Amsterdam

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II Parte » Capítulo 1

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Aquella mañana, durante un paréntesis de calma nada habitual en su jornada, a Vernon Halliday volvió a asaltarle el pensamiento de que tal vez no existía. Por espacio de treinta ininterrumpidos segundos, había estado sentado en su mesa palpándose suavemente la cabeza con las yemas de los dedos, sobremanera preocupado. Desde su llegada a El Juez dos horas antes, había hablado —por separado e intensamente— con cuarenta personas. Y no sólo hablado: en todos los casos salvo en dos había decidido, dado prioridad, delegado, elegido o brindado una opinión que sin duda había sido tomada por una orden. Pero tal ejercicio de autoridad no había agudizado su sentido de sí mismo, como solía sucederle normalmente; en lugar de ello, le había dejado una sensación de estar como inmensamente diluido, de no ser sino la suma de toda la gente que le había estado escuchando, y de que, una vez solo, no era nada en absoluto. Cuando, en soledad, intentaba acceder a un pensamiento, no encontraba a nadie que lo pensara. Su silla estaba vacía, y él se hallaba sutilmente disuelto por todo el edificio, desde la sección de Economía y Finanzas de la sexta planta —donde estaba a punto de intervenir para evitar el despido de una redactora con muchos años en la casa y pésima ortografía— hasta el sótano, donde la asignación de plazas de aparcamiento había desencadenado una guerra abierta entre los periodistas de plantilla y llevado al borde de la dimisión a un subjefe de sección. La silla de Vernon estaba vacía porque él estaba en Jerusalén, en la Cámara de los Comunes, en Ciudad del Cabo, en Manila…, diseminado por el globo como polvo; estaba en la televisión y en la radio, almorzando con algún obispo, pronunciando un discurso en la industria del petróleo, dirigiendo un seminario para especialistas de la Unión Europea. En los fugaces momentos del día en que se quedaba solo, se apagaba una luz. Y la oscuridad que sobrevenía entonces no envolvía o importunaba a nadie en concreto. Vernon carecía incluso de la certidumbre de que tal ausencia fuera la suya.

Este sentido de «inexistencia» se había ido acrecentando desde la incineración de Molly. Se estaba convirtiendo en algo inherente a él. La noche anterior se había despertado junto a su mujer dormida y había tenido que tocarse la cara para asegurarse de que seguía siendo un ente físico.

Si Vernon hubiera llevado aparte en la cantina a algunos de sus redactores y les hubiera confiado lo que le pasaba, se habría llevado un buen susto ante su falta de sorpresa. Era notorio que era un hombre sin rasgos muy marcados, sin defectos ni virtudes, un hombre que no existía totalmente. Dentro de la profesión Vernon era considerado —y respetado— como un ser esencialmente anodino. En los mentideros periodísticos era célebre el prodigio —difícil de exagerar y a menudo narrado en las barras de los bares de la City— de cómo había llegado a director de El Juez. Años atrás había sido la gris y esforzada mano derecha de dos directores de talento sucesivos, y había mostrado unas dotes instintivas para no hacer ni amigos ni aliados. Cuando el corresponsal de Washington cayó enfermo, Vernon recibió la orden de sustituirle. Al tercer mes, en una cena ofrecida al embajador alemán, un congresista tomó a Vernon por un redactor del Washington Post y le pasó una información sobre un «desliz» presidencial: un implante capilar a costa de los impuestos de los contribuyentes. Y era algo comúnmente admitido que el «Calvogate» —asunto que acaparó la atención de la política interior norteamericana durante casi una semana— había sido desvelado por Vernon Halliday, corresponsal de El Juez.

Entretanto, en Londres, un director sucedía a otro en el curso de las sangrientas batallas mantenidas contra un consejo de administración en exceso «entrometido». La vuelta a casa de Vernon coincidió con una súbita reestructuración de los intereses de los propietarios. La escena quedó sembrada de los miembros y torsos seccionados de los titanes defenestrados. Jack Mobey, la última apuesta del consejo de administración para dirigir el diario, había fracasado en su tarea y el venerable diario no lograba incrementar su cuota de mercado. No les quedaba nadie, pues, salvo Vernon.

Ahora, sentado en su escritorio, se friccionaba con cautela el cuero cabelludo. Últimamente había caído en la cuenta de que estaba aprendiendo a convivir con su inexistencia. No podía llorar mucho tiempo la muerte de algo —él mismo— que ya no podía recordar cabalmente. Todo ello le preocupaba, pero era una preocupación que apenas se remontaba a unos días atrás. Pero ahora estaba aquel síntoma físico. Lo percibía en toda la parte derecha de la cabeza, en el cráneo y —en cierto modo— en el cerebro, y era una sensación que no podía describirse con palabras. O podía también tratarse de la súbita interrupción de una sensación cuya constancia y familiaridad le habían impedido ser consciente de ella hasta entonces, como ese sonido del que uno se percata sólo cuando cesa. Sabía exactamente cuándo había empezado a percibirla: la noche anterior, al levantarse de la cena. Siguió sintiéndola al despertar por la mañana: constante e indefinible, no era fría, ni tensa, ni etérea, aunque sí de una calidad intermedia entre éstas. Tal vez el adjetivo que mejor describía cómo sentía el lado derecho de la cabeza era muerto. Su hemisferio derecho había muerto. Había conocido a tanta gente ya muerta que en su estado actual de disociación pudo empezar a contemplar su propio fin como algo normal y corriente: el ajetreo del entierro o la incineración, la pena, que desaparecía al poco cuando la vida seguía su curso. Tal vez estaba ya muerto. O bien —se le ocurría ahora—, tal vez lo único que necesitara fuera darse un par de golpecitos en el lado derecho de la cabeza con un martillo no muy grande. Abrió el cajón de su escritorio. Había una regla de metal dejada por Mobey, cuarto director consecutivo que no había logrado invertir la tendencia descendente de la tirada de El Juez. Vernon Halliday estaba intentando no ser el quinto. Había ya levantado la regla unos diez centímetros por encima de su oreja derecha cuando tocaron en la puerta abierta y Jean, su secretaria, entró en el despacho y le obligó a convertir el golpe inminente en un «rascarse» meditabundo.

—El sumario. Veinte minutos.

Despegó una hoja y se la entregó. Dejó el resto sobre la mesa y salió del despacho.

Estudió la lista. En Internacional, Dibben escribía sobre «el triunfo de Garmony en Washington». Tendría que ser un artículo escéptico, u hostil. Y si realmente se trataba de un triunfo, podía muy bien no ir en primera plana. En la lista de Nacional figuraba, por fin, el artículo del redactor científico sobre una máquina antigravedad de una universidad de Gales. El asunto había despertado mucha expectación, y Vernon había pedido el artículo con insistencia, soñando vagamente con algún pequeño artefacto que uno se ataba al zapato o algo parecido. Resultó que el ingenio pesaba cuatro toneladas, requería nueve millones de voltios y además no funcionaba. Iría de todas formas en primera plana, a pie de página. En Nacional, asimismo, iba «Cuarteto para piano» (cuatrillizos nacidos de una concertista de piano). El subdirector, al alimón con los redactores de Reportajes y toda la sección de Nacional, le estaban presentando batalla a este respecto, y ocultaban su exceso de «remilgos» tras una pretensión de realismo. En los tiempos que corrían, cuatro no eran suficientes —argüían—, y además nadie había oído hablar jamás de la madre, que ni siquiera era guapa ni quería hablar con la prensa. Vernon había rechazado sus protestas. La difusión del periódico, el mes que acababa de expirar, había descendido en siete mil ejemplares respecto del mes anterior. El tiempo se estaba acabando para El Juez. Vernon consideraba incluso la posibilidad de publicar la historia de unos hermanos siameses unidos por la cadera —uno de ellos tenía el corazón muy débil, lo que impedía separarles— que habían conseguido un trabajo en la administración local.

—Si hemos de salvar este periódico —gustaba de decir Vernon en la reunión editorial de la mañana— vais a tener que mancharos las manos. Todos.

Todo el mundo asentía con la cabeza, aunque nadie manifestaba su acuerdo explícito. En opinión de los redactores de más edad, los «gramáticos», El Juez debía mantenerse o desaparecer sólo merced a su probidad intelectual. Y se sentían seguros en tal postura, ya que, aparte de los predecesores de Vernon en la dirección, en la casa jamás se había despedido a nadie.

Empezaban a llegar los jefes y subjefes de sección cuando Jean le hizo una seña desde la puerta indicándole que cogiera el teléfono. Tenía que ser importante, porque movía los labios articulando un nombre: George Lane.

Vernon dio la espalda a los recién llegados, y recordó cómo había evitado a Lane en la ceremonia fúnebre.

—George. Fue muy emotivo. Iba a darte…

—Sí, sí. Verás: me ha llegado algo. Creo que deberías echarle un vistazo.

—¿A qué te refieres?

—Unas fotografías.

—¿Me las envías en cuanto puedas?

—Rotundamente no, Vernon. Es material muy, muy delicado. ¿No puedes venir a verme ahora?

No todo el desprecio que sentía por George Lane tenía que ver con Molly. Lane poseía el uno por ciento de El Juez, y había puesto dinero en el relanzamiento que siguió a la caída en desgracia de Jack Mobey y el nombramiento de Vernon. George pensaba que Vernon estaba en deuda con él. George, además, no sabía nada de periódicos, y por tanto pensaba que el director de un diario de ámbito nacional podía dejar tranquilamente su despacho para cruzar Londres de punta a punta hasta Holland Park a las once y media de la mañana.

—Estoy bastante ocupado, la verdad —dijo Vernon.

—Te estoy haciendo un gran favor. El News of the World mataría por conseguirlas.

—Podría pasarme por allí a la noche, a eso de las nueve.

—Muy bien. Hasta la noche, entonces —dijo George, de mal humor. Y colgó.

Los redactores habían tomado asiento en torno a la mesa. La única silla vacía era la suya, y cuando se agachó para sentarse las charlas cesaron. Se tocó el lado de la cabeza que le estaba obsesionando. Ahora volvía a estar en compañía, volvía al trabajo, y su ausencia interior no le causaba ya pesar. Tenía ante él, desplegado, el periódico del día anterior. Y, en medio de aquel silencio casi absoluto, dijo:

—¿Quién ha revisado el editorial sobre Medio Ambiente?

—Pat Redpath.

—En este periódico los gerundios hacen oficio de gerundios, y nunca de otra cosa, y en especial en un editorial, por el amor de Dios… Y «mayoría»… —Dejó la frase en suspenso, para crear un efecto teatral, mientras simulaba buscar en el texto que tenía delante—. «Mayoría» exige un verbo en singular o en plural, depende. ¿Vamos a tener bien claras de una vez por todas estas normas?

Vernon se percató de la aprobación general. Era el tipo de cosas que a los «gramáticos» les gustaba oír. La redacción en pleno vería cómo el periódico descendía a la fosa con una cabal pureza de sintaxis.

Una vez hubo halagado el oído a los «gramáticos», abordó con prisa los temas pendientes. Una de sus innovaciones con más éxito —tal vez la única hasta el momento— consistía en haber acortado aquella reunión diaria de cuarenta a quince minutos mediante la modesta imposición de unas cuantas normas: no dedicar más de cinco minutos a la «disección» del día anterior (lo hecho, hecho estaba); no permitir que se contaran chistes; y, sobre todo, nada de anécdotas. Él no las contaba, luego nadie estaba autorizado a hacerlo. Pasó a las páginas de Internacional y frunció el ceño.

—¿Una exposición de fragmentos de cerámica en Ankara? ¿Eso es noticia? ¿Ochocientas palabras? Sencillamente no lo entiendo, Frank.

Frank Dibben, subjefe de Internacional, explicó, quizá con un punto de mofa:

—Bueno, verás, Vernon. Representa un cambio fundamental de paradigma en nuestro entendimiento de la influencia del antiguo imperio persa sobre…

—Los cambios de paradigma de unos potes de barro rotos no son noticia, Frank.

Grant McDonald, el subdirector, que ocupaba la silla contigua a Vernon, terció con delicadeza:

—El caso es que Julie no nos ha mandado nada desde Roma. Así que tenían que llenar el…

—¡No! Otra vez… ¿Qué le pasa ahora?

—Hepatitis C.

—¿Y por qué no echaste mano de la Associated Press?

Volvió a hablar Dibben:

—Esto era más interesante.

—Te equivocas. Eso le quita las ganas a cualquiera. Ni siquiera el TLS[3] tendría el valor de publicarlo.

Pasaron al sumario del día. Los redactores resumieron por turnos los temas de sus listas. Cuando le llegó el turno a Frank, defendió que su información sobre Garmony fuera en primera plana.

Vernon le escuchó hasta el final, y luego dijo:

—Está en Washington cuando debería estar en Bruselas. Negocia un acuerdo con los norteamericanos a espaldas de los alemanes. Pan para hoy, hambre para mañana. Si fue horrible como ministro del Interior, aún es peor en la cartera de Exteriores, y nos llevará a la ruina si algún día llega a primer ministro (lo cual es cada vez más probable).

—Bueno, sí —admitió Frank, ocultando tras un tono suave su enojo por el desaire de lo de Ankara—. Ya has dicho todo eso en tu editorial, Vernon. Pero supongo que la cuestión no es si nos parece bien el acuerdo, sino si el acuerdo es importante.

Vernon se estaba preguntando si no tendría que despedir a Frank. ¿Qué diablos estaba haciendo con aquel pendiente en la oreja?

—Tienes razón, Frank —dijo en tono cordial—. Estamos en Europa. Los americanos quieren que estemos en Europa. La relación especial es algo del pasado. El acuerdo no es importante. Así que la noticia va en las páginas interiores. Mientras tanto, seguiremos «pinchando» a Garmony.

Escucharon al responsable de la sección de Deportes, cuyo número de páginas Vernon había duplicado recientemente en detrimento de las artes y los libros. Al final le llegó el turno a Lettice O’Hara, la jefa de Reportajes:

—Necesito saber si podemos seguir con lo del orfelinato de Gales.

Vernon dijo:

—He visto la lista de la gente que lo frecuentaba. Un montón de peces gordos. Si sale mal, no podremos hacer frente a los costes judiciales.

Lettice pareció aliviada, y procedió a dar cuenta de un artículo de investigación que había encargado sobre un escándalo médico en Holanda.

—Al parecer hay médicos que están sacando partido de las recientes leyes sobre la eutanasia…

Vernon interrumpió su explicación.

—Quiero lo de los hermanos siameses en el periódico del viernes.

Se oyeron murmullos de protesta. ¿Quién sería el primero en atreverse a objetar algo?

Lettice:

—Ni siquiera tenemos las fotografías.

—Pues manda a alguien a Middlesbrough esta misma tarde.

Se hizo un hosco silencio, y Vernon continuó:

—Veréis: trabajan en una sección del departamento local de higiene llamado Planificación Futura. Una perita en dulce.

El jefe de Nacional, Jeremy Ball, dijo:

—Hablamos con él la semana pasada, y no hubo ningún problema. Pero nos llamó ayer el… Quiero decir, la otra mitad. La otra cabeza. No quiere hablar. No quiere fotografías.

—¡Oh, Dios! —se lamentó Vernon—. ¿No os dais cuenta? Es parte de la historia. Han discutido. Lo primero que querrá saber todo el mundo: ¿cómo dirimen sus peleas?

Lettice tenía un aire taciturno. Dijo:

—Parece que tienen marcas de mordiscos. Las dos caras.

—¡Fantástico! —dijo Vernon—. Nadie de la competencia se ha ocupado aún de este asunto. El viernes, por favor. En página tres. Ahora sigamos. Lettice, ese suplemento de ajedrez de ocho páginas… Sinceramente, no me convence demasiado.

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