Amnesia

Amnesia


Capítulo 5

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Capítulo 5

 

Max miró fijamente a Kristina y se dejó caer en la silla que había colocado al lado de la cama.

—Cuando dices que no te acuerdas de nada, ¿te refieres a que no te acuerdas del accidente?

Muy lentamente, Kristina movió la cabeza de lado a lado. Pero hasta el más leve de los movimientos repercutía dolorosamente en todo el perímetro de su cerebro.

Si lo intentaba, por lo menos podía superar la barrera del dolor. Pero además estaba aquella horrible sensación de sentir que tras ella no había nada esperándola. Ni recuerdos, ni anécdotas, ni experiencias... Se sentía sola, y terriblemente aislada.

—Me refiero a que no me acuerdo de nada. De nada en absoluto. No sé quién eres. Ni dónde estoy. Ni... —se interrumpió, porque lo que estaba a punto de admitir era tan aterrador que podía llegar a hundirla—, ni siquiera sé quién soy.

Max tardó algunos segundos en digerir lo que le estaba diciendo. Estudió el rostro de Kristina con atención, por si, por alguna razón, estaba burlándose de él. Pero la expresión de Kristina era la de una mujer que se sentía insegura, la de una mujer con miedo que estaba haciendo un serio esfuerzo para no mostrarlo.

Max intentó ponerse en su lugar, pero le resultaba casi inconcebible que alguien pudiera desconocerse a sí mismo. Movido por la compasión, tomó la mano de Kristina.

—Piensa, Kris, piensa —la urgió.

—Estoy pensando —insistió ella. El miedo se reflejaba en su voz. Miró a Max, atesorando el dato que acababa de proporcionarle—. ¿Es así como me llamo? ¿Chris?

¿Por qué no le resultaría familiar? ¿Por qué nada le resultaba familiar? Empezó a temer no ser capaz de reconocer siquiera su propio reflejo.

Max abrió la boca para decirle que en realidad ella prefería que la llamaran Kristina. Pero se lo pensó mejor. Estaba empezando a ocurrírsele una idea.

—Sí —dijo lentamente—. Es el diminutivo de Kristina, con K —la observó, intentando averiguar si al oír su nombre despertaban los recuerdos. Pero la expresión de Kristina permanecía inalterable—. De verdad no te acuerdas, ¿verdad?

—No —susurró lentamente—, no me acuerdo.

Max vio el brillo de las lágrimas brillar en la profundidad de sus ojos azules. Invadido por la compasión y sintiéndose infinitamente torpe, le pasó el brazo por los hombros.

—Eh, todo va a salir bien —esperaba que no empezara a llorar. No había nada que lo desarmara más que las lágrimas de una mujer—. Estás un poco afectada, solo es eso. Antes de que te des cuenta, todo habrá vuelto a la normalidad.

Kristina se forzó a contener las lágrimas. Llorar no iba a servirle de nada.

—Supongo que sí. Pero ni siquiera sé cuál es la normalidad.

—Yo te lo demostraré —le prometió Max, tensando el brazo alrededor de su hombro.

Kristina posó la mejilla contra su pecho. Y lo creyó.

Podía no conocer a aquel hombre, pero se sentía a salvo en sus brazos. Se sentía cómoda, segura. Tomó aire, intentando tranquilizarse. La fragancia de la colonia de Max llegó hasta ella. Era una fragancia que le resultaba familiar. Como la sombra de algo que había sido. O que podía haber sido.

Kristina lo miró. ¿Quién sería aquel hombre? ¿Y qué relación habría entre ellos? No tenía la menor idea.

— ¿Cómo te llamas?

Los ojos de Kristina le recordaban a un océano insondable. Mientras la miraba, a Max se le ocurrió pensar que un hombre podría perderse en esa mirada.

—Max —contestó con recelo—. Max Cooper.

Nada. Su nombre no significaba nada para ella. ¿Pero si su colonia le resultaba familiar?, se preguntó Kristina, ¿no debería resultárselo también su nombre?

— ¿Y yo? ¿Cómo me apellido yo?

La verdad batallaba contra la conveniencia. Ganó la conveniencia. La repentina pérdida de memoria de Kristina le haría ganar tiempo. Max pensó en un apellido para ella. Y se fijó en el colgante con forma de corazón que llevaba al cuello.

—Valentine. Te llamas Kris Valentine.

Kris Valentine. Aquel nombre tampoco significaba nada. Kristina se sentía como si estuviera intentando salir de un oscuro pozo. Miró a Max a los ojos, y la desesperación cedió un poco. Había algo en aquel hombre que la hacía sentirse protegida. Eso tenía que significar algo, ¿no?

— ¿Y tú y yo qué somos? Me refiero a... —se mordió el labio inferior, intentando encontrar la palabra adecuada—, ¿qué somos el uno del otro? ¿Estamos casados?

Aquella pregunta lo pilló completamente desprevenido.

—No... no estamos casados. Somos...

La palabra «socios» se le heló en los labios. Max pensó en los cambios que Kristina quería hacer en el hostal, en cómo había intentado quitar el tapiz que él no quería que quitara. Haría lo mismo con todo, empleados incluidos.

Y desapareció toda posible compasión por ella.

Max observó su rostro y contestó:

—Eres mi empleada.

Kristina asintió lentamente, intentando asimilar la información.

Así que trabajaba para él, ¿pero haciendo qué?

— ¿Y soy...?

Max pensó entonces en cómo había tratado Kristina a Sydney. Sería una justicia poética hacerla ponerse en la piel de la otra mujer. Probablemente, tendría que pagar las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer cuando Kristina recuperara la memoria, pero Max no pudo resistir la tentación.

—De camarera de habitaciones. Esto es un hostal.

Mientras pronunciaba cada palabra, Max estudiaba el rostro de Kristina en busca de algún signo que indicara que la Kristina altanera del día anterior había regresado. Pero solo veía a una joven confundida que estaba intentando enfrentarse a aquella situación sin derrumbarse.

Sintió una punzada de culpa, pero decidió ignorarla.

—Tenemos dieciséis habitaciones.

— ¿Y yo las limpio? —miró a su alrededor.

—Sí. También sirves mesas en el comedor, con Sydney.

Otro nombre que no conocía.

— ¿Sydney?

—Sí, la otra camarera.

Así que Sydney era una mujer. Una mujer a la que no reconocería aunque la viera. Exasperada, Kristina intentó levantarse. Pero en cuanto puso los pies en el suelo, la habitación empezó a darle vueltas.

Estaba palideciendo otra vez. Y se tambaleaba. Max la agarró por los brazos y la urgió a sentarse de nuevo en la cama. Él se sentó a su lado, intentando no pensar en lo indefensa que debía sentirse Kristina.

Con un pequeño quejido, Kristina se inclinó contra él. Max sintió en la mejilla el roce de su pelo; aquel contacto despertó algo en él que lo hizo sentirse avergonzado. Pero estaba haciendo aquello por el bien del hostal, por el bien de los trabajadores. Necesitaba ganar tiempo desesperadamente. Y a la larga, no le haría ningún daño a nadie.

Kristina alzo la mirada hacia él. ¿Habrían estado así en alguna otra ocasión? Aunque no podía recordarlo, tenía la sensación de que así había sido.

—Y... ¿no tenemos otro tipo de relación?

La pregunta apenas fue un susurro, como si realmente creyera que tenían una relación especial. Algo distante, tierno y protector se desató en el interior de Max. Algo que no le resultó fácil ignorar, aunque sabía que era un sentimiento completamente fuera de lugar referido a Kristina.

—No, no tenemos ningún tipo de relación.

Así que se había equivocado.

—Lo siento —Kristina se sonrojó. El rubor que cubría sus mejillas la hacía parecer excepcionalmente vulnerable—.Yo creía que sí. Supongo que es por cómo me estás abrazando.

Deseando poner alguna distancia entre ellos, Kristina intentó levantarse. Y aquella vez, consiguió ponerse de pie. Dejó escapar una bocanada de aire y se acercó hasta el asiento que había bajo la ventana.

La tormenta que había estado amenazando durante toda la tarde anterior se había desatado durante la noche y había dejado su rastro tras ella. Los árboles y la hierba estaban de un verde vibrante después de haber recibido el agua de la lluvia. Y el mar permanecía en calma, acariciando suavemente la orilla.

Ella había visto antes aquel paisaje, pensó Kristina de repente. No sabía cómo o cuándo, pero sí que había estado allí sentada, mirando por la ventana y disfrutando de la misma vista.

Por lo menos era algo a lo que aferrarse. Eso, y el aroma de la colonia de Max. Por lo menos la ataban a un lugar.

El resto, esperaba, iría volviendo poco a poco. Y hasta entonces, tendría que ponerse completamente en manos de aquel hombre.

La idea la asustaba un poco, pero aun así, tenía la sensación de que era eso lo que tenía que hacer; de que podía confiar en él.

—Es precioso —musitó. Podía sentir la belleza y la tranquilidad de aquel lugar, que comenzaba a sosegarla—. ¿Cuánto tiempo llevo trabajando aquí?

Max se colocó tras ella. Incluso se sentaba de manera diferente, pensó, no tiesa como una escoba, como si estuviera preparada para la batalla. De alguna manera, parecía haberse suavizado.

Dejándose llevar por lo que le dictaba su intuición, Max posó la mano en su hombro.

—No mucho. Solo un par de meses. Todavía te estabas adaptando al trabajo.

— ¿Entonces no sabes nada sobre mí? —preguntó Kristina desilusionada.

—Solo lo que escribiste en el curriculum —la desesperación que veía en su rostro le hizo añadir—Y lo que me has contado, por supuesto.

— ¿Puedo verlo? —preguntó Kristina de pronto.

Oh-oh, acababa de cometer un error.

— ¿Ver qué?

—Mi curriculum —quizá allí hubiera algún dato que pudiera servirle de ayuda. Un número de teléfono, una dirección...

—Claro —Max intentó disimular su incomodidad con una sonrisa—. Intentaré localizarlo. June tiene el mostrador de recepción hecho un desastre.

Otro nombre que añadir a la ya larga lista de nombres que no significaban nada para ella. El dolor de cabeza era cada vez más insistente.

— ¿June? —preguntó con una mueca de dolor.

—La recepcionista.

—Oh. ¿Y estoy soltera?

Max bajó la mirada hacia las manos de Kristina. No llevaba ninguna joya, pero el bronceado había dejado una ligera línea en su dedo izquierdo. ¿Habría llevado allí un anillo recientemente?

—En...no.

Max se sentó a su lado. Su mente corría a toda velocidad mientras buscaba una contestación verosímil. Él era un hombre honesto por naturaleza, pero el destino y Kristina le habían brindado la oportunidad perfecta de ganar tiempo para el hostal. Él había querido, desde el primer momento, que Kristina se tomara algún tiempo en conocer el hostal. Tenía la esperanza de que, cuando lo hiciera, fuera capaz de llegar a sentir lo mismo que él sentía por aquel lugar.

En aquellas circunstancias, el accidente de Kristina era como un regalo de los dioses.

¿Pero qué iba a decirle a ella?

Decidió inspirarse en la sortija que parecía faltar en su dedo.

—No, llegaste aquí después de tu divorcio.

— ¿Estoy divorciada? —preguntó con asombro. Así que había habido alguien en su vida que ya no estaba. Aquella idea parecía evocar algún recuerdo distante. Alzó los ojos hacia Max. A lo mejor le había confiado a él sus problemas. Max parecía un hombre en el que se podía confiar. Parecía un hombre amable, comprensivo. — ¿Y qué ocurrió?

—No lo sé. No me contaste muchos detalles —Kristina intentó en vano disimular su decepción—. Me comentaste que querías alejarte y comenzar una nueva vida —intentó profundizar en lo que le parecía un tema seguro—. Cuando llegaste aquí, estabas muy afectada. Me dijiste que habías visto el anuncio en el que pedíamos camareras en un periódico de la localidad, mientras estabas de vacaciones en La Jolla. y que decidiste que era la oportunidad ideal.

Tendría que poner a los demás al tanto de los acontecimientos, pensó Max. Y pronto. Max se levantó y señaló con la cabeza hacia la cama.

— ¿Por qué no te tumbas un rato e intentas descansar? Kristina estaba exhausta y la cabeza volvía a palpitarle otra vez. Aun así, parecía estar esperando a que alguien le indicara cuál era su rutina.

— ¿No tengo que trabajar hoy?

—Aquí tenemos un ambiente de trabajo muy relajado —Max forzó una sonrisa—. Cuando alguien se da un golpe con la chimenea en la cabeza, lo dejamos descansar.

Kristina intentó recordar. Aquello tenía que haber sido lo último que le había ocurrido. ¿Por qué no podía recordarlo?

— ¿Eso es lo que me pasó? ¿Me di un golpe en la cabeza con la chimenea?

Por lo menos en eso podía decirle la verdad. —Sí.

— ¿Y qué estaba haciendo?

Max pensó rápidamente.

—limpiar un tapiz. Eres muy concienzuda en tu trabajo.

Aquello le gustó. De alguna manera, ya sabía algo sobre sí misma. Sabía que le gustaba trabajar. ¿Pero de camarera? Aquello no terminaba de cuadrarle.

¿Pero qué motivo podía tener Max para mentirle?

No parecía un hombre mentiroso. Kristina no tenía la menor idea de por qué sabía eso de él, pero lo sabía.

Max no quería dejarla allí sentada. ¿Qué ocurriría si volvía a caerse?

— ¿Por qué no te tumbas un rato? —la urgió otra vez. Por lo menos así, estaría fuera de peligro.

Lo primero que haría sería alertar a los demás, pensó Max. Y después llamaría a Daniel para preguntarle por el cambio inesperado de los acontecimientos. Quizá debiera llevarla al hospital.

—De acuerdo —contestó Kristina.

Max le tomó la mano. Kristina no protestó, al contrario, le estrechó la mano y sonrió, agradeciendo su ayuda.

Desde luego, eso sí que era un cambio, pensó Max.

—Vendré a verte más tarde —le prometió.

Estaba ya en la puerta cuando Kristina lo llamó.

— ¿Max?

Max la miró por encima del hombro.

— ¿Sí?

— ¿Te importaría quedarte conmigo? —sabía que le estaba pidiendo demasiado, que seguramente Max era un hombre ocupado—. Eso me haría sentirme mejor.

Kristina no podría haber explicado por qué, ni siquiera ella lo sabía. Pero tener a alguien allí, alguien que sabía quién era, la ayudaba a mitigar la sobrecogedora sensación de indefensión que la invadía.

Max sabía que debería poner alguna excusa. Sabía que Kristina lo acusaría de haberse aprovechado de ella en cuanto recuperara la memoria.

—Claro.

¿Cómo podía negarse? Kristina parecía tan perdida... No se parecía en nada a la mujer que era hacía solo dos horas.

Se sentó a su lado en la cama. Ligeramente avergonzada, Kristina tomó su mano y se acurrucó contra él.

Max sintió que se le secaba la boca. Aquella mujer era una auténtica belleza. Y su belleza lo afectaba mucho más intensamente desde que había abandonado su actitud altiva. Pero se recordó a sí mismo que tanto su amnesia como su mentira eran algo completamente temporal.

— ¿Quieres que te cuente un cuento? —le preguntó con ironía.

—Solo si al final la princesa recupera la memoria.

Max sacudió la cabeza.

—Lo siento, pero tengo un repertorio muy limitado. Los únicos que me sé son de princesas que besan ranas y comen manzanas envenenadas.

—Es una pena —contestó ella suavemente.

Sí, era una pena. Y también era una pena que Kristina no fuera así siempre. Había algo muy agradable en Kristina Fortune cuando no lo miraba como si estuvieran a punto de iniciar un combate de boxeo.

— ¿Qué demonios voy a hacer ahora contigo? —musitó para sí.

Kristina estaba a punto de quedarse dormida, y demasiado cansada para contestarle. Pero le oyó. Y pensó que pretendía decir que no podría trabajar en su estado. Y se prometió demostrarle que era capaz de hacer bien su trabajo.

Max esperó hasta estar seguro de que Kristina estaba dormida para levantarse. Justo cuando abrió la puerta, Max advirtió que el bolso de Kristina estaba encima del escritorio. El pulso se le aceleró. Sin apartar los ojos de Kristina, tomo el bolso y salió al pasillo. La habitación de al lado de Kristina estaba vacía. Entró, cerró la puerta tras él y con movimientos rápidos y precisos revisó el contenido del bolso.

En él no había cartas, ni facturas a su nombre. Pero tenía una agenda personalizada, además de la cartera.

No sabía cuánto duraría aquella farsa, pero no quería arriesgarse a que Kristina descubriera la verdad antes de tiempo.

Max decidió que la reunión con el resto de los empleados todavía podía esperar. Antes quería oír a Daniel. Tras mucho insistir a la recepcionista que le decía que el doctor Valente lo llamaría en cuanto hubiera terminado su horario de consulta, Max consiguió que su amigo se pusiera al teléfono.

—Espero que sea algo importante, Max —le advirtió Daniel.

—Lo es.

Le contó rápidamente la conversación que había mantenido con Kristina.

Daniel lo escuchó con atención. Cuando terminó, se produjo un largo silencio hasta que el médico comentó:

—Parece que sufre un ataque de amnesia.

—Sí, eso ya me lo he imaginado yo. ¿Pero qué puedo hacer?

—No puedes hacer nada. Solo esperar.

— ¿Cuánto tiempo? —preguntó Max con impaciencia.

—Eso nunca se sabe. Un día, una semana...

— ¿Y podría quedarse siempre así?

Daniel suspiró pesadamente.

—Podría. Es muy poco probable —añadió rápidamente—, pero hay casos en los que el paciente nunca recupera la memoria. Intenta rodearla de cosas familiares. Nunca se sabe qué es lo que puede devolverle la memoria. Puede ser algo relativamente insignificante. Un olor, una mirada, una fotografía... De todas formas, si quieres, pasaré esta noche a verla.

—Te lo agradecería, Daniel.

Max colgó el auricular y miró el teléfono con expresión pensativa. Las palabras de Daniel seguían resonando en su cerebro: rodearla de cosas familiares.

No había nada familiar alrededor de Kristina. Lo cual, podría llegar a ser una ventaja. Aquella situación tenía un enorme potencial. Gracias a su estado, Kristina podría llegar a conocer sin prejuicios que enturbiaran su opinión el funcionamiento del hostal

Y quizá, cuando recuperara la memoria, su experiencia le haría llegar a la conclusión de que no era necesario re-modelarlo. Y, lo más importante, si llegaba a entablar amistad con el resto de los empleados, no insistiría en despedirlos.

—June —gritó mientas salía de su despacho—, reúne a todo el mundo, ¿quieres? Tengo algo que anunciaros.

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