Amnesia

Amnesia


Capítulo 12

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Capítulo 12

 

Max permanecía en el pasillo, frente a la puerta de la habitación de Kristina. No se oía nada, salvo el eco de su propia respiración y el palpitar de un corazón atribulado por la incapacidad de Max para decidirse.

Había pasado las tres últimas horas en su despacho, hablando por teléfono para intentar solucionar algunos problemas surgidos en la obra y revisar el coste de la reestructuración del hostal.

Y suponía que otra palabra con la que podría describir lo que había estado haciendo era «esconderse». Se estaba escondiendo de Kristina y de sus sentimientos hacia ella.

La tentación se deslizaba por su cuerpo, animándolo a dar un paso adelante. Era tarde, pero no demasiado y bastaría con llamar a la puerta para...

Pero no, no podía. No podía llamar a aquella puerta cuando sabía adonde lo conduciría.

Aquello era el mismísimo infierno: la primera mujer de la que se había enamorado no era real. Y en cuanto recuperara la memoria, acabaría irrevocablemente lo que había surgido entre ellos.

Paul tenía razón: tenía que decirle la verdad. Se lo debía. ¿Pero cómo iba a decirle a la mujer de la que se había enamorado que había mentido desde el principio por motivos completamente egoístas, sin preocuparse de cómo pudieran afectarla sus mentiras?

Pero no, eso no era del todo cierto. Claro que le importaba. Si no le hubiera importado, la culpa no habría sido su constante compañera desde el primer momento. Y aquella noche, había estado a punto de confesarle la verdad.

Maldita fuera, no debería estar allí, divagando ante la puerta de Kristina. Al día siguiente necesitaba estar despejado. Estaba en la última etapa de la construcción y el tiempo se les estaba yendo de las manos.

Y también a él aquel asunto en particular, se dijo pesaroso.

Quería ver a Kristina antes de que todo le estallara en pleno rostro.

Era patético, se dijo disgustado. Se estaba comportando como un adolescente cobarde, clavado ante aquella puerta y deseando a Kristina con tanta intensidad que ni siquiera era capaz de pensar correctamente.

Alzó la mano para llamar a la puerta. Un solo golpe y estaría en la habitación. Una sola llamada a la puerta y abandonaría e! infierno para llegar hasta el cielo.

Temporalmente.

Aquella palabra se repetía en su cerebro.

Max dejó caer la mano lentamente. Si llamaba, lo único que conseguiría sería buscarse problemas. ¿Pero por qué se estaba torturando de esa forma?

No podía hacer el amor con Kristina, no sería justo. Y cuando recuperara la memoria, Kristina lo acusaría de haberse aprovechado de la situación. Y tendría razón. Kristina no sabía realmente quién era ella.

Y cuando lo supiera, entonces no sería justo para él. Porque él la continuaría deseando durante el resto de su vida; lo sabía con la misma certeza con la que sabía su propio nombre.

De modo que era mejor no comenzar nada para no terminar deseando algo inalcanzable durante el resto de su vida.

Aquello lo estaba volviendo loco. Debería haber enviado a Kristina con su familia desde el primer día.

Con un suspiro, Max dio media vuelta y bajó por las escaleras hasta su habitación. Con un poco de suerte, podría disfrutar de unas horas de sueño antes de regresar al día siguiente a la obra.

Pero dudaba sinceramente de que la suerte estuviera aquella noche de su parte.

Kristina alzó la cabeza y escuchó con atención. Le parecía haber oído algo en el pasillo. O a alguien.

Pero al forzar el oído, solo percibió el sonido de la lluvia sobre el tejado.

No, no era él.

Dejó caer los hombros y abandonó la actitud de alerta Llevaba horas intentando oír la llegada de Max. Había albergado la esperanza de que subiera a su habitación en cuanto terminara de trabajar en la oficina.

Por supuesto, también podía haber bajado ella a buscarlo, pero prefería no molestarlo. ¿Pero era demasiado esperar que Max subiera a verla en cuanto resolviera sus problemas?

Aparentemente sí, pensó reprimiendo un puchero.

Sintiéndose inusualmente apática, se acercó a la ventana y fijó la mirada en la lluvia. La lluvia parecía borrar el mundo que había tras el cristal, haciéndola sentirse aislada... tan aislada como al principio le había hecho sentirse la amnesia.

Hasta que había descubierto su atracción por Max.

Atracción. Aquella palabra solo describía parcialmente lo que sentía cuando estaba cerca de aquel hombre. Había algo en su mirada que le hacía desear entregarse completamente a él. Le bastaba pensar en él para que le ardiera la sangre.

Max pronto empezaría a trabajar en la remodelación del hostal, pensó. ¿Significaría eso que pasaría allí todo el día?

Pensar en ello la hizo sonreír por primera vez desde hacía horas.

«Vamos, Max, ¿por qué no vienes? ¿Por qué no estás aquí?», lo animó mentalmente.

Nerviosa, Kristina comenzó a caminar por la habitación, buscando algo que pudiera ayudarla a apartar a Max de su mente. A pesar de la hora que era y del adormecedor sonido de la lluvia, estaba demasiado inquieta para dormir

Miró a su alrededor y pensó en los cambios que Max quería llevar a cabo en el hostal Max pretendía transformar las habitaciones para darles un aspecto más romántico. Ella había sugerido cambiar las camas por otras con dosel. Camas con dosel y cortinas blancas y vaporosas, que se mecieran con la brisa e invitaran a los amantes a realizar sus sueños.

A Max le había gustado su idea. Había tomado nota de ella y le había pedido que le comunicara todas las que se le ocurrieran. A Kristina le había gustado que lo hiciera. Porque quería ayudar, quería convertir aquel hostal en un lugar para crear los más preciosos recuerdos, recuerdos que sus huéspedes atesorarían durante toda su vida.

Porque si ella hiciera el amor en un lugar como el que imaginaba, jamás lo olvidaría.

Si alguna vez hacía el amor.

En realidad no tenía por qué ser en una cama, pensó. Podía ser en cualquier parte: un sofá, una mesa, el suelo. En cualquier parte, en cualquier momento.

Aunque su mente continuara siendo rehén del pasado, Kristina sabía instintivamente que había pasado toda su vida esperando a un hombre como Max. Un hombre amable y bueno, alguien que sabía contenerse y esperar.

Quizá se contenía demasiado, pensó frustrada, mirando de nuevo hacia la puerta.

No, tenía que pensar en cualquier otra cosa.

Se colocó en frente del escritorio y empezó a abrir cajones para rebuscar en su interior. Hacía mucho tiempo que no la asaltaban las dudas sobre su pasado, pero aquella noche, sin nada que ocupara su mente y sin nadie con quién hablar, regresaron todas las preguntas.

¿Habría sido una lectora empedernida antes del accidente?, se preguntó. ¿Tendría por allí algún libro que pudiera empezar a leer y que la ayudara a dormir?

Kristina frunció el ceño mientras miraba sus escasas pertenencias. Había estado tan ocupada intentando adaptarse a la vida del hostal que no había pasado mucho tiempo en su habitación.

Evidentemente, vivía como una espartana, pensó. No encontraba ningún adorno, ni un álbum de fotografías, nada... Solo unas cuantas mudas de ropa. Y todas ellas de gran calidad. Kristina suponía que eso significaba que no tenía mucho dinero y solo compraba lo mejor. La calidad por encima de la cantidad, parecía ser su lema.

Estuvo pensando en ello mientras cerraba el cajón de la ropa interior.

Sonaba bien, se dijo. Y una críptica sonrisa asomó a las comisuras de su boca.

Era una pena que no fuera una rica heredera que estuviera huyendo en secreto de algún antiguo amante.

En su caso más que huyendo, estaba buscando un amante. Y un amante que se mostraba excesivamente esquivo.

Suspiró, cruzó la habitación y abrió un cajón de la mesilla de noche. Estaba dolorosamente vacío. En el otro tampoco había nada. Aquello la irritó.

¿Acaso no tenía ninguna afición? ¿Ningún interés?

¿Cómo era posible que fuera tan aburrida? Desde luego, ella no se consideraba una persona aburrida, pero aquella habitación solo podía pertenecer a alguien terriblemente insulso. Quizá esa fuera la razón por la que Max parecía querer guardar las distancias entre ellos. Quizá no creyera en su transformación.

Desesperada, porque no estaba cansada y no era capaz de encontrar nada que hacer, Kristina abrió el armario. Allí tenía la misma ropa que había visto durante los últimos dos meses colgada sobre dos maletas. Con curiosidad, sacó una de las maletas, la colocó encima de la cama y la abrió. En su interior había solamente un libro. Lo sacó y se dejó caer en la cama. Al abrirlo, cayó un papel de su interior.

Era una fotografía, una fotografía de grupo. Pero en ella no aparecía nadie del hostal.

Escrutó la fotografía con la mirada, recorriendo detenidamente cada uno de los rostros. El corazón le dio un vuelco al ver el suyo en medio de aquel grupo de caras desconocidas. Una mujer muy atractiva apoyaba la mano en su hombro.

Kristina dejó la fotografía en la cama, se olvidó del libro y la miró intensamente.

Poco a poco, fue cobrando conciencia de que aquellas eran personas a las que conocía.

Aquella idea la penetró repentinamente como la punta de una flecha: conocía a la mujer pelirroja que estaba colocada detrás de ella. Era...era...

—Rebecca —susurró, temiendo casi pronunciar aquel nombre.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Pestañeó con fuerza y se las secó con impaciencia mientras intentaba aclarar su visión.

—Esa es Rebecca —repitió más alto, con voz temblorosa. Y entonces recordó. Oh, Dios, claro que recordó.

La emoción corría por sus venas. Se sentó en la cama, con el cuerpo alerta, mientras miraba otro de los rostros:

—Y esta es la abuela.

Kate. Kate, que había muerto en un accidente de avión. Y Rebecca... ella había llamado a Rebecca desde allí. Desde el hostal. Desde esa misma habitación Rebecca le había dicho que no terminaba de creerse que su madre estuviera muerta.

Se llevó la mano a la boca, intentando contener un gemido.

¿Cuándo habría tenido lugar aquella llamada? ¿Durante cuánto tiempo llevaba perdida?

Uno a uno fueron aflorando a su mente los nombres de las personas que aparecían en la fotografía. Su excitación crecía cada vez que reconocía alguno de sus rostros que tan repentinamente se habían convertido en familiares para ella.

Continuó recordando.

Kristina irguió la cabeza y se miró en el espejo que había encima del escritorio. Y el reflejo que le devolvió no fue el de una camarera de hotel.

Con dedos temblorosos, recorrió la curva de sus mejillas, su boca, las cejas...

—Soy Kristina. Soy Kristina Fortune...

La mujer del espejo se quedó completamente boquiabierta.

Los recuerdos emergieron, vividos e intensos, llenando el vacío que minutos antes poblaba su mente.

Kristina volvió a dejarse caer en la cama, sintiéndose muy débil. Y con los ojos llenos de lágrimas, miró de nuevo la fotografía.

Era Kristina Fortune, no Kristina Valentine. Y era la propietaria de la mitad de aquel hostal.

Sosteniendo la fotografía entre los dedos, Kristina se levantó de la cama y recorrió la habitación como si no hubiera estado nunca en ella.

Y recordó.

El júbilo se mezclaba con la confusión. Recordaba de verdad. Sabía quién era y lo que estaba haciendo. Lo sabía todo. Sabía...

Que la habían engañado.

Kristina se dejó caer de nuevo la cama y de pronto el enfado y la indignación parecieron entrar en erupción.

—Ese sucio y mentiroso canalla.

Se mordió la lengua, intentando controlarse. Durante todo aquel tiempo, había pensado que Max estaba siendo amable, delicado, paciente. Creía que estaba reprimiendo su deseo para ser justo con ella, porque todavía no había recuperado la memoria. Y lo que aquel cobarde había estado haciendo era jugar con ella... ¡Reírse de ella!

Se levantó, y estaba a punto de llegar a la puerta cuando se detuvo. No, aquello tenía que planificarlo con cuidado. Dejó escapar una bocanada de aire, volvió a la cama y se sentó de nuevo.

Apretó los puños en el regazo, mientras una nueva oleada de lágrimas arrasaba sus ojos.

Herida, devastada, Kristina estuvo conspirando durante toda la noche. A la mañana siguiente, su deseo de venganza había alcanzado su punto álgido. A la luz del día, la situación no solo no mejoraba, sino que le parecía incluso peor. No había ninguna excusa para lo que Max había hecho.

Durante la noche había estado intentando encontrar algo, cualquier cosa que pudiera absolverlo. Pero no había nada que justificara la actitud de Max, salvo el propósito de humillarla.

¿Qué otra razón podía haber?

¿Pero por qué? Aquello no tenía sentido. A pesar de la discusión que habían tenido en la playa, era obvio que a Max le habían gustado tanto sus ideas que había estado dispuesto a hacerlas realidad en cuanto había podido apropiarse de ellas. El único punto conflictivo había sido el de los empleados, y ella ya no quería despedirlos.

June, Sam, Sydney, todos tenía que formar parte del hostal.

Las lágrimas seguían inundando sus ojos. Todos habían fingido apreciarla cuando lo único que estaban haciendo era reírse de ella.

Eso, pensó, le dolía más incluso de lo que Max le había hecho. Kristina había llegado a apreciar realmente a esas personas, a disfrutar de su compañía. Y descubrir que lo que ella consideraba amistad solo era una farsa la destrozaba.

Pero había llegado el momento de la revancha, se prometió a sí misma. Y su primera víctima iba a ser el señor Max Cooper.

Max supo que iba a encontrarse con serios problemas en cuanto entró. Al pasar por delante del mostrador de June, esta sonrió de oreja a oreja y le dijo que Kristina estaba esperándolo en el comedor.

Y, efectivamente, allí estaba.

Sentada en una mesa para dos, Kristina llevaba un vestido que parecía desafiar la ley de la gravedad y se adhería como una segunda piel a sus senos. Su melena rubia descendía suavemente sobre sus hombros. Estaba hermosa como el pecado y Max sintió cómo se debilitaba su resolución en cuanto comenzó a caminar hacia ella. El comedor, vacío en aquel momento, estaba prácticamente a oscuras. Solo lo iluminaban la luz de las velas, que añadían una pátina dorada a la piel de Kristina. Una piel suave, flexible.

Una piel que él deseaba poseer; de la misma forma que deseaba poseerla a ella.

Aunque aquello no encajara con sus buenas intenciones de la noche anterior.

— ¿No tienes frío? —le preguntó a Kristina cuando por fin recuperó el habla.

No hacía calor en aquella noche de marzo, pero la indignación y la venganza eran buenos remedios contra el frío.

—En absoluto.

No había sido fácil fingir durante todo el día. Le había supuesto un gran esfuerzo comportarse como si continuara siendo la misma mujer que el día anterior cuando lo único que le apetecía era recriminar a sus supuestos amigos que la hubieran engañado.

Pero había conseguido prolongar aquella farsa. Tenía un pez más grande que atrapar y no tenía sentido alertarlo.

Le había, pedido aquel vestido a Sydney. Y esta se lo había prestado encantada. Tampoco le había costado nada conseguir que Sam preparara una cena especial para dos. Y después, todos habían decidido dejar el hostal. Parecían ansiosos por dejarla a solas con Max. Evidentemente, pensaban que Max podría convencerla para que renunciara a su parte del hostal si se enamoraba de él.

«Pues os espera una sorpresa amigos, Kristina ha vuelto y ya nadie va a engañarla».

Miró a Max con una sonrisa. Y tuvo que esforzarse para no comenzar a insultarlo y abofetearlo.

—Tú tampoco pareces tener mucho frío.

Max se aferró al respaldo de la silla, pero no se sentó.

—No, además creo que desde hace unos segundos me está subiendo la tensión.

Kristina se inclinó lentamente y rodeo con la mano el cuello de la botella de vino que había sobre la mesa. Con los ojos fijos en los de Max, deslizó la mano por el corcho.

—Quédate. Puedo ofrecerte una copa de vino.

Era la mismísima Eva ofreciéndole a Adán una manzana. ¿Pero qué daño podía hacerle?, se preguntó Max.

Si realmente fuera consciente de lo que le convenía, daría media vuelta y saldría corriendo, se dijo. Pero no movió ni un solo músculo.

—Kris, no creo esto sea una buena idea. Tengo que...

Al parecer, la montaña iba a tener que ir a Mahoma, pensó Kristina mientras se levantaba.

—Trabajas demasiado —musitó, y cubrió su mano—. Quédate conmigo. Sam se ha tomado muchas molestias para preparar esa cosa.

La fragancia de su perfume era un argumento casi más convincente que su vestido. Y en contra de su propia opinión, se sentó.

Kristina le sirvió algo en el plato y le urgió a probarlo. Por lo que a Max concernía, podría haberle dado cualquier cosa.

Refuerzos, necesitaba refuerzos, se dijo. Y miró a su alrededor. Normalmente, esa era la hora en la que cenaban todos los empleados, pero aquella noche el comedor estaba vacío.

Maldita fuera. Ojalá Kristina no lo siguiera mirando de esa forma: como si estuviera sedienta y él fuera el único vaso de agua de la zona.

Max se aclaró la garganta.

— ¿Dónde están los demás?

—El hostal está vacío —Kristina bebió un sorbo de vino para darse fuerzas—. Solo estamos tú y yo.

Max la miró completamente hechizado mientras ella se humedecía los labios con la lengua.

—Kristina, ¿estás intentando seducirme?

— ¿Yo? —preguntó con una sonrisa perversa que desmentía la inocencia de su tono—. ¿Cómo?

—No sé, pero lo estás haciendo increíblemente rápido.

Bajó la mirada hacia su plato. No tenía sentido seguir comiendo cuando era incapaz de saborear un solo bocado.

—Kris, no creo que esto sea una buena idea.

Kristina se levantó y entrelazó los dedos con los de Max.

Max la miraba como si fuera algo precioso. Pero si había algo en el interior de Kristina que le hacía desear que aquella mirada le perteneciera a ella en exclusiva en vez de formar parte de una sucia estratagema, aquel no era momento para ocuparse de ello. Aquel era el momento de la venganza.

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