mejor luz para escribir si te levantas. Le diré a tu madre que no hay por qué preocuparse. Adiós.

—Adiós —dijo Angel, taciturna.

En el umbral, el doctor se volvió y dijo:

—Espero poder leer tu libro impreso algún día.

—Eso dependerá de usted —dijo Angel, con frialdad.

 

—Puedes volver al colegio la próxima semana —dijo la señora Deverell.

Angel se había trasladado de la cama al sofá del cuarto de estar, y seguía escribiendo.

—Quedarán solo tres días para las vacaciones —recordó.

—Aun así será mejor que los aproveches al máximo, y además tienes que recoger los libros y la bolsa de los zapatos.

—Puede ir Eddie a recogerlos. En realidad, mamá, no voy a volver al colegio nunca más. El doctor me aconsejó que te lo dijera.

—¿Por qué iba él a decirte eso? Estoy segura de que jamás te diría nada que no me dijera a mí. No entiendo qué quieres decir.

—Lo hablamos él y yo —dijo Angel con calma—. Le dije que estaba perdiendo el tiempo en el colegio, y que quería tener la oportunidad de escribir novelas. Él estuvo de acuerdo conmigo, pero dijo que debía decírtelo. «Con franqueza», dijo.

—Pero hay que avisar con un trimestre de antelación. Además, no puedes andar por aquí perdiendo el tiempo todo el día, y eso día tras día. —Ante esa idea, la voz de la señora Deverell se llenó de desaliento—. Tenía pensado hablar con tus profesoras y pedirles consejo sobre la conveniencia de encontrarte una colocación, pero si te saco del colegio así, de repente, ¿cómo voy a atreverme?

—No hay ni que hablar de una colocación —dijo Angel—. Estoy escribiendo mi novela, y cuando la acabe escribiré otra. Ya la tengo pensada.

—Sí, pero tienes que tener una colocación —dijo su madre, casi gritando de exasperación—. Tienes que tener algo con qué mantenerte. Escribir historias no va a llenarte el estómago, te lo aseguro.

—¿Cómo es que puedes asegurármelo? De eso no entiendes nada.

—Me gustaría saber quién va a publicártela. ¿Quién va a pagar la imprenta?

Angel, ultrajada por tal insulto, volvió la cabeza y miró por la ventana. Sabía que su abandono definitivo del colegio era ya un hecho incuestionable. Su madre solo presentaba la simulación de una batalla.

—Los vecinos dirán que te han expulsado al ver que dejas el colegio tan repentinamente. Si al menos tu padre viviera para aconsejarme… Seguro que diría que renunciar así a tu educación es un despilfarro horrible. Todo ese francés arrojado por la borda; y el sacrificio que ha supuesto mandarte a un colegio privado todos estos años…

—Así tendrás un sacrificio menos de ahora en adelante.

—Lo hice con los ojos puestos en tu futuro; para que no tuvieras que salir a trabajar en una tienda, como yo tuve que hacer. Te veía en una oficina ganando buen dinero y conociendo a gente refinada.

—¡Una oficina! —dijo Angel con desmayo, cerrando los ojos.

—Y pienso que tienes que discutirlo con tía Lottie. Se lo debes. —Angel vio que su vehemencia cedía.

—¿Con tía Lottie? ¿Por qué?

—¿Preguntas por qué? Sabes perfectamente que nos ha ayudado a pagar el colegio. Tienes mucho que agradecerle, siendo como ha sido como una segunda madre para ti durante todos estos años.

Pero Angel pensó que una madre era ya más que suficiente.

 

—¿No es una auténtica spaniel? —dijo tía Lottie con jovialidad cautelosa.

Angel, sentada junto a la chimenea, con los pies sobre el guardafuegos, escribía. La señora Deverell había estado hablando con su hermana en la tienda, contándole los problemas de la semana, y ambas habían subido con aire de viva resolución, como si visitaran a algún pariente en un manicomio.

—¿No es una lástima lo que acabo de oír? —preguntó tía Lottie. Estaba sonrosada por el frío y mantuvo las manos sobre el fuego unos momentos; luego se irguió y empezó a sacar los alfileres de su sombrero de piel de foca—. No veo por qué no puedes seguir yendo al colegio solo un trimestre más. A fin de cuentas tendremos que pagarlo. Después, si conseguimos encontrarte un buen empleo en una oficina, tendrás todas las tardes para escribir tus historias. Pienso que es una lástima que no saquemos el mayor provecho de tu educación. ¡Todo ese francés! —Se había quitado el sombrero y estaba volviendo a clavar en él los alfileres, ajena a los acerbos sentimientos que estaba concitando.

Angel esperó a que su tía hubiera terminado; luego, sin decir nada, cerró el libro y salió del cuarto.

Tía Lottie, sorprendida, se volvió y miró a su hermana.

—Así ha estado toda la semana —se lamentó la señora Deverell—. No sé qué le puede haber pasado. —Se sentó en el lugar que había ocupado Angel y se puso la mano sobre los ojos—. ¡Si al menos Ernie siguiera a mi lado! Nunca he estado tan apenada.

—Me parece a mí que nuestra dama necesita un buen bofetón —sentenció tía Lottie con viveza—. La has echado a perder con tus mimos, Emmy. ¡Escritora! ¿De dónde se ha sacado eso?

—Cuando vuelva, no sigas hablando del tema.

La señora Deverell empezó a preparar la mesa para el té. Eddy había llamado dos veces desde el pie de la escalera; estaba muy ocupado en la tienda y la señora Deverell bajó en su ayuda.

El cocinero de Paradise House les había obsequiado con varios pasteles de almendra, y tía Lottie los dispuso sobre un plato.

—Voy a llamarla —dijo la señora Deverell, indecisa. Se preguntaba si su hija vendría, o si respondería siquiera. Quizás había vuelto a encerrarse en su dormitorio.

—¡El té está en la mesa, Angel! —Trataba de que su voz no sonara ansiosa, pero su hermana captó su desazón y pensó en las cuatro verdades que ella sí estaba más que dispuesta a decirle a su sobrina.

Angel entró parpadeando, pues allí la luz era más viva. Parecía despreocupada, aunque indecisa. Permanecieron las tres de pie, detrás de sus respectivas sillas, mientras se bendecía la mesa.

—¡Qué amable el cocinero! —dijo la señora Deverell. Miró los pasteles de almendra mientras tomaba asiento—. Deben de tenerte mucho aprecio.

—Bueno, son dieciocho años los que llevo trabajando allí. A veces me pregunto qué haría la señora sin mí —dijo tía Lottie con complacencia—. Creo que no sabría cómo ponerse las medias, ni hacer nada con las manos. «¿Dónde está esto? ¿Dónde está lo otro?», y así desde la mañana hasta la noche. Ayer, sin ir más lejos, me decía: «Estamos juntas desde que las dos teníamos dieciocho años». A veces pienso que más bien somos como hermanas. Fui con ella en su luna de miel. Fuimos juntas a Paradise House.

—¿Le pones tú las medias? —preguntó Angel. A las dos hermanas les sorprendió aquel interés insólito. Se miraron una a otra.

—Sí —dijo tía Lottie—. ¿Hay algo de raro en ello?

—Bueno, a nosotras nos parece extraño —dijo la señora Deverell, conciliadora—. Creo que no me gustaría que alguien hiciera eso por mí.

—¿Y qué pasa entonces en tu tarde libre? —preguntó Angel—. ¿Cómo se las arregla?

—No le queda más remedio que llamar a una de las criadas. Cuando vuelvo, siempre entro a ordenarlo todo. Me esmero mucho con sus vestidos, y ella lo sabe. «Mira este precioso salto de cama nuevo que tenemos», me dice, por ejemplo, entusiasmada como una niña. —Tía Lottie le hablaba ahora a su hermana, pero Angel la escuchaba atentamente—. Siempre me siento orgullosa de ella cuando sale a comer fuera. Como el día de su boda. Fue todo un honor para mí entonces. Nunca he visto a ninguna dama a quien le sienten tan bien los guantes. Cuando va a la ópera, se diría que forman parte de su piel: ni una arruga por ninguna parte. Le pego los extremos a los brazos con una pizca de pegamento. Es una obra de arte, supongo, pero hay veces en que no tiene paciencia para eso. Cuando la señora está muy impaciente, la señorita Angelica viene al cuarto y le lee algo.

—¿Qué le lee? —preguntó Angel.

La mirada que le dirigió tía Lottie estaba llena de recelo.

—Oh, algún libro —dijo, preguntándose en qué estaría pensando su sobrina.

Servirá para el castillo de Haven, pensaba Angel. Irania, la heroína, estaría tendida en un diván mientras alguien como tía Lottie le ponía las medias; con los guantes pegados a los brazos, ocuparía un palco en la ópera. Más tarde, cuando, ya desposada, fuera llevada al castillo de Haven, su doncella la seguiría con las joyas en el joyero. Solo la muerte las separaría.

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