Amsterdam

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V Parte » Capítulo 6

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Aquella semana, el primer ministro decidió llevar a cabo una remodelación ministerial, y prácticamente todo el mundo convenía en que, a pesar de que la opinión pública se había decantado mayoritariamente en favor de Garmony, la fotografía de El Juez había arruinado su carrera. En cuestión de un día el ya ex ministro de Asuntos Exteriores descubrió, tanto en los pasillos de la sede del partido como entre los diputados parlamentarios, que contaba con muy pocos apoyos para disputar el liderazgo del partido en noviembre: en el país, en general, la «política de la emoción» bien podría haberle otorgado el perdón, o al menos una suerte de tolerancia, pero los políticos no ven con buenos ojos tal vulnerabilidad en un aspirante a líder. Estaba, pues, destinado al olvido político que había deseado para él el director de El Juez. Julian Garmony pudo desplazarse sin mayores problemas hasta la sala VIP del aeropuerto —adonde seguía teniendo acceso en virtud de su reciente cargo—, libre de papeles oficiales y sin funcionarios a su servicio guardándole los flancos. Se encontró con George Lane, que se estaba sirviendo un whisky en el bar.

—Ah, Julian… Ven, toma una copa conmigo.

No se habían visto desde la cremación de Molly, y se dieron la mano con cierta cautela. Garmony había oído rumores de que había sido Lane quien había vendido las fotografías, y Lane ignoraba cuánto podía saber Garmony. Éste, por su parte, no estaba demasiado al tanto de la actitud de Lane respecto a su romance con Molly. Y Lane tampoco sabía muy bien si Garmony era consciente de lo mucho que él, George, le detestaba. Iban a viajar a Amsterdam juntos para repatriar los féretros a Inglaterra, George en calidad de viejo amigo de los Halliday y de mentor de Vernon en El Juez, y Julian, a instancias de la Fundación Linley, como valedor de Clive en el gabinete ministerial. Los miembros del comité de la Fundación confiaban en que la presencia del ex ministro de Asuntos Exteriores aceleraría el engorroso papeleo que llevaba aparejado cualquier repatriación de unos restos mortales.

Se abrieron paso con sus bebidas a través de la atestada sala —casi todo el mundo era VIP hoy día— y descubrieron un rincón relativamente tranquilo junto a la puerta de los lavabos.

—Por los que nos han dejado.

—Por los que nos han dejado.

Garmony se quedó pensativo unos instantes, y luego dijo:

—Mira, ya que estamos juntos en esto, será mejor que dejemos las cosas claras. ¿Fuiste tú quien puso en circulación las fotografías?

George Lane dio un largo sorbo a su vaso, y dijo en tono apenado:

—Como hombre de negocios os he apoyado lealmente y he contribuido a los fondos del partido. ¿Qué iba yo a sacar de ello? Halliday ha debido de tenerlas «aparcadas» desde hace tiempo, a la espera del mejor momento.

—He oído que se pujó por el copyright.

—Molly le dejó el copyright a Clive Linley. Así que Clive debe de haber sacado un buen dinero. No he querido preguntar cuánto.

Mientras bebía su copa, Garmony razonó que, como es lógico, El Juez silenciaría sus fuentes. Si Lane estaba mintiendo, mentía muy bien. Si no mentía, al infierno con Linley y con todas sus obras.

Llamaron a su vuelo. Mientras bajaban las escaleras hacia la limusina que les aguardaba en el asfalto, George le puso una mano en el brazo a Julian, y dijo:

—¿Sabes? Creo que saliste del apuro bastante bien.

—Oh, ¿tú crees?

Con tacto, como si no lo estuviera haciendo deliberadamente, Garmony apartó el brazo.

—Oh, sí. La mayoría de la gente se habría ahorcado por mucho menos.

Una hora y media después circulaban por las calles de Amsterdam en un coche oficial del gobierno holandés.

Llevaban sin hablar un buen rato, y George, como sin darle importancia, dijo:

—He oído que el estreno de Birmingham ha sido pospuesto.

—Suspendido, más bien. Giulio Bo dice que la obra es una mierda. La mitad de la British Symphony Orchestra se niega a tocarla. Al parecer hay una melodía al final que, excepto unas cuantas notas, es una copia descarada de la Oda a la alegría de Beethoven.

—No es extraño que se suicidara.

Los cuerpos estaban en el pequeño depósito de cadáveres del sótano de la comisaría principal de Amsterdam. Mientras bajaban las escaleras de hormigón hacia el sótano, Garmony se preguntó si habría un lugar secreto similar bajo las dependencias de Scotland Yard. Ya nunca lo sabría. Tras llevar a cabo las identificaciones oficiales oportunas, el ex ministro fue llevado aparte por el ministro del Interior holandés para cambiar impresiones, y George Lane se quedó contemplando las caras de sus viejos conocidos. Curiosamente, ambos parecían en paz. Vernon tenía los labios ligeramente separados, como si estuviera diciendo algo interesante y se hubiera quedado a la mitad, y Clive tenía el aire feliz de alguien a quien se está dedicando un cerrado aplauso.

Poco después, Garmony y Lane circulaban por el centro de la ciudad en el mismo coche. Ambos se hallaban ensimismados en sus propios pensamientos.

—Me acaban de decir algo muy interesante —dijo Garmony al rato—. La prensa no lo ha contado como fue. Nadie sabe la verdad. No fue un doble suicidio. Se envenenaron mutuamente. Se administraron el uno al otro Dios sabe qué droga mortífera. Fue un asesinato recíproco.

—¡Dios santo!

—Resulta que buscaron la ayuda de dos de esos médicos granujas que llevan hasta el límite las leyes holandesas de la eutanasia. Esa gente cobra grandes sumas por quitar de en medio a parientes muy ancianos de sus clientes.

—Es curioso —dijo George—. Me parece que El Juez publicó un reportaje sobre eso precisamente.

Volvió la cabeza para mirar por la ventanilla. Atravesaban, casi a paso humano, la Brouwersgracht. Una calle tan agradable, tan pulcra y ordenada. En la esquina había un bonito café en el que probablemente se vendían drogas.

—Ah —suspiró al fin—. Los holandeses y sus razonables leyes.

—Exacto —dijo Garmony—. En lo de ser razonables los holandeses se exceden.

A última hora de la tarde, de vuelta en Inglaterra, después de cumplir los trámites de los ataúdes y de pasar la aduana en Heathrow y de localizar a sus respectivos chóferes, Garmony y Lane se estrecharon la mano y se despidieron. Garmony salió para Wiltshire, donde tenía pensado pasar más tiempo con su familia, y Lane fue a visitar a Mandy Halliday.

George hizo que el coche le dejara al comienzo de la calle; pasearía unos minutos hasta la casa y llamaría a la puerta. Necesitaba planear lo que iba a decirle a la viuda de Vernon. Pero, en lugar de hacerlo, mientras iba caminando en la frescura relajante del crepúsculo, pasando ante casas victorianas, escuchando el sonido de los primeros cortacéspedes en la primavera temprana, vio que sus pensamientos tomaban placenteramente otros derroteros: Garmony vencido, airosamente defendido por Rose Garmony en la rueda de prensa (incluso negó mendazmente la aventura extraconyugal de su esposo), y ahora Vernon fuera de juego. Y también Clive… En conjunto, las cosas no habían salido tan mal en lo relativo a los antiguos amantes de Molly. Sin duda era un buen momento para empezar a pensar en ofrecerle un buen funeral a su querida Molly.

George llegó a la casa de Halliday y se detuvo unos instantes en las escaleras de la entrada. Conocía a Mandy desde hacía muchos años. Una gran chica. Una cabecita loca en su juventud. Tal vez no fuera demasiado pronto para pedirle que saliera a cenar con él algún día.

Sí, un funeral como es debido, se dijo. En Saint Martin’s mejor que en Saint James’s, por mucho que Saint James’s gozara en la actualidad del favor de los crédulos lectores de los libros que él publicaba. Sí, Saint Martin’s, entonces, y sólo él pronunciaría el discurso fúnebre. Nadie más. No habría amantes del pasado intercambiándose miradas. Sonrió, y cuando levantó la mano para pulsar el timbre su mente se hallaba ya ocupada en la fascinante tarea de confeccionar la lista de invitados.

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