Amnesia

Amnesia


Capítulo 10

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Capítulo 10

 

Lo sintió en cuanto sus labios se encontraron. Fue como toda la celebración del Cuatro de Julio explotando en su interior. La deseaba tanto que apenas podía respirar.

Deseando que el tiempo se detuviera, se permitió prolongar el contacto de sus labios. Y su boca fue arrastrada por la dulzura que los labios de Kristina le ofrecía.

¿Cómo podía algo tan maravilloso ser al mismo tiempo tan tamaño error?

¿Y cómo podía haber dejado que aquello ocurriera? Se suponía que él era el director, el que tenía el control de aquel escenario urdido por él mismo. Él no tenía que formar parte de la escena.

Sentía el rumor de la sangre despertando en su interior necesidades que no había conseguido aletargar desde la primera noche que habían discutido en la playa. Era una atracción tan fuerte, tan poderosa, que amenazaba con arrastrarlo...

No, no se había engañado a sí misma, Max sentía lo mismo que ella. Kristina podía saborearlo, podía sentirlo. No era solo un deseo imaginado. Era real. Lo sabía.

—Creo que deberíamos continuar en otra parte —susurró contra sus labios.

Si Max quería llevarla aquella noche a su habitación, ella estaba dispuesta a ir. No había ningún motivo para negar lo que sentía, lo que ambos sentían. Kristina sabía que estaba preparada para hacer el amor con él. Y su cuerpo ardía mientras esperaba la respuesta.

Oh, Dios, ¿por qué tenía que pasarle a él una cosa así? Si tomaba lo que le estaba ofreciendo sin decirle a Kristina quién era de verdad, Kristina terminaría odiándolo cuando recuperara la memoria. Era un precio demasiado alto a pagar por una sola noche de placer.

Pero tenían toda la noche por delante, y el futuro estaba todavía tan lejos...

Afortunadamente, su resolución volvió de repente.

—En otra ocasión —fue una de las cosas más difíciles que había tenido que decir en su vida.

Sintiéndose como una estúpida, Kristina se apartó rápidamente de él. Evitó mirarlo a los ojos y se metió directamente en el coche. ¿Habría confundido las señales?

Miró a Max.

No, maldita fuera, no había confundido las señales. Podría no saber demasiadas cosas, pero sabía lo que sentía. Y también lo que sentía Max por ella.

Max la deseaba, claro que la deseaba. Y ambos eran personas adultas. ¿Dónde estaba entonces el problema?

El silencio que se hizo en el coche era casi tangible. Parecía tragárselos y les impedía tratarse con naturalidad.

— ¿Max?

Max no la miró. Prefería no mirarla.

— ¿Sí?

Su voz era distante, como la de un extraño. Pero no era un extraño. No para ella. Kristina eligió las palabras con cuidado, intentando tender un puente entre ellos.

—Tengo la sensación de que hay algo que no me estás diciendo.

Max tensó las manos en el volante y la miró de reojo.

— ¿De dónde has sacado esa idea?

—No sé... Cada vez estamos más cerca... —se volvió en su asiento para mirarlo—. Cada vez que me besas, tengo la sensación de que quieres, bueno, de que quieres continuar. Y después te echas para atrás.

Max encendió la radio, intentando llenar el vacío que había entre ellos.

—Solo son imaginaciones tuyas.

Kristina bajó el volumen de la radio hasta convertirlo en un murmullo de fondo.

—Yo creo que no.

—Claro que no me echo para atrás —replicó Max con énfasis, y aligeró a continuación el tono—. Es normal que tengas esas sensaciones cuando todo te resulta tan extraño, tan diferente. Pero te he dicho todo lo que puedo.

«Todo lo que puedo», un comentario muy revelador, pensó Kristina. No, se corrigió al instante; Max tenía razón, se estaba volviendo paranoica.

Con un suspiro, se pasó la mano por el pelo.

—De acuerdo, como tú digas —contestó suavemente.

Con los brazos cargados de guirnaldas, Kristina le dirigió a Max una mirada acusadora. Había decidido olvidarse del incidente del día anterior. Aquel era un nuevo día. Y con él llegaban nuevas oportunidades.

Le sonrió.

—Que seas el jefe no significa que estés exento del trabajo —había reservado intencionadamente algunos de los adornos esperando la llegada de Max. Quería que Max también participara en lo que ella percibía como una especie de ritual.

—Tengo trabajo que hacer —señaló él—. Mucho trabajo —mientras lo decía, sentía cómo se iba debilitando su voluntad—.Y si tengo que sacar adelante mi empresa y empezar a hacer algunos cambios en el hostal, tendré que administrar mi tiempo estrictamente.

Kristina lo escuchó pacientemente mientras hablaba. Cuando terminó, le tendió una caja llena de adornos y, sonriendo como si no hubiera dicho una sola palabra, lo arrastró hasta un rincón en el que había colocado una escalera.

— ¿Y qué se supone que tengo que hacer con esto?

—Sígueme. Y pásame los adornos cuando te los pida —comenzó a subir la escalera.

Asaltado por una repentina sensación de deja vu, Max dejó caer la caja al suelo y agarró ambos lados de la escalera.

Antonio, que iba de camino hacia el almacén, miró en su dirección. Al pasar por delante de Max le sonrió.

—Vaya, parece que has elegido la parte más fácil del trabajo.

Max soltó una bocanada de aire. No tenía tiempo para ese tipo de cosas. No tenía tiempo para continuar sosteniendo una escalera y mirando el par de piernas más hermoso que recordaba haber tenido nunca frente a él. Tenía cosas mejores que hacer.

Aunque en aquel momento no se le ocurriera ninguna.

Durante el poco tiempo libre del que disponía, Max había estado estudiando los apuntes de Kristina. Y al prescindir de sus prejuicios, había comenzado a darse cuenta de lo acertadas que eran sus sugerencias. Kristina había dado en el blanco con la idea de convertir el hostal en un rincón para enamorados.

En cuanto terminara aquel fin de semana, iba a calcular exactamente el coste que supondría añadir un baño a cinco de las habitaciones. Incluso haciendo él mismo el trabajo, supondría una cifra importante. Pero Kristina tenía razón: el dinero llamaba al dinero. Y él tenía algo ahorrado por si surgía alguna emergencia.

Y aquello era una emergencia, pensó, mientras deslizaba la mirada por las largas piernas de Kristina. Llevaba pantalones cortos. Y Max sentía un calor sofocante creciendo en su interior.

— ¿Por qué no te has puesto unos vaqueros?

Kristina lo miró por encima del hombro y no hizo ningún esfuerzo por disimular su sonrisa.

— ¿Por qué no miras a otra parte?

—Porque esta vista me parece magnífica.

—Entonces no te quejes —contestó Kristina mientras pegaba un querubín de papel.

Cuando se estiró para pegar la cabeza del cupido, Max revivió las imágenes del accidente.

— ¿De verdad crees que deberías estar ahí? Me refiero a que ya te caíste una vez de la escalera, y no me gustaría que te volviera a ocurrir.

A Kristina le gustaba que se preocupara por ella. Y decidió presionar un poco más.

— ¿Nunca has oído decir que lo mejor que se puede hacer después de caerse de una escalera es volver a subir para perder el miedo?

—Eso solo es para los caballos. Baja ahora mismo de ahí.

Algo se erizó en el interior de Kristina, haciéndole pensar que quizá no le gustara recibir órdenes. Pero él era el jefe. Al cabo de unos segundos, comenzó a bajar.

Sin esperar a que estuviera en el suelo, Max la agarró por la cintura, la bajó y le quitó el rollo de celo de las manos.

—Dame eso. Ahora sujeta tú la escalera.

—Sí, señor —Kristina se apartó a un lado mientras él ocupaba su lugar y, al verse en la misma posición en la que estaba él minutos antes, sonrió. Aquel hombre tenía un trasero espectacular.

—Bonita vista —comentó—. Ha merecido la pena el cambio.

Max se preguntó si diría lo mismo cuando recuperara la memoria.

—Tenemos lleno el hostal —le anunció June a Max cuando Sydney se llevó a la pareja que acababa de registrarse en el hotel.

—Es maravilloso —dijo Max—. Como en los viejos tiempos —pero no era como en los viejos tiempos, pensó. Y nunca volvería a serlo—.Voy a seguir con los cambios. No podremos empezar hasta marzo, pero podemos empezar a planificar la publicidad para la nueva imagen del local.

— ¿La publicidad? —repitió June.

—Me gustaría editar unos folletos nuevos, por ejemplo.

Kristina, que estaba llevando toallas limpias a uno de los baños, oyó la conversación y se detuvo a su lado. Las ideas parecían estallar en su cerebro como las palomitas en una sartén caliente.

— ¿Y por qué conformarnos con unos folletos? —June y Max se volvieron hacia ella—. ¿No podríamos poner algún anuncio en los periódicos de la zona?

—Estás hablando de mucho dinero —respondió Max.

—Y de esa forma se podría ganar mucho más —volvió a experimentar una extraña sensación de haber vivido aquello con anterioridad. Decidió ignorarla y se echó a reír—. Dios mío, estoy hablando como si fuera una importante ejecutiva.

—No tienes por qué disculparte —dijo Max rápidamente. No quería que aquella conversación la hiciera empezar a pensar—.A mí me parece una buena sugerencia, aunque tardaremos algún tiempo en poder llevarla a cabo.

—Para poner un anuncio solo hace falta descolgar un teléfono —una vez más, volvió a tener la sensación de que había dentro de ella una especie de piloto automático—. Por supuesto, no tienes por qué empezar demasiado pronto. ¿Cuánto tiempo crees que tardarás en reformar el hostal?

—De momento, tengo a todos mis trabajadores entregados a la segunda fase del complejo de viviendas que estoy levantando. De modo que yo soy el único que está en disposición de trabajar.

— ¿Y si contratas a trabajadores eventuales?

—Sí, eso estaría bien —contestó Max pensativo. Miró de repente a Kristina con extrañeza—. ¿Pero tú que sabes de trabajadores eventuales?

Kristina se mordió el labio.

—El otro día te oí hablar con alguien llamado Paul por teléfono. Le comentaste que querías contratar a alguno.

—Paul es mi socio en la empresa de construcción — contestó un poco incómodo—. ¿Qué más oíste?

—Nada más, ¿por qué? ¿Tienes miedo de que oyera algún secreto?

Max podía sentir la mirada de June sobre él.

—Mi vida es como un libro abierto —contestó con aire de inocencia—. Era simple curiosidad.

Kristina estaba especialmente guapa aquella mañana. De pronto, olvidándose de todas sus precauciones, Max deseó estar a solas con ella bajo la luz de la luna.

— ¿Por qué no terminas de trabajar y nos vamos a dar un paseo por la playa?

Kristina se acordó entonces de las toallas. Y de los Shoenberg, que las estaban esperando.

—Ahora estoy muy ocupada, no puedo dejar el trabajo.

—Pero yo conozco al jefe —Max le guiñó el ojo—. Hablaré con él para que no sea demasiado duro contigo.

Kristina esbozó una sonrisa que a Max le llegó al corazón.

— ¿Lo harás?

—Palabra de honor.

Dios, cómo deseaba a aquella mujer. Y no solo quería tenerla entre sus brazos: quería llevársela a la cama. Pero tenía que tener cuidado. Un solo movimiento en falso y tendría que pagar por ello.

Kristina, debatiéndose entre el sentido de la responsabilidad y el deseo, contestó:

—De acuerdo, iremos después de cenar. Le he prometido a Sydney que la ayudaría a servir las mesas.

— ¿Y eso no puede hacerlo Antonio?

—Chss —Kristina se acercó a Max y miró a su alrededor para asegurarse de que Sydney no andará cerca—. Ha ido a la ciudad a comprarle un ramo de rosas a Sydney.

Max podía oler su cabello. Despedía una fragancia de flores silvestres. Un aroma muy seductor. Maldito fuera, se estaba comportando como un adolescente esperando su primera cita.

— ¿Y para qué ha ido a comprar rosas a la ciudad? En el jardín tenemos flores.

—No es lo mismo —Kristina sonrió con picardía—.

Además, Jimmy lo mataría si lo descubriera cortando una de sus criaturas.

Max la miró, sorprendido por la facilidad con la que Kristina se había involucrado en las vidas de todos los empleados del hostal. Justo como él quería. Con una sola excepción, claro.

Porque Max no quería que se involucrara de ninguna manera en su vida. Y, sin embargo, lo había hecho de tal manera que iba a echarla terriblemente de menos cuando por fin recuperara la memoria. Y su vida. Daniel le había dicho que la amnesia todavía podía prolongarse, pero no podía mantener a Kristina lejos de su familia indefinidamente.

Pero Max no quería pensar en ello todavía, estando Kristina a su lado, con un aspecto más refrescante que la lluvia de la primavera.

Kristina se abrazó a las toallas.

—Ahora mismo vuelvo —le prometió, y subió corriendo las escaleras.

June casi podía leerle el pensamiento. Conocía a Max desde que los Murphy lo habían sacado del orfanato. Y jamás lo había visto tan enamorado.

— ¿Has leído Pygmalion? —le preguntó.

Max negó con la cabeza, pero había entendido perfectamente lo que June pretendía decir.

—No, pero he visto My Fair Lady. Y me gusta.

—A mí también. Tiene un final feliz.

—Pero la vida no es como las películas —replicó Max.

—Creo que deberías tener fe, Max.

Iba a hacer falta mucho más que fe para salir de aquel lío, pensó Max. Aquella no era una situación fácil de resolver. Había engañado a Kristina y, probablemente, había echado a perder la que podía haber sido la mejor relación de su vida.

Max permanecía en la parte de atrás del hostal, envuelto en la sensual oscuridad que cubría la tierra. La impaciencia lo corroía mientras esperaba. E intentar razonar no le estaba sirviendo de nada.

Todo aquello era un error. Un error en el que se hundía más profundamente cada vez que estaba a solas con Kristina.

Pero no podía evitarlo. De alguna manera, todos los caminos lo conducían a ella.

Kristina bajó lentamente los escalones de piedra que llevaban hacia la playa, intentando mantener el equilibrio con una taza de café en cada mano. June le había dicho dónde podía encontrar a Max.

Estaba esperándola, comprendió. Y saberlo fue más efectivo para hacerla entrar en calor que las tazas humeantes que llevaba en cada mano.

Se volvió hacia Max:

—Toma.

— ¿Qué es eso?

—Café. June ha pensado que te apetecería algo que te ayudara a entrar en calor. Hace frío esta noche —tomó su taza con las dos manos mientras comenzaban a caminar por la playa.

—Pues yo no lo he notado.

La marea había subido, devorando metros y metros de playa. A pesar del frío, Kristina sentía la necesidad irresistible de meter los pies en el agua.

Seguramente Max pensaría que estaba loca. Y quizá lo estuviera. Loca por no hacerse más preguntas sobre la vida que había perdido. Loca porque estar con Max le parecía más que suficiente.

—Esta noche hay mucho ajetreo en el hostal —comentó después de beber un sorbo de café.

—Supongo que tenías razón —y en muchas más cosas de las que podía decirle—. El romanticismo es un gran atractivo.

—El más antiguo del mundo, además.

Max observó los rayos de la luna jugando con su pelo. Y deseó poder hundir el rostro en aquella melena.

—Kris, ¿has recordado algo?

Kristina pensó un momento en ello.

—Solo fragmentos.

— ¿Fragmentos de qué? —preguntó Max, intentando no parecer receloso.

Kristina bebió otro sorbo. El café se estaba enfriando muy rápidamente. Y también ella. Miró a Max de reojo.

—Es como... como cuando estás haciendo un puzzle y encuentras una pieza que podría formar parte de la nariz, o del pie, o de cualquier otra parte del cuerpo. La guardas con la esperanza de poder encontrar su lugar en cuanto la imagen comience a cobrar forma.

No parecía que tuviera nada por lo que preocuparse, pensó Max. Kristina continuaría siendo Kris durante algún tiempo.

— ¿Y nada más?

—No —terminó el café y jugueteó con la taza con aire ausente mientras continuaban caminando—. Continúo sin tener la sensación de que sea a esto a lo que me dedicaba, aunque cada vez se me da mejor —dijo con orgullo—. No he vuelto a romper nada.

—No solo has dejado de romper cosas, sino que has mejorado mucho. Sam cree que podrías llegar a ser una gran cocinera, June dice que, si no fuera por ti, todavía no sabría utilizar el ordenador y le he oído decir a Jimmy que había vuelto a dejarte trabajar en el jardín.

—Solo para llevarle las bolsas de fertilizante.

—Eso ya es un principio.

Un principio. Eran muchas las cosas que había empezado durante aquellas semanas, pensó Kristina con orgullo.

— ¿Has encontrado ya mi curriculum?

Aquella pregunta lo pilló completamente desprevenido.

—No, ¿por qué?

—Solo quería verlo. Me gustaría tener algún recuerdo que fuera más allá de estas últimas semanas.

Max se detuvo y se volvió hacia ella.

— ¿Tan horrible es?

—No, supongo que no —lo miró sonriendo mientras él comenzaba a abrazarla—.Vas a tirar el café —le advirtió.

— ¿Qué es la vida si no somos capaces de correr riesgos?

—Un aburrimiento —contestó Kristina, sin dejar de mirarlo a los ojos—. Un completo aburrimiento.

—Y a mí nunca me han gustado las cosas aburridas.

—En ese caso, intentaré no aburrirte.

Dios, era maravilloso estar entre sus brazos.

—Eso no podría suceder ni en un millón de años.

Kris Váleme tenía en él el efecto contrario; le hacía desear constantemente cosas que jamás podrían llegar a ser.

— ¿Estás seguro? —le preguntó Kristina con absoluta inocencia.

—No he estado más seguro de algo en toda mi vida.

—Entonces bésame, Max.

Que el cielo lo ayudara, porque estaba perdido.

—En eso precisamente estaba pensando.

Y la besó, sabiendo que tendría que poner freno a esa situación, sabiendo que no podría ir más allá de aquel beso. De modo que lo entregó todo en él: su corazón, su alma. La besó como si no hubiera un mañana para ellos.

Porque, por todo lo que él sabía, su relación no tenía ninguna posibilidad de futuro.

Sterling Foster miró con el ceño fruncido a la mujer que estaba en su despacho. La mujer a la que había mantenido escondida del mundo durante todos aquellos meses. La mujer que había sido su jefa y el objeto tanto de su ira como de su admiración durante más años de los que era capaz de recordar.

—Estoy en contra, Kate. Todavía no ha cambiado nada.

Kate Fortune entrecerró los ojos de tal manera que parecían dos rayos láser fulminando al abogado.

—No te estoy pidiendo permiso, Sterling. Solo estoy siendo educada y diciéndote lo que pretendo hacer.

Aquella era la mujer más cabezota que había en la faz de la tierra. Y probablemente, pensó Sterling, también la más fascinante.

—Para tu información, todo ha cambiado. Mi hijo se está jugando la vida en un juicio.

—Pero tú no puedes hacer nada para evitarlo.

—Quizá no personalmente, reconoció. Pero puedo estar a su lado.

Sterling suspiró. Sabía que era un error, pero era ella la única que podía decidirlo.

—Supongo que no puedo hacer nada para hacerte cambiar de opinión.

—Te ha costado mucho, Sterling —contestó Kate con una sonrisa—, pero por fin has aprendido.

Con un funcionario de prisiones a su espalda vigilando cada uno de sus pasos, Jake Fortune entró en la sala de visitas. Vio a Sterling tras la ventanilla y lo miró con el ceño fruncido.

¿Qué habría ocurrido?

La impaciencia lo estaba matando. Jake no tenía la menor idea de por qué había solicitado el abogado aquel encuentro. Él ya había relatado todo lo relacionado con la muerte de Mónica desde todos los ángulos posibles. Si tenía que volver a recitarlo, iba a estallar. La cárcel le había robado la fría calma que lo había caracterizado durante toda su vida.

La puerta se cerró detrás de Jake con una firmeza que lo aterrorizaba. Cada vez que se cerraba una puerta, se sentía más cerca del oscuro abismo que amenazaba con engullirlo.

— ¿Hay alguna novedad? —preguntó.

Sterling no contestó. En cambio, elevó la mirada hacia la pared que había tras la espalda de Jake. Jake se volvió sobresaltado al oír una voz cálida y profunda.

—Hola Jake, ¿cómo estás?

Por un momento, Jake pensó que estaba sufriendo alucinaciones. Que los interminables días pasados entre las paredes de la prisión habían acabado con su cordura.

— ¿Mamá?

A Kate Fortune se le desgarraba el corazón mientras se asomaba desde detrás de la puerta para ver a su hijo. Las lágrimas humedecían sus ojos y pestañeó para apartarlas.

¿Qué le habían hecho a su pobre hijo?

—Estás más delgado —susurró. Aquello era mucho peor de lo que se había imaginado. Kate podía soportar que le hicieran cualquier cosa a ella, pero no a uno de los suyos.

— ¿Mamá? —repitió Jake con incredulidad. Sacudió la cabeza, esperando que la imagen de su madre se desvaneciera. Pero los largos dedos que acariciaron su rostro eran reales—. ¿Cómo puedes estar aquí? Estás muerta.

Una sonrisa ablandó las aristocráticas facciones de Kate.

—Digamos que han exagerado un poco con lo de mi muerte.

La sorpresa de Jake cedió paso al enfado. ¡Su madre estaba viva mientras todos ellos lloraban su muerte!

— ¿Cómo puedes habernos dejado pensar que estabas muerta?

—No le grites a tu madre —le ordenó Sterling.

Kate le hizo un gesto para que permaneciera en silencio.

—Tiene derecho a gritarme, Sterling. Esto ha supuesto un enorme impacto para él.

— ¿Un enorme impacto? —la furia se apoderó de los inexpresivos ojos de Jake—. Esto ha sido mucho más que eso. ¿A quién vas a hacer aparecer a continuación? ¿A Mónica?

El abogado sacudió su canosa cabeza de lado a lado.

—Mónica continúa muerta.

— ¿Y tú? —le preguntó Jake a su madre—. ¿Por qué has fingido tu muerte?

Kate no estaba acostumbrada a que Jake le hablara en ese tono. Él siempre había sido un hombre frío y controlado.

—Porque alguien intentó matarme y quería averiguar quién era.

Jake no podía creer lo que estaba oyendo.

— ¿Y pensaste que podía haber sido alguno de nosotros?

—No sabía qué pensar —contestó Kate con repentino cansancio.

Jake se sentó entonces y enterró el rostro entre las manos. Tardó algunos segundos en recuperarse.

—Gracias por el voto de confianza —elevó los ojos hacia su madre. Miles de recuerdos se amontonaban en su mente—. Pero en aquella época estabas suficientemente cerca de mí como para conocerme, ¿no mamá?

La comunicación nunca había sido muy fluida entre madre e hijo. Siempre había habido límites, barreras. El enfado, la culpa, la vergüenza se habían interpuesto siempre entre ellos.

—Si he sido un poco dura contigo...

— ¿Y lo estás preguntando?

—Ha sido porque fuiste mi primer hijo y esperaba mucho de ti —Kate no estaba acostumbrada a admitir sus errores—. Oh, Jake, la verdad es que no sabía ser madre.

— ¿Y pretendes averiguar si ahora ya has aprendido? —le preguntó Jake burlón.

—Sí, pretendo intentarlo. Y apoyarte en todo lo que pueda. Por eso estoy aquí.

— ¿Y esperas que te esté agradecido? —preguntó Jake desafiante.

—No —respondió ella con aquella voz crispada que a Jake le resultaba tan familiar—. Espero demostrar tu inocencia.

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