Amnesia

Amnesia


Capítulo 6

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Capítulo 6

 

Max se apoyó en el escritorio y miró al semicírculo de personas que se habían reunido en el pequeño despacho que años atrás ocupaba su madre adoptiva. Era ella, más que John Murphy, la que realmente dirigía el hostal. John era más un anfitrión que un hombre de negocios y Sylvia estaba encantada de dejar que su marido se dedicara a lo que más le gustaba.

Ambos adoraban aquel lugar y eso se notaba en el ambiente y en las personas a las que contrataban.

A tres de los empleados, June, Sam y Jimmy Max los conocía desde que había sido adoptado por los Murphy. Sydney y Antonio eran relativamente nuevos, pero se habían adaptado muy rápidamente al ambiente del hostal y ya formaban parte de la familia, igual que los demás. De una familia que, si así lo decidía, tenía todo el derecho del mundo a permanecer intacta.

Aun así, mientras explicaba lo ocurrido a las cinco personas a las que June había convocado a aquella inesperada reunión, Max no pudo evitar sentirse como un hombre que estaba haciendo algo malo.

Sam Beaulieu permanecía sentado en una de las dos sillas disponibles del despacho. Escuchaba con atención, con las manos entrelazadas en el regazo.

— ¿Y no recuerda absolutamente nada? —preguntó.

—No —contestó Max.

— ¿Nada de nada? —Sydney parecía asombrada.

—De nada —contestó Max con énfasis—. Pero no sé cuánto puede durar esta situación. Le he preguntado a Daniel y él dice que es imprevisible. Un día, una semana... o quizá incluso más.

—Pobre chica —musitó June con compasión.

Max rió bruscamente. June debería ahorrarse su compasión para causas mejores.

—Sí, pues esa pobre chica estaba dispuesta a despediros a todos si lo consideraba necesario. Y esta es la única oportunidad que va a tener Su Alteza Real de ver la vida desde vuestro lado. Especialmente desde el tuyo, Sydney —Max miró a la joven.

— ¿Desde el mío?

—Exacto. Quiero que le enseñes cómo funciona todo.

Aquello no tenía sentido para ella.

— ¿Pero por qué? —miró extrañada a June, pero esta se limitó a encogerse de hombros.

—Porque, ahora mismo, he decidido que la señorita Fortune crea que se llama Kris Valentine y que es una mujer que se ha divorciado recientemente y está intentando cambiar su vida mientras trabaja en este hostal de camarera.

Sydney frunció el ceño.

— ¿Otra camarera?

Max sonrió de oreja a oreja, complacido consigo mismo.

—Sí —se puso repentinamente serio—. Si Kristina se adapta a la rutina del hostal, comenzará a darse cuenta de que esto es algo más que un negocio, y quizá de esa forma podamos convencerla de que deje el hostal tal y como está.

Sam asintió lentamente.

—A mí me parece bien.

—Cuenta con mi ayuda —se ofreció Jimmy con entusiasmo. Ni siquiera era capaz de imaginarse viviendo fuera de aquel lugar.

Sydney y Antonio también asintieron, dispuestos a apoyar cualquier sugerencia de Max. Solo June parecía un poco reacia.

— ¿Hay algo que no te guste? —le preguntó Max.

Había demasiados cabos sueltos que deberían atar, pensaba June.

— ¿Qué harás si llama alguno de los Fortune?

Si el resto de la familia era tan encantador y cariñoso como Kristina, tenía la sensación de que nadie llamaría.

—Ya nos ocuparemos de eso cuando ocurra —se encogió de hombros—. Pero no creo que nadie llame. Probablemente, estarán encantados de haberla perdido de vista.

—Desde luego —murmuró Sydney.

No le habían gustado los modales altivos de Kristina y no le hacía ninguna gracia la idea de tener que trabajar a su lado. Miró a Max con el ceño fruncido:

— ¿Y no podrías ponerla a trabajar con Sam en la cocina? La verdad es que no me apetece que trabaje conmigo.

Max sonrió de oreja a oreja.

—No te preocupes, Syd, tengo intención de hacerle trabajar a conciencia en el hostal. De todas formas, ahora parece mucho más amable que antes.

Sydney rió con ironía.

—Lo creeré cuando lo vea.

Antonio se sumó a la afirmación de Sydney y Jimmy musitó algo sobre el desdén con el que Kristina había mirado su jardín.

—Ayer entró en la cocina y empezó a decirme que debería organizaría de forma más eficiente. Y yo ni sabía quién era —gruñó Sam, con la ofensa todavía reciente.

—Eso es muy fácil de averiguar —saltó Antonio—. Es una auténtica bruja.

Max no llegaba a entender a qué se debía su repentino impulso de salir a defender a aquella mujer a la que consideraba absolutamente irritable y esnob. Quizá fuera porque en ese momento Kristina no era capaz de hacerlo por sí misma. O porque tenía la sensación de deberle algo por haberle mentido.

Fuera cual fuera la razón, interrumpió bruscamente la discusión.

—Bueno, en cualquier caso, ahora se está comportando como una mujer diferente.

—Ya veremos —musitó Sydney.

Cuando los empleados abandonaron la oficina, Max miró el reloj. Ya era demasiado tarde para ir a la obra. Intentó tranquilizar su conciencia recordándose que Paul podía manejar perfectamente a la cuadrilla. Y él podría quedarse en el hostal hasta el día siguiente por la mañana.

Decidió llamar a su amigo para decírselo. El teléfono sonó más de diez veces y estaba a punto de colgar cuando Paul contestó.

—Te has tomado tu tiempo, ¿eh? —le reprochó Max con impaciencia.

—Eh, algunos de nosotros tenemos mejores cosas que hacer que pasarnos el día esperando llamadas —bromeó Paul. Era difícil oírlo con todo el ruido de la obra—. Los camiones de cemento han llegado con retraso, pero por fin han llegado.

—Gracias por ocuparte de todo —le agradeció Max—. Me temo que no voy a poder pasarme por ahí en todo el día. Digamos que me encuentro en una situación un poco complicada.

Paul advirtió la tensión que reflejaba su voz. Y él sabía que Max no se alteraba fácilmente.

— ¿La cosa es más seria de lo que pensabas?

—En cierto modo —le resumió rápidamente la situación, pero no había manera de minimizar el aparente ataque de amnesia de Kristina. Paul escuchó en silencio y terminó soltando un silbido.

— ¿Y qué vas a hacer? ¿Te has puesto en contacto con alguien de su familia para que vaya a buscarla?

Max se sintió en aquel momento como Pinocho hablando con Pepito Grillo. Pero rápidamente acalló su conciencia.

—No, todavía no. Ya sabes cómo es esa gente, no creo que nadie la eche de menos. Al parecer, los negocios los mantienen muy ocupados.

— ¿Es que no lees los periódicos, Max?

—Últimamente no, ¿por qué?

—Al parecer, han encarcelado a un Fortune por haber asesinado a una mujer, a esa antigua actriz, Mónica no se qué. A lo mejor el resto de la familia está intentando escapar mientras todavía está a tiempo.

—Bueno, sea cual sea la razón, el caso es que no parecen estar muy pendientes de Kristina. Y eso la convierte a ella en mi problema —sabía que estaba edulcorando la situación, pero Paul no tenía por qué participar en aquella farsa—.Y mientras me ocupo de ello, intentaré demostrarle cómo funciona el hostal.

Paul soltó una carcajada cargada de insinuaciones.

— ¿Y de paso cómo funcionas tú?

Max pensó en lo que había pasado en la playa. Pero lo último que él quería era involucrarse sentimentalmente con una mujer como Kristina Fortune.

—No, en eso no hay ningún peligro. Esta mujer, a los hombres se los desayuna. Los mastica y después los escupe —pero pensó en cómo lo había mirado al recobrar la conciencia—. O por lo menos lo hacía hasta que perdió la memoria. Ahora casi puede decirse que es una mujer dócil. ¿Sabes? Es una cosa muy extraña...

— ¿El qué?

—Bueno, verla ahora es como ver el negativo de una foto.

A pesar de que llevaba diez años casado, o quizá por eso, Paul nunca había entendido a las mujeres. Y cuanto mayor era, más lo confundían.

—Bueno, te deseo suerte, Max. Y espero que sepas lo que estás haciendo.

Max rió para sí.

—Ya somos dos.

Miró hacia la ventana, hacia las olas que acariciaban lentamente la orilla. Desde allí disfrutaba de la misma vista que Kristina. Se le ocurrió entonces que la habitación de la joven estaba justo encima de la suya y bajó la voz, aunque sabía que era imposible que lo oyera.

—Te veré mañana en la obra, te lo prometo.

—No es que no te eche de menos, pero no tengas prisa en volver. Todo está bajo control. Por una vez, todo se ajusta a los plazos previstos.

—A los plazos que tuvimos que revisar —le recordó Max—. Intenta ver qué puedes hacer para adelantarlos.

—De acuerdo, intentaré mover un poco el látigo.

Max soltó una carcajada.

—Hasta mañana.

Paul colgó el teléfono y Max colocó el auricular en su lugar. Alzó después la mirada hacia el techo, preguntándose qué estaría sintiendo Kristina en aquel momento.

Nervioso, salió a la zona de recepción, justo a tiempo de ver a los Abbot. Aquella anciana pareja, que había convertido en un hábito el pasar allí la última semana del mes de enero, prometió volver al año siguiente.

—Vendremos el año que viene por las mismas fechas.

—Estaremos esperándolos —les dijo June con una cariñosa sonrisa.

—Y aquí estaremos —la señora Abbot miró a su marido.

—Desde luego —confirmó el señor Abbot—. La tormenta de anoche fue particularmente romántica, ¿verdad, Edna?

La señora Abbot se sonrojó.

—Cree que ha vuelto a tener sesenta y cinco años —le confió a June entre risas.

Max observó a la pareja marcharse agarrada del brazo. Sydney los acompañó a la puerta mientras Antonio les llevaba las maletas. A sus ochenta años, los Abbot parecían continuar muy enamorados. Con una inesperada envidia, Max se preguntó cómo podrían tener tanta suene.

June reparó en su expresión.

—Hay personas que te hacen creer en la bondad del mundo, ¿verdad?

Max salió al instante de su ensimismamiento.

—Eres una romántica incurable June.

Con la marcha de los Abbot, ya solo quedaban ocupadas cuatro habitaciones. Doce estaban vacías, si no contaba la que Kristina ocupaba. Max frunció el ceño mientras miraba el libro en el que se registraba la llegada y la marcha de los huéspedes. Estudió la corta columna de los registros de entrada. Había que reconocer que el negocio podía ir mejor aunque estuvieran en temporada baja.

Dios, estaba empezando a pensar como Kristina, pensó estremecido.

— ¿Ha bajado ya Kris? —le preguntó a June.

—Yo no la he visto —miró el reloj—. ¿Quieres que alguien le suba el almuerzo? Ya es casi la hora de comer.

Max recordó entonces que tampoco él había comido nada en todo el día. Lo ocurrido con Kristina le había quitado el apetito, pero acababa de recuperarlo. Iría a buscar algo a la cocina.

—No, lo haré yo —decidió en voz alta. Por lo menos, así tendría una excusa para ir a ver cómo estaba.

—Sabía que lo ibas a decir —musitó June, sonriendo para sí.

—No te preocupes por mí —le dijo Max a Sam mientras levantaba la bandeja.

Era una de las bandejas que utilizaban cuando algún huésped pedía que le llevaran el desayuno a la habitación. Era una bandeja de roble, con un espacio destinado al periódico y a las revistas. En una de las esquinas, había un hueco destinado a colocar un jarrón.

—Pero Max, si tienes hambre, puedo prepararte algo...

—No es para mí. Voy a llevársela a Kris.

Sam se volvió entonces hacia la bandeja y comenzó a cortar unas patatas cocidas con gesto de venganza.

—En ese caso, el veneno contra las ratas está al final de la despensa.

Max sonrió mientras Sam le colocaba un plato de ensalada en la bandeja.

—Lo tendré en cuenta.

Añadió una taza de café a la bandeja y se metió un par de bolsitas de azúcar en el bolsillo. Llevando con extremado cuidado la bandeja, salió de la cocina y subió por la escalera de servicio hasta la habitación de Kristina. Dejó entonces la bandeja en una de las mesas del pasillo y llamó suavemente a la puerta. Como no obtuvo respuesta, giró el pomo de la puerta. Kristina no se había molestado en cerrar con cerrojo. Preguntándose si la joven habría empeorado, Max empujó la puerta con el codo y entró en la habitación.

Kristina miró inmediatamente hacia la puerta. Estaba tumbada desde que Max se había marchado, intentando buscar algo en su mente que pudiera decirle algo de sí misma. Pero solo encontraba fragmentos de sombras que se desvanecían cada vez que intentaba atraparlos.

—Estoy despierta —dijo suavemente.

Con mucho cuidado, Max dejó la bandeja al lado de la cama.

—Cuando he llamado no has contestado.

—No te he oído —confesó—. Estaba pensando. O intentando pensar.

Kristina se sentó en la cama. Esperó a que llegara la sensación de mareo, pero en aquella ocasión no llegó. Una pequeña victoria.

Entrelazó las manos alrededor de las piernas y miró la bandeja. Max observó su melena flotando como una sedosa cortina alrededor de su cuello e intentó no pensar en el aspecto tan sensual que tenía.

En la bandeja, Kristina vio un plato con tres clases diferentes de ensalada, además de una taza de café. ¿Le gustarían las ensaladas?, se preguntó. ¿Le gustaba el café? No lo sabía.

— ¿Sabes lo que se siente al no tener nada en lo que pensar? No tengo nada en la cabeza. Ni imágenes, ni sentimientos. Me siento como un lienzo en blanco.

A Max le gustó aquella imagen.

—Como un lienzo en blanco esperando a que alguien pinte sobre él —señaló, consciente de que iba a ser él el pintor.

Kristina le sonrió. Y si Kristina no hubiera sido Kristina, Max habría dicho que con una tímida sonrisa. Pero «tímida» era un adjetivo que difícilmente se podía asociar con Kristina Fortune.

Pero, reflexionó, Kris no sabía que era Kristina Fortune. Y quizá estuviera mostrando un aspecto de su personalidad que normalmente dejaba oculto.

Kristina jugueteó con el tenedor.

— ¿Me gustan las ensaladas?

Max giró la silla que había al lado de la cama y se sentó a horcajadas en ella.

— ¿Por qué no la pruebas?

Kristina lo hizo y asintió, complacida por aquel descubrimiento.

—Sí, me gusta —alzó la mirada hacia Max antes de morder otro bocado—. Has sido muy amable al traerme el almuerzo.

Max habría preferido que no fuera tan agradecida. Se encogió de hombros un tanto incómodo.

—No podía dejar que te murieras de hambre —permaneció unos segundos en silencio, con la mirada fija en la ventana. Le resultaba más fácil que mirarla a ella—. El médico vendrá a verte esta tarde.

Kristina no sabía que estaba tan hambrienta.

— ¿Hay un médico en el hostal? —preguntó entre bocado y bocado.

—No, es un amigo mío —Max se alegraba de poder hablar de algo que no fuera el estado en el que se encontraba Kristina—, Daniel creció conmigo en el hostal.

Kristina absorbía como una esponja toda la información que le daban.

— ¿Tú creciste aquí?

—Sí —en lo que a él concernía, su vida había empezado en el momento en el que había cruzado la puerta del hostal. A Kristina le pareció detectar algo en su voz e inclinó la cabeza, intentando identificarlo. ¿Era nostalgia? ¿Felicidad?

—Este debe haber sido un lugar maravilloso para un niño — ¿habría crecido ella en un lugar igual de adorable, con unas vistas tan maravillosas?

Max sonrió mientras volvía a mirarla a los ojos.

—No era tan pequeño. Llegué aquí a los trece años.

Al terminar las ensaladas, Kristina tomó la taza de café.

— ¿Fue entonces cuando tus padres compraron el hostal?

—No, entonces fue cuando los servicios sociales me enviaron aquí para evitar que terminara en un internado para jóvenes conflictivos.

Al ver la sombra que nublaba su mirada, Kristina se olvidó de su propia situación.

—No te comprendo...

La bandeja se tambaleó en la cama. Max se levantó y la colocó sobre la mesilla.

—Los antiguos propietarios del hostal son mis padres adoptivos.

— ¿Eres huérfano?

Max la miró con extrañeza. ¿Era compasión lo que había oído en su voz? En circunstancias normales, le habría repugnado. Nunca le había gustado inspirar pena o compasión. Pero la compasión de Kristina había conseguido llegarle al corazón.

—Es una forma de decirlo.

—No lo entiendo. O se es huérfano o no se es.

—Digamos que me sentía como si lo fuera —especialmente cuando lo llevaban de una casa a otra en la que lo único que querían era el cheque mensual que su presencia aseguraba—. Pero legalmente no lo soy. Probablemente mis padres todavía estén vivos en alguna parte —escapó de sus labios una risa cargada de amargura—. No los reconocería aunque me cruzara con ellos.

Sin pensarlo, Kristina buscó su mano. Qué historia tan triste, pensó.

— ¿Cómo acabaste en servicios sociales?

Casi en contra de su voluntad, Max se escuchó decir:

—Recuerdo que me desperté una mañana en la habitación de un motel. Ese es el primer recuerdo que tengo de mi infancia Tenía cuatro años entonces. Cinco quizá. Cuando pienso en el pasado, soy consciente de que el motel no era ni siquiera tan grande como este, pero a mí me pareció enorme. Enorme y vacío —explicaba la historia como si le hubiera ocurrido a otra persona—. Mis padres se habían ido en medio de la noche, dejando en el motel todo lo que no querían llevarse con ellos. Yo era una de las cosas que no se querían llevar

Kristina abrió los ojos como platos.

—Oh, Max, lo siento.

Max se aclaró la garganta. No tenía la menor idea de cómo había llegado a aquella situación. Él solo pretendía mantener una conversación con Kristina para saber cómo se sentía. No tenía intención de revivir algo en lo que no había pensado desde hacía años. Algo en lo que ni siquiera se había atrevido a pensar.

—No hay nada que sentir. La verdad es que he estado mejor sin ellos. Si no me hubieran abandonado, nunca habría conocido a los Murphy.

Algo de lo que siempre habría tenido que arrepentirse. Porque los Murphy habían salvado su alma, habían convertido a un adolescente destinado a vivir en la ilegalidad e una persona decente gracias a su ejemplo.

Seguramente estarían orgullosos de él en aquel me mentó, pensó con ironía, mientas miraba a Kristina.

—Supongo que al final todo ha salido de la mejor manera posible —musitó. Dejó la taza de café vacía en la mesilla d noche—. Espero que eso también se me pueda aplicar a mí.

—Seguro que sí.

Kristina deseó poder creerlo. Deseó poder creer algo, lo que fuera.

—Pareces muy seguro de que voy a ponerme bien.

—El médico confía en que sea algo temporal. Me ha dicho que cualquier cosa puede hacerte recobrar la memoria

—Una información reconfortante —Kristina suspiró y se estiró en la cama—. Estaba muy bueno —comentó, señalando la bandeja.

—Se lo diré a Sam.

— ¿Sam?

—Sí, Samuel, el cocinero.

Kristina no consiguió ponerle un rostro a aquel nombre, pero intentó no dejarse abatir.

—Tengo la sensación de que todavía me queda mucho que aprender.

Tenía que marcharse de allí antes de cometer alguna estupidez, como terminar diciéndole la verdad, pensó Max. Si Kristina recordaba quién era, no tendrían ninguna oportunidad.

—Procura no ponerte nerviosa. Todos intentaremos ayudarte en lo que podamos. Hoy tómate el día libre y, s te apetece, mañana podrás empezar a trabajar.

—Me encantaría empezar a trabajar mañana. Guante antes vuelva a mi rutina habitual, antes podré volver a recordar.

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