Amsterdam

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V Parte » Capítulo 1

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Había momentos a primera hora de la mañana, después de la leve excitación del amanecer, con todo Londres dirigiéndose ruidosamente al trabajo, en que Clive, aplacada al fin su fiebre creativa por el total agotamiento, se levantaba del piano y se dirigía arrastrando los pies hacia la puerta para apagar las luces del estudio. Miraba hacia atrás y contemplaba el rico, bello caos que reinaba en su escenario de trabajo, y acogía una vez más aquel pensamiento fugaz, aquel minúsculo fragmento de una sospecha que jamás se avendría a compartir con persona alguna en este mundo, aquel barrunto que ni siquiera se atrevía a consignar en su diario y cuya palabra clave articulaba sólo mentalmente y después de vencer una fuerte resistencia. Tal pensamiento, lisa y llanamente, era el siguiente: que no constituiría una grave exageración asegurar que él, Clive Linley, era… un genio. Un genio. Aunque seguía resonando —no sin sentimiento de culpa— en su oído íntimo, no permitía en ningún momento que la palabra aflorara a sus labios. No era un hombre vanidoso. Un genio… Se trataba de un vocablo sometido a un uso excesivo e «inflacionario», pero sin duda existía cierto nivel de logro artístico, cierta calidad excelsa que no era negociable, que se hallaba más allá de la mera opinión. No habían existido muchos. Entre sus compatriotas, Shakespeare había sido un genio, por supuesto, y se decía que también lo fueron Darwin y Newton. Purcell no había estado lejos de la genialidad. Britten no tanto, aunque le seguía de cerca. Pero en su país no había habido jamás un Beethoven.

Cuando le asaltaba la sospecha de ser un genio —algo que ya le había sucedido tres o cuatro veces desde que volvió del Distrito de los Lagos—, el mundo se convertía en un lugar grande y quieto, y a la luz azul grisácea de aquella mañana de marzo, el piano, el MIDI, los platos y las tazas y el sillón de Molly adquirieron una apariencia curva, esculpida, que le recordó cómo veía en una época de su juventud las cosas cuando tomaba mescalina: preñadas de volumen, investidas de una trascendencia benéfica. El estudio que estaba a punto de abandonar para irse a la cama, lo veía ahora como en una filmación documental sobre sí mismo destinada a mostrar a un mundo curioso cómo nacía una obra maestra. Pero también pudo apreciar el reverso de grueso grano, en el que su figura se demoraba en el umbral con la camisa blanca, holgada y mugrienta, y los vaqueros ceñidos en torno a una abultada panza, y los ojos ensombrecidos y vencidos por la fatiga: el compositor, heroico y no exento de atractivo en su desaliño de barba de varios días y pelo alborotado. Éstos eran en verdad los grandes momentos de su fase actual —un período de jubiloso desahogo creativo como no había conocido otro en toda su carrera—, momentos en los que contemplaba su trabajo desde un estado de semialucinación, y ahora flotaba escaleras abajo hacia el dormitorio, se sacudía los zapatos y se sumergía bajo las mantas para sucumbir a un sueño sin sueños que era un aturdimiento morboso, un vacío, una muerte.

Se despertó avanzada ya la tarde, se puso los zapatos y bajó a la cocina para comer un plato frío que el ama de llaves le había dejado en la nevera. Abrió una botella de vino y se la llevó consigo al estudio, donde encontraría una cafetera llena y daría comienzo a un nuevo viaje hacia la noche. En algún lugar a su espalda, hostigándolo como una bestia y acercándose por momentos, el plazo límite para la entrega. En poco más de una semana debería reunirse con Giulio Bo y la British Symphony Orchestra en Amsterdam para un ensayo de dos días, y, dos días después, tendría lugar el estreno de la sinfonía en el Birmingham Free Trade Hall. Dado que el fin del milenio no habría de llegar sino varios años más tarde, la presión que se ejercía sobre él era a todas luces ridícula. Había ya entregado la versión definitiva de los tres primeros movimientos, y las partes orquestales habían sido ya transcritas. La secretaria que habían puesto a su disposición le había llamado varias veces para recoger las páginas más recientes del movimiento final, y un equipo de copistas se hallaba ya realizando su trabajo. De momento no podía permitirse mirar hacia atrás; no podía sino seguir adelante y procurar acabar para la semana siguiente. Se quejaba, sí, pero en el fondo se sentía intocado por aquella urgencia ajena, por cuanto era así como necesitaba trabajar: abismado en el descomunal esfuerzo de llevar la obra a su soberbio final. La inmemorial escalinata había sido remontada, las volutas de sonido se habían desvanecido como niebla, y su nueva melodía, oscuramente escrita en su primera manifestación solitaria para un trombón con sordina, había concitado en torno una rica textura orquestal de sinuosa armonía, y luego una disonancia y unas ensortijadas variaciones que se perdían en el espacio para no reaparecer más, y al fin había iniciado un proceso de consolidación, como una explosión vista al revés, canalizándose como por la boquilla de un embudo hacia un punto geométrico de quietud; y, una vez más, el trombón con sordina, y luego, en un casi callado crescendo, cual una inspiración titánica, la final y colosal reafirmación de la melodía (con una diferencia enigmática y aún por resolver), que ganaba impulso y estallaba en una ola, en un maremoto de sonido que alcanzaba una velocidad inconcebible, que se erguía hacia lo alto, y que cuando parecía ya allende la capacidad humana ganaba aún más altura, y que finalmente descendía, rompía y se estrellaba vertiginosamente y se hacía pedazos, ya a salvo, sobre la dura tierra del do menor del comienzo. Lo que quedaba eran las notas de pedal que prometían resolución y paz en el infinito espacio. Luego, un diminuendo que se prolongaba durante cuarenta y cinco segundos y se disolvía luego en cuatro compases de medido silencio. El final.

Y casi estaba listo. La noche del miércoles al jueves Clive revisó y perfeccionó el diminuendo. Lo único que debía hacer ahora era retroceder varias páginas en la partitura y volver sobre la clamorosa reafirmación, y quizá modificar las armonías, o incluso la propia melodía, o crear alguna forma de resaca rítmica, una síncopa inserta en el corazón de las notas. Para Clive tal variación se había convertido en elemento crucial de la conclusión de la obra; debía sugerir la naturaleza incognoscible del futuro. Cuando la ya familiar melodía volviera a oírse por última vez, alterada de un modo leve aunque significante, tendría que suscitar inseguridad en el oyente (una suerte de cautela contra el hábito de aferrarse demasiado a lo que se conoce).

El jueves por la mañana, estaba en la cama reflexionando acerca de todo esto mientras se deslizaba hacia el sueño cuando telefoneó Vernon. La llamada le tranquilizó. Había estado pensando ponerse en contacto con él desde su vuelta, pero el trabajo le había abstraído por completo de cuanto le rodeaba, y Garmony, las fotografías y El Juez se le antojaban tramas secundarias de una película vagamente recordada. Lo único que sabía era que no tenía ningún deseo de discutir con nadie, y menos aún con uno de sus más viejos amigos. Cuando Vernon cortó la conversación y sugirió pasar por su casa para tomar una copa la noche siguiente, Clive pensó que lo más probable era que para entonces hubiera puesto punto final a la sinfonía. Habría dado los últimos toques a aquel importante cambio en la reafirmación, ya que seguramente no le llevaría más que una noche entera de trabajo. Vendrían a recoger las últimas páginas, y podría invitar a unos cuantos amigos a su casa para celebrarlo. Tales eran sus felices pensamientos antes de sumirse en el sueño. Fue una total desorientación, por tanto, la que sintió al despertar de pronto unos minutos después —o así se lo pareció, al menos— y verse increpado en tono imperioso por Vernon:

—Quiero que vayas a la policía ahora mismo y les cuentes lo que viste.

Era la frase que le hizo volver de pronto a la realidad. Clive emergía de un túnel a la claridad del día. De hecho, lo que volvía a revivir era el viaje en tren a Penrith, y aquellas introspecciones medio olvidadas, y aquel regusto amargo en la boca. Cada exabrupto entre él y Vernon, luego, venía a suponer un nuevo clic de trinquete: no había retorno posible a las buenas maneras. Al invocar la memoria de Molly —«te estás cagando sobre la tumba de Molly»—, a Clive lo había envuelto una oleada de fiera indignación, y cuando Vernon lo amenazó indignamente con ir a la policía él mismo, Clive soltó un grito ahogado y se zafó de un puntapié de las mantas y se puso de pie en calcetines y se quedó junto a la mesilla a escuchar el trueque final de improperios. Vernon le colgó el teléfono justo en el instante en que él estaba a punto de colgarle a Vernon. Sin molestarse en atarse los zapatos, Clive corrió escaleras abajo hecho una furia, maldiciendo. No eran aún las cinco de la tarde, pero instantes después estaba tomándose una copa; se merecía un trago, y sería capaz de romperle la crisma a quienquiera que intentara impedir que se lo tomara. (Estaba solo, a Dios gracias). Era un gin tónic, aunque casi todo era ginebra. Estaba en la cocina, junto al escurreplatos, y apuró el líquido sin limón ni hielo y siguió pensando con resentimiento en el ultraje. ¡Era un auténtico ultraje! Pergeñaba mentalmente la carta que le gustaría enviar a aquella escoria de tipo que había tenido por amigo… Vernon…, su odiosa rutina diaria, su mente mezquina, cínica e intrigante; Vernon, el pasivo-agresivo, el adulador, el gorrón, el hipócrita… Vermin Halliday[8], que nada sabía de lo que era crear, que no había hecho nada en la vida que mereciera la pena y a quien le llevaban los demonios el que hubiera otros capaces de hacerlo. Lo que pretendía hacer pasar por postura moral no eran sino pequeños remilgos burgueses, cuando en realidad se hallaba hundido en la mierda hasta los codos. De hecho, había levantado todo su andamiaje vital sobre excrementos, y en la consecución de sus miserables objetivos no había dudado en degradar la memoria de Molly y en arruinar a un necio vulnerable como Garmony y en invocar los códigos del odio de la prensa amarilla, y todo sin dejar de decirse a sí mismo, y a quienquiera que quisiera oírlo —y esto era lo que le dejaba a uno sin aliento— que lo que hacía era cumplir con su deber, que su afán no era sino el servicio de un alto ideal. ¡Era un loco, un enfermo! ¡No merecía existir!

Estas execraciones las profirió Clive en la cocina, mientras apuraba su segunda copa, a la que siguió luego una tercera. Sabía por experiencia que redactar y enviar una carta cuando uno está fuera de sí no hacía sino poner un arma en manos de su enemigo. No era sino veneno que podía ser utilizado en contra de uno, y de forma continuada, en el futuro. Pero Clive quería escribirle algo en aquel mismo momento, ya que quizá no se sintiera tan hondamente herido al cabo de una semana. Finalmente se decidió por una seca misiva escrita en una tarjeta que, en previsión de un eventual cambio de opinión, no enviaría hasta el día siguiente. Tu amenaza me horroriza. Lo mismo que tu periodismo. Mereces que te despidan. Clive. Abrió una botella de Chablis y, haciendo caso omiso de los canapés de salmón que tenía en el frigorífico, subió al ático con la «beligerante» determinación de ponerse a trabajar. Llegaría un tiempo en el que nada quedaría de Vermin Halliday, y en el que de Clive Linley quedaría su música. El trabajo, pues, un trabajo callado, deliberado, triunfante, constituiría una especie de desquite. Pero la beligerancia no resultaba de gran ayuda para la concentración, como tampoco las tres ginebras y la botella de vino, y tres horas después seguía sentado al piano con la mirada fija en la partitura, inclinado sobre las teclas en actitud de trabajo, con un lápiz en la mano y el ceño fruncido, pero sin oír ni ver más que el brillante tiovivo-organillo de sus propios y circulares pensamientos, una y otra vez los mismos caballitos cabeceando sobre sus trenzadas barras. Y helos ahí, volviendo una vez más… ¡Qué injuria! ¡La policía! ¡Pobre Molly! ¡Mojigato hipócrita! Invocar una postura moral para justificar lo que estaba haciendo… ¡Estaba hasta el cuello de mierda! ¡Qué ultraje! ¿Y Molly qué…?

A las nueve y media se levantó del piano y decidió sobreponerse, beber un poco de vino tinto y ponerse a trabajar. Allí estaba su bella melodía, su canción, diseminada por la página, exigiendo su atención, anhelando una inspirada modificación, y allí estaba él, vivo y lleno de energía, y a punto de ponerse manos a la obra. Pero, una vez abajo, se demoró en la cocina al volver a descubrir su cena, y se puso a escuchar una historia de tuaregs nómadas marroquíes en la radio, y luego se tomó la tercera copa de Bandol para darse una vuelta por la casa, cual antropólogo de su propia existencia. Llevaba una semana sin entrar en el salón, y se puso a vagar por la enorme estancia, examinando pinturas y fotografías como si las viera por vez primera, pasando la mano por los muebles y cogiendo objetos de la pared de encima de la chimenea. Toda su vida estaba allí, en aquel salón, y ¡cuán rica había sido su historia! El dinero con el que había comprado hasta la más barata de aquellas cosas lo había ganado creando sonidos, poniendo una nota junto a otra. Todo lo que tenía ante sus ojos lo había imaginado tal como estaba, lo había deseado «así y allí», sin la ayuda de nadie. Brindó por su éxito, y tras apurar la copa volvió a la cocina para servirse otra antes de iniciar su «gira» por el comedor. A las once y media estaba de nuevo frente a la partitura, cuyas notas no parecían poder quedarse quietas, ni siquiera para él, y tuvo que admitirse que estaba borracho como una cuba. Pero ¿quién no lo estaría después de tantas traiciones? Vio una botella de whisky escocés mediada sobre una estantería; la cogió y se sentó en el sillón de Molly. Había una pieza de Ravel en el equipo de música… Su último recuerdo de la velada fue que levantaba el mando a distancia y apuntaba hacia el compact-disc.

Despertó en plena madrugada con los auriculares torcidos sobre la cabeza y una terrible sed (había soñado que cruzaba un desierto a gatas, con el único piano de cola de los tuaregs a cuestas). Bebió del grifo del cuarto de baño y se metió en la cama, y permaneció tendido durante horas con los ojos abiertos en la oscuridad, exhausto, seco y alerta, indefenso y forzado una vez más a prestar atención al tiovivo. ¿Con la mierda hasta el cuello? ¡Postura moral! ¿Molly?

Al despertar de un breve sueño a media mañana, supo que su buena racha creativa se había agotado. No era simplemente que estuviera exhausto y con resaca. En cuanto se sentó al piano e hizo un par de tentativas de abordar la variación, cayó en la cuenta de que no sólo ese pasaje sino el movimiento entero había muerto en él: de pronto no era sino cenizas en su boca. Y no se atrevía a pensar demasiado en la sinfonía misma. Cuando la secretaria que le habían asignado llamó para preguntar cuándo podían pasar a recoger los pasajes que faltaban, fue sobremanera brusco con ella, hasta el punto de tener que llamarla luego para disculparse. Dio un paseo para aclararse la cabeza, y echó en el buzón la tarjeta dirigida a Vernon, que a la luz del día le había parecido una obra maestra de la contención. Durante el paseo compró El Juez. Para defender su ensimismamiento en el trabajo no se había permitido comprar ningún periódico, ni ver los telediarios ni escuchar las noticias de la radio, y se había perdido por tanto el desarrollo de la conjura contra Garmony.

Al desplegar el diario sobre la mesa de la cocina, pues, recibió una especie de shock. Garmony posando ante Molly, actuando amaneradamente para ella… La cámara en las cálidas manos de Molly, sus vivos ojos encuadrando un día lo que Clive estaba viendo ahora… Pero aquella primera plana producía un auténtico bochorno, no porque —o no únicamente porque— un hombre hubiera sido sorprendido en un momento íntimo harto delicado, sino por el hecho de que el periódico hubiera armado tal revuelo al respecto, y por el hecho de dedicar tan poderosos recursos a un asunto de tal naturaleza. Como si se hubiera descubierto alguna criminal conspiración política, o un cadáver bajo una mesa en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Algo tan poco «cosmopolita», tan mal calculado, con tan poco estilo… Incluso resultaba torpe la saña con que trataba de ser cruel. La caricatura exagerada y despectiva, por ejemplo, y el jactancioso editorial con la pueril distorsión jocosa de drag[9], y el populachero —y condenado al fracaso— juego de palabras entre «bragas hechas un ovillo» y «estar hecho un manojo de nervios»[10], y las poco convincentemente contrapuestas expresiones «vestirse informalmente» y «disfrazarse»[11]… El pensamiento le vino a la mente una vez más: Vernon no solamente era odioso, sino que tenía que estar loco. Aunque eso no iba a impedir que Clive siguiese detestándole.

La resaca le duró todo el fin de semana y parte del lunes —a su edad uno no salía de ellas tan incólume—, y la sensación general de náusea le brindó un caldo de cultivo idóneo para la amarga reflexión. El trabajo se hallaba estancado. Lo que había sido un exquisito fruto no era ahora sino una rama seca. Los copistas esperaban con desesperación las últimas doce páginas de la partitura. El director de orquesta telefoneó tres veces con voz trémula de controlado pánico. La sala de conciertos de Amsterdam había sido reservada para dos días (y por una enorme suma) a partir del viernes siguiente, y los percusionistas de apoyo solicitados por Clive ya habían sido contratados, al igual que el acordeonista. Giulio Bo se hallaba impaciente por poner la vista encima del broche de la obra, y se habían realizado ya todas las gestiones para su estreno en Birmingham. Si no tenía las partituras de todos los instrumentos en Amsterdam para el jueves, afirmaba Giulio, no le cabría otra opción que arrojarse al canal más cercano. Resultaba en cierto modo consolador el saber de alguna angustia más intensa que la suya, pero Clive no lograba terminar las páginas que faltaban. Seguía aferrado a la necesidad de dar forma cabal a aquella variación vital (empezaba a sospechar, como a menudo sucede en estos casos, que de ella dependía la integridad de la obra).

Ello le sumió, como es lógico, en un ánimo derrotista. Cuando volvió aquel día al trabajo la sordidez de su estudio se le antojó opresiva, y cuando se sentó ante la partitura manuscrita —aquellos trazos eran de alguien más joven, más seguro de sí mismo, con más talento—, culpó a Vernon de su esterilidad creativa, y su cólera se hizo más intensa. Su capacidad de concentración se hallaba gravemente mermada. Por culpa de un idiota. Cada vez veía con más claridad que se le estaba negando la posibilidad de crear su obra maestra, la culminación de toda una vida de trabajo. Aquella sinfonía habría aleccionado a su público acerca de cómo escuchar, cómo oír todo cuanto había escrito hasta entonces. Ahora, sin embargo, la prueba, la rúbrica misma del genio se había malogrado, y su obra se había visto despojada de su grandeza. Porque Clive sabía que jamás volvería a intentar una composición de tal envergadura: se sentía demasiado cansado, demasiado «esquilmado», demasiado viejo. El domingo holgazaneó por el salón y leyó con cierto aturdimiento el resto de las noticias y reportajes de El Juez. El mundo seguía siendo el mismo lugar caótico de siempre: los peces cambiaban de sexo, el tenis de mesa británico había perdido el norte, y en Holanda unos tipejos con titulación médica ofrecían el servicio legal de «quitar de en medio» a un progenitor viejo y molesto. Qué interesante. Todo lo que uno necesitaba era la firma del anciano padre o la anciana madre por duplicado y varios miles de dólares. Por la tarde dio un largo paseo por Hyde Park, y reflexionó detenidamente sobre aquel artículo. Era cierto que él mismo había llegado a un acuerdo con Vernon en relación con la eutanasia, y que tal acuerdo implicaba ciertas obligaciones. Tal vez se imponía recabar ciertos datos al respecto. Pero el lunes se le fue en un simulacro de trabajo, en un afanoso autoengaño que tuvo el buen juicio de abandonar al llegar la noche. Todas las ideas de la jornada habían resultado torpes y sin brillo. No se le debería permitir «tocar» su sinfonía: no era digno de su propia creación.

El martes por la mañana fue despertado por el gerente de la orquesta, quien literalmente llegó a gritarle al teléfono. Los ensayos eran el viernes y aún no habían recibido la partitura completa. Aquella misma mañana, más tarde, un amigo le contó por teléfono la nueva: ¡Vernon se había visto forzado a dimitir! Clive salió de casa a la carrera para comprar los periódicos. No había oído ni leído nada acerca del asunto desde El Juez del viernes, e ignoraba por tanto que la opinión pública se había vuelto claramente en contra de Vernon Halliday. Se sentó con una taza de café en el comedor y se puso a leer la prensa. Resultaba sombríamente satisfactorio ver confirmada su opinión sobre Vernon. Él había cumplido con su deber para con Vernon: había tratado de advertirle, pero Vernon no le había hecho ningún caso. Después de leer tres feroces críticas contra el ya ex director de El Juez, Clive fue hasta la ventana y se quedó mirando los macizos de narcisos contiguos al manzano del fondo del jardín. Tenía que admitirlo: se sentía mejor. El comienzo de la primavera. Pronto habría que adelantar los relojes. En abril, tras el estreno de la sinfonía, iría a Nueva York a visitar a Susie Marcellan. Y luego a California, donde una de sus obras figuraba en el programa del festival musical de Palo Alto. Entonces se percató de que sus dedos golpeaban el radiador siguiendo un ritmo nuevo, y se le ocurrió un cambio de «clima», de tono, en el que una nota se prolongaba sobre cambiantes armonías y un fiero ritmo de timbales. Se dio la vuelta y atravesó corriendo el comedor. Tenía una idea, tal vez un tercio de una idea, y antes de que se le fuera de la cabeza tenía que llegar al piano.

Una vez en el estudio, barrió libros y viejas partituras de la mesa con el brazo para hacerse un hueco donde trabajar, y cogió una hoja de papel pautado y un lapicero de afilada punta, y había pergeñado ya una clave de sol cuando oyó que llamaban a la puerta. Su mano quedó en suspenso, y aguardó. El timbre de la puerta volvió a sonar. No iba a bajar a abrir, no en aquel momento, cuando se hallaba a punto de dar con la variación que tan pertinazmente se le estaba hurtando. Sería alguien que, tal vez fingiendo ser un ex minero del carbón, intentaría venderle una funda para la tabla de planchar. El timbre volvió a sonar; después, la casa volvió a quedar en silencio. Quienquiera que fuera —se dijo— se había ido. Durante un instante, la evanescente idea que acababa de aflorarle se le escapó de entre los dedos. Luego volvió a aprehenderla —o parte de ella, al menos—, y empezaba ya a esbozar un nuevo acorde cuando sonó el teléfono. Tendría que haberlo desconectado, rezongó para sus adentros. Irritado, levantó bruscamente el auricular.

—¿Señor Linley?

—¿Sí?

—Le habla la policía. Departamento de Investigación Criminal. Estamos aquí fuera, ante su puerta principal. Le agradeceríamos que nos concediera unos minutos.

—Oh, verá… ¿Les importaría volver dentro de media hora?

—Me temo que no es posible. Tenemos que hacerle unas preguntas. Puede que tengamos que pedirle que asista a un par de ruedas de reconocimiento en Manchester. Que nos ayude a identificar a un sospechoso. No le llevaría más de un par de días. Así que, si no le importa abrirnos, señor Linley…

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