Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 48

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El ambiente estaba tan cargado que apenas se podía respirar. El hombre sudaba a chorretones delante de todos, se pasó un clínex por la frente y boqueó ligeramente.

—No estoy nervioso, señoría —se justificó—, es solo que tengo un pequeño problema de hiperhidrosis, es muy común en mi familia, consiste en un exceso de transpiración que mi propio organismo produce de forma incontrolada para regular la temperatura corporal.

—No nos preocupa el sudor en este juzgado, señor Santonja —respondió la juez con toda tranquilidad—, pero, por favor, acérquese al micrófono para hablar.

—Sí, señoría.

Emiliano Santonja, el célebre Gengis Kan, el gran patrón, llevaba más de una hora declarando. Era un maestro en el arte de soltar un montón de palabras sin decir nada. Me dio un poco de grima su moreno de rayos UVA y su pelo engominado; su aspecto estaba a mitad de camino entre un playboy sesentón trasnochado y un pervertido al que acababan de retirar de la puerta de un colegio.

Nos encontrábamos de nuevo en el despacho de Huarte, por lo que se ve la juez le tenía mucho aprecio a aquellas cuatro paredes y, según decía, era un despilfarro habilitar otra sala para ese tipo de comparecencias. Estábamos aún más hacinados que de costumbre, éramos trece letrados además del propio Santonja, situado en el centro, delante de un micrófono con una pequeña grabadora que había dejado allí Julita. Como principal novedad, se había personado el mismísimo Jordi Barver, que estaba sentado junto a Cristina Tomé.

Barver se había retirado de la práctica activa hacía tiempo y se limitaba a ejercer de gurú en las grandes fusiones y operaciones donde hubiera millones de por medio. Su presencia indicaba a las claras la importancia que le concedía al caso, y supongo que también era una forma de tranquilizar a Gran Castilla, haciéndoles saber que su bufete estaba poniendo toda la carne en el asador. Barver llevaba un traje italiano gris oscuro, con chaleco y corbata, unos zapatos negros que parecían recién comprados esa misma mañana y el pelo corto con abundantes canas en las sienes. Apostaría a que dedicaba más dinero a su indumentaria y cuidado personal que todos los demás presentes juntos, tal vez el único que se le acercara fuera el propio Santonja. Diría que ambos tenían la misma edad y eran poseedores de abultadas fortunas, ahí terminaban todas las similitudes. El dueño del casino parecía el reverso de su propio abogado, eran las dos caras de una moneda a la que nadie se había enfrentado, al menos no de esta forma.

La Fiscalía, encarnada en Adela Fernández, continuó el interrogatorio:

—¿Reconoce su propia voz en las tres grabaciones telefónicas que acabamos de escuchar?

Emiliano cruzó sendas miradas con Tomé y con Andermatt, y a continuación respondió:

—Parece mi voz, pero no puedo estar seguro. Lo siento, pero no recuerdo estas conversaciones.

—Protesto, señoría —dije—, no se le ha preguntado si recuerda las conversaciones, solo si reconoce su voz.

—Gracias, señora Tramel —respondió Huarte—, pero deje a la Fiscalía que lleve el interrogatorio a su manera. Luego tendrá su turno, no estamos en el juicio ni ante un jurado, no tiene que impresionar a nadie. Y usted, señor Santonja, le ruego que conteste únicamente a lo que se le pregunta.

Gerardo y Sofía me miraron pidiéndome calma. Desde luego, no pensaba quedarme callada viendo cómo Santonja respondía lo que le daba la gana delante de mis narices. La fiscal pasó a la siguiente pregunta, sin insistir de nuevo. Su entonación monótona y la indolencia me sacaban de quicio.

—¿Dónde estaba usted cuando se produjeron cada una de estas tres conversaciones telefónicas con Alejandro Tramel?

Por mucho que hubiera sido formulada sin ninguna intención especial, aquella pregunta era esencial. El hecho de que las llamadas se hubieran producido en nombre del casino, en horario laboral y desde las instalaciones de Gran Castilla lo podía cambiar todo.

—Ya le he dicho que no recuerdo dichas conversaciones —respondió—, así que como comprenderá tampoco puedo saber dónde me encontraba cuando se produjeron, si es que se produjeron. Hablo con mucha gente todos los días.

Gerardo me pasó un folio doblado en el que había escrito a mano: «Primera grabación: deberías ver mi oficina ahora». Se refería a la segunda de las tres conversaciones grabadas, en la cual Santonja le decía literalmente a mi hermano: «Deberías ver mi oficina ahora mismo, estoy rodeado de inútiles que no saben ni dónde tienen la mano derecha, tengo que ocuparme yo de todo». Era evidente en qué lugar se encontraba, él mismo lo decía en voz alta. Lo sacaría a relucir más adelante, no tenía ninguna esperanza de que la Fiscalía lo hiciera. Adela Fernández era probablemente la peor interrogadora que he visto en mi vida, no solo por la manera en que hacía las preguntas, sino sobre todo porque seguía al pie de la letra el formulario que habían preparado, sin alterar nada en función de lo que fuese ocurriendo. Esperé en vano que Ginés interviniera, pero se limitó a permanecer en una atenta escucha.

En el colmo de los despropósitos, la fiscal le preguntó a Santonja directamente y sin ninguna base si había intercambiado amenazas o insultos de algún tipo con Ale, extremo que por supuesto él negó con gran flema, como si fuera algo que le sonara a chino; dijo que apenas conocía al señor Tramel. Con eso la Fiscalía dio por terminada su ronda de preguntas.

La juez me hizo un gesto, era mi turno. Me enderecé en la silla y me ajusté la máscara. Yo también eché un vistazo a las preguntas que habíamos preparado meticulosamente mis asociados y yo. Después de leerlas por encima, hice una bola de papel con ellas y la tiré en una papelera cercana.

—Señor Santonja —dije—, ¿cuál es el criterio del casino de Robredo para conceder un préstamo a un cliente? ¿Hay algún tipo de protocolo para discriminar a qué jugadores se les concede y a cuáles no?

La pregunta pareció pillarle descolocado, pidió ayuda con la mirada a Barver.

—Protesto, señoría —dijo rápidamente Cristina Tomé.

—¿Por qué motivo, si puede saberse? —preguntó la juez.

La abogada se revolvió en su asiento, había protestado porque la pregunta no la tenían ensayada con su cliente y no les venía bien, pero eso no podía decirlo.

—Porque el señor Santonja —balbuceó improvisando sobre la marcha— no se ocupa de esa tarea, no es de su competencia, y porque se da por hecho una intencionalidad manipuladora, y sobre todo porque no tiene nada que ver con el asunto que aquí nos ocupa. Conceder préstamos controlados y seguros a los clientes es prerrogativa del casino desde que lo aprobaran las directrices de la Comunidad y no constituye ningún delito.

—Nadie ha dicho que sea un delito o una falta administrativa —repuse—, aunque sí lo era hasta hace bien poco, y de hecho lo sigue siendo en varias Comunidades Autónomas, donde dicha actividad es considerada una incitación al juego. Prestar dinero a los clientes para que sigan apostando por encima de sus posibilidades está penado en muchos lugares de nuestra geografía.

—Ni Gran Castilla ni ninguno de sus empleados contraviene las normativas vigentes —insistió Tomé.

—Aunque sean unas normativas repugnantes —tercié—, que incitan a jugar y que fueron aprobadas por el Gobierno autónomo para permitir que se instalaran en nuestro territorio casinos internacionales, sin importarles nada más.

Cuando hace unos años se armó todo el revuelo de Eurovegas, la Comunidad de Madrid se sacó de la manga una normativa privilegiada para los recintos de juego, permitiendo por ejemplo de forma excepcional que pudieran habilitar zonas de fumadores y concediéndoles la posibilidad de que los jugadores jugaran a crédito, algo impensable hasta ese momento.

—Señora Tramel, le ruego que se abstenga de ese tipo de comentarios en lo sucesivo, o me veré obligada a sancionarla —intervino al fin Huarte—. En cuanto a usted, señora Tomé, no sé si la he entendido. ¿Me está diciendo de verdad que considera que el criterio para conceder préstamos del casino de Robredo no tiene nada que ver con el asunto que nos ocupa? Me deja usted pasmada, y ni siquiera voy a tomar en serio su protesta. Un poco más de rigor. Por favor, responda a la pregunta, señor Santonja.

—Se me ha olvidado, perdón, señoría —respondió él. Se pudieron escuchar algunos murmullos y risas.

—A ver, señora Tramel, le pido por favor que reformule la pregunta de manera que no dé por probado un hecho que no lo está.

—Sí, señoría, muchas gracias —dije. Observé al testigo y principal inculpado, que se mantenía con la mirada al frente, como si yo ni siquiera mereciera su completa atención—. La pregunta, señor Santonja, es: ¿cuál es el protocolo que sigue el casino de Robredo para conceder préstamos a sus clientes?

—No me consta que haya ningún protocolo —respondió.

—No le consta ¿significa que no lo hay?

—No me consta significa ni más ni menos lo que he dicho, que, en caso de haberlo, es algo que yo personalmente ignoro.

—Es usted el principal accionista de la empresa, además de presidente del consejo, y sin embargo, ¿desconoce el protocolo para algo tan básico?

—No me consta.

Santonja se había enrocado y no le sacaría de ahí. Por supuesto, la querella no dependía de su declaración, nadie esperaba que admitiera los hechos; sin embargo, era conveniente hacerle sentir incómodo para que la juez viera que ocultaba cosas.

—¿Qué tipo de criterio siguió el casino de Robredo a la hora de conceder sucesivos préstamos a Alejandro Tramel, tal y como la propia empresa manifestó en la demanda que interpuso contra sus herederos para reclamar la deuda?

—No me consta.

—¿Le pidió algún tipo de aval? ¿Una nómina?

—No me consta.

—¿Fueron créditos indiscriminados, concedidos a una persona sin recursos y de la que sabían perfectamente que no podría pagarlos?

—Puede usted preguntármelo tantas veces como desee y de la manera que mejor le parezca —dijo Santonja, que ahora sí me miró desafiante—, pero la realidad es que desconozco completamente los créditos que le concedió el casino de Robredo a Alejandro Tramel, así como el protocolo que se siguió para hacerlo, en caso de que se siguiera alguno.

—¿Quién concede los préstamos en el casino de Robredo?

Una nueva pausa que Santonja aprovechó para mirar a sus numerosos abogados; creí vislumbrar un gesto de Tomé, animándolo a contestar.

—En principio, el director del casino.

Eso era perfecto para sus intereses, cargarle toda la responsabilidad al difunto Menéndez Pons.

—¿Nunca ha concedido usted personalmente un crédito a un jugador?

—Puede que alguna vez, no estoy seguro. En principio, no es ámbito de mi competencia, y además soy un hombre muy ocupado, no lo recuerdo.

—¿Llama usted personalmente a los jugadores morosos para que paguen sus deudas?

—No es política de Gran Castilla llamar a los jugadores por teléfono.

—No es política ¿significa que nunca lo hacen?

—No puedo saber lo que hacen todos y cada uno de los empleados.

—¿Y usted llama directamente a los jugadores?

—No lo recuerdo, puede que alguna vez lo haya hecho, se establecen lazos personales con la gente, ya sabe.

—No, no lo sé, señor Santonja. Tal vez puede usted explicármelo. ¿Por qué llamó a Alejandro Tramel para amenazarlo si no pagaba sus deudas?

—¡Protesto! —saltó de inmediato Tomé, como era previsible.

—Señora Tramel, sabe perfectamente que no puede hacer eso —me reprendió Huarte.

—Disculpe, señoría. —Sonreí—. Lo preguntaré de otra forma: ¿para qué llamó al menos en tres ocasiones al señor Tramel, tal y como hemos podido escuchar?

—No lo recuerdo.

—¿No recuerda haberle llamado o no recuerda para qué lo hizo?

—Ninguna de las dos cosas.

—Cuando usted se dirige al señor Tramel en esas conversaciones y le recuerda que tiene que pagar lo que debe, tal y como hemos escuchado, ¿a qué se refiere?

—No lo recuerdo. Ya he dicho que esa voz se parece a la mía, pero que, de haber mantenido tales conversaciones, no recuerdo nada de su contenido.

—Pero hace unos minutos las acaba de escuchar, no le pido un ejercicio de memoria, solo le pido que nos explique por qué Alejandro Tramel le dice textual y repetidamente: «Te juro que voy a pagar».

—No sé por qué diría algo así, no recuerdo el contexto de aquella conversación, en el caso de que…

—Ya, ya, en el caso de que hubiera tenido lugar —le corté. Miré el folio que me había pasado Gerardo—. Otra cuestión. ¿A qué se refería en la conversación cuando dice usted: «deberías ver mi oficina ahora mismo, estoy rodeado de inútiles que no saben ni dónde tienen la mano derecha, tengo que ocuparme yo de todo»?

—No lo recuerdo.

—¿Por qué se tenía que ocupar usted de todo?

—Es una expresión hecha, una forma de hablar, no recuerdo por qué diría algo así, suponiendo que lo hubiera dicho.

—¿Qué era lo que estaba ocurriendo en la oficina «ahora mismo»?

—Pues supongo que lo de siempre, habría gente trabajando, lo habitual a esas horas, no lo sé.

—¿A qué horas?

Se produjo una pausa. Santonja había metido la pata, reconociendo implícitamente que estaba manteniendo la conversación desde la oficina. Miró a Tomé y a Andermatt, el propio Barver lo observó fijamente. Se había metido en un pequeño callejón sin salida. Las grabaciones aún no habían sido admitidas como prueba, el ansiado informe pericial no había llegado, pero si el acusado reconocía directa o indirectamente que dichas conversaciones eran reales, y más aún que las había mantenido desde las instalaciones de Gran Castilla, aquello podía ser un paso de gigante.

—Protesto, señoría —se decidió a intervenir Tomé—, mi cliente ya ha expresado claramente que no recuerda haber tenido dichas conversaciones, y mucho menos la hora ni el lugar en que supuestamente se produjeron.

—Sin embargo acaba de decir «lo habitual a esas horas» —intervine—, como si supiera perfectamente a qué hora hubiera ocurrido la conversación con Alejandro Tramel, y dando por hecho que habló desde sus oficinas.

—Le agradecería que colaborase con este tribunal y que respondiera, señor Santonja —dijo Huarte—. Sería de mucha utilidad para todos que nos diera cualquier detalle acerca de la hora aproximada y el lugar en el que tuvieron lugar estas conversaciones entre su persona y el señor Tramel.

—Por supuesto, mi cliente colabora encantado de buena fe con el tribunal —dijo Tomé—, pero a pesar del juego de palabras de la letrada y de su insistencia, el señor Santonja ha dejado bien claro que no recuerda nada de nada acerca de estas supuestas conversaciones, ni siquiera su existencia.

—Esto es una declaración de imputado, no una comparecencia ni un juicio, señor Santonja —matizó la juez—. Puede usted no responder, si así lo desea. Pero le rogaría que si decide contestar intente ser un poco más preciso. ¿No recuerda nada acerca de estas grabaciones?

—No, señoría —respondió en un tono sombrío—, no sé si alguna vez en mi vida he hablado por teléfono con Alejandro Tramel, y en caso de que hubiera ocurrido, no lo recuerdo.

Huarte asintió, como si estuviera tomando nota mental de algo que con el tiempo se podría volver en contra de su testimonio.

—De acuerdo —convino la juez—, le agradecería a la señora Tramel que dé por zanjada esta vía del interrogatorio y continúe con otras preguntas, si es que las tiene.

—Como usted diga, señoría —dije. Lo pensé un momento y llegué a la conclusión de que tal vez podía cambiar el enfoque para llegar al mismo sitio—. Señor Santonja, ya que parece no recordar nada del pasado, le voy a preguntar si hoy por hoy es política del casino de Robredo prestar dinero a sus clientes para jugar, y en caso de que así sea, qué protocolo siguen.

—No me consta.

—¿No le consta si es política de su propia empresa prestar dinero a los clientes?

—Protesto, señoría —intervino de nuevo Tomé—, mi cliente ya ha respondido a la pregunta.

—Me parece que «No me consta» no es una respuesta —repliqué.

—Lo que a usted le parezca me temo que no es relevante —dijo Tomé.

—Es suficiente, letradas —cortó Huarte—. Seamos claras, señora Tramel, no puede pretender que el acusado sepa aquello que dice ignorar, por mucho que a todos nos extrañe tal extremo. Si no tiene pruebas que demuestren lo contrario, le ruego que pase a la siguiente pregunta.

Ya habría tiempo para eso más adelante. Decidí cambiar de estrategia.

—¿Cuándo le contó Alejandro Tramel que estaba asistiendo a una terapia para dejar de jugar?

—Protesto, infundada —saltó ahora Andermatt, supongo que el holandés errante también tenía que ganarse el sueldo—. No se nos ha informado de que el señor Tramel estuviera en terapia, y mucho menos que compartiera dicha actividad con el acusado.

Gerardo, tal y como habíamos preparado, se apresuró a sacar unos documentos de su carpeta y a responder con toda celeridad:

—Señoría, le ruego que sean aceptadas como pruebas los documentos 138/AB, 139/AB y 140/AB, cuyas copias les han sido entregadas a las partes esta misma mañana y en donde se certifica que el señor Tramel seguía una terapia en el centro de tratamiento de ludopatía Alma, sito en el polígono industrial Valdesol.

Aunque no estaban dispuestos a proporcionarme ninguna información de lo que mi hermano había contado allí dentro, finalmente Gabriel Brandariz había aceptado firmar un certificado donde constaba que estaba en tratamiento. Además de que podría sustentar la enfermedad de Alejandro, estaba el efecto que dicha noticia tendría en Santonja y compañía; con suerte se pondrían nerviosos haciendo cábalas acerca de las intimidades del propio casino que Ale podía haber contado a un buen número de testigos. Les dejaría que lo creyeran hasta ver adónde podía llegar.

—Protesto, señoría, la autenticidad de estos documentos no ha sido ratificada por las personas que los emiten ante un fedatario público —dijo Andermatt—. La abogada no puede basar sus preguntas en estas nuevas pruebas.

—Se admite la protesta —concedió Huarte—. Señora Tramel, hasta que estos testimonios sean comprobados debidamente por el juzgado, no puede aludir a ellos en el interrogatorio. Les recuerdo que esto no es más que una vista del proceso de instrucción, por las argucias que están utilizando creo que lo olvidan con frecuencia, tanto por una parte como por la otra, salvo que estén midiendo sus fuerzas para llegar a un acuerdo extrajudicial, y si eso va a ocurrir les agradecería que lo hicieran cuanto antes y nos ahorren mucho tiempo y dinero. En cualquier caso, si vamos a seguir adelante, les pido que se dejen los trucos y la verborrea para el juicio oral.

Había alguien en ese despacho a quien solo había visto en una ocasión anterior. Era un hombre sumamente delgado, con un bigote muy fino, aspecto relamido y un lunar en la frente. El abogado de la compañía de seguros, Esteban Pardo. Estaba sentado en una esquina, junto a la puerta, no había abierto la boca y permanecía muy atento, con cara de despistado y de no haber roto nunca un plato; probablemente sería uno de esos lobos con piel de cordero. Cuando la juez mencionó los términos «acuerdo extrajudicial» pareció dar un respingo, la mera posibilidad de un convenio que evitara ir a juicio supongo que le parecería de perlas, su única misión allí era ahorrar dinero a su empresa. Justo lo contrario de lo que nosotros íbamos a intentar. En cuanto al acuerdo, que se fueran olvidando, no queríamos su dinero (o al menos, no solo queríamos eso): pretendíamos con todas nuestras fuerzas que se hiciera justicia y ver a Santonja entre rejas pagando por todo el daño causado.

Ahora tenía que seguir apretándole un poco, sin mostrar todas mis cartas; eso lo dejaría, como bien había dicho Huarte, para el juicio oral.

—¿Tenía usted una relación personal con Alejandro Tramel? —pregunté.

—Lo conocía del casino, era un cliente más.

—¿Tiene usted el teléfono particular de todos sus clientes?

—Protesto, señoría —dijo Tomé—, capciosa.

—Lo formularé de otra manera —dije—. Señor Santonja, ¿de cuántos clientes tiene usted el teléfono particular?

—Puede que tenga alguno, no estoy seguro.

—¿Sería tan amable de concretar? ¿De cuántos clientes del casino de Robredo tiene el teléfono particular? ¿Uno, diez, cien?

Desconcertado, miró una vez más a sus abogados, que en este caso no protestaron, lo cual era una forma de darle carta blanca para contestar.

—Puede que una docena —dijo—, nunca me he parado a contarlos.

—¿Cuántos clientes visitan el casino de Robredo en un año?

—Medio millón aproximadamente. Tal vez más.

—Supongamos que tiene usted el teléfono de una docena, como ha dicho, o incluso de dos o tres docenas, puede que hasta de cincuenta clientes. Si mis cuentas no fallan, eso es el 0,01 por ciento del total. Podríamos por lo tanto decir que Alejandro Tramel era un cliente muy especial, pertenecía a ese 0,01 por ciento.

—Suponiendo que tuviera su teléfono particular.

—¿Y no lo tenía? ¿Cómo podía llamarle por teléfono?

—Como le he dicho y repetido, no recuerdo haberle llamado.

—¿Tiene usted en estos momentos, en su agenda, en el teléfono móvil que lleva encima, el número particular de Alejandro Tramel?

Se hizo el silencio. Noté que todos alrededor de Santonja se movieron inquietos.

—¿Lo tiene, señor Santonja?

—No lo sé, yo no…

—¿Sería tan amable de sacar su teléfono móvil del bolsillo y comprobarlo?

—¡Protesto!

Cristina Tomé y Hans Andermatt saltaron al mismo tiempo.

—Es inadmisible —dijo Tomé indignada—, está presionando al señor Santonja.

—Le está hostigando —añadió Andermatt.

—Da la casualidad de que el declarante es el principal acusado, tiene perfecto conocimiento de los hechos y sin embargo no recuerda haber llamado a Alejandro Tramel, y ni siquiera sabe si tiene su número de teléfono, algo que podría ser primordial para poder amenazarlo o coaccionarlo, que es de lo que realmente va toda esta querella.

Es una cuestión muy sencilla de dilucidar ahora mismo, señoría. —Me dirigí a Santonja con toda la frialdad de la que fui capaz—: ¿Tiene o no tiene el número de Alejandro Tramel en su agenda?

Todos sabíamos lo que pasaría si sacaba el móvil y buscaba en la agenda: aparecería el nombre y el número de mi hermano. Creo que a ninguno nos cabía ninguna duda al respecto.

Huarte, con su habitual serenidad, miró al acusado y le dijo:

—No tiene usted por qué responder ni mostrar su teléfono móvil, señor Santonja. No está obligado. Si decide sacar su móvil y compartir su agenda con todos nosotros, será de manera voluntaria. En caso de que decida no hacerlo, constará en acta sin mayores consecuencias y pasaremos a la siguiente pregunta.

—¿Puedo consultar con mis abogados antes de responder, señoría?

—Hágalo —concedió la juez—, pero dese prisa, por favor.

De inmediato, Santonja se acercó a Tomé y Andermatt y murmuraron algo, me sorprendió que Barver no interviniera en la decisión, se limitó a escuchar sin decir nada. Era una situación absurda, pues apenas había espacio para la intimidad en aquel lugar, estábamos muy cerca todos; aun así Tomé se las apañó para susurrar de tal forma que no se entendiera apenas lo que decía.

Era una lástima no haber guardado esta bala para el juicio, habría sido muy efectivo confrontarlo con esta disyuntiva delante del jurado, pero una cosa había llevado a la otra, me gustaba preparar a fondo los interrogatorios y, una vez que lo había hecho, improvisar un poco sobre una base sólida, confiar en el instinto, que esa mañana me había llevado hasta el teléfono de Santonja. Ahí estaba, tratando de tomar la decisión más adecuada a sus intereses. Mostrarse cooperador con el tribunal y enseñar su agenda, aunque eso supusiera tener que inventarse a continuación una excusa sobre la razón por la cual estaba en posesión del número privado de Ale. O bien negarse a hacerlo, y ayudarme a alimentar las sospechas de que ocultaba información a ojos de la juez. Hiciera lo que hiciera, supondría una pequeña victoria.

Durante unos segundos eternos, Santonja meditó su respuesta con los abogados, en especial con Tomé, que era quien llevaba la voz cantante, y anticipando lo que seguramente diría, me vino una idea a la cabeza. Susurré algo al oído de Gerardo y mi asociado salió del despacho a toda prisa; teniendo en cuenta las condiciones en que nos encontrábamos, se armó un pequeño revuelo, y tanto Barver hijo como Arias tuvieron que levantarse para dejarle pasar.

Huarte apremió a Santonja.

—Lo siento, señoría, pero no estoy en condiciones de mostrar mi agenda privada al tribunal —respondió al fin—. No tengo nada que ocultar, sin embargo en ella guardo información profesional y personal reservada. Por otra parte, y para responder con la mayor precisión posible a la pregunta que me ha sido formulada, no sé si en estos momentos tengo el número personal de Alejandro Tramel, puedo asegurar que lo ignoro, mi agenda es muy amplia.

Tal y como preveía, no iba a poner las cosas fáciles. No obstante, habíamos dado un paso interesante, y si Gerardo estaba haciendo lo que debía, Santonja se llevaría una sorpresa.

Ninguno pudimos quitarnos ya de la cabeza la imagen del móvil última generación que el interrogado guardaba en el bolsillo de su chaqueta, o en cualquier otra parte, y que se había negado a mostrar. Esperaba que Huarte en particular lo tuviera muy presente.

En realidad, no había mucho más que preguntar. Intenté escarbar un poco en los encuentros que había tenido con Alejandro en el casino, pero no parecía recordar nada. También saqué a colación la visita que había hecho al cuartel de la Guardia Civil la noche posterior al asesinato de Menéndez Pons, justo unas horas antes del suicidio de mi hermano, pero salió airoso: dijo que fue a testificar sobre la muerte del director del casino a petición de los propios agentes, algo que parecía ratificado por ellos mismos. Antes de proseguir, miré mi teléfono móvil, estaba esperando un mensaje importante, tenía que ganar tiempo. Solicité que se volvieran a poner las tres conversaciones grabadas que había mantenido con Ale, pero Huarte lo denegó por reiterativo.

—Tal vez si las vuelve a escuchar, el señor Santonja recordará algo —insistí.

—Es suficiente, señora Tramel —zanjó la juez.

Le pedí a Sofía que fuera leyendo algunos párrafos de las grabaciones, haciendo especial énfasis en las partes más jugosas, allí donde Santonja se ponía más persuasivo o más amenazante con mi hermano. De vez en cuando le preguntaba si recordaba esa frase en particular, o si me podía explicar por qué había dicho eso, sin llegar a ninguna parte más allá de «No lo recuerdo» o «No estoy seguro». Pude escuchar varios resoplidos de agotamiento entre los presentes; además de ganar tiempo, hice sudar aún más si cabe a Santonja, lo cual no me pareció desdeñable, tenía un aspecto horrible con aquellas gotas cayéndole por la frente. Al fin, noté mi teléfono vibrar en el bolsillo. Miré la pantalla, tenía un whatsapp de Gerardo: «Ok». Era todo lo que necesitaba por ahora.

—Señoría, no hay más preguntas —dije.

A continuación llegó el turno de Tomé, como abogada de la defensa de Gran Castilla. Carraspeó, miró a un lado y a otro y dijo:

—Seré muy breve, señoría —dijo—. Señor Santonja, ¿en algún momento, de manera directa o indirecta, ha amenazado, coaccionado, extorsionado o inducido al suicidio al señor Alejandro Tramel, o bien ha pedido a alguien que lo hiciera?

Emiliano Santonja entonces sí pareció sentirse en su salsa.

—Tajantemente no.

—«Tajantemente no» —repitió Tomé—. Es todo por nuestra parte, señoría, muchas gracias.

Desde luego, había sido breve, concisa y muy clara. Su estrategia parecía ser muy simple: no tenían que demostrar su inocencia, éramos nosotros quienes tendríamos que demostrar las acusaciones. Y todos sabíamos que sin la evidencia de las grabaciones sería prácticamente imposible.

Andermatt y Pardo renunciaron a su turno de palabra, dijeron sentirse satisfechos con las preguntas y las respuestas que acababan de escuchar. Y así terminó la comparecencia del gran Gengis Kan, que ese día no me pareció tan grande, sino más bien un tipo jactancioso que no estaba acostumbrado a dar explicaciones a nadie, y al que no le gustaba hacerlo. Aunque había salido incólume de aquella vista, me pareció que no sería imposible hacerle tambalearse en el juicio, esperaba con ansia que llegásemos a ese momento.

Huarte dio por terminada la comparecencia y le pidió a Julita que abriera el ventanuco del fondo. Mientras los demás salían del despacho, me apoyé en el bastón y me levanté lentamente, calculando el tiempo justo para que los demás salieran de la habitación y pudiera quedarme un instante a solas con ella. Me acerqué a la juez, que seguía en su mesa apilando algunos papeles.

—Señoría, disculpe que le moleste —dije—. Si abre el mail, verá que tiene una solicitud de la Guardia Civil de Robredo para requisar y registrar el teléfono de Emiliano Santonja.

La juez me miró sorprendida.

—Si le parece oportuna, y tiene a bien firmarla ahora mismo, los agentes podrían requisarlo antes de que abandone el edificio y pueda borrar el número de Alejandro, o alguna otra cosa. Mi asociado júnior está esperando junto a la Guardia Civil en el exterior de los juzgados.

—Es usted un poco temeraria —dijo—. No creo que cualquier otro magistrado accediera a algo semejante.

—Usted no es una magistrada cualquiera, señoría —respondí—. Si este caso consigue salir adelante, será precisamente por este tipo de detalles. Ese teléfono puede contener información muy valiosa para el caso. Es ahora o nunca.

En menos de un minuto, Huarte revisó su mail, imprimió la orden y estampó su firma.

—¿Quiere que lleve esta orden a los agentes que están frente al edificio, señoría? —preguntó Julita con una extraordinaria diligencia.

—Por favor —respondió acercándole la hoja.

La auxiliar salió disparada con la orden.

—Muchas gracias, es importante —dije—. ¿Se sabe algo ya del perito?

—Todo a su debido tiempo, letrada —respondió—, no tiente a la suerte, por hoy ya puede considerarse afortunada.

Decidí que era el momento de dejar en paz a Huarte. Me di la vuelta y, ante la atenta mirada de Sofía, que aguardaba junto a la puerta, salí de allí cojeando, sintiendo que el dolor subía desde mi peroné por toda la pierna.

Al cruzar el pasillo de la segunda planta, y para mi sorpresa, Pardo se acercó a mí solícito.

—Es una pena llegar a esto —dijo conmovido—, esperaba que se pudiera resolver de una manera amistosa. En mi opinión, aquí lo importante es hacer lo más conveniente para la pobre viuda y ese niño.

—No sabía que la compañía de seguros estaba tan preocupada por los herederos —respondí sin prestarle demasiada atención.

Estaba más pendiente del ventanal que tenía delante, y a través del cual podía ver la parte exterior de los juzgados, con la escalinata y el pequeño jardín. Allí descubrí a Jordi Barver y Emiliano Santonja conversando animadamente mientras bajaban uno a uno los escalones, seguidos de una nube de abogados y asistentes. Vistos desde arriba no parecían dos hombres tan poderosos ni tan omnipotentes, digamos que como casi siempre todo es una cuestión de perspectiva.

—En mi opinión, deberíamos sentarnos y hablar todos —continuó Pardo—, sería una pena no arreglar esto como personas cabales. Sepa que a título personal cuenta con toda mi simpatía, y que si todos ponemos de nuestra parte haré lo posible para que Gran Castilla retire esa ridícula demanda para cobrar la deuda.

—¿Qué quiere de mí? —le pregunté directamente, no tenía muchas ganas de tonterías.

—Es usted tan… franca que da gusto —dijo—, si me permite que se lo diga. En mi opinión, deberíamos sentarnos todos en una mesa, pensar qué es lo mejor para ese niño y olvidarnos de lo demás.

—En mi opinión, señor Pardo, pretende usted que lleguemos a un acuerdo extrajudicial de alguna clase, pero me temo que eso no va a ocurrir porque sus amigos de Gran Castilla han cometido no uno, sino varios delitos, y van a tener que pagar por ellos…

—Por supuesto, nosotros en la vía penal ni entramos ni salimos —repuso rápidamente—. Sin embargo, en la parte civil estoy convencido de que podríamos entendernos, los intereses de todas las partes pueden llegar a ser convergentes, nadie tiene por qué pagar por los errores de otros, ni la pobre viuda, ni ese niño, ni la compañía a la que represento.

En pocas palabras, al muy desgraciado le daba lo mismo que metieran a Santonja y a toda la plana mayor del casino en la cárcel si a cambio conseguía no tener que soltar ni un euro; era casi aún peor que ellos. Pensé en contestarle que se había equivocado de interlocutor, no me sentaría en ninguna mesa con esas sanguijuelas para negociar nada, pero Sofía, que no se había separado de mí ni un instante, me interrumpió y me dio un pequeño golpe en el brazo. Los tres miramos hacia las escalinatas que se veían a través del ventanal.

De la parte lateral surgió el teniente Moncada acompañado de otros dos agentes de uniforme y se dirigieron hacia Santonja, al que parecieron indicarle que los acompañara. Tras un momento de cierta tensión y un intercambio de palabras poco amigables, uno de los agentes mostró la orden que acababa de firmar Huarte y los guardias civiles se llevaron del brazo a Santonja, al que siguieron todos sus abogados en tromba, poniendo objeciones y protestando. El grueso vidrio impedía que nos llegara el sonido de la escena, aunque podría suponer lo que estaban diciendo unos y otros. Después apareció Gerardo allí abajo, justo al fondo, me dirigió una sonrisa y siguió a la comitiva.

Era muy posible que aquel móvil que iban a requisar no contuviera una información determinante, incluso era posible que ya se hubieran borrado algunos datos sustanciosos, incluyendo el contacto de mi hermano. Pero también pudiera ser que un tipo tan acostumbrado a salirse con la suya como el dueño del casino no se hubiera molestado siquiera en eliminar nada, lo suyo era dar órdenes y pisar fuerte, no andar escondiéndose. Durante el interrogatorio, tuve el pálpito de que en el fondo se había mordido la lengua, querría haber contestado con mayor vehemencia, haber dado su veredicto incluso: Alejandro era un desgraciado que se lo había jugado todo, nadie lo había obligado, él solo cumplía con su trabajo, llevar un negocio legal que pagaba sus impuestos, no tenía por qué dar ninguna explicación, eran otros los que tenían que darlas, soy el gran Gengis Kan, tengo de mi parte la ley, y si no me conviene la cambio a mi antojo. Tal vez, y solo tal vez, ese exceso de seguridad y de confianza, y hasta de arrogancia, podría jugarle una mala pasada, ya veríamos.

Abajo en las escalinatas desaparecieron todos excepto un hombre, que se quedó allí solo. Sacó su teléfono y habló con alguien. Mientras lo hacía, levantó la mirada hacia el ventanal del segundo piso y me identificó. Jordi Barver, con una casi total ausencia de expresión, me observó circunspecto, a distancia, al tiempo que mantenía su auricular junto a la oreja. Le sostuve la mirada hasta que decidió darse la vuelta y desaparecer por los escalones que serpenteaban entre el jardín.

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