Angel

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Primera parte » II

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II

Pasada la Navidad, los días fueron de un gris enervante. La luz acuosa, suspendida sin color sobre el puente del ferrocarril y tras las hileras de viviendas de ladrillo grises y amarillas, dilataba su presencia un poco más cada día. Quedaba atrás la honda oscuridad del invierno, el apagado bienestar de las tardes neblinosas; llegarían dos o más meses de mordaces vientos que batirían las ramas desnudas, y aquella pálida luz alargaría tímida y gradualmente, tarde tras tarde, la hora del té. Como si fuera bien recibida, pensó Angel. «Ahorraremos gas», comentó su madre.

En la tienda decayó el negocio, y en las tardes largas rara vez sonó la campanilla de la puerta. La señora Deverell retiró de la ventana los copos algodonosos, y se preguntó por qué se tomaba la molestia de hacerlo. Antes de Navidad, con todo aquel ambiente de afabilidad, su ánimo había mejorado; ahora se hundía por momentos. Había facturas de mayoristas que pagar; se apilaban sobre el mostrador, a precio rebajado, las tartas de Navidad que habían sobrado y que ya nadie compraba. Pero más que nada, por encima de todas sus tribulaciones relativas al dinero, lo que temía era tener que responder a preguntas sobre Angel. De manera incoherente, y a diferentes personas, daba razones diversas al hecho de que Angel hubiera dejado el colegio, y entre ellas la más descabellada: que la necesitaba en casa. Todos sus vecinos sabían que la chica jamás se dejaba ver en la tienda, ni le preparaba a su madre una simple taza de té ni se molestaba en salir para hacer la compra. Angel, en consecuencia, se mantenía al abrigo de las miradas ajenas, lo que empezó a dar pie a habladurías.

—¿Ni siquiera vas a acompañarme a la capilla? —preguntó la señora Deverell.

—No, gracias.

—Si por lo menos salieras a respirar un poco el aire. ¡Estás tan pálida!

—Siempre estoy pálida.

Por espacio de un instante alzó la vista del papel en que escribía y miró hacia el frente con fijeza; luego sonrió.

Tal vez se está volviendo loca, pensó la señora Deverell, aterrada. Había el precedente de su tía Ethel, la que se volvió tan rara. Para la señora Deverell ninguna enfermedad era probable a menos que existiera algún antecedente en la familia.

En el pasado, ella y Lottie se habían sentido orgullosas de los aires de superioridad de Angel: a ella ahora le daban miedo. En consecuencia, su propia fortaleza de carácter iba desmoronándose y convirtiéndose en nerviosismo y timidez; estaba llena de tenues sugestiones y de actitudes contemporizadoras; cuando la tensión se hacía insoportable, articulaba dolientes discursos acerca de los sacrificios que había hecho, de los mejores años de su vida en que había tenido que trabajar como una mula. Angel no prestaba la más mínima atención. Seguía escribiendo —era el sexto cuaderno— con devoción, como si estuviera en trance. A veces, para desentumecerse, paseaba por la habitación, se miraba en el espejo y se arreglaba de modo distinto el pelo, que llevaba sujeto hacia atrás con una peineta de concha, o se acercaba a la ventana y miraba, casi sin ver, a la gente irreal que caminaba por la acera.

Su madre solo hablaba de sus escritos a tía Lottie. Era a sus ojos una complacencia tan extraña, tan peculiar y sospechosa. No había existido ningún antecedente en la familia; ni siquiera en la de su marido, en la que se habían dado un par de personalidades desquiciadas, como la tía Ethel con sus rarezas.

El día del cumpleaños de Angel —cumplía dieciséis—, tía Lottie llegó a tomar el té. Trajo una bolsita perfumada de seda pintada para pañuelos y una invitación para Paradise House. Iba a representarse una obra de teatro con fines benéficos, en la que la señorita Angelica haría de mendiga ataviada de un modo fascinante: un vestido de terciopelo castaño hecho jirones y con remiendos de raso carmesí. La señora había oído hablar tanto de Angel, que había pensado que podía asistir al ensayo general en compañía de las criadas. «Qué fantástica oportunidad», dijo nerviosa la señora Deverell. La expresión de desdén de Angel le decía que no pensaba ir.

—Puedes venir con el transportista; estarías allí en una hora —dijo tía Lottie.

Angel, humillada y furibunda, se sentía intranquila. ¡Ir a Paradise House de aquel modo! Se imaginaba vestida con su viejo uniforme de sarga del colegio —lo único que tenía—, sentada humildemente entre las criadas, contemplando a la otra chica con sus harapos de terciopelo. Tratada con condescendencia por quienes se pensaban superiores, y como una igual por aquellas personas que se imaginaban a sí mismas con el mismo rango. Nunca iré así a Paradise House, pensó.

—Una fantástica oportunidad —repitió su madre con ansiedad.

—No quiero ir. —Se sentía herida, enfurecida; demasiado herida como para poder permitir que sus pensamientos se detuvieran en el ultraje de que había sido objeto.

—¿Y por qué no? —preguntó en tono amenazador tía Lottie.

—No estoy interesada en sus funciones de teatro. ¿Por qué habría de estarlo?

—Me parece que eres una chiquilla ingrata y descarada.

—Bueno, Lottie, dale la oportunidad de explicarse —intervino la señora Deverell.

—No hay nada que explicar —dijo Angel—. Nada que explicar que cualquiera de vosotras pueda llegar a entender jamás.

¿Iban a seguir indefinidamente así las cosas?, se preguntó su madre. ¿O incluso empeorando, como hasta entonces? Tía Lottie, por el momento, pareció quedar sin habla.

—Bien, si nadie va a tomar más té… —se apresuró decir la señora Deverell mientras se ponía en pie—. Demos gracias al Señor por los alimentos que acabamos de tomar…

 

Para Pascua, Angel había terminado su novela. Transcurrió el Lunes de Pascua, y el martes la empaquetó y la envió a la Oxford University Press, cuya dirección había tomado de uno de sus viejos libros de texto. Esperó a que Eddie hubiera salido a recoger los pedidos, y, en cuanto su madre dejó un instante la tienda, bajó a la carrera por las escaleras con el paquete bajo la capa. Cogió una moneda de dos chelines de la caja y salió en dirección a la oficina de correos. La señora Deverell, al oír el tintineo de la campanilla, volvió a la tienda de prisa y vio a Angel alejarse calle abajo.

El aire cristalino fue para Angel, que llevaba tanto tiempo recluida, como una sacudida. Era una mañana fresca y ventosa, con leves anuncios de primavera. Junto a la cerca de la escuela pública dos almendros habían florecido ya.

Un puente de hierro cruzaba el canal que discurría junto a la fábrica de cerveza; el agua, parda y cubierta de burbujas, fluía abajo entre los muros de los almacenes. Angel lo veía todo con ojos incrédulos, como si al cabo de los años hubiera vuelto como una extraña y se asombrara de que hubiera cambiado tan poco.

En el cementerio de la iglesia, junto al Campo de Tiro, los árboles estaban tapizados de brotes verdes y los narcisos estaban casi en flor. La oficina de correos se hallaba situada frente al cementerio; Angel, una vez depositado su paquete, cruzó la plaza empedrada y se sentó en un banco de hierro, entre las tumbas.

La realidad del entorno y de todo lo que había visto en su paseo aquella mañana había mitigado su estado febril de los pasados meses y la había conducido a una fase de convalecencia. Estaba asustada; el frío del banco de hierro y la visión de los filos de hierba verde acuchillando el suelo musgoso y blando la hicieron encogerse, y, cuando el reloj de la torre empezó a sonar en lo alto, se replegó sobre sí misma llena de nerviosismo.

Entraba en el cementerio un grupo de personas de riguroso luto. Se detuvieron fuera del pórtico, y antes de entrar intercambiaron conmocionados susurros. Llegaron varios cabriolés y se detuvieron ante la puerta; alguien ayudó a una mujer a descender de uno de ellos. El viento le pegó a la cara el velo de crespón, y pudieron verse sus mejillas blancas y los oscuros huecos de sus ojos. Había un coche fúnebre tirado por oscuros caballos empenachados. Se detuvo lentamente, con un aire pavoroso de inexorabilidad. Era lo que esperabas y ya ha llegado, parecían insinuar los portadores —ufanos casi en su actitud de reverencia intachable— mientras transportaban el féretro cubierto de pálidas coronas y tarjetas orladas de negro hacia el pórtico donde esperaba el pastor.

Angel se levantó y siguió al féretro. Nadie la miró cuando se sentó junto a un pilar al fondo de la iglesia, llena aún de flores del Domingo de Resurrección, aunque no olía sino a piedra húmeda. Durante un instante se preguntó qué hacía allí. Aun en el caso de una súbita necesidad de renovar su contacto con la vida, un funeral era una ocasión extraña para hacerlo. Y no sentía, además, tal necesidad: a los dieciséis años la experiencia suponía un obstáculo innecesario y a menudo un freno para la imaginación. Aquel pequeño, aturdido cortejo, no tenía a sus ojos la dimensión propia de lo real; durante toda aquella mañana había sentido el empequeñecimiento de su entorno. Nada había sido preservado para su retorno al mundo: día a día su entorno había ido fragmentándose, y ahora había en él un aire corrompido.

Gran parte de lo que encontraba a su paso la irritaba, iba en contra de su sensibilidad. Se había apartado, románticamente, de la evidencia de sus sentidos: la realidad de cuanto fuera susceptible de aprenderse mediante el tacto o el gusto había sido desterrada como un trivial fastidio, desechada por improcedente.

Descolgó una almohadilla polvorienta y se arrodilló, al igual que el cortejo de deudos. Sus medias negras de lana estaban gastadas por la rodilla, y la almohadilla estaba fría. Ocultó la cara entre las manos y cerró los ojos, pero no escuchaba los rezos. Creo que he entrado aquí —decidió— porque mientras espero no tengo nada que hacer. Lo que esperaba era una milagrosa redención. Su novela era un cabo que lanzaba para liberarse, y entonces, en el preciso instante en que se ponía en pie en el reclinatorio, la asaltó un temor tan hondo y súbito por su seguridad que sintió la necesidad de abandonar precipitadamente la iglesia y correr a rescatarla. ¡Y si algún cartero adivinaba su contenido y por maldad la arrojaba al canal! ¡O si el tren de Oxford chocaba con otro en algún túnel y se incendiaba!

El ataúd fue alzado de su bastidor y llevado fuera de la iglesia. Angel fue la última en salir, y, cuando en el exterior volvió a sentir el aire libre, el coche fúnebre se había ido. Seguramente en dirección al nuevo cementerio de las afueras, pensó. Aquel leve desencanto alivió un tanto su agitación. Dirigió una mirada amenazadora a la oficina de correos y empezó a andar hacia su casa. La novela tardaría dos días —calculó, y no pudo evitar añadir: a lo sumo— en llegar a Oxford; debía calcular otros tres días para que el editor la leyera, lo cual podía hacer perfectamente si se quedaba en vela hasta bien entrada la madrugada; y otros dos días (a lo sumo) para que le llegara su respuesta. Sería, pues, una larga semana, con un largo, largo domingo de por medio. Solo conocía un medio de escapar al aburrimiento, y, cuando pasó por una papelería, entró en ella y con lo que le quedaba del dinero compró un cuaderno.

 

—¡Un paquete para ti, Angel! —La señora Deverell la llamaba desde el pie de la escalera.

El corazón le empezó a latir de prisa y se sintió confundida. Lo que esperaba era una carta; ¿por qué un paquete, entonces?, se preguntó presa del pánico. Durante la última semana había dudado de carteros y editores; ahora, por primera vez, dudaba de sí misma. A fin de cuentas, pues, la vida no era fácilmente soportable, pensó mientras bajaba unos tramos de escalera y recogía el paquete de manos de su madre. Cuando lo abrió en su dormitorio, un trozo de papel impreso cayó revoloteando al suelo. Lo recogió y se quedó mirándolo fijamente. Cuando supo por fin que no había equivocación posible, se sintió anegada por la cólera. No habían osado dar explicaciones, habían omitido toda excusa, no habían enviado ni una carta. Quienesquiera que fueran, los odió con una ferocidad sin paliativos, tan maníacamente como una mujer engreída a quien su amante rechaza.

Volvió a envolver el manuscrito en el mismo papel, con el membrete del editor en la cara interior, y encontró otra dirección en uno de sus libros de texto. No tenía dinero para el franqueo y no podía tener acceso a la caja mientras su madre estuviera ocupada en la tienda, de modo que reunió todos sus libros del colegio —lo único que poseía susceptible de ser vendido— y salió de la casa por la puerta trasera. Atravesó el patio, en donde se apilaban las cajas de embalaje y estaba instalado el tendedero; contra uno de los muros crecían algunos helechos, y en el suelo pisoteado afloraban tenaces uno o dos azafranes. Una puerta daba paso a una callejuela cenicienta flanqueada por tapias altas, en las que se abrían a su vez las puertas traseras de otras casas. En las noches oscuras era un lugar de susurros y crujidos, de reyertas gatunas, de saqueo de los cubos de basura por las ratas.

La librería estaba en el Campo de Tiro, junto a la iglesia. Era un edificio rancio, con galería, repleto de mohosos volúmenes que jamás volvería a leer nadie. El joven dependiente pareció dudar acerca de la conveniencia de aumentar tales existencias; cogió los libros de Angel, les dedicó una ojeada y se encogió de hombros. «Preguntaré», dijo. Cuando volvió, sonreía con falsa piedad.

—No, me temo que no van a servirnos. Podríamos ofrecer un chelín y medio.

—Dos chelines —dijo Angel, encendida por la humillación.

—Vamos, vamos —dijo él con insolencia—. ¿No querrás que vaya hasta allí otra vez y vuelva a preguntar por seis peniques?

—Sí, quiero.

El dependiente suspiró aparatosamente, pero volvió a retirarse. Al volver no traía los libros: tendió a Angel el florín con solemnidad exasperante y, cuando ella se volvió para marcharse, dijo a su espalda:

—No te lo gastes todo de golpe, ¿vale?

—¡Mequetrefe maleducado! —dijo Angel en voz alta. El dependiente pareció sobresaltarse, pero, cuando Angel se volvió para cerrar la puerta, pudo verlo a través del panel acristalado: estaba encorvado sobre el mostrador, como lloroso o doliente. Angel, por espacio de un instante, se sintió apaciguada, pero al cabo alcanzó a verlo sacudido por convulsas carcajadas.

 

Para cuando el manuscrito le fue de nuevo devuelto, su dolor se hallaba mitigado por la excitación de la nueva novela que había empezado a escribir: la historia de una gran actriz que triunfa sobre un mundo desdeñoso. (Quienes la habían abucheado en un principio sujetarían —mucho antes de la última página— a los caballos por los varales de su carruaje y la conducirían jubilosos a través de la calle flanqueada por las multitudes).

De manera casi metódica, Angel rehízo el paquete. Una vez vendidos sus libros de texto, no podía encontrar dirección alguna a la que enviarlo y, tan pronto como se las arregló para robar unas monedas del monedero de su madre, se dirigió a la biblioteca pública. En uno de los lados del edificio municipal se hallaba el museo, lleno de animales disecados y de cerámica hecha añicos; en el otro, separado por un vestíbulo erizado de corrientes de aire, estaba la biblioteca, umbrosa de libros encuadernados todos ellos en untuosa piel negra. Angel, sin la papeleta de admisión, no pudo ir más allá del torniquete de la entrada.

—Rellene este formulario y consiga la referencia de un pastor o de alguien parecido —dijo el auxiliar.

—Quiero un libro ahora, ahora mismo.

—Lo siento —contestó el joven.

—Ya sé que no lo sientes —dijo Angel—. Voy a entrar y a mirar los libros sin llevarme ninguno.

—Me temo que hasta que no tengas la papeleta no podrás entrar en la biblioteca.

Una mujer que aguardaba detrás de Angel dejó, impaciente, su libro sobre el mostrador, y Angel, volviéndose de inmediato, lo cogió y lo abrió por la portada. Memorizó durante un instante la dirección del editor y, sin decir una palabra, empujó a la mujer para pasar y salió al vestíbulo.

Apresuró el paso por las calles, moviendo con rapidez los labios como si estuviera loca. En la oficina de correos escribió la dirección en el paquete: Gilbright & Brace, Bloomsbury Square, London.

De camino a casa se sintió cansada, vencida por la lasitud del atardecer primaveral, como si se hubiera tomado un descanso tras un largo esfuerzo y encontrara difícil ponerse de nuevo en pie. Se encogió ante el viento, ante las partículas de arena de las aceras. Todo lo que veía y sentía le producía cansancio, y anheló dejar a un lado el mundo y buscar abrigo en el seno de su imaginación. Un chico que hacía rodar un aro pasó a su lado corriendo, y el ruido de sus botas claveteadas sobre la acera la hizo estremecerse. Se acercaba uno de los personajes temidos del vecindario: una mujer demacrada que caminaba rígida, amenazadoramente, con la mirada airada sobre una bufanda que le tapaba la cara casi por entero. Angel había oído que padecía una siniestra enfermedad. Los niños la miraban obstinadamente, pues las hablillas decían que no tenía nariz. A veces, cuando pasaba apresuradamente junto a ellos, la oían murmurar: la bufanda atenuaba la intensidad de sus maldiciones contra el mundo, o de ciertos reiterados litigios acerca del estado de su propia existencia. Aquel día, cual una sonámbula, mantuvo la mirada fija hacia adelante y subió las escaleras de la capilla metodista. «Al menos tiene la religión», pensó Angel, como si hubiera tropezado con un niño que jugara con un juguete roto.

Al llegar a casa encontró en ella a tía Lottie. Seguía de luto riguroso por la reina Victoria, y su vestido negro con trencilla era realzado tan solo por un ramo de violetas de terciopelo que la señora había desechado. No era el día habitual de su visita semanal, y parecía nerviosa y excitada.

—¿Dónde has estado? —preguntó a Angel. La señora Deverell tenía una expresión inquieta.

—Fuera —dijo Angel, dirigiéndose hacia la ventana y tirando la capa sobre el sofá.

—Tía Lottie te ha estado esperando, querida —dijo su madre.

—Tengo un encargo de la señora…

—¿No será otra obra de teatro? —dijo Angel.

—¿Tomamos antes una taza de té? —sugirió la señora Deverell.

Mientras ponía la mesa, se hizo un silencio. Tía Lottie jugueteaba con las violetas de terciopelo y Angel miraba por la ventana. A primeras horas de la tarde había llovido, y aún se veían zonas en las que los tejados de color paloma emitían destellos de plata. En la esquina de la calle, una niña con la cabeza rapada y los pies descalzos saltaba a la comba. Mantenía sus brazos flacuchos cruzados sobre el pecho, y la cuerda giraba en lazo rítmicamente sobre su cabeza y el delantal bailaba al aire con sus brincos y sus labios se movían mientras contaba.

—Tía Lottie quiere proponer algo —dijo la señora Deverell cuando las tres se sentaron a la mesa.

Pero hasta tía Lottie se mostraba indecisa en torno a la nueva proposición de Paradise House, y apenas tenía conciencia de la reacción que esperaba suscitar o de cuál de ellas le resultaría menos desagradable.

—La señora quiere una doncella jovencita para que yo la enseñe y se ocupe de la señorita Angelica. Hasta ahora se ha arreglado con Nannie, y contaba conmigo para echar una mano en las ocasiones especiales, pero pronto va a llegar el día en que necesite algo más que ir tirando de esa forma.

—¡Pobrecilla! —dijo Angel, despectiva.

—Así que, como me ha oído hablar de ti, piensa que sería preferible admitir a alguien que yo conozca y a quien pueda enseñar el oficio hasta un nivel parecido al mío, porque la señora siempre ha sido conmigo la consideración en persona…

—Lo es —dijo la señora Deverell.

—Me ha dicho, pues, que venga aquí esta tarde. Andar con vacilaciones no cabe en su carácter: «Debes ir ahora mismo», me ha dicho. «Y pregunta a su madre». Bien, ¿qué opinas de aceptar el empleo? ¿Te sientes con vocación para ello?

—¿Yo? —dijo Angel. La pregunta le brotó en un hondo ahogo de asombro.

—Sería estupendo que estuvieras con tía Lottie, y además me consolaría saber que no estás con desconocidos —dijo la señora Deverell.

—No hay vida mejor que esa —insistió tía Lottie con suficiencia.

Angel la miró fijamente.

—¿De verdad te atreves a proponerme que me rebaje a hacer de tonta inútil para una chica que podría perfectamente valerse por sí misma? ¿Que me humille y haga reverencias a una chica de mi edad; que me desviva por ella; que le ponga las medias y que me quede en vela por las noches esperando a que vuelva de divertirse? ¡Debes de estar completamente loca para atreverte siquiera a insinuarme una cosa semejante! Vete y dile a tu maldita señora lo que pienso de su insulto; pregúntale lo que le diría a cualquiera que hablara de forma tan degradante de su propia hija, y dile que algún día se pondrá roja de vergüenza por lo que ha hecho.

Madre y tía permanecieron sentadas y absolutamente inmóviles, como si esperaran a que las fotografiasen; su madre con la cabeza ligeramente ladeada y tía Lottie sonriendo al plato. Cuando Angel acabó de hablar, se hizo el silencio. Tía Lottie se chupó la punta del dedo y lo apretó contra unas migajas de pastel que había en su plato. Tenía un aire de preocupación mezclada con desdén. Se lamió las migajas del dedo y se limpió los labios con un pañuelo de encaje; luego alzó la cabeza, miró hacia el techo y pareció escuchar sus propios pensamientos. El silencio casi desarmó a Angel. Acentuaba su sonoro arrebato. Sintió la tentación de empezar de nuevo, pero se contuvo, pues sabía que tía Lottie esperaba, tenía la esperanza de que se pusiera histérica. Apuró el silencio. Lo rompió su madre, la más aprensiva de las tres.

—Creo que deberías pedir perdón a tu tía —dijo con calma—. Opines lo que opines del asunto, tía Lottie solo te estaba dando el recado. Bajo ningún concepto merecía esa dureza.

Tía Lottie, que seguía sonriendo débilmente, levantó la mano y movió la cabeza con suavidad.

—Nada de disculpas, Emmie. No quiero que se disculpe. —Hablaba con un tono más sosegado que de costumbre: acentuaba así el contraste con el de Angel—. Veo que a lo largo de todos estos años he tenido una idea errónea de mi trabajo. Nunca me pareció deshonroso servir a otras personas. Jamás lo vi desde ese punto de vista. Todos somos siervos de Dios, pensaba. Hice mi trabajo humildemente, y como mi conciencia me dictaba: y me hacía feliz hacerlo. Ahora veo que estaba equivocada. Veo que estaba en un error al no vanagloriarme más, al no darme más aires. —A medida que se entusiasmaba más y más con su sarcasmo, el color iba volviendo a sus mejillas y su compostura empezaba a desmoronarse; y al reavivarse su genio, empezó a temblar. Cayó en repeticiones fieras y en una amarga ironía—. Ya veo que no es la humildad y el desinterés y el trabajo generoso lo que se respeta. Oh, más bien todo lo contrario. Ponerse uno tan alto como sea posible; darse aires de superioridad, por injustificados que estén; ser demasiado importante para levantar la mano en ayuda de nadie, aunque se trate de tu propia madre… eso es lo que ha de respetarse, al parecer… No, por favor, Emmie, déjame continuar. He estado sentada aquí semana tras semana, mordiéndome la lengua; no puedo seguir conteniéndome eternamente… No, yo he cumplido el encargo de la señora, pues sé, yo por lo menos, lo que es debido a mis señores; pero ni por un momento penséis que hice otra cosa que temer las consecuencias.

Ahora volveré y le diré a la señora la verdad: que no quiero ser el instrumento que ponga a su servicio lo que nunca hemos tenido en Paradise House: vanidad, egoísmo, ingratitud. Me temo que tú y yo hemos tirado el dinero, Emmie. Ha habido épocas en las que solíamos sentirnos orgullosas de todo lo que estaba aprendiendo, ignorantes de las semillas que iba sembrando lo que aprendía. ¿De qué sirve el francés, pregunto, si te vas a pasar toda la vida a expensas de tu madre…? No, por favor, Emmie, deja que… siga imitando a la dama. ¡Dama! Procuraré no reírme. —No lo consiguió: un ruido extraño, como un bufido, salió de su garganta—. Me he pasado la vida entre damas y creo poder decir que sé muy bien en qué casos puede usarse esa palabra. Me interesaría ver a dónde conducen todas esas grandes ideas. Me interesaría mucho. Mucho, de verdad.

Había ido demasiado lejos. Cometido el error en que Angel no había caído, no podía parar. Angel, con ademán de triunfo, cogió una rebanada de pan con mantequilla, la dobló y se puso a comerla. Y dio la impresión de que lo hacía solo para pasar el tiempo, no porque tuviera apetito. Había logrado la primacía y las tres lo sabían.

—Vendré a tu casa, Emmie —dijo tía Lottie—. Por ti; vendré como de costumbre; pero jamás volveré a dirigirme a ti mientras viva, Angel Deverell. Y si tú decides dirigirte a mí, prepárate a no obtener respuesta.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gimió la señora Deverell.

—Y lo que es más —siguió tía Lottie, haciendo caso omiso de su amenaza previa—, no esperes conseguir de mí ni un solo penique, sea cual sea su finalidad; ni un solo penique aunque te estés muriendo de hambre en el arroyo. Y cuando yo muera, confío en que aquellos a quienes decida dejar mis pequeños ahorros y mis cuatro baratijas no se sientan demasiado importantes para aceptarlos.

Ante la mención de su propia muerte, se sintió aún más insegura y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Vamos, Lottie, Lottie! —dijo su hermana en tono apaciguador.

—¿Me pasas la mermelada, madre? —preguntó Angel con voz cortés, indiferente.

Después del té, Angel salió de casa. Caminó por las calles sin preguntarse adónde iba. Estoy completamente sola y no hay esperanza, pensó. En su mente proseguía la discusión con su tía; el dolor que sus pensamientos le causaban era por momentos tan intenso, que movía los labios y profería sus balbuceos en voz alta.

Las calles estaban grises y cubiertas de arenilla. Se veía ya luz en las rutilantes cristaleras labradas y esmeriladas de las tabernas, aunque faltaba aún una hora para el anochecer. Junto al teatro de variedades una larga cola aguardaba a que llegara la hora de la primera sesión y se abrieran las puertas del patio de butacas. Angel pasó por delante de la cárcel, de ladrillo rojo azulenco y ventanas como tajos de daga. Apenas sentía curiosidad por ninguna de las vidas que alentaban dentro de estos recintos en los que nunca había estado. Podía perfectamente imaginar —pensó— lo que acontecía en la taberna y en el teatro de variedades y en la cárcel. La experiencia era una especie de sucedáneo de la imaginación; nunca llegaría a ser —estaba segura— ni la mitad de bella, ni la mitad de terrible.

En la parte trasera de la prisión había un pequeño parque y unos jardines públicos. Los niños hacían rodar el aro alrededor del vallado quiosco de música donde tocaba la Temperance Brass Band en los atardeceres dominicales del estío. Unas cuantas personas aligeraban el paso por los senderos de grava, entre árboles y arbustos de hoja perenne batidos por el viento. Los senderos serpeaban hacia una espesura situada en una pequeña colina, en la que se alzaba una gran estatua de un león de hierro fundido, un mojón para indicar las millas. Unos chicos paseaban en torno a él, mirando sus enormes testículos y riendo solapadamente.

¡Esta ciudad odiosa!, pensó Angel. Se sentó en un banco y cerró los ojos. Los chicos la miraron con curiosidad; al marcharse, uno de ellos se dio unos golpecitos en la frente y guiñó un ojo a los demás.

Siguió allí sentada, a solas, y la estatua que se alzaba sobre su cabeza fue oscureciéndose contra el cielo, convirtiéndose en una forma negra y amenazadora a horcajadas sobre las copas de la espesura arbustiva. Encaró y padeció su soledad; apurada la agonía de su anhelo, ahora sentía la necesidad de que alguien se sentara a su lado, de alguien a quien comunicar su amargo desamparo. Y su deseo de recibir la compasión de un semejante fue tan abrumador que creyó que se le encogía el corazón. Contuvo la respiración unos instantes y apretó los labios. Cuando oyó que alguien se acercaba, alzó la vista y vio que el cielo estaba oscuro. Un guarda del parque entró en la espesura gritando: «¡Todo el mundo fuera! ¡Ahora mismo! ¡Fuera!». Angel se levantó precipitadamente, y al pasar rozó al guarda, que dijo: «¿Está usted bien, señorita?». Parecía enferma —pensó—, o que tenía algún problema; o ambas cosas a la vez. Pero Angel no respondió. Casi corrió hacia las puertas del parque, como si al hacerlo pudiera huir de lo que allí había sufrido, como si pudiera dejar el patetismo de su soledad en aquel lugar de la colina, con el león y los polvorientos arbustos perennes y el oscuro cielo.

En las semanas que siguieron recuperó su fortaleza. Tía Lottie seguía visitándola, y sus comentarios se referían a Angel aunque no se dirigía a ella. Angel continuaba con sus escritos en los que nadie más creía.

A principios del verano llegó una carta de Gilbright & Brace. Cuando la leyó, tuvo la deliciosa sensación de ser alzada en vilo, de elevarse hacia el techo; su cuerpo pareció volverse tan ligero como el aire; la dicha le fluía por las venas. Tendió la carta a su madre, que la leyó dos veces: la primera con recelo, con perplejidad la segunda.

—¿Quieren publicarla? —preguntó.

Angel asintió con la cabeza.

—¿Qué quiere decir, treinta libras?

—Lo que dice. Es el anticipo que van a pagarme.

—¿Estás segura? ¡Treinta libras! Ah, ojalá estuviera tu padre para aconsejarme. Ojalá hubiera alguien a quien consultar. Podría preguntarle al doctor, quizás, o al señor Phippin en la iglesia. No vayas a firmar nada, Angel; no hasta que hayamos preguntado. Sabe Dios lo que pueden estar tramando. No puedo remediarlo, pero pienso que lo que pretenden es que seas tú la que pagues, y ¿de dónde creen que voy a sacar yo treinta libras?

—Son ellos los que me pagan —dijo Angel con suma suavidad—. No hay nada de que preocuparse, madre.

Se metió la carta en el bolsillo, pero no despegó los dedos de ella. Se quedó de pie mirando por la ventana. La fea calle, abajo, refulgía como el oro bajo el sol y estaba llena de alborozados ruidos.

—Es un bonito título para un libro, «La señora Irania» —dijo la señora Deverell—. Oh, no sé qué pensar. Tengo unos nervios tremendos, estoy aturdida. ¿Cómo voy a explicárselo a la gente? ¿Qué van a pensar todos? Y si tienes que ir a Londres, como dicen, ¿cómo voy a dejar la tienda para acompañarte?

—No lo harás —dijo Angel—. Iré sola.

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