Ana

Ana


Tercera parte. Fantasmas del pasado » 47

Página 52 de 101

47

El eco de nuestros pasos rebotaba sobre la calle y volvía amplificado. El reloj de la plaza de la Trinidad marcaba las cinco y cuarenta minutos de la madrugada. El lugar estaba prácticamente desierto, apenas se veía algún trasnochador impenitente (de los que por desgracia cada vez hay menos en Madrid a diario), o lo que es peor, algún madrugador saliendo de un portal; incluso pude distinguir a lo lejos a dos chicas con mallas y zapatillas deportivas que se disponían a hacer footing. El asfalto de la calzada estaba mojado, el camión del Ayuntamiento habría pasado unos minutos antes. Escuchamos a lo lejos una sirena, y los ladridos de un perro.

El teniente y yo cruzamos en dirección a mi portal. Le había pedido que me trajera de vuelta, no quería dormir en su casa, al día siguiente tenía mucho trabajo. Aún podía sentir en mi cuerpo las huellas de Moncada, no me gusta ir por ahí alardeando, pero la verdad es que habíamos dejado el listón muy alto, había sido una completísima sesión de sexo del bueno, de ese que te sorprende y que te transporta y que te hace preguntarte por qué pierdes el tiempo realizando cualquier otra actividad. El teniente se había comportado como un verdadero cerdo primero, y como un caballero después, una mezcla extraordinaria, preocupándose de que los dos disfrutásemos. Al finalizar, sin prisa alguna, me había acercado a Madrid con diligencia, e incluso había aparcado unos metros abajo para acompañarme hasta el mismo portal.

El sonido de mi bastón al apoyarse sobre el pavimento provocaba un ruido que podía oírse por toda la plaza. Sin dejar de caminar, Moncada me dijo:

—Nos están siguiendo.

Instintivamente apreté con fuerza la empuñadura de marfil e hice ademán de volverme, pero el teniente se apresuró a corregirme.

—No mires. Desde que hemos bajado del coche, alguien viene detrás de nosotros. Es posible que te estuviera esperando.

—Joder.

¿No habían tenido suficiente con lo del garaje? ¿Me iban a continuar apaleando hasta que entendiera el mensaje, si es que había alguno? La primera imagen que me vino a la cabeza fue la de Felipe, podía imaginármelo merodeando en mitad de la noche por mi edificio, ahora vivía solo, y no tenía que dar explicaciones a nadie. Reconozco que me sentí reconfortada de que Moncada estuviera a mi lado, no estaba preparada para recibir otra paliza como la de Navidad.

—¿Qué hacemos? —pregunté.

—Aminora el paso y sigue caminando como si nada.

—¿No deberíamos acelerar?

—Quiero que el cabrón esté más cerca, al doblar la esquina intentaré pillarlo desprevenido.

Continuamos el paseo, por llamarlo de algún modo, con la tensión en el rostro. Me concentré tratando de escuchar algo a mi espalda, pero nada, solo nuestros propios pasos y el ruido del bastón, que estaba dispuesta a usar si era necesario. Estábamos a punto de llegar a la fachada de mi bloque, apenas unos metros y doblaríamos la esquina.

—Al girar, no te detengas —murmuró el teniente—. Tiene que creer que seguimos adelante, yo me encargo.

—¿Le vas a hacer daño?

—Es muy posible.

Moncada iba por el interior del chaflán; nada más doblar, se detuvo y se pegó al muro del edificio, escondido en parte junto a la valla metálica de una perfumería que llevaba allí desde que yo podía recordar. Se quedó parado, esperando a nuestro perseguidor, mientras yo continué caminando, haciendo si cabe más ruido con los tacones, no me gustaba servir de cebo, pero no veía otra alternativa. Decidí confiar en que en pocos segundos todo se habría resuelto, y puede que pilláramos al desgraciado que me había propinado la paliza. El corazón se aceleró al mismo tiempo que mis músculos se contrajeron. Otro paso con la mirada al frente. Y otro más. El tiempo avanzaba muy despacio, no sabía si volverme, si seguir avanzando, no sabía qué demonios hacer. Tal vez nuestro perseguidor se había dado cuenta y se había esfumado, tal vez era él quien había sorprendido al teniente, tal vez iba armado. Otro paso más.

Escuché un golpe y a continuación un grito. Me di la vuelta rápidamente y pude ver a Moncada empujando y golpeando con violencia a alguien contra la valla, lo tenía cogido del cuello y estampaba su cabeza contra el metal. El extraño ni siquiera trataba de defenderse, únicamente parecía intentar respirar, emitía unos gritos ahogados, quejumbrosos.

—¿Qué hacías, pedazo de cabrón? ¿Te gusta seguir a las mujeres? ¿Te gusta pegarles? —le preguntaba Moncada golpeando su cabeza contra la valla una y otra vez, y apretando los dedos alrededor de su cuello, que parecía cada vez más inflamado, como si le fueran a explotar las venas.

No estaba segura de si debía intervenir. Tras la conmoción inicial, me acerqué, pude ver que la sangre cubría el rostro del hombre.

—Para, es suficiente —dije.

El teniente no me escuchó, estaba lanzado, empujó al tipo contra el suelo y le asestó una brutal patada en el rostro. Un pequeño reguero de sangre resbaló sobre la calzada.

—¡Moncada, para, lo vas a matar! —exclamé.

Ahora sí, cruzó una mirada conmigo y se detuvo. Después se volvió de nuevo hacia el hombre, que permanecía en el suelo, con las manos sobre la cara, temblando, emitiendo una especie de quejido. Me fijé en él, no era Felipe, desde luego, era un chico mucho más joven y mucho más delgado. Llevaba unos vaqueros, una camiseta y una cazadora. Me dio la impresión de que estaba llorando.

—Vas a tener que explicar unas cuantas cosas en comisaría, chaval —le dijo el teniente—. Hay que ser cabrón…

Y sin más, le dio otra patada en el estómago. Di un paso y agarré a Moncada de un brazo.

—Ya está bien —murmuré.

—No, no está bien —respondió—, podrías ser tú la que estuvieras ahora mismo en el suelo desangrándote, joder.

La ira con la que le había golpeado y con la que hablaba me asustó. Conocía muy bien ese tipo de explosiones, las había vivido con Ramiro muchos años atrás. Entiendo que por su trabajo los policías viven con la violencia de manera cotidiana, y que además en este caso había actuado en defensa propia (o en defensa mía, para ser más exacta), pero aun así algo irracional y primitivo en su comportamiento me echaba para atrás. Al golpear al chico en el suelo, había vislumbrado durante un instante la pistola de Moncada asomar bajo la chaqueta, si las cosas se ponían feas estaba claro que la sacaría sin dudarlo, se le veía en la mirada que no se andaría con contemplaciones. Me pregunté cuántas veces habría usado su arma, si habría disparado a alguien, si habría matado a otro ser humano, qué habría sentido al hacerlo.

—¿Algún problema? —preguntó un conductor desde el interior de un taxi, que se había detenido unos metros más allá, junto al semáforo, y que contemplaba la escena con preocupación, pero sin atreverse a bajar del coche, ni siquiera a apagar el motor.

—Todo en orden, gracias —dijo Moncada mostrando su placa—, guardia civil.

El taxista hizo un gesto y se alejó. El chico se revolvió en el suelo, emitiendo un nuevo quejido.

—¿Te suena de algo? —me preguntó el teniente señalándolo.

—Creo que no —dije tratando de reconocerlo.

Lo miré con desazón, no era más que un crío, enclenque, asustado, inofensivo a primera vista.

—¿Estás bien? —le pregunté.

El chico levantó la vista, apoyó una mano con dificultad y se incorporó, dejando ver al fin su rostro. Escupió una mezcla de sangre y bilis. En ese momento lo reconocí, di un paso atrás.

—¿Qué coño estás haciendo aquí? —pregunté.

—¿Lo conoces? —dijo sorprendido Moncada.

—Lo he conocido esta tarde en una terapia para jugadores, ni siquiera sé cómo se llama —expliqué.

Era el chico delgado y con granos que había contado la historia de su cumpleaños en la reunión de Alma.

—Me ha partido la nariz el muy hijoputa —dijo a punto de llorar.

—Ten cuidado con ese vocabulario si no quieres que te la vuelva a romper —respondió el teniente.

El chico tenía el tabique nasal inflamado, sangre acumulada y el cuello completamente rojo, tal vez incluso morado. Moncada le dio su pañuelo.

—Tapona la herida —ordenó—. Y explícame por qué nos seguías.

—No os seguía, joder —protestó cogiendo a regañadientes el pañuelo del teniente y aplicándoselo sobre la nariz. Me miró como si yo pudiera entender lo que había ocurrido—. Después de verte en la sesión de hoy, busqué tu nombre en la guía y esperé a que vinieras para hablar de tu hermano.

—¿Conocías a Ale? —pregunté.

—Claro que lo conocía —respondió, dando por hecho que era evidente—. Me ayudó cantidad el año pasado, hablábamos mucho, un día incluso me prestó seiscientos euros que había robado a mis padres para cubrirme. Fue uno de los pocos que se preocupó por mí de verdad. Contaba muchas cosas de ti, estaba muy orgulloso de su hermana, y muy jodido también, decía que la había cagado y que por eso ahora no le hablabas.

Así era mi hermano, debía una fortuna que no podría pagar en su vida, pero iba prestando dinero por ahí, no supe si compadecerme o sentir furia, siempre había canalizado mal sus energías, siempre había tomado decisiones erróneas, una detrás de otra, y sin embargo la gente lo adoraba.

—¿Qué querías decirme? —le pregunté.

—En la asociación se rumorea que necesitas testigos contra el casino —musitó convencido, apoyando el pañuelo contra la nariz—. Yo puedo declarar, sé muchas cosas, puedo contar todo lo que le hacían, cómo presionaban a Alejandro, yo hablaba con él casi a diario, escuché muchas cosas.

No sé si aquel chico sería un testigo que podría utilizar, pero en cualquier caso se agradecía que alguien estuviera tan dispuesto, para variar.

—Todo esto es muy tierno y muy interesante —intervino Moncada—, pero sigo sin entender qué haces a estas horas en la calle y siguiéndonos como un vulgar delincuente, ¿no podías esperar a mañana?

—Pues no podía, tío listo —dijo el chico—, porque está todo ese rollo de la confidencialidad y se supone que no podemos contar nada de lo que pasa en la asociación, ni de lo que hablamos entre nosotros. A mí me da lo mismo, estoy decidido a saltármelo, pero no quería que nadie me viera, por eso he venido de noche, estaba esperando ahí en ese banco. Os he visto llegar y me he asustado, no sabía quién eras tú, no me gustaba la pinta que tenías y no sabía qué hacer.

—Que no le gusta mi pinta, dice el muy gilipollas —espetó el teniente.

—Y para continuar, me he escapado de casa, no sabía adónde ir —dijo el chico.

—¿Cómo que te has escapado de casa? —pregunté.

—No es que me haya escapado, simplemente he cogido la puerta y me he largado —dijo de mal humor—. He discutido con mis viejos, sobre todo con mi padre, no entiende nada.

—¿Cuándo ha ocurrido eso?

—Después de la sesión, durante la cena —continuó—. Les he explicado que estuve en el casino el otro día pero que no jugué, y mi padre se lo ha tomado fatal, yo creo que se avergüenza de mí, dice que lo mío con el juego no es una enfermedad, es solo que soy imbécil y por eso he perdido tanta pasta, y que la voy a seguir perdiendo, y que él no está dispuesto a seguir pagando por mi culpa, que ya me puedo espabilar ahora que soy mayor de edad. Puede que tenga razón, pero no me gusta que me grite, así que he dado un portazo y me he ido, no pienso volver.

—¿Qué ha pasado después?

—He llamado a mi colega Josete, me ha dicho que no me podía quedar en su casa, que no estaba el horno para bollos. Luego he llamado a los de Alma, y después de un buen rato el psicólogo de guardia me ha terminado diciendo que regresara a mi casa e intentara hablar con mis padres con tranquilidad. Si te digo la verdad, he pensado hacerle caso más que nada por mi madre, que me ha dejado un millón de mensajes y de llamadas perdidas, pero no lo tenía muy claro, así que he estado dando una vuelta por ahí y se me ha ocurrido que podía hablar contigo. Por eso me he quedado esperando en la plaza. Si soy un testigo protegido y todo ese rollo, a lo mejor me podrías dar alojamiento, tu hermano decía que ayudabas a los demás.

Vaya cacao que tenía aquel chico, era una bomba andante. Cargado de buenas intenciones, o eso parecía, pero completamente desorientado.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—Andrés —respondió—. Admira.

—Escucha atentamente, Andrés Admira —dije con firmeza—. Ya no eres un niño, acabas de cumplir los dieciocho y por lo que he visto estás saliendo de un infierno. No creo que lo más conveniente para ti sea meterte a testificar en un proceso judicial contra el casino. Lo voy a pensar detenidamente y, si necesito hacerte algunas preguntas, te llamaré. Eso es todo. Ahora el teniente te llevará a urgencias para que te miren esa nariz, no tiene buena pinta. Y después te acompañará a casa y les explicará a tus padres que todo ha sido un malentendido, estoy segura de que si tu madre te ve llegar así se llevará un buen susto.

—¿Yo? —exclamó sorprendido Moncada—. No soy ninguna niñera; además, que no me cae bien el mocoso este.

—Tú tampoco me caes bien —le respondió Andrés—, y ya te he dicho que no quiero volver a casa.

—Tú irás donde se te diga —replicó el teniente.

—Inténtalo —repuso el chico en plan gallito.

—Vale, se acabaron las tonterías por esta noche —zanjé levantando una mano—. Ahora mismo os vais a ir juntitos al Doce de Octubre, que está ahí al lado. Y luego, cuando los buenos médicos de nuestra bendita sanidad pública hayan hecho lo que tengan que hacer, el teniente te llevará a casa, es lo mínimo después de patearte el culo y dejarte la cara como un cuadro. Si me entero de que alguno de los dos no se ha portado como es debido, prometo que os daré en la cabeza con este bastón hasta reventaros, os lo garantizo.

Los dos se quedaron en silencio. Aunque apenas lo conocía, Andrés me había caído bien, pero no tenía tiempo ni fuerzas para hacerme cargo de otra alma descarriada.

—De acuerdo, te voy a llevar al servicio de urgencias —cedió Moncada—. De paso tendremos una pequeña charla, todavía no las tengo todas conmigo, no me trago ese rollo de que estabas aquí escondido únicamente para ayudar.

—Afloja un poco, por favor —le pedí.

—Lo intentaré, pero no prometo que no le vaya a soltar otro sopapo —dijo Moncada.

—Yo tampoco lo prometo —dijo Andrés.

Les di la espalda y enfilé mi portal. Aquellos dos hombres aparentemente tan distintos en el fondo eran tal para cual, testarudos, cargados de razón, en lucha consigo mismos y con el mundo, violentos, y por si fuera poco, ambos me habían cogido cariño, por distintas razones y de distinta forma. Tuve el presentimiento de que al final los dos, cada uno a su manera, iban a resultar decisivos en la resolución del caso. Por supuesto, hay gente que no cree en los presentimientos, allá ellos.

Ir a la siguiente página

Report Page