Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 45

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—¿Es su primera vez?

La chica con grandes ojos pintados a juego con su traje malva tecleó mi DNI en el ordenador y me dedicó una sonrisa desde el mostrador de recepción. No pude detectar en su mirada el más mínimo juicio o siquiera curiosidad por el hecho de que la mujer que tenía delante llevara una extraña máscara transparente cubriéndole parte del rostro, en el cual además se podían entrever contusiones y heridas de diversa consideración. Supongo que estaba entrenada para aparcar sus opiniones y limitarse a dar la bienvenida a cualquiera que trajera la documentación en regla y la apariencia de tener una cartera bien provista.

—Sí, mi primera vez —respondí.

—Gracias —dijo extendiendo delante de mí un papel impreso con mi nombre y una serie de condiciones sobre el uso de datos personales y otras generalidades—. Tiene que firmar aquí, por favor.

Firmé sin quitarle ojo. A continuación Ginés Iglesias siguió el mismo protocolo. Y pagamos los tres euros de la entrada cada uno.

Alfredo Friman no firmó nada, ni siquiera entregó su documentación, pasó directamente una tarjeta por un lector óptico y atravesó una gran puerta dorada de espejos. Nosotros dos lo seguimos sin rechistar.

Entramos en un vestíbulo con largos bancos rojos y más espejos que a su vez daba a dos salas diferentes, ambas enormes y con una gran cantidad de personas deambulando.

—A la izquierda, la sala de ruleta, bacarrá y el restaurante francés —anunció el Argentino—. A la derecha,

black jack, tragaperras, apuestas deportivas y por supuesto la jaula.

—¿Qué es la jaula? —pregunté con los ojos muy abiertos, como una niña que visitara un parque de atracciones.

Nuestro interlocutor hizo un gesto de fastidio. Se llevó las manos a la cabeza y se recolocó el peluquín, estuve tentada de decirle que aquel gesto no le convenía, si ya de por sí era algo anacrónico llevar una mata de pelo postiza, era casi peor andar tocándosela en público.

Friman me había propuesto por teléfono que lo acompañara al casino de Robredo, tenía que hacer allí una gestión con un jugador que conocía muy bien a Ale, y tal vez podía interesarme conocerlo. Tras mi sorpresa inicial, até cabos y decidí que no era una mala opción, aunque no sacara nada en claro del supuesto conocido de mi hermano, aquella visita podía ser provechosa. El casino estaba a treinta y pocos kilómetros del polígono Valdesol. Ya había hecho una visita matinal acompañada de agentes de la Policía, pero nunca había estado allí rodeada de verdaderos jugadores en pleno apogeo nocturno. Además, conseguí convencer al fiscal de que se apuntara a la excursión; supongo que después de lo que habíamos oído en la terapia, a él también le picó la curiosidad.

—¿Por qué quieres ayudarme? —le pregunté al Argentino por teléfono.

—Porque, a pesar de que no me creas, apreciaba a tu hermano —dijo Friman—, y porque las apariencias engañan, soy buena persona.

Evidentemente, no le creí. Aun así, decidí arriesgarme. Tal vez me estaba metiendo en la boca del lobo. Ya he admitido que una de mis grandes especialidades consiste en hacer cosas que se pueden volver en mi contra.

Allí estábamos, atravesando el vestíbulo del casino, un trío que sin duda no pasaba inadvertido: uno de los fiscales más veteranos del Estado, un hombre que conocía a todo el mundo en aquel local (según Eme, no solo era corredor de apuestas, casero de la partida más antigua y lucrativa de la ciudad y ludópata compulsivo, sino que también era la persona que más sabía del juego en España) y una abogada venida a menos a la que habían partido la cara.

—La llaman la jaula porque están rodeados de una especie de tubos metálicos, jugando a la vista de todos como si fueran monos en un zoo —murmuró Friman—. Es la célebre

poker room de Robredo, ya habréis oído hablar de ella, es una de las más grandes de Europa. Luego nos acercamos, está al fondo.

—Creía que se jugaba al póquer en una sala privada —dije.

—Esa sala solo es para las partidas de alto nivel, o sea, en las que hay mucha pasta —explicó—. No la abren todos los días y no se puede entrar si no es con invitación, tal vez hoy tengáis suerte, no lo sé, ahora preguntamos.

—Estuve en el casino de Santander hace años —intervino el fiscal—, no se parece en nada a esto, era un palacete señorial con unas pocas mesas y un aire muy distinguido.

—Ya, bueno —dijo Friman—, esto cada vez es más parecido al estilo informal tipo Las Vegas y todo ese rollo. Antes había unas normas muy estrictas de etiqueta para entrar y otras zarandajas parecidas, ahora prácticamente puedes entrar en chanclas si traes dinero fresco. Lo único que les importa son tus billetes, no el aspecto que tienes. Por supuesto, todavía quedan algunos trajes de noche, como podéis ver, pero cada vez menos.

Dimos una vuelta por la zona de la ruleta buscando al jugador que había quedado con Friman y que supuestamente conocía muy bien a Ale. Varios de los presentes, incluyendo algunos empleados, saludaron al Argentino, que daba la impresión de estar como en casa, lo cual no dejaba de sorprenderme teniendo en cuenta que su negocio era competencia ilegal del propio casino.

—Me dan algún susto de vez en cuando, digamos que mantenemos un delicado equilibrio —explicó—: a cambio de que no aprieten demasiado, yo me sigo dejando caer por aquí alguna noche y les traigo algún pez gordo para que se relajen.

Los jugadores rodeaban las mesas de pie y colocaban fichas de distinto tamaño y color sobre el tablero, apostando con mucha seriedad, casi empujándose los unos a los otros, sin ápice de aparente diversión. Era como si aquella actividad fuera una obligación para ellos, no un entretenimiento lúdico. Me llamó la atención la cantidad de orientales que había en las mesas.

—Son chinos sobre todo —dijo Friman—, manejan mucho dinero negro y les encanta jugar, atizan que da gusto.

Después pasamos por el bacarrá, también conocido como «el punto y banca». A diferencia de la ruleta, allí los jugadores estaban sentados y apuntaban en una especie de cartón las cartas que iban saliendo, eso creo.

—¿No se puede apostar directamente con dinero? ¿Hay que cambiar antes en la caja? —pregunté.

—Los jugadores pueden comprar fichas en las cajas o bien en las mesas, lo que prefieran, no hay ningún problema, se lo ponen muy fácil —indicó señalando a uno de los crupieres que en ese instante estaba contando billetes de doscientos euros (sí, de doscientos), que le había entregado una señora mayor en un enorme fajo, y cambiándolos por fichas negras—. Es la base del asunto, al tener fichas y no dinero real en las manos, la gente apuesta con más alegría, supongo que hay muchos estudios sobre esas chorradas, no tengo ni idea. Por supuesto, también influye que así tienen mayor control sobre las entradas y salidas de

cash, para cambiar las fichas otra vez por dinero tienes que entregar la documentación, todo está registrado, especialmente si alguien gana una gran cantidad. De esa forma Hacienda también se lleva su parte. Aquí todos ganan un buen pellizco, el casino, las arcas públicas, la Comunidad Autónoma, todos excepto los jugadores, por supuesto. La única verdad inalienable es esta: la casa gana, el jugador pierde. No hay más vuelta de hoja.

—Pero alguna vez se puede ganar —terció Ginés—, puedes tener una noche de suerte y embolsarte un dinerito.

—Claro, en eso consiste la cosa —admitió Friman—, en que los jugadores crean que pueden ganar. Te lo dice alguien que ha pasado muchas noches en vela apostando en estas mismas mesas, y que sigue jugando. Para un novato, lo peor que le puede ocurrir es ganar, esa será su perdición. Se creerá que puede volver a pasarle. Y el recuerdo de esa sensación lo perseguirá cada vez que pierda, algo que sucederá nueve de cada diez veces que juegue, aparecerá en su mente esa adrenalina que sintió cuando ganó y entrará en un bucle que no tiene fin: ya no jugará para ganar, jugará para recuperar lo que ha perdido, y así hasta el infinito. Está todo perfectamente diseñado para que les des tu dinero y encima creas que ha sido una mala racha, o que has tenido mala fortuna. Nada de eso. Los casinos y todas las empresas de juego del mundo existen única y exclusivamente porque los jugadores no pueden ganar a largo plazo. Tan simple como eso.

—Para alguien que vive del juego, no hablas muy bien del mundillo, que se diga —le solté—, me parece extraño…

—No te equivoques —me cortó el Argentino—, a todos los que apuestan conmigo se lo recuerdo a diario: no juegues si puedes evitarlo, no lo hagas. No soy ninguna hermanita de la caridad, pero no me gusta engañar a la gente, no lo necesito, a estas alturas de mi vida me da exactamente igual lo que piensen los demás, me gusta vestirme por los pies y sentirme cómodo con lo que hago. Cobro unas tasas y unas cuotas justas a mis clientes y les advierto lo que hay; después ellos deciden. Para ser sincero, es cierto que en la mayoría de los casos lo que deciden es seguir apostando, y en ese caso van a estar mejor conmigo que en manos de estos cabrones, por ejemplo.

Resultaba convincente, incluso parecía que realmente se preocupaba por los demás. Recordé algo que me había dicho Brandariz y que se me había grabado: todos los jugadores mienten. Sin excepción. Y Friman, por supuesto, era ante todo un jugador. No podía bajar la guardia.

Me fijé en la señora que había cambiado los billetes de doscientos. Puso todas las fichas negras sobre una de las casillas, apiladas unas encima de otras. Por los billetes que le había visto cambiar, era una apuesta de más de diez mil euros. Temí por ella, quise decirle algo, «Retire ese dinero de ahí, mujer», quizá empujarla y cogerle las fichas. El crupier repartió cartas, sacándolas de una base metálica en cuyo interior estaba la baraja completa, y que al parecer se llamaba «sabot». Ella les dio la vuelta a un seis y a un as.

—El punto, siete —cantó el crupier.

Un tipo delgaducho al final de la mesa levantó otras dos cartas: un nueve y un rey.

—La banca, nueve —dijo el crupier seguido de un ligero murmullo entre los presentes—. La banca gana.

Sin más, retiró todas las fichas negras de la mujer y las arrojó por un agujero que había en la mesa. Ya está. En veinte segundos se acabó. Había perdido más de diez mil euros en una sola mano. La mujer torció la boca, no emitió ni un solo sonido. Estaba claro que no era la primera ni la última vez que le sucedía. Abrió la cremallera del bolso y sacó otro fajo de billetes que puso sobre la mesa como si tal cosa. Quizá tenía una máquina de fabricar billetes de doscientos, o quizá esa noche había decidido jugarse el todo por el todo, o puede incluso que fuera su rutina, no tenía ni idea, pero me pareció tan obsceno que preferí no seguir mirando. De pronto tuve conciencia de la cantidad de dinero que todas aquellas personas que nos rodeaban se estaban jugando en ese preciso segundo, al mismo tiempo, sin ningún sentido, sin ningún objetivo, sin ningún pudor. He hecho muchas cosas en mi vida difíciles de explicar, no soy una puritana precisamente, pero prometo que aquello me conmovió, me turbó hasta el punto de tener que apartar la vista.

—Perdone que le pregunte, Friman —dijo Ginés—, ¿por qué sigue jugando usted mismo si sabe que va a perder?

—No sé muy bien qué decirle —exclamó dejando entrever algo parecido a una mueca de asco—, pero la pregunta creo que debería ser al revés: ¿qué otra cosa podría hacer un tipo como yo si dejara de jugar?

Abandonamos las ruletas y entramos en la sala del

black jack. Había aún más gente en esta área, la parte central estaba distribuida en unas treinta mesas con taburetes formando un semicírculo. En cada mesa había lugar para siete jugadores, que debían pedir cartas hasta acercarse lo más posible a veintiuno, sin pasarse, como las siete y media pero con baraja francesa. Para una profana en la materia como yo, podría decirse que todos los juegos eran similares, me daba igual que hubiera una bolita saltando de un número a otro, o bien cartas saliendo de un cacharro mecánico, el propósito era siempre el mismo: jugarse el dinero.

Más adelante, cerca de la caja principal, estaban las tragaperras, ordenadas en diversas filas, emitiendo sus característicos sonidos y unas músicas incesantes y repetitivas que te machacaban sin cesar. Eran casi iguales que las de los bares, quizá un poco más grandes, la principal diferencia eran unos enormes paneles luminosos sobre ellas que anunciaban los premios a los que podías optar, extra jackpot especial de cinco mil, cosas así. Y todo por el módico precio de un euro. En las máquinas, los jugadores portaban unos recipientes de plástico repletos de pequeñas fichas que iban introduciendo en las ranuras una detrás de otra de forma compulsiva.

—Incluso las máquinas tienen su propio código —dijo Friman—. Los hay a quienes les pirra estudiar sus variables. Yo personalmente considero que, si se elimina el factor humano del juego, pierde su gracia. He visto a la gente pelearse por una de estas tragaperras cuando está caliente, es decir, cuando está a punto de escupir un premio gordo.

—¿Suele haber disputas entre los jugadores? —preguntó Ginés—. Antes en la ruleta he visto por ejemplo que varias personas apostaban fichas idénticas en el mismo número, ¿cómo puede saberse con seguridad de quién es cada una?

—Hay altercados a diario —respondió nuestro particular

sherpa—, pero no suelen ir a mayores. Aunque no nos demos cuenta, hay supervisores y empleados de seguridad cada pocos metros, mezclados entre los jugadores. Por no hablar de las cámaras, las hay a cientos, por todas partes, grabando todos nuestros movimientos; en especial enfocan las mesas de juego, es frecuente que alguien pida la revisión de tal o cual jugada para asegurarse a quién corresponde una ficha, o si la apuesta se ha producido de forma reglamentaria. Sería imposible controlar todo esto sin las cámaras.

De forma instintiva, tanto el fiscal como yo levantamos el cuello hacia el techo, había algunas cámaras a la vista, pero por lo que decía Friman debía haber muchísimas más ocultas tras los focos o los espejos.

—Hola, Fliman —soltó una voz.

Bajamos la vista y vimos a un oriental grueso de mediana edad, vestido de negro, sonriendo al Argentino con toda amabilidad y haciéndole un gesto con la mano. Lo seguían dos preciosas chicas orientales mucho más jóvenes que él. La comitiva se detuvo delante de nosotros.

—Hola —respondió Friman mirando al oriental—, ¿has visto a Perelló? Habíamos quedado esta noche. Me debe mucho dinero.

—Perelló irse y no jugar nunca más.

El Argentino pareció haber recibido una descarga, su cara era todo un poema. Se alejó con el oriental unos metros y mantuvieron una conversación agria, sin subir el tono pero con evidente tensión. Ginés y yo nos quedamos en silencio frente a las dos chicas, que no dejaban de sonreír. Era una situación incómoda.

Después de una charla entrecortada y no demasiado larga, Friman señaló al oriental con el dedo índice, al cual no pareció gustarle mucho aquel gesto acusador. Exclamó algo que no entendí y se alejó de allí dando pasos cortos y rápidos. De inmediato, las dos chicas salieron disparadas detrás de él.

El fiscal y yo nos miramos. Friman se quedó un instante recomponiéndose, sin moverse, mascullando, aunque algo me decía que se tratase de lo que se tratase, no era la primera vez que se encontraba en una situación semejante. Ante nuestra mirada de curiosidad, pegó un bufido y nos aclaró con toda naturalidad:

—Perelló ha volado.

—¿Quién es Perelló? —pregunté.

—El cabrón que conocía a tu hermano y que me debe más de veinte mil —exclamó—. Se suponía que esta noche iba a estar aquí con el dinero, y ahora resulta que se ha retirado.

—¿Qué significa eso?

—Significa que no va a volver a jugar, o al menos eso le ha dicho al chino. Significa que me va a costar la hostia recuperar mi dinero, si es que lo consigo. Significa que hay una ley no escrita que viene a decir que cuando un jugador se retira, sus deudas quedan aplazadas hasta que regrese a las mesas. Seguro que el muy gilipollas volverá, pero hasta entonces puedo olvidarme del dinero, joder.

—¿Es usted prestamista? —preguntó Ginés asombrado—. Eso es ilegal, me temo.

Ahora Friman lo miró como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar.

—No me ofenda, señor fiscal, yo no me dedico a la usura, soy un respetable hombre de negocios que solo muy de vez en cuando presta dinero a buenos amigos, eso es todo —respondió con una expresiva mueca—. En este casino hay al menos cuatro prestamistas oficiales que yo conozca, incluyendo al chino Yuan que acabáis de conocer. Los responsables hacen la vista gorda, son los principales interesados en que el dinero se mueva. El casino solo da crédito a clientes especiales, así que los necesitan para que les hagan el trabajo sucio. Yuan por ejemplo lleva aquí más de veinte años, es un veterano. Pero no me confunda a mí con uno de esos tipejos, no tengo nada que ver.

—Si necesito tres o cuatro mil euros para jugar —dije tratando de entender—, ¿me acerco a Yuan y se los pido sin más?

—No es tan sencillo. Si no te conoce de nada, no te los dará. A no ser que alguien de su confianza te avale. No se firma nada. Os dais un apretón de manos y se los devuelves en el plazo acordado con intereses. Creo que Yuan está cobrando un diez por ciento cada quince días, los hay peores.

—Eso es una barbaridad —insistió el fiscal—, ¿y todo en negro?

—Por supuesto —respondió Friman—, ya he dicho que no hay papeles de por medio, solo un apretón de manos.

—¿Y si no le devuelvo el dinero? —continué.

—Siempre se devuelve, salvo contadísimos casos —zanjó el Argentino—, como el de Perelló precisamente. A Yuan también le debía unos cuantos miles, mucho menos que a mí. Por eso discutíamos, parece que ayer le pagó su parte de la deuda, y a mí en cambio no me ha dado ni un euro. Tenía que traerme casi todo esta noche.

—¿Y qué vas a hacer? —pregunté preocupada.

Alfredo Friman se dio cuenta de que lo estábamos mirando expectantes ante su posible respuesta.

—No voy a hacer nada. Vosotros os quedáis sin conocer a Perelló. Y yo me quedo sin mi dinero. Mala suerte. Perdonad, pero me están entrando ganas de echar unas manitas, ¿queréis conocer la famosa

poker room?

Me daba que detrás de cada cosa que decía Friman había otras tantas que ocultaba. Tal vez no pensaba quedarse de brazos cruzados ante una deuda no cobrada. Puede incluso que la llamada que me había hecho ofreciéndose amablemente a presentarme a un conocido de Ale fuera una excusa para tener un testigo (o dos) en el supuesto careo que pensaba tener con el tal Perelló. Era imposible saber qué lo movía. En cualquier caso, la visita guiada por el casino estaba resultando de lo más instructiva.

Por fin entramos en la

poker room. Nada más cruzar la puerta daba la sensación de que era un microcosmos propio dentro del casino. Tenía otro tipo de iluminación, más azulada, y sonaba una música diferente, envolvente. Era una sala ovalada, con fotografías gigantescas en blanco y negro en las paredes, primeros planos de supuestos grandes jugadores de todos los tiempos, nombres como Phil Ivey, Daniel Negreanu, Johnny Chan, Carlos Mortensen, Phill Hellmuth, que al parecer eran genios del póquer y que a mí no me decían nada. Había multitud de pequeñas luces repartidas bajo el suelo acristalado, dándole a todo un aspecto fantasmal. Entendí lo de la jaula a primera vista. Las mesas estaban delimitadas por unas barras doradas horizontales y verticales, una estructura metálica que llegaba casi hasta el techo separando a los jugadores de los mirones.

—¡Alfredo, cuánto tiempo!, ya te echábamos de menos —saludó un empleado del casino, con traje y corbata, el pelo recién cortado y un abundante mostacho.

Lo reconocí en cuanto lo vi, estaba en el dosier de la querella y ya había hecho una primera declaración en el juzgado mientras yo estaba en el hospital.

—Morenilla —respondió Friman apretando la mano del susodicho—, dicen que muy pronto vas a ser el puto jefe, director del casino de Robredo ni más ni menos.

Desde la muerte de Menéndez Pons, el puesto había quedado vacante y sin cubrir, no me extrañaba que un hombre de la casa como Morenilla lo ocupara, entraba dentro de lo normal.

—Se dicen muchas cosas —respondió él—, no hagas caso. ¿Puedo hacer algo por vosotros, invitaros a una copa?

Friman cruzó una mirada con nosotros dos, que permanecíamos a la expectativa, no nos habíamos presentado. Ese hombre era un testigo de primer orden en el caso, y tanto el fiscal como yo lo sabíamos; es verdad que estábamos en un lugar público, pero debíamos tener cuidado con cualquier cosa que dijéramos. Supongo que lo más prudente era mantenernos en silencio.

—¿Hay partida buena hoy en la sala privada? —le preguntó el Argentino.

Morenilla dudó, nos escrutó como si le resultásemos familiares, pero sin terminar de ubicarnos. Quizá Ginés tampoco había estado el día que testificó, era habitual que dejara muchos de los trámites en manos de su ayudante, la eficaz y callada Adela, sin duda una fiscal con un brillante futuro dada su facilidad para pasar desapercibida.

—Se está montando una partida interesante —contestó—, han venido un par de futbolistas. En un rato te aviso. Mientras, estáis invitados a tomar lo que queráis.

—Muchas gracias.

Morenilla le hizo un gesto a un camarero para que nos atendiera y luego se perdió entre el mar de jugadores, hablando por un enorme teléfono móvil que llevaba prendido de su cinturón.

—Por vuestras miradas, veo que sabéis quién es —soltó Friman.

—Sin comentarios —dije por toda respuesta.

Friman entendió y no preguntó más.

La tipología de los jugadores era distinta en esa sala. La inmensa mayoría eran hombres (apenas conseguí localizar a tres o cuatro jugadoras) y ligeramente más jóvenes de los que podían encontrarse en la ruleta o el

black jack. Su indumentaria también era más informal. Algunos llevaban cascos con música, gorras e incluso gafas de sol.

—Se creen que así pueden tirarse un farol sin que los descubran —dijo Friman—. Cuando veo a uno de esos mocosos con gafas oscuras y dándose importancia, me pongo malo.

—¿A qué hora se abren las mesas de juego? —pregunté.

—El horario de apertura es de tres de la tarde a seis de la madrugada, quince horas para jugar y nueve para dormir, hay algunos que prácticamente viven aquí dentro. Yo mismo, sin ir más lejos, tuve mi época en la que venía a diario.

—¿Hay personas que vienen todos los días? —preguntó Ginés asombrado.

El Argentino asintió fatigado.

—Por resumir, hay dos tipos de jugadores. Los recreacionales y los profesionales. Los recreacionales son los que tienen su propio trabajo aparte y juegan por aparente diversión; dentro de estos por supuesto hay una amplia variedad, están los ocasionales, que solo juegan muy de vez en cuando, y también los que están enfermos y no pueden pasar ni un día sin jugar. Todos ellos tienen en común que pierden sin excepción. Los profesionales son los que han convertido el juego en su trabajo y viven, o malviven, de él, no realizan ninguna otra actividad; son buscavidas de la peor especie, se saben todos los trucos, se mueven de una partida a otra buscando incautos a los que sacarles la pasta, son mentirosos, tramposos, gentuza que vendería a su madre por una ficha. Evidentemente, yo pertenezco a esta segunda clase.

—Bonito panorama —comentó Ginés.

Era la primera vez que le escuchaba dar una opinión al fiscal, por escueta que fuera, sobre algo. Tal vez era un avance, puede que aquella jornada estuviera surtiendo su efecto después de todo.

—En ocasiones, los recreacionales le dedican tal cantidad de horas al juego que pretenden convertirse en profesionales, incluso se autoconvencen de que lo son. Bobadas. Los recreacionales no pueden convertirse en otra cosa, son unos pichones que están ahí para que un profesional los desplume. Es el ciclo de la vida. Algo natural y hasta hermoso si lo pensamos bien. Unos se alimentan de los otros, el pez grande se come al chico y todo eso. En mi larga vida he visto muchas cosas, pero solo una vez conocí a un jugador recreacional que terminó convirtiéndose en profesional, Alejandro Tramel.

La mención de mi hermano me provocó un estado máximo de alerta: los ruidos de las fichas chocando contra los tapetes, de las cartas saliendo de los sabots, los murmullos, la música, todo desapareció.

—Tenía un talento descomunal —dijo—, aprendió en un mes lo que otros tardan años en comprender. Sabía leer lo que ocurría en una mesa de juego como nadie. Era rápido, instintivo, calculaba y recalculaba sus opciones mentales al tiempo que hablaba de cualquier otra cosa para sacar información a sus rivales, era encantador. Tenía buen perder, no era uno de esos cobardes que intentan aprovecharse de los débiles, le gustaba enfrentarse a los peces grandes.

—Hay algo que se me escapa —se apresuró a decir el fiscal—. Si era un profesional, y encima tan bueno como usted dice, ¿por qué se arruinó?

—No he dicho que todos los profesionales ganen, ni mucho menos —respondió con pasmosa seguridad—. En realidad, yo diría que solo un diez por ciento lo consiguen, los más fríos y disciplinados, dos cualidades que Alejandro no poseía. Tienen delante de ustedes a un profesional que ha perdido millones, sin exagerar. A mí lo único que me salva es que soy un chanchullero y gano con la mano izquierda lo que pierdo con la derecha, eso es todo.

Me gustaba la forma en la que hablaba de sí mismo ese hombre, no le confiaría un secreto, ni mucho menos mi cuenta corriente, pero algo me producía buenas vibraciones en él, a pesar de su peluquín y sus antecedentes. La posibilidad de que estuviera detrás del incidente se fue disipando a medida que le escuchaba.

—Además Alejandro estaba enfermo, le había picado el bicho, al igual que a mí —argumentó Friman.

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