Amnesia

Amnesia


Capítulo 9

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Capítulo 9

 

— ¿Qué es todo esto? —June se apartó mientras Max depositaba una enorme caja de cartón sobre el mostrador. Un momento después, otra caja más pequeña se unió a la primera.

—Vamos a entrar en la era de los ordenadores —le explicó Max mientras volvía hacia el coche para sacar la caja que contenía el teclado.

—Creía haberte oído decir que no necesitábamos ordenadores —June sacudió la cabeza mirando las cajas que tenía ante ella. Hasta su tamaño le resultaba intimidante.

—Pues estaba equivocado —respondió Max.

Colocó la última caja encima de las otras dos y sacó una navaja.

— ¿Qué está pasando aquí? —preguntó Sydney desde el salón.

—Max pretende llevarnos al siglo veintiuno —por su expresión, era evidente que a June no le hacía mucha gracia el cambio.

Sydney observó a Max mientras este abría las cajas.

—Bueno, no es que yo esté en contra del progreso, ¿pero a qué viene ese cambio? —preguntó la joven.

Max miró a Kristina cuando esta se unió al grupo. En realidad, lo del ordenador había sido idea suya. Le había dicho algo que le había hecho pensar que en realidad se estaba resistiendo al cambio por motivos equivocados. Les debía a sus padres adoptivos el conservar lo mejor que pudiera aquel hostal que para ellos había representado años de trabajo.

—He pensado que ya había llegado el momento de hacerlo, eso es todo. Con esto podemos llevar la cuenta de todos los huéspedes que tengamos.

June rió suavemente mientras Max sacaba el monitor de la caja.

—Ahora mismo puedo llevar la cuenta de los huéspedes que tenemos con una sola mano.

Atraídos por el sonido de sus voces, Antonio y Sam se acercaron a recepción.

— ¿Qué es todo esto? —preguntó Sam con el ceño fruncido.

—Max acaba de invertir nuestro futuro aumento de sueldo en un ordenador —le explicó June

— ¿Ahora vamos a tener ordenador? — refunfuñó Sam.

— ¿De verdad iban a subirnos el sueldo? —quiso saber Antonio.

—No —contestó Max, con la mirada fija en los cables del ordenador—, no me he gastado vuestro sueldo en un ordenador. Y sí, es posible que os suba el sueldo, en cuando mejore un poco el negocio —añadió prudentemente.

El gemido general le indicó que ninguno de ellos tenía excesiva fe en que eso ocurriera. Ninguno, salvo Kristina, que no dijo absolutamente nada. Durante las últimas dos semanas, se había adaptado a la plantilla mucho mejor de lo que Max había creído posible.

Y él se había descubierto a sí mismo regresando cada noche al hostal para verla, aunque sabía que estaba adentrándose en un terreno muy peligroso.

Max miró los libros de instrucciones y se los tendió a June.

— ¿Qué se supone que tengo que hacer con ellos? — quiso saber ella.

—Leerlos, aprender a utilizar el ordenador —la animó Max.

—Yo te ayudaré —se ofreció Kristina, tomando el manual de funcionamiento—. El ordenador será una gran ayuda. Puede ayudarnos a llevar la contabilidad. Y hay un programa que nos ayudará a clasificar los diferentes tipos de clientes y cosas de ese tipo.

Kristina pestañeó, como si de pronto hubiera sido consciente de lo que estaba diciendo.

—No tengo ni idea de cómo sé todo eso —susurró.

—Me comentaste que habías hecho algunos cursos de informática en la escuela de adultos antes de venir aquí — le explicó Max, intercambiando miradas con los otros—. Supongo que allí te hablarían de ese programa.

Durante las últimas dos semanas, Max había ido respondiendo a las preguntas de Kristina con explicaciones que hasta entonces habían conseguido satisfacerla. Pero se preguntaba hasta cuándo podría durarle la suerte.

—Sí, supongo que fue así —no podía haber otra explicación. Educadamente, le quitó a Max el cable que tenía en la mano y lo conectó al ordenador.

Con una pericia que a ella misma le sorprendió, conectó todos los componentes del equipo y en cuestión de segundos lo puso en funcionamiento.

—Creo que deberías manejarlo tú —sugirió June, mirando recelosa al aparato—.Yo ya soy demasiado vieja para este tipo de cosas.

—Nunca se es demasiado viejo. Yo te enseñaré cómo funciona —insistió Kristina.

— ¿Y podrías enseñarme a mí? —preguntó Antonio.

—En cuanto haya terminado de enseñar a June —señaló Max.

Y el proceso podía llevar su tiempo, pensó al ver la expresión dubitativa de June. Pero confiaba en la palabra de Kristina. Esta se tomaba todas sus tareas con un entusiasmo que resultaba contagioso.

Se volvió hacia June.

— ¿Cómo van las cuentas del mes?

June se alegró de que la conversación se alejara por fin de los ordenadores.

—De momento tenemos doce reservas para el fin de semana de San Valentín —esa era una buena noticia—. Pero hasta entonces, no tenemos prácticamente nada — June miró el ordenador como si fuera su enemigo—. Me duele decirlo, pero vamos a tener que hacer algo, Max — miró a los demás y todos asintieron, mostrando su acuerdo—. Esto no puede continuar así.

Max suspiró frustrado. June estaba expresando lo que él había estado pensando desde que había llegado Kristina con su propuesta de cambio. Al margen de lo que opinara de ella, lo cierto era que le había hecho pensar.

Kristina dejó los manuales de instrucciones al lado del ordenador.

— ¿Qué ocurrirá si las cosas no cambian?

Max metió los pulgares en las trabillas de los vaqueros.

—Tendremos que cerrar —él tenía su propio negocio y cerrar el hostal supondría el fin de muchos dolores de cabeza.

Pero también supondría otras muchas cosas. Como el fin de una época. Y él no quería que eso ocurriera.

—Pero sería terrible que tuviera que cerrar un lugar tan hermoso como este —se lamentó Kristina—.Además, ¿adonde iríamos todos nosotros?

Sydney se encogió de hombros.

—Supongo que tendríamos que conseguir otro trabajo —contestó, pero la mera idea la entristecía.

June sacudió la cabeza.

—Yo no podría. ¿Quién va a contratar a una mujer de mi edad?

Jimmy, que había entrado discretamente en medio de la conversación, carraspeó para llamar la atención.

—Tú eres una polluela comparada conmigo.

Kristina fue recorriendo uno a uno el rostro de todos los empleados del hostal. Por lo que hasta entonces sabía, aquella podía ser la única familia que tenía. Y no quería perderla.

—Max, tienes que hacer algo. No podemos dejar que eso suceda.

Kristina estaba expresando los sentimientos que él le había querido inculcar. Pero entonces, ¿por qué se sentía como si hubiera hecho algo malo?, se preguntó Max. Sacudió la cabeza, intentando apartar aquella sensación.

—Sí, eso es lo que creo. Tenemos que hacer algo para modernizar el hostal, para que pueda competir con otros establecimientos.

—No —dijo Kristina lentamente mientras su mente formulaba pensamientos que le costaba reconocer como suyos—, no tenemos que competir con nadie, lo que deberíamos conseguir es que fuera un lugar diferente a cualquier otro —mientras hablaba iba creciendo su entusiasmo—. Diferente, pero que pueda resultarle atractivo a un espectro muy amplio de gente.

Sonaba bien. June asintió, mirando hacia Max.

— ¿Cuál es el segmento de población más numeroso de esta zona? —preguntó Kristina.

Antonio se encogió de hombros.

— ¿La generación del baby boom? —sugirió Sam.

—Buena respuesta —dijo Kristina de pronto—, pero no has dado en el clavo — ¿de dónde procedían aquellas expresiones? ¿Por qué se sentía tan cómoda hablando de aquel tema?—. Hay un grupo de población todavía más grande: los recién casados y las personas que están intentando recuperar la magia de los primeros días de su matrimonio.

— ¿Sabes? —Sam miró a Max— Esa podría ser una buena idea.

—Trabajaremos en ello —propuso Max.

Pensó entonces en los documentos que Sydney había sacado del maletín de Kristina la primera noche. En ellos figuraban los planes de Kristina para el hostal. Tendría que volver a revisarlos.

—Y hasta entonces —la voz de June los hizo volver al presente—, podríamos ir pensando en cambiar la decoración para el próximo fin de semana. Quizá podamos crear una ambiente que motive a las parejas que van a pasar aquí la fiesta de San Valentín a venir al hostal más de una vez al año.

En el hostal se celebraba el día de San Valentín todos los años, reflexionó Max. Allí era donde había besado él a su primera chica. El año anterior no había estado, pero asumía que también lo habrían decorado.

— ¿Pero no lo decoramos todo los años?

June y Sydney intercambiaron miradas de desesperación.

—Sí, lo decoramos, si te refieres a poner guirnaldas de corazones y cupidos que deberían empezar a pensar en jubilarse —respondió June.

Kristina creía entender lo que June estaba sugiriendo. Miró a su alrededor, imaginándose la habitación decorada con guirnaldas rosas y blancas, globos y jarrones con flores estratégicamente colocados. Sí, el lugar tenía muchas posibilidades.

Se volvió y al hacerlo rozó involuntariamente a Max. Entre ellos se produjo una reacción similar a la que podía haber provocado una sacudida eléctrica. Por un instante, Kristina se olvidó de todos los demás. Y por la expresión de Max, supo que él estaba sintiendo lo mismo.

— ¿Por qué no voy a la ciudad a ver lo que podemos encontrar? —sugirió la joven precipitadamente, intentando concentrarse en los proyectos para el hostal.

— ¿Y cómo vas a ir? No tienes coche y no sabes conducir.

— ¿Puedes llevarme tú? —sugirió Kristina en un impulso.

Lo más inteligente habría sido contestar que no. Quedarse a solas con Kristina no era lo más sensato cuando la deseaba de una forma tan desesperante.

Pero no era capaz de decirle que no, o de ofrecerle que fuera con Antonio. De modo que permaneció mirándola sin decir nada.

June sacudió la cabeza.

—Ve con ella, Max. No tenemos tiempo que perder — miró a los demás, advirtiéndoles que no dijeran nada que pudiera contradecirla—.Y todos nosotros estamos muy ocupados.

— ¿Ah sí? —preguntó Antonio, que nunca había sido muy ducho en atrapar las cosas al vuelo.

Sydney lo agarró del brazo.

—Sí, estamos muy ocupados.

Jimmy se levantó lentamente de su silla.

—Bueno, ya he perdido demasiado tiempo. Ahora tengo que ir a arreglar un poco el jardín.

Sam ya estaba saliendo de recepción.

—Y yo quiero planificar un nuevo menú.

— ¿Y Sydney? —preguntó Max, haciendo un último intento por salvarse a sí mismo.

—Eh, Sydney y yo vamos a estar devanándonos los sesos con estos cacharros que has comprado —June señaló hacia el ordenador y apretó los labios.

Max, rindiéndose a lo inevitable, fue a buscar el jeep.

Max dejó el coche en el aparcamiento de las galerías y se volvió hacia Kristina. Todavía no entendía cómo había llegado hasta allí. Ir de compras era una de las cosas que más detestaba.

—Muy bien, todo esto ha sido idea tuya. ¿Por dónde empezamos?

Probablemente había estado allí docenas de veces, pensó Kristina. Pero nada le resultaba familiar. Escrutó la zona con la mirada, buscando algo que pudiera darle alguna pista. Odiaría haber llevado a Max hasta allí para nada.

—Por allí —señaló una tienda que estaba entre una pizzería y una tienda de muebles de baño.

Y en cuanto empezaron, fue prácticamente imposible detenerla. Podría haber perdido la memoria, pensó Max, pero no había perdido su intuición. Y eligió y compró con un ojo infalible.

La lista de cosas que necesitaban crecía a medida que iban visitando tiendas. Y la única forma de pararla fue alegar agotamiento.

— ¿No estás cansada? —le preguntó Max con incredulidad mientras cargaban la últimas cajas en el asiento de atrás.

—No —hacía un día precioso y Kristina se sentía maravillosamente porque lo estaba pasando con Max—. De hecho, ahora va a empezar la segunda ronda.

—No. La primera ya me ha costado una fortuna.

—Dinero llama a dinero —en cuanto pronunció aquella frase, Kristina miró a Max estupefacta—.A veces me siento como si fuera un muñeco y un ventrílocuo estuviera hablando por mí. No tengo la menor idea de dónde ha salido eso.

Seguramente era la antigua Kristina que estaba intentando emerger, pensó Max. Algunas de las cosas que había dicho durante las dos semanas anteriores le recordaban a la Kristina que había conocido antes de la amnesia. Y sabía que solo era cuestión de tiempo que regresara el resto.

— ¿Por eso me besaste la otra noche? ¿Porque un ventrílocuo te ordenó que lo hicieras? —estaba bromeando, pero en realidad quería saber si había habido algo inconsciente que hubiera motivado su conducta o había sido la nueva Kristina la que lo había besado.

—No —contestó Kristina con sinceridad—.Te besé porque quise —y añadió—: Y algo me dice que siempre voy detrás de lo que quiero.

Aquel era el momento en el que se suponía que él debería decir algo galante y retirarse. Debería, pero no lo hizo. Porque quería una respuesta.

— ¿Y qué es lo que quieres?

Kristina se humedeció los labios.

—Comer —contestó, mirándolo a los ojos.

Max soltó una carcajada. Comer. Sabía que había un buen restaurante cerca de allí. La agarró del brazo y se alejó con ella de las galerías.

—Supongo que eso también tendré que pagarlo yo — dijo, fingiendo lamentarse.

—Es lógico que tengas que pagarme incentivos.

Llegaron al restaurante y Max le sostuvo la puerta para invitarla a pasar.

—Yo creía que ya había sido un incentivo suficiente no hacerte pagar los vasos que rompiste.

Kristina miró a su alrededor al entrar. Detrás del mostrador de la entrada, había una espacioso comedor con mesas pequeñas distribuidas por doquier. Dos enormes ventanales de cristal ofrecían una vista del puerto. Una vista que no era ni de lejos tan maravillosa como la del comedor del hostal, pensó con cierto orgullo.

—Mesa para dos —le pidió Max a la recepcionista.

—Pero tú mismo dijiste que todo eso formaba parte del proceso de aprendizaje —le recordó Kristina mientras los conducían hacia una mesa.

Max ayudó a Kristina a sentarse y se sentó después frente a ella.

—Sí, pero entonces no sabía que pretendías levantar tú sola la economía de La Jolla.

Kristina tomó la carta y comparó el menú con el que Sam ofrecía.

—No hemos comprado tantas cosas.

—Cien velas rojas, ropa de cama para dieciséis habitaciones, toallas con corazones rojos y suficientes guirnaldas para decorar toda la Casa Blanca... Dios mío, yo creo que es más que suficiente.

No se molestó en abrir la carta. Había estado allí varias veces y ya sabía lo que le apetecía. Además de estar con Kristina, pensó con pesar.

Kristina dejó la carta a un lado.

—No son tantas las guirnaldas. Y creo que las sábanas de encaje ayudarán a crear el ambiente romántico que buscamos.

Era medio día, pero en el restaurante había una vela encendida en cada mesa. Max las observó, atento al reflejo dorado que iluminaba el rostro de Kristina. Y pensó que quizá tuviera razón.

—Hasta ahora, la mayoría de la gente que viene al hostal está más cerca de la jubilación que del romanticismo.

Kristina se inclinó hacia delante.

—Esos no son conceptos excluyentes, Max.

Max habría jurado que había llegado hasta él la fragancia de su champú. Un champú de hierbas. El pulso se le aceleró como si fuera un adolescente en su primera cita.

— ¿Y qué te convierte en una experta en el tema?

—No lo sé —y aun así, su confianza en sí misma crecía con cada una de sus palabras—.A lo mejor todas estas cosas se me ocurren cuando pienso en cómo me abrazaste aquella noche —sonrió al verlo moverse nervioso en la sillas—. ¿Sabes? Desde entonces has estado evitándome.

—No es cierto. Nos hemos visto todas las noches.

—Pero no a solas.

Aquellas palabras se deslizaron en su mente, suaves, seductoras... Dios, aquella mujer era letal. Y ni siquiera era consciente de ello.

—No —admitió—, no a solas.

«Ahora o nunca», se dijo Kristina. Con un elaborado movimiento, extendió la servilleta en su regazo y alzó la mirada hacia Max.

—Nunca contestaste a la pregunta que te hice. ¿Hay otra mujer?

Max podría haber mentido y zanjado inmediatamente la cuestión, pero algo lo urgió a decir:

—No, no hay nadie.

Kristina bebió un largo sorbo de agua. Sentía repentinamente seca la garganta. Quizá, después de todo, se estuviera poniendo nerviosa.

— ¿Sabes? Sam me dijo que había tantas mujeres en tu vida como para poblar una ciudad pequeña —vaciló antes de continuar—. Pero nunca te he visto con ninguna.

—Solo llevas dos semanas aquí —señaló Max—, y he estado muy ocupado. Ahora mismo acabo de terminar una relación y estoy empezando otra —partió el pan que había sobre la mesa y le ofreció la mitad.

Kristina asintió para darle las gracias. La sonrisa que asomó a sus labios indicaba que no le había creído.

—Podría preguntarte si siempre eres tan franca —continuó Max—, pero supongo que no lo sabes.

—No, no lo sé —respondió Kristina—. Pero ya no me importa.

— ¿Por qué?

—Porque tú me dijiste que no había nadie en mi vida, salvo un doloroso incidente que supongo que es mejor que permanezca en el olvido. Yo prefiero concentrarme en el aquí y el ahora —le sostuvo la mirada mientras se llevaba un pedazo de pan a los labios—.Y en lo que tengo delante de mí.

¡Vaya! Max empezaba a encontrarse con serios problemas.

—Sam estará encantado de saber que en la ciudad no hay nadie que pueda competir con él —le comentó Max a Kristina cuando una hora más tarde abandonaron el restaurante.

Kristina asintió. Sam estaba tan orgulloso de su cocina como Jimmy de su jardín. Y ella les había tomado un gran cariño a los dos.

Como hacía frío, se agarró al brazo de Max y fue acercándose inconscientemente a él a medida que caminaban.

—Sería una pena que tuvieras que vender el hostal.

Max se preguntaba si sabría lo que le estaba haciendo. ¿Sería realmente tan inocente como parecía?

— ¿Y quién ha hablado de vender el hostal?

—Bueno, dijiste que si no conseguías hacerlo rentable, no tendrías otra opción.

—Estoy seguro de que podremos hacerlo rentable — se detuvo delante del jeep—. He estado pensando en lo que dijiste sobre la posibilidad de convertir el hostal en un establecimiento destinado a las lunas de miel.

— ¿Yo dije eso? —preguntó Kristina, intentando recordar.

—Bueno, no con .esas palabras —se regañó a sí mismo por aquel desliz. Le resultaba tan fácil hablar con Kristina que casi no se acordaba de quién era—. Pero lo insinuaste cuando comentaste que uno de los sectores a los que deberíamos dedicarnos era el de los recién casados.

—Ah, sí, ¿y qué es lo que propones?

Max intentó acordarse de lo que Kristina había dicho. Pero en aquel entonces estaba tan ocupado resistiéndose a sus propuestas que apenas le había prestado atención.

—Quizá podamos reformar las habitaciones y poner dentro los baños. Yo mismo podría ocuparme de ese trabajo —estudió su rostro con atención, esperando algún indicio de reconocimiento.

Pero Kristina se limitó a escuchar y a asentir.

—A mí me parece una buena idea.

Lógicamente, puesto que había sido suya, pensó Max.

Por un momento, permanecieron en silencio. Max observaba cómo jugaba el viento con la melena de Kristina. Le recordaba a la primera noche que habían estado juntos en la playa. Tenía la sensación de que habían pasado años desde entonces.

¿Podría una amnesia como aquella durar de forma permanente?, se preguntó. Sabía que era terrible desear algo así, pero no podía evitarlo. Nunca se había sentido tan atraído por una mujer.

— ¿Kris?

Kristina elevó el rostro hacia él.

Max estuvo a punto de besarla, pero se detuvo en el último momento. Él solo quería disfrutar de su compañía, nada más.

—Todavía no quiero volver.

—Yo tampoco —contestó Kristina con una sonrisa—. ¿Pero no crees que nos echarían de menos?

—Creo que se las podrán arreglar sin nosotros.

¿Y quién era ella para discutir con el jefe?

— ¿Y qué sugieres que hagamos?

— ¿Qué te parecería ir al cine?

—Me encantaría.

— ¿Y qué te apetece ver?

—No sé... sorpréndeme.

Y efectivamente, la sorprendió. Y también se sorprendió a sí mismo. Porque la llevó a ver una película de amor y se descubrió disfrutando de ella.

Después de la película se compraron sendos helados, que disfrutaron paseando por las calles de la ciudad mientras comenzaba a envolverlos la noche.

Las estrellas empezaron a salir. Mientras alzaba la mirada hacia ellas, Kristina se preguntó si alguna vez habría sido tan feliz.

—Me ha parecido maravilloso —comentó pensativa mientras mordisqueaba su helado— que el protagonista haya sido capaz de renunciar a todo por ella. ¿Tú podrías hacer algo así? —le preguntó de pronto—. ¿Podrías renunciar a todo por la persona de la que estuvieras enamorado?

—No lo sé, ¿y tú?

—Ahora mismo no tengo nada a lo que renunciar, así que supongo que la respuesta es sí.

— ¿Y si tuvieras algo más?

—Supongo que depende de lo mucho que quisiera a esa persona. ¿Y tú?

—Yo nunca he querido tanto a nadie, así que no lo sé —pero sabía que podría. Que con la mujer adecuada podría llegar a hacerlo—. Es posible.

Kristina comenzó a caminar otra vez.

—De todas formas, no creo que tengas que preocuparte. Dudo que ninguna mujer te pida que renuncies a un lugar tan especial como el hostal por ella.

Y, sin embargo, ya lo había hecho una mujer.

— ¿Tú crees que el hostal es especial?

—Por supuesto. Hay algo muy especial en ese lugar. Lo descubrí en cuanto dejé de romper todo lo que tocaba y los demás dejaron de verme como un desastre andante. La verdad es que todavía no entiendo por qué montaste una empresa constructora.

Las razones de Max eran muy sencillas.

—Solo quería hacer algo por mí mismo. En aquella época, el hostal todavía era de mis padres.

—Creo que te comprendo —musitó Kristina lentamente, intentando explorar las razones de aquel sentimiento.

—Supongo que será mejor que volvamos.

—Sí —una vez terminado el helado, Kristina tiró la servilleta a una papelera—. Deberíamos volver.

La fragancia de Kristina lo envolvía; una fragancia seductora, sensual. Contaba con la luz de la luna, un cielo estrellado y una hermosa mujer a su lado. Un hombre no podía resistirse a lo inevitable durante tanto tiempo.

Max no pudo evitarlo. Ni siquiera lo intentó. Muy delicadamente, la hizo volverse hacia él. Posó la mano en su mejilla, buscó sus labios e hizo lo que llevaba trece días deseando hacer.

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