Amsterdam

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V Parte » Capítulo 5

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Por primera vez en todo el día, Vernon estaba a solas. Su plan era sencillo. Cerró con sigilo la puerta que le separaba de la antesala, se sacudió los zapatos, descolgó el teléfono, despejó la mesa de papeles y libros y se acostó sobre ella. Faltaban cinco minutos para la reunión matinal, y no había nada malo en descabezar un sueñecito. Lo había hecho otras veces; además, al periódico tenía que interesarle que se mantuviera en plena forma. Mientras se acomodaba sobre la mesa tuvo una visión de sí mismo como una enorme estatua que dominaba el vestíbulo del edificio de El Juez, una gran figura reclinada, tallada en granito: Vernon Halliday, hombre de acción, director del diario. En postura de descanso. Pero sólo temporalmente, porque la reunión iba a empezar enseguida y, maldita sea…, los miembros de la redacción empezaban a entrar en el despacho. Debería haberle dicho a Jean que los hiciera esperar fuera. Le encantaban las historias que se contaban en los pubs a la hora del almuerzo sobre directores de los viejos tiempos… V. T. Halliday —ya sabéis, famoso por esto y por lo otro— solía dirigir las reuniones matinales acostado sobre su mesa. Sus subordinados tenían que hacer como que no se daban cuenta. Nadie se atrevía a decir nada. Sin zapatos. En la actualidad los redactores no eran más que hombrecillos anodinos, contables con ínfulas. O mujeres en traje pantalón negro. ¿Un gin tónic doble, dice usted? Fue Vernon T., por supuesto, el autor de aquella célebre primera plana. Pasó todo el texto a la segunda página y dejó que fuera la fotografía la que contara la historia. Eran los tiempos en que los periódicos importaban de verdad.

¿Empezamos? Estaban todos. También Frank Dibben, y, a su lado —qué grata sorpresa—, Molly Lane. Para Vernon era un asunto de principios no mezclar sus vidas profesional y personal, así que no dedicó a Molly más que una formal inclinación de cabeza. Bella mujer, se dijo para sus adentros. Magnífica idea, la de teñirse de rubio. Y magnífica idea la de él, Vernon, al contratarla para el periódico. Siguiendo un criterio estrictamente profesional, claro. Su brillante trabajo en el Vogue de París. La gran M. Lane. Jamás ordenó su apartamento. Jamás limpió un plato.

Sin siquiera apuntalar la cabeza sobre el codo, Vernon dio comienzo al análisis del «día después». Una almohada había aparecido —no sabría decir cómo— bajo su cabeza. Lo que iba a decir gustaría mucho a los «gramáticos». Era de un artículo escrito por Dibben.

—Lo había dicho antes —dijo—. Pero lo volveré a decir. No puede hablarse de una «panacea» cuando sólo vale para una enfermedad concreta. Una panacea es un remedio universal. Así que hablar de una panacea para el cáncer no tiene ningún sentido.

Frank Dibben tuvo las agallas de acercarse a Vernon.

—Yo no estoy de acuerdo —dijo el subjefe de Internacional—. El cáncer puede adoptar muchas formas. Hablar de una panacea para el cáncer es, por tanto, una expresión idiomática perfectamente correcta.

Frank tenía la ventaja de la altura, pero Vernon permaneció en posición supina sobre la mesa para demostrar que no se sentía intimidado.

—Pues yo no quiero volver a verla en mi periódico —dijo con voz tranquila.

—Pero no es eso lo que más me importa ahora —dijo Dibben—. Quiero que me firmes la nota de gastos. —Tenía una hoja en la mano, y un bolígrafo.

El gran F. S. Dibben. Hacía de sus gastos una forma de arte.

Una petición indignante. ¡En la reunión de redacción de la mañana! En lugar de rebajarse a discutir, Vernon siguió con su repaso periodístico. Lo que venía a continuación también era para Frank (sacado del mismo artículo).

—Estamos en 1996, no en 1896. Cuando quieras decir «refutar», no digas «confutar».

Entonces, con cierta decepción por parte de Vernon, Molly se acercó a él para interceder por Dibben. ¡Por supuesto! Molly y Frank… ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Molly tiraba de la manga de la camisa de Vernon, en una clara utilización de su relación personal con el director del periódico para beneficiar a su actual amante. Ahora se inclinaba hacia él para susurrarle al oído:

—Cariño, está muy endeudado. Necesitamos el dinero. Nos estamos instalando en ese apartamentito tan mono de la Rue de Seine…

Era una mujer bella de verdad. Jamás había podido negarle nada (y menos aún desde que le había enseñado a cocinar tan deliciosamente aquellas setas).

—De acuerdo. Pero rápido. Tenemos que seguir.

—Firma en estos dos sitios —dijo Frank—. Aquí arriba y aquí abajo.

Vernon escribió «V. T. Halliday, director» dos veces, y la tarea pareció llevarle un siglo. Cuando por fin logró hacerlo, siguió con sus comentarios. Molly le estaba subiendo la manga de la camisa, pero preguntarle por qué lo hacía hubiera vuelto a distraerle. Dibben seguía también rondando por su mesa. No podía dedicarles su atención en aquel momento. Tenía demasiadas cosas en que pensar. El corazón empezó a latirle con más fuerza cuando encontró un estilo oratorio de más alto tono «oracular».

—Volviendo al Próximo Oriente, este periódico es bien conocido por su postura pro árabe. No habremos de tener miedo, sin embargo, de condenar… las atrocidades de ambos bandos…

Vernon nunca llegaría a contarle a nadie el abrasador dolor que sentía en la parte alta del brazo, ni que había empezado a captar, si bien muy imprecisamente, dónde estaba realmente, qué había contenido aquella copa de champán y quiénes eran aquellos visitantes.

Pero interrumpió su discurso, y se quedó callado unos instantes, y luego, al cabo, susurró con reverencia:

—Me han chafado la exclusiva…

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