Amsterdam

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V Parte » Capítulo 2

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En su prisa por salir para el trabajo, Mandy había dejado entreabierta la puerta del armario, de tal suerte que ahora el espejo ofrecía a Vernon una estrecha y vertical franja de sí mismo. Estaba incorporado, recostado sobre las almohadas, con la taza de té que ella le acababa de llevar sobre la panza, la cara sin afeitar —blanca azulada— en la difusa penumbra del dormitorio, con las cartas y el correo publicitario y los periódicos esparcidos a su alrededor… La viva estampa del desempleo. Parado. De pronto entendió cabalmente el significado de aquella palabra tan frecuente en las páginas económicas de los diarios. Aquel martes por la mañana dispondría de muchas horas ociosas para rumiar todas las humillaciones e ironías acumuladas desde la víspera, cuando había sido destituido. Era curioso, por ejemplo, el modo en que había recibido la carta en su despacho de manos de una inocente redactora, la misma llorosa y disléxica redactora a quien recientemente él había salvado del despido. Y la carta misma, pidiéndole cortésmente la dimisión y ofreciéndole a cambio un año de salario. Había una velada referencia a los términos de su contrato, a través de la cual —conjeturó Vernon— los miembros del consejo de administración deseaban sugerirle, sin necesidad de decirlo explícitamente, que si se negaba y se veían obligados a despedirle no percibiría indemnización alguna. La carta concluía amablemente haciéndole saber que, en cualquier caso, cesaba en su puesto aquel mismo día y que el consejo deseaba felicitarle por su brillante labor al frente del diario, y desearle mucha suerte en su futura andadura profesional. Así estaban, pues, las cosas. Tenía que despejar el campo en aquel mismo momento, y en su mano estaba hacerlo con o sin una suma de seis cifras.

En su carta de dimisión, Vernon había hecho constar que la difusión del periódico se había incrementado en más de cien mil ejemplares diarios. Al escribir aquella cifra, aquellos ceros, sintió un intenso dolor. Cuando salió a la antesala y le entregó el sobre a Jean, ésta apenas pudo mirar a los ojos a su jefe, y, cuando volvió a entrar en su despacho para recoger sus cosas de la mesa, el edificio le pareció extrañamente silencioso. Su instinto de director le dijo que todo el mundo lo sabía. Dejó la puerta abierta por si alguien quería cumplir con los trillados cánones de la amistad y brindarle su solidaridad de colega periodista. Lo que tenía que recoger cupo perfectamente en su cartera: una fotografía enmarcada de Mandy y los chicos, un par de cartas «pornográficas» de Dana, escritas en el papel de la Cámara de los Comunes. Pero al parecer nadie se apresuraba a asomarse para expresarle su indignada simpatía. Ninguna ronca turba de colegas en mangas de camisa para despedirle calurosamente a la vieja usanza. Perfecto, pues. Se iba. Llamó a Jean por el interfono y le pidió que le dijera al chófer que iba a bajar en aquel mismo momento. Jean le devolvió la llamada para informarle de que ya no había ningún chófer a su disposición.

Se puso el abrigo, cogió la cartera y salió a la antesala. Jean, al parecer, se había buscado algún quehacer urgente, pues no estaba en su mesa. Tampoco se cruzó con nadie —ni una mísera alma en el pasillo— camino del ascensor. La única persona que dijo adiós al ya ex director de El Juez fue el conserje del periódico, quien también le informó de la identidad de su sucesor: el señor Dibben. Mediante una leve inclinación de cabeza, Vernon logró dar la impresión falaz de que conocía tal detalle. Cuando salió del edificio estaba lloviendo. Levantó el brazo para llamar a un taxi, pero recordó de pronto que apenas llevaba dinero encima. Cogió el metro, y luego recorrió a pie, bajo un intenso aguacero, los aproximadamente ochocientos metros que le separaban de su casa. Fue directamente a servirse un whisky, y cuando Mandy entró en la sala entabló con ella una violenta disputa, cuando lo único que su mujer quería era consolarle.

Se acomodó contra las almohadas con la taza de té en la mano mientras su cuentarrevoluciones mental registraba el censo completo de insultos y humillaciones. No bastaba con que Frank Dibben fuera un traidor, ni que sus colegas le hubieran abandonado, ni que todos y cada uno de los periódicos de la capital estuvieran celebrando su destitución, ni que el país entero jaleara el total aplastamiento de la Pulga, ni que Garmony siguiera campando por sus respetos: sobre la cama, a su lado, descansaba aquella pequeña tarjeta cargada de ponzoña que se regodeaba con su caída, aquella tarjeta escrita por su amigo más antiguo, por alguien tan moralmente «eminente» que prefería que una mujer fuera violada a interrumpir durante un rato su trabajo. Un tipo absolutamente odioso, y demente. Y vengativo. Era la guerra. Perfecto. Aprestémonos a ella, no vacilemos. Apuró la taza, levantó el teléfono y marcó el número de un amigo del New Scotland Yard, un contacto de sus días ya lejanos de redactor de Sucesos. Quince minutos después le había facilitado todos los detalles: había hecho lo que debía. Pero Vernon seguía con sus pensamientos, aún no se sentía satisfecho. Al parecer Clive no había infringido la ley. Se le presionaría un tanto para que cumpliera con su deber, eso era todo. Pero a Vernon no le bastaba. La culpable omisión de Clive debía tener sus consecuencias. Vernon siguió en la cama una hora más dándole vueltas al asunto, y después se vistió, y se pasó la mañana vagando por la casa alicaído, sin afeitarse, sin contestar al teléfono. Para consolarse cogió El Juez del viernes anterior. Era una primera plana brillante, no había duda. Se equivocaba todo el mundo. El resto del periódico también tenía enjundia, y Lettice O’Hara había hecho un trabajo espléndido con el reportaje sobre Holanda. Algún día, especialmente si Garmony llegaba a primer ministro y el país se iba al traste, la gente lamentaría haber hecho que despidieran a Vernon Halliday.

Pero su consuelo fue fugaz, porque eso tal vez pudiera acontecer en el futuro, pero ahora era el presente, y le acababan de poner de patitas en la calle. Estaba en casa cuando debería estar en su despacho. Sólo conocía un oficio, y ya nadie volvería a contratarle. Había caído en desgracia y era demasiado viejo para reciclarse. Su consuelo era asimismo fugaz porque sus pensamientos volvían una y otra vez a aquella tarjeta odiosa, a aquel cuchillo que no dejaba de apuñalarle, a aquel puñado de sal sobre la herida, y a medida que transcurría el día la tarjeta de Clive fue encarnando cada uno de los agravios de las últimas veinticuatro horas. Aquel breve mensaje condensaba todo el veneno acumulado: la ceguera de sus acusadores, su hipocresía, su carácter vengativo y, por encima de todo, el elemento que Vernon consideraba más nefasto de los vicios humanos: la traición personal.

En el idioma inglés, que tanta importancia concede a la acentuación de las palabras, proliferan las malas interpretaciones. Merced a un mero desplazamiento hacia atrás del acento fonético, un verbo se convierte en un sustantivo, un acto en una cosa. «Rehusar» (negarse a aceptar algo que uno considera erróneo) se convierte de un plumazo en «desechos» (un montón de basura)[12]. Y sucede lo mismo con las frases. Lo que Clive había pretendido escribir el jueves y había puesto en el buzón el viernes era: «Mereces que te despidan.» Pero lo que por fuerza hubo de leer Vernon el martes siguiente a su destitución fue: «Mereces que te hayan despedido»[13]. Si la tarjeta hubiera llegado a sus manos el lunes, seguramente la habría leído de distinta forma. El sino de ambos hombres no careció, pues, de cierto matiz cómico; un simple sello de más precio les habría librado del malentendido. Aunque acaso no fue posible otro desenlace y en ello residió la naturaleza trágica de su destino. Y, en efecto, Vernon iría ahondando en su amargura a medida que pasaba el día, para acabar pensando, de un modo harto oportunista, en el pacto que ambos habían suscrito no mucho tiempo atrás y en las terribles responsabilidades que tal pacto hacía recaer sobre sus hombros. Pues Clive, estaba claro, había perdido la razón y había que hacer algo al respecto. Tal determinación se veía reforzada por la sensación de que, en un momento en que el mundo le trataba de forma tan despiadada, en que su vida acababa de hacerse añicos, nadie estaba siendo tan cruel como su viejo amigo, y ello se le antojaba absolutamente imperdonable. Y una insania. A veces les sucede a quienes rumian en exceso alguna injusticia: que el gusto por la venganza se alía muy oportunamente con el sentimiento del deber. Transcurrieron las horas, y Vernon cogió una y otra vez el ejemplar de El Juez, y leyó y releyó el reportaje sobre el escándalo médico en Holanda. Luego hizo varias indagaciones por teléfono. Y luego transcurrieron otras tantas horas ociosas en las que permaneció sentado en la cocina tomando café, contemplando el naufragio de todas sus expectativas vitales y preguntándose si debía llamar a Clive y simular que hacía las paces a fin de poder coger un avión y reunirse con él en Amsterdam.

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