Amsterdam

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II Parte » Capítulo 2

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Pasaron otras tres horas antes de que Vernon pudiera volver a encontrarse completamente a solas. Estaba en los aseos, mirándose en el espejo mientras se lavaba las manos. La imagen estaba allí, pero él no estaba muy convencido de que así fuera. La sensación —o la ausencia de sensación— seguía en el lado derecho de su cabeza, como una gorra bien ceñida. Cuando se pasó un dedo por el cuero cabelludo pudo identificar la frontera, la línea de demarcación donde la sensibilidad del lado izquierdo se convertía no en la del lado opuesto sino en su propia sombra, o en su fantasma.

Tenía las manos bajo el secador eléctrico cuando entró Frank Dibben. Vernon supo que su subordinado, mucho más joven que él, le había seguido para hablar de algo, pues toda una vida de experiencia le había enseñado que a un periodista no le gustaba gran cosa (si podía lo evitaba, de hecho) orinar delante del director de su periódico.

—Mira, Vernon —dijo Frank desde su mingitorio—. Siento lo de esta mañana. Tienes toda la razón en lo de Garmony. No he estado muy acertado que digamos.

En lugar de darse la vuelta y verse obligado a mirar cómo el subjefe de Internacional se ocupaba de sus asuntos íntimos, Vernon volvió a apretar el botón del secador para darse otra ración de aire caliente. Dibben, por su parte, se aliviaba con copiosidad, incluso tempestuosamente. Sí, si Vernon despedía algún día a alguien, sin duda sería a Frank, que ahora se sacudía vigorosamente (quizá unos segundos más de lo estrictamente necesario) mientras continuaba disculpándose.

—Quiero decir que tienes razón en lo de no darle cuartel.

Casio está ansioso, pensó Vernon. Llegará a jefe de sección, y luego querrá mi puesto.

Dibben se volvió hacia el lavabo. Vernon le puso la mano en el hombro: el gesto de perdón.

—Está bien, Frank. Me gusta oír opiniones contrarias en la reunión. Para eso la hacemos.

—Eres muy amable, Vernon. No querría que pensaras que me estoy ablandando con Garmony.

Tal festival del tuteo marcó el final de su charla en los lavabos. Vernon lanzó una risita tranquilizadora y salió al pasillo. Jean le esperaba junto a la puerta con un montón de cartas que tenía que firmar. Detrás estaba Jeremy Ball, y detrás de él, Tony Montano, el gerente del periódico. Alguien a quien Vernon no llegaba a ver se incorporaba en aquel momento a la cola. Echó a andar hacia su despacho en compañía, firmando cartas mientras caminaba, escuchando la retahíla de sus citas de la semana. Todo el mundo le seguía, y Ball estaba diciendo:

—Esa foto de Middlesbrough… Me gustaría evitar los problemas que tuvimos cuando los Juegos Paralímpicos. Pensé que íbamos a decidirnos por algo sencillo…

—Quiero una foto con gancho, Jeremy. No puedo verles la misma semana, Jean. No estaría bien visto. Dile que el jueves.

—Tenía pensado algo Victoriano y normalito. Un retrato digno.

—Se va de viaje a Angola. Su idea era salir directamente para Heathrow en cuanto hubiera hablado con usted.

—¿Señor Halliday?

—No quiero retratos dignos, ni siquiera en las necrológicas. Consigue que nos cuenten cómo se hicieron esas marcas de mordiscos. Está bien, le veré antes de que se vaya. Tony, ¿quiere hablarme de lo del aparcamiento?

—Me temo que he visto un borrador de su carta de dimisión.

—Seguramente podremos encontrarle un pequeño hueco.

—Lo hemos intentado todo. El jefe de mantenimiento dice que vende el suyo por tres mil libras.

—¿No corremos el riesgo de caer en el sensacionalismo?

—Firme en las dos partes, y ponga las iniciales donde le he marcado.

—No es un riesgo, Jeremy. Es una promesa. Pero, Tony… El jefe de mantenimiento ni siquiera tiene coche.

—¿Señor Halliday?

—La plaza es suya. Tiene derecho a ella.

—Ofrézcale quinientas. ¿Eso es todo, Jean?

—No creo que pueda hacerlo.

—La carta de agradecimiento a los obispos la están mecanografiando en este momento.

—¿Y qué tal si los dos hablaran por teléfono?

—Disculpe, señor Halliday…

—Es demasiado floja. Quiero una imagen que cuente la historia por sí misma. La hora de las manos sucias…, ¿te acuerdas? Y al jefe de mantenimiento…, será mejor que le quites la plaza de garaje si no la utiliza.

—Harán huelga, como la última vez. Se colapsarán todas las terminales.

—Muy bien. Tú eliges, Tony. Quinientas libras o las terminales.

—Le pediré a alguien de Fotografía que venga a…

—No te molestes. Mándalo directamente a Middlesbrough.

—¿Señor Halliday? ¿Es usted el señor Halliday?

—¿Quién es usted?

El grupo se detuvo y un hombre delgado y de calva incipiente, con traje negro de chaqueta muy estrecha y completamente abotonada, se adelantó unos pasos y tocó a Vernon en el codo con un sobre, que a continuación tendió y puso en sus manos. El hombre, luego, se plantó delante con las piernas separadas y leyó en tono monocorde y declamatorio un escrito que sostenía ante sus ojos con ambas manos:

—Por el poder que me confiere el Tribunal del encabezamiento a través de su Registro Principal, le hago saber, Vernon Theobald Halliday, la orden del citado Tribunal cuyo tenor es el siguiente: que Vernon Theobald Halliday, domiciliado en el número 13 de The Rook, Londres NW1, y director del diario El Juez, no publicará, ni dará lugar a que se publique, ni distribuirá o difundirá por medios electrónicos o cualesquiera otros medios, ni describirá en letra impresa, ni dará lugar a que descripciones del asunto prohibido, al que en adelante se hará referencia como «el material», vean la luz en forma impresa, ni dará a conocer la naturaleza y términos de esta orden, siendo el citado «material»…

El hombre delgado procedió desmañadamente a pasar página, y el director de El Juez, su secretaria, el jefe de Nacional, el subjefe de Internacional y el gerente del diario se inclinaron hacia el funcionario, en vilo.

—… toda reproducción fotográfica, o versión de cualquier reproducción de este tipo, fuera ésta grabado, dibujo, pintura o producida por cualquier otro medio, de la persona de Julian Garmony, domiciliado en el número 1 de Carlton Gardens y…

—¡Garmony!

Todo el mundo se puso a hablar al mismo tiempo, y las florituras retóricas finales del hombre delgado enfundado en un traje dos tallas más pequeño se perdieron. Vernon se dirigió hacia su despacho. Eran medidas de protección. Aunque no tenían nada concreto contra Garmony, nada en absoluto. Llegó a su despacho, cerró la puerta a su espalda de una patada y marcó un número de teléfono.

—George, esas fotografías son de Garmony, ¿no?

—No abriré la boca hasta que vengas.

—Ha hecho que me envíen un mandamiento judicial.

—Te lo dije: son pura dinamita. Creo que tus argumentos sobre el interés público resultarán irresistibles.

Nada más colgar, sonó el timbre de su línea privada. Era Clive Linley. Vernon no le había visto desde la cremación de Molly.

—Tengo que hablar contigo.

—Clive, no es el mejor momento…

—En serio, Vernon. Necesito verte. Es muy importante. ¿Qué te parece esta noche, después del trabajo?

La gravedad del tono de su amigo hizo que Vernon se resistiera a zanjar la charla de inmediato. Trató, de todos modos, de evitar la cita.

—He tenido un día terrible, Clive.

—No te robaré mucho tiempo. Es importante. Muy importante.

—Bueno… Esta noche tengo que ver a George Lane. Supongo que, de camino, podré pasar un momento por tu casa.

—Te lo agradezco mucho, Vernon.

Cuando colgó, se quedó unos segundos preguntándose por el estado de ánimo de Clive. Tan apremiante, tan… lúgubre. Tan formal. Algo terrible le había sucedido, no había duda. Empezó a sentir cierta mala conciencia por haberle respondido de forma tan poco generosa. Clive se había portado como un amigo de verdad cuando el segundo matrimonio de Vernon se vino abajo, y le había animado a disputar la dirección de El Juez cuando todo el mundo pensaba que no era sino perder el tiempo. Cuatro años atrás, cuando Vernon cayó en cama con una extraña infección viral de la columna, Clive lo visitó casi a diario, y le llevó libros, música, vídeos y champán. Y en 1987, cuando Vernon se quedó sin trabajo unos cuantos meses, Clive le prestó diez mil libras. Dos años después, Vernon descubrió por azar que Clive había pedido prestado al banco ese dinero. Y ahora, cuando su amigo le necesitaba, Vernon se portaba como un cerdo.

Trató de llamarle por teléfono, pero no obtuvo respuesta. Estaba a punto de volver a marcar cuando el gerente entró en su despacho acompañado del abogado del periódico.

—Tienes algo contra Garmony que no nos has contado.

—Rotundamente no, Tony. Está claro que algo flota en el ambiente, y que le ha entrado el pánico. Deberíamos comprobar si algún otro periódico ha recibido ese mandamiento.

El abogado dijo:

—Ya lo hemos hecho. Ninguno más lo ha recibido.

Tony tenía una expresión de desconfianza.

—¿Y tú no sabes nada?

—Nada en absoluto. Ha sido una sorpresa.

Le hicieron unas cuantas preguntas más, y Vernon respondió negativamente a todas ellas.

Antes de dejar el despacho, Tony dijo:

—No harías nada sin consultarnos antes, ¿eh, Vernon?

—Ya me conoces —dijo, y le dirigió un guiño.

Tan pronto como estuvo a solas levantó el teléfono, y se disponía ya a marcar el número de Clive cuando oyó un revuelo en la antesala de su despacho. La puerta se abrió de pronto y entró una mujer a la carrera, seguida de Jean, que envió un gesto a Vernon con los ojos dirigidos hacia lo alto, casi en blanco. La mujer se plantó ante su mesa, llorando. Llevaba una carta arrugada en la mano. Era la redactora disléxica. Le resultaba casi imposible entender lo que estaba diciendo, pero alcanzó a entresacar dos únicas frases:

—Prometió no dejarme tirada. ¡Me lo prometió!

No podía saberlo en aquel momento, pero los minutos previos a la entrada de aquella mujer en su despacho habrían de ser los últimos en que estaría a solas hasta dejar el edificio a las nueve y media de la noche.

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