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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 21

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E

staba claro que Rilke no lo había dicho todo, que aún faltaban muchas cosas por saber, que aquello no podía empezar ni terminar con un desengaño amoroso tan vulgar, por más que hubiera querido aderezar la vomitona adolescente en que resumió sus cuitas con la inquietante mención del laboratorio secreto y lo que un médico convenientemente perturbado podía hacer allí; pero no habría tiempo para preguntas. Cuando Rilke terminó de hablar, las luces se apagaron, se desvaneció de la pantalla el fragmento de película en el que Alice se extraviaba entre los espejos, y casi al momento escuché varias explosiones encadenadas que parecían producirse en los sótanos de la casa, a la vez que empezaba a sonar por los altavoces la canción que entonaban los androides del submundo de Rilke, en su versión de carrusel de manicomio. La luz se demoró unos segundos en regresar, pero durante ese tiempo yo apenas pude moverme. Solo pronuncié dos veces el nombre de Rilke, oí una serie de ruidos descomunales —paredes que se rajaban, pensé, un techo que se desprendía— e intenté dirigirme hacia la puerta, pero cuando la luz volvió a reconstruir la habitación, me di cuenta de que estaba solo. Rilke había desaparecido.

No puedo decir que recuerde demasiado bien lo que sucedió después. Sé que me precipité hacia la puerta, salí al pasillo y corrí escaleras abajo; fue entonces cuando escuché una nueva explosión. Esta vez había sonado bastante más cerca que las anteriores, puede que en la misma planta en la que me encontraba, y aunque no creí que la onda expansiva pudiera llegar tan lejos, vi que los tabiques empezaban a ceder y que los techos se hundían y se desmenuzaban en enormes cascotes. Antes de llegar al pasillo de la planta baja, un tentáculo de humo negro ascendió por los peldaños camino de los pisos superiores, enroscándose a las columnas de la balaustrada y espesándose sobre la alfombra como esa niebla que emergía por las noches de las alcantarillas de la ciudad, y me ganó el pánico al comprender que Rilke no se había conformado con programar las explosiones sino que, además, estaba incendiando la casa. Supuse que también habría cegado las ventanas y sellado las puertas, y que, en definitiva, habría convertido la mansión en una ratonera para reducir a cenizas cualquier rastro que pudiese conducir hasta él, incluido el montón de cadáveres que la policía tardaría en recuperar y todavía más en identificar. En un gesto desesperado, grité el nombre de Rilke mientras descendía a tientas los peldaños, pero los gritos fueron reemplazados por una tos convulsa, con la que intentaba escupir el humo que me embotaba los pulmones. Lo siguiente que recuerdo es aún más vago: crucé el salón, que ya estaba consumiéndose bajo unas enormes llamas que hacían sudar cera a los muñecos del Doctor Phibes, alcancé una de las puertas de salida, me quemé las manos intentando abrirla, pero tuve que desistir y me precipité por el pasillo que conducía a los dormitorios. Desconozco cómo hice para llegar hasta mi habitación, pues las vigas se desplomaban a pedazos y había humo por todas partes, pero en cuanto me vi en ella, aturdido y a punto de desmayarme, pensé que estaba salvado. No podía distinguir más que manchas cuando cogí lo único que tenía a mano, la maleta de Roger Carvan, y la arrojé contra el cristal de la ventana; me sorprendió el aspecto de mis manos, ahora que podía reparar en ellas, pero no me detuve a pensar qué había sucedido para que hubiesen cobrado esa forma. Eso es lo que mejor recuerdo, las manos. Carne desprendida, trozos de piel derretida que se caía a jirones. Luego salí a la cornisa y logré descender unos metros hasta el jardín asiéndome a las ramas de hiedra que abrazaban la fachada de la casa. Cuando conseguí aferrarme a ellas, una llamarada salió por una de las ventanas, arrastrando una silla que impactó de refilón en mi cabeza antes de estrellarse contra la fuente del jardín. Aun así, tuve tiempo de ver algunas cosas extrañas: vi los perros, por ejemplo, que corrían de un lado a otro envueltos en llamas, ladrando enloquecidos, y aquel tipo que pedía auxilio en el interior del laberinto, rodeado por las siniestras bestias del zoológico de Rilke. Pero tenía las fuerzas tan justas, notaba la cabeza tan blanda, que no pude sostenerme más y caí al suelo. No era una altura muy grande y supongo que por eso no perdí la lucidez con el golpe; poco a poco, sin embargo, la visión de la mansión en llamas fue disolviéndose en una nube gris que acabó encharcándome la consciencia y devorando cualquier atisbo de luz mientras una voz me decía: «Estás muerto».

De algún modo, era cierto. Una parte de mí había muerto, y lo que había sobrevivido al fuego era algo que apenas tenía que ver conmigo. Cuando desperté, habían pasado cuatro días desde que las llamas consumieron la mansión Rilke. Estaba en un hospital privado situado en las afueras de Long Island, bajo la custodia de un par de agentes de policía que montaban guardia sentados a los lados de la ventana, pero lo único que los médicos y la policía tenían de mí era un nombre: Roger Carvan. No constaba en ninguna ficha, ni siquiera en los archivos del control de aduanas. A efectos legales, yo no existía. Pasé siete semanas más en aquel hospital (una prueba bastante elocuente de lo bien jodido que estaba, por decirlo suavemente), con el cuerpo paralizado de cuello para abajo y engullendo líquidos por una sonda que me atravesaba la garganta hasta el pecho. Tenía las manos y la cabeza envueltas en un montón de vendas que los médicos no se decidían a retirar, y poco a poco aquello me fue infundiendo la convicción de que, en efecto, mi nombre era Roger Carvan, pero el hombre al que pertenecía aquel nombre en realidad no existía. Uno de los agentes de policía se llamaba Jonathan Velasquez. Era un tipo joven y guapo, al que perfectamente podía imaginar en un despacho destartalado de Los Ángeles recibiendo a hermosas clientes de las que siempre se acabaría enamorando. Le encantaba tontear con las enfermeras que se ocupaban de mí, incluso a veces les llevaba flores, daba igual lo guapas que fuesen, aunque acabé por sospechar que aquello era una táctica que seguía para familiarizarse conmigo, inspirarme simpatía y despertar en mí la complicidad necesaria para ponerle al corriente de mi vida: en concreto, la parte de mi vida que me había llevado hasta allí, la única que a él le importaba conocer. Aunque no lo dijese abiertamente, era evidente que para Velasquez yo sabía más de lo que decía. Desde luego, aún no lograba recordar con total claridad lo que había sucedido durante mi estancia en la mansión, salvo algunas imágenes sueltas, pero los interrogatorios me ayudaban a remover el caldero de la memoria, a fundir con los datos que me faltaban el revuelo de imágenes que hasta ese momento habían permanecido aisladas. Y por lo que pude ver, creo que Velasquez no hacía más que dar palos de ciego. Si tenía que juzgarlo por las preguntas que me hizo durante mi estancia en el hospital, lo que yo creo es que nunca estuvo ni cerca de la verdad. Ni siquiera sabía a quién pertenecía la casa. Tenía nombres, pero eso no quería decir nada. Los nombres, simplemente, eran espejos vacíos en los que algunas presencias habían olvidado su sombra.

Durante las siete semanas que permanecí en el hospital me pusieron al cuidado de un joven negro que había jugado al baloncesto en la liga universitaria hasta que una lesión lo retiró de las canchas de juego. Se llamaba John Harper, y fue él quien me acompañó durante toda mi rehabilitación. Supongo que le debo el estar aquí, pues de no haber sido por su insistencia habría acabado en una silla de ruedas, y si sumamos a eso las quemaduras, creo que puedo imaginar cómo hubiera terminado la cosa: un salto mortal de catorce pisos hasta el aparcamiento privado de médicos residentes. La rehabilitación consistía en aprender a andar, a mover las manos, a comer y a volver a articular palabras. Nadie que no haya pasado por eso puede concebir la tortura que supone elevar un brazo o una pierna unos pocos milímetros, cuando tu cuerpo ya ha decidido que esas extremidades embotadas no existen. Deshecho de dolor, yo la pagaba con Harper, que mostraba una paciencia infinita conmigo. En cuanto empecé de nuevo a hablar, le llamaba las peores cosas que se me pasaban por la cabeza, sin suavizarlas con un pulido que, en mi opinión, Harper no merecía: «Inquisidor de mierda» y «torturador hijo de la gran puta» eran sus preferidas, aunque se antojaban una minucia en comparación con lo que le decía cuando alguna enfermera acababa de despertarme y le veía aparecer por mi cuarto, con una sonrisa de oreja a oreja, tirando alegremente de la silla de ruedas con la que me conduciría a una nueva sesión de tortura. Su buen humor era inagotable, y cuanto más optimista parecía él, más intratable y cabrón me volvía yo. Siempre tenía unas palabras bonitas que dedicar a las enfermeras; de hecho, nunca repetía un halago que ya hubiera dicho antes, y yo lo admiraba por eso, aunque de cara a la galería mostrase cualquier cosa excepto admiración. Luego Harper me montaba en la silla, y entonces empezaba la función: venga, negrata hijoputa, le decía, reconócelo, te gusta joderme, ¿verdad? Te encanta putearme, como tú no tuviste un par de cojones para pasar por esto y convertirte en la estrella de la NBA, disfrutas viendo retorcerse de dolor a los que están más jodidos que tú. Ya verás cuando salga de esta, le decía. Te buscaré y te mataré, cabrón. Te retorceré todos los putos huesos del cuerpo. Pero John Harper apenas se inmutaba. Seguía empujando la silla por el corredor y solo alguna vez, cuando no encontraba por los pasillos a alguna bonita enfermera a la que dedicar un piropo, se rebajaba a contestarme: oh, ¿de verdad vas a hacerme eso, Roger?, decía. Coño, ya me estoy cagando en los pantalones. Nadie más que un tipo duro hablaría así, ¿de modo que por qué no te levantas de esa silla y me demuestras lo duro que eres? Oh, sí, nadie más que un tipo duro podría tener a la policía día y noche vigilando su cama. Sí, debes de ser un tipo muy duro, Roger, debes de ser como poco el tipo más duro que hay en la ciudad. Lástima que estés en esa sillita, sin poder mover un dedo para demostrarlo.

Puede parecer un tópico, pero en cierto modo era como haber nacido de nuevo. Me enseñaban a andar y a hablar, y cada día que pasaba me sentía más y más seguro de estar convirtiéndome en Roger Carvan. Desde la tercera semana de rehabilitación, recibía cada mañana la visita de un equipo de psicólogos —tres hombres y una mujer, todos ellos entre los treinta y cinco y los cuarenta años— que se presentaban con una aplastante seguridad en sí mismos pero que al cabo de dos sesiones ya no sabían qué hacer conmigo. Ya desde la primera sesión me explicaron algunas curiosidades acerca de la identidad, los traumas, los milagros de la cirugía y sobre poseer un nuevo rostro. Yo me reía de ellos y les decía que siendo tan jodidamente feos no me explicaba cómo no se aplicaban esas terapias sobre sí mismos. A la cuarta sesión, uno de los psicólogos se retiró llorando y dijo que se negaba a atenderme más. Aquello lo consideré como mi mayor triunfo. El tipo fue sustituido a la semana siguiente por un perro viejo —en el sentido más amplio y literal de la expresión—, que al menos sabía cómo tratarme. A las primeras de cambio (un chiste verde sobre su difunta esposa), me pegó tal bofetada que la vía por la que absorbía mis alimentos salió despedida y se estrelló contra la pared, e incluso la máquina que daba cuenta de mis constantes vitales trazó una gráfica tan extraña que durante varios segundos nadie supo decir si estaba vivo o muerto. Las enfermeras quedaron sobrecogidas, mientras el viejo se sacudía las manos y regresaba con toda impunidad a su silla.

—No se preocupe, señor Carvan —dijo—, estamos aquí para ayudarle. Es usted como un niño, está aprendiendo a andar y a hablar, y supongo que todavía se cagará encima, ¿no? Entonces vayamos paso a paso. Y hasta que no crezca un poco y lo eduquemos, tendremos que seguir tratándole como lo que es: un niño.

Velasquez estuvo conmigo el último día en que el equipo se encargó de mí, y también John Harper y la enfermera joven que había estado atendiéndome desde el primer día. Tengo la impresión de que estaban más nerviosos que yo, y no es decir poco. Desde que desperté, yo había sido para ellos un rostro vacío, un completo misterio. Se habían esforzado tanto en averiguar quién era, en traerme al mundo y hacerme poner otra vez los pies en él, que sin duda consideraban que aquel momento formaba parte de sus vidas casi tanto como de la mía. Entonces procedieron a retirarme las vendas. Las vi pasar ante mis ojos, lentamente, y para demostrar que seguía siendo el tipo duro de las primeras semanas, hice uno de mis comentarios capullos: vamos, muchachos, dije, no pongáis esa cara, seguro que en vuestras familias hay tíos mucho más feos que yo. Nadie dijo nada, y eso empezó a asustarme. Velasquez fue el único que se atrevió a romper el silencio y hacer un breve comentario que parecía arrebatado de alguna película: «Este es el momento de tu vida, amigo; comenzar una nueva vida con una nueva cara». El doctor que me atendía, un viejo de manos como piedras llamado Donald Wrye, me preguntó si me creía preparado para mirar el espejo y, pese a que ni de lejos estaba preparado para ello, contesté que sí. Supuse que Velasquez aguardaba alguna revelación, así que imagino que lo desilusioné. En el espejo vi que me faltaba la mitad del rostro. El resto estaba carcomido por gruesos surcos y circunvoluciones de carne plegada que me habían despojado de media oreja y del cuero cabelludo, salvo en unas pocas áreas donde el pelo crecía a jirones, y habían consumido el ojo, y la otra mitad no me recordaba a nadie a quien pudiese fijar con un nombre. No dije nada. Una voz me preguntó cómo me sentía, y yo solo me encogí de hombros. Luego volví a mirarme, y cuando acepté que aquel rostro era mío, toda aquella masa de carne que se descolgaba por su propio peso, arrastrando el labio, la parte que correspondía a la mejilla y aquel párpado que parecía una almeja, me eché a reír, más alto y más fuerte de lo que me había reído jamás. Era acojonante, dije, la visión más desagradable que había sufrido en la vida era un rostro irreconocible al que tenía que empezar a llamar «yo». Me faltaba el aliento de tanto reír, pero luego, en cuanto empecé a llorar, Wrye, Velasquez, Harper y la enfermera decidieron dejarme solo con los psicólogos, y al cabo de un minuto también estos prescindieron de permanecer allí. Aquella era mi nueva cara, pero no podía haber esperado otra cosa. Desde el momento en que conocí a Leonardo Rilke, yo no hubiera podido salir de aquella historia con el mismo rostro con el que entré en ella.

Dos días después recibí el alta médica. El nombre que aparecía en el alta era el de Roger Carvan, y yo solo tenía que firmar para terminar de convertirme en él. Trazar un garabato en un papel, demostrar que Carvan había estado allí, que su nombre figuraba en un archivo médico: eso era todo lo que necesitaba para darle vida. Velasquez sostuvo el documento sobre la almohadilla para que yo pudiese firmar, pero casi me fue imposible sujetar la pluma y desplazar la mano sobre la línea de puntos. Velasquez aprobó mi obra con un gesto, miró la firma por unos segundos, como si aquello pudiera reportarle alguna información, y cuando me volvió a mirar le sonreí. Fue un acto reflejo, de hecho era la primera vez que lo intentaba desde que me habían retirado las vendas, y, para mi horror, descubrí que mi rostro había sufrido una alteración tan brutal que ya ni siquiera podía responder con fidelidad a mis emociones: supuse que estaba sonriendo, pero solo noté un tirón en un lado de la cara, y aquel tirón arrastró todo lo demás, mejilla, pómulo, párpado, ceja. No era una sonrisa, de eso podía estar seguro. Creí que iba a desmayarme. Estaba tan desconcertado que solo pude asirme a la manga de Velasquez y murmurar: Dios, estoy completamente aislado. Más aislado que si hubiera quedado ciego o mudo en ese incendio. Velasquez me miró fijamente, como si fuera a decir algo, pero no dijo nada. Quizás veía lo mismo que yo. Mi rostro había quedado horriblemente desfigurado, causaba espanto entre los propios médicos, y ahora, para colmo, ni siquiera podía comunicarme mediante el lenguaje universal de los gestos. ¿Qué ocurriría si alguna vez sufría un accidente en plena calle? ¿Me socorrería la gente, o huiría de mí entre chillidos, al ver el fenómeno de feria que había quedado tendido en la calzada? Una pregunta llevó a otra pregunta, y esta a otra. En un momento que no debió de prolongarse ni dos segundos me había cuestionado mi existencia de mil formas diferentes, algunas de ellas tan retorcidas, tan terribles, que no sabía si me turbaba más la cuestión en sí o el hecho de que ahora esa clase de preguntas formaran parte de mi vida cotidiana. Por ejemplo, ¿era la seguridad en nuestro rostro lo que nos inspiraba el ansia de amar y desear? ¿Y qué ocurriría si nunca más deseaba a una mujer? ¿Qué ocurriría si, por el contrario, necesitaba a una mujer más que nunca? ¿Qué clase de puta querría acostarse conmigo? Pueden parecer preguntas estúpidas, pero para mí eran cualquier cosa menos eso. A decir verdad, representaban la distancia que mediaba entre estar vivo y estar muerto.

Velasquez me acompañó a la salida del hospital, sosteniéndome por el codo con ternura, igual que si lo acompañara la más hermosa de sus conquistas o temiese que los huesos se me fueran a romper en mil pedazos, y cuando llegamos a la calle me preguntó a dónde iba a ir. Parecía sinceramente preocupado, y solo le pude responder lo único que se me pasó por la cabeza: que no lo sabía. No tenía casa, y si la tenía, no recordaba dónde estaba. Velasquez asintió y se envolvió en la gabardina para protegerse del viento helado que reptaba por las avenidas. Se disculpó por no tener los efectivos suficientes para trasladarme hasta Manhattan, algo que, afirmó con ironía, solo sucedía en las películas. Luego me recordó que aún estaba bajo custodia policial y que si no había un vuelco en la investigación, no podría abandonar la ciudad en las próximas semanas sin ponerlo en conocimiento de su departamento: por su parte, Velasquez me recomendaba que no me marchase. El caso seguía su curso, explicó. No sabemos quién es usted, podría ser el tipo que inició el incendio, o un terrorista sin fichar. O podría ser un héroe que no pensó en su vida cuando vio una casa devorada por el fuego: para la policía, era como si yo acabara de caer del cielo. Le dije que no pensaba marcharme, pero, como un favor personal, le pedí que me dijese qué era lo que él creía de mí. En un principio, Velasquez no pareció comprenderme; luego la expresión se le ablandó, y percibí por su gesto la lástima que mi situación le infundía.

—¿De veras le parece necesario saberlo? —me preguntó.

Respondí que sí.

—Bueno —dijo tras una pausa—, creo que es la vieja historia del hombre que está en el lugar inadecuado en el momento inoportuno, pero eso no dice mucho de usted, ni a favor ni en contra. Me gustaría poder añadir algo más, pero eso es todo. De alguna manera es como si hubiera recibido una segunda oportunidad, como si de veras le hubiera sido concedida una nueva vida. Al margen de cuál sea la parte que le toca en el asunto, si hubiera alguna responsabilidad penal detrás de todo esto ni siquiera sabría si estaríamos haciendo lo correcto al castigarle por ello. En realidad, no sé si se puede castigar a un hombre que simplemente está al final de las huellas dejadas por otro.

Repliqué que lo entendía, le di las gracias y le tendí una mano para despedirme de él, pero volví a guardarla en un bolsillo al verme impresionado por su aspecto. Velasquez chasqueó la lengua e hizo un gesto de reproche, me estrechó la mano a través del bolsillo y me dedicó una sonrisa.

—De todas maneras no se aleje demasiado —bromeó—. Lo estaré vigilando.

Yo le respondí que no lo haría, y Velasquez me tendió la hoja de un cuaderno donde había apuntado unas cuantas direcciones de hoteles en los que podría pasar a buen precio las semanas siguientes. Se lo agradecí y le dije que para mí daba igual el precio: ni siquiera sabía cómo iba a pasar la noche. Velasquez señaló mi maleta con el mentón:

—Eche un vistazo ahí dentro —dijo—. Buena parte de lo que había sirvió para pagar la cuenta del hospital, pero le queda suficiente dinero como para no tener que preocuparse por cuál será su alojamiento durante al menos un par de años, o más si se administra bien. No creo que vaya a saber nunca quién es usted, Carvan, pero, dentro de lo malo, no es lo peor despertar a una nueva vida con la solución a tu futuro más inmediato debajo del brazo.

Se llevó luego dos dedos a la frente en señal de despedida, y entonces, cuando me iba a dar la espalda para marcharse, se dirigió otra vez a mí:

—Por cierto, casi se me olvida —dijo—, ¿pero le suena de algo el nombre de Paula Steele?

Desde luego, no era cierto que aquello se le hubiera podido olvidar. Por perdido que estuviese, todavía le quedaba el recurso de sorprenderme, pillarme desprevenido y consultar atentamente mi reacción a sus palabras. No había sido un mal intento. Supongo que aquel fue el único momento en que Velasquez podría haber percibido que le mentía, que le ocultaba alguna información o que un dato suyo había presionado en la tecla oportuna; pero también para eso mis rasgos eran impenetrables, así que no me vio titubear.

—No —dije—. Por el momento, creo que no me suena de nada.

Velasquez asintió distraído, argumentó que tal vez solo era otra pista falsa, me pidió que en cuanto recordase alguna cosa le llamara al teléfono que me había apuntado en el mismo papel en el que había escrito las direcciones de los hoteles, y, por último, bajó los peldaños del hospital, encogiendo los hombros mientras se arropaba el cuello con las solapas de la gabardina. Me quedé allí con el papel en la mano, mirando cómo se alejaba hasta que no fue más que una mota gris que acabó engullida por la niebla.

En Manhattan alquilé un cuarto en una modesta pensión situada en Garment District, tras el Madison Square Garden. Era una calle sucia, rebosante de edificios destartalados y tomada por bandas de vagabundos negros que paseaban envueltos en abrigos andrajosos, consumiendo cansinamente unas latas de cerveza que escondían en bolsas de papel. Allí pasé tres días sin salir de la cama, escuchando las discusiones de los vecinos, el tráfico de coches y ambulancias bajo mis ventanas o cómo el agua arrancaba lamentos a las paredes al correr por las cañerías. Al tercer día, me levanté de la cama y me decidí a abrir la maleta de Roger Carvan. Había unas gafas con las varillas rotas, la nota que algún suicida escribió antes de morir, unos cuantos libros, un cuaderno con decenas de hojas usadas, un collar, unos carretes usados, joyas, ropas íntimas, un consolador, máquinas fotográficas, una cinta de vídeo, el dibujo de un niño, tarjetas de visita, trozos de una fotografía rasgada y un sobre marrón junto a dos gruesos fajos de billetes de cien. Opiné que aquel material disperso habría supuesto montañas de horas de investigación policial sin otro resultado que el más puro y simple fracaso, y compadecí a Velasquez. Luego reparé en un texto que no recordaba haber recopilado junto a los objetos que retenía en la maleta de Roger Carvan. Lo leí una vez y luego otra, y a medida que iba superando frases y párrafos, sentía cómo la sangre se escarchaba en mis venas. Era el fragmento de una carta, y supe sin lugar a dudas que pertenecía a Leonardo Rilke, y que estaba dirigida a Paula Steele:

 

«No quiero que te marches», decía, «pero ya que lo harás, deseo que tengas algo mío allá donde vayas. Es un libro. Pero no te preocupes, se trata de un librito muy breve, tan breve que me ha costado escribirlo más de veinte años. Se titula Mis Memorias, y dice así:

»Mi vida empezó una noche de julio, cuando te vi muchos años después de haberte visto por última vez, bajo el ábside de una catedral europea.

»Llevabas un vestido rojo, el pelo recogido sobre la nuca y el flequillo caía como dos columnas rubias y rizadas a ambos lados de tu cara.

»El mundo entero desapareció hasta la hora de la cena. Fue entonces cuando te miré por encima de las mesas y sentí el corazón redoblar en mi pecho cuando vi que tú también me mirabas.

»Y esa misma noche me dijiste: si te casas conmigo nunca vas a necesitar nada más. Me sentí bien, no solo porque me dijeses que nunca necesitaría nada que no fueras tú, sino porque tu frase hablaba de un futuro en el que ambos estábamos juntos.

»Alguien, entonces, se acercó a nosotros y nos dijo: estáis locos, estáis locos los dos. Me gustó que por primera vez alguien hablase de los dos sin tener que referirse a cada uno de nosotros por separado.

»Después te esperé en las escaleras del hotel. Recuerdo la decepción que sentí al no encontrarte en el vestíbulo. Recuerdo haber pensado: te equivocas.

»Pasaron siete meses hasta la siguiente vez en que te vi. Todavía no había caído el sol y era la primera vez desde hacía catorce años que te veía a la luz del día.

»También por primera vez sentí que alguien velaba por nosotros cuando vi que nuestros nombres estaban escritos bajo el número de una misma mesa.

»¿Te acuerdas? Odiábamos el mismo tipo de comida.

»¿Te acuerdas? También entonces nos mirábamos por encima de los platos.

»Y aunque aparentásemos hablar con todo el mundo, en realidad hablábamos el uno para el otro.

»Pese a todo, mucha gente nos observaba.

»El enemigo quiso enviarnos entonces una delegación para espiarnos. Pero estaban en horas bajas y solo pudieron enviar a una anciana tía tuya. Era tan ridículamente pequeña que se había escondido detrás de una maceta para observarnos. Parecía una espía a sueldo del rey de Liliput.

»No les sirvió de nada. En la penumbra de la primera habitación que compartimos el mundo ya era nuestro. Y en él tu rostro poseía una extraña belleza. Era como si emitiese su propia luz. Era como si no necesitase de ningún adorno externo para ser hermoso.

»Pero llegó la mañana con su tristeza de ejército caído. Recuerdo tu cara de cansada. Recuerdo la lluvia. Recuerdo el dolor que sentí cuando la gente que ambos conocíamos nos miraba y tú apenas permitiste que te robase un beso.

»Aquella noche me habías hecho mirar los árboles verdes que descendían la avenida mojada, y me preguntaste: ¿no te parecen hermosos esos árboles? Me sorprendió darme cuenta de que era la primera vez que veía un árbol, que veía la lluvia y que veía el color verde. Entonces te dije que, si tú querías, podría erigirte una casa en la que desembocasen todos los árboles verdes y húmedos del mundo.

»Recuerdo el primer mensaje que me hiciste llegar, dos días después: ya te estoy echando de menos...

»Recuerdo que a partir de entonces pensé que sería maravilloso no tener que recordar absolutamente nada».

 

En el sobre junto a aquel texto estaban las fotografías que saqué el primer día de la fachada de la mansión Rilke. Volví a guardarlas y hundí la cabeza entre las rodillas. Rilke hablaba de él, pero también estaba hablando de mí. Había ocultado allí la carta sabiendo que un día la encontraría, cuando ya no fuese posible pedirle explicaciones, ni preguntarle qué cojones había hecho de mi vida. Ignoraba si era esa la broma definitiva, si se trataba de un castigo más o de la clave para resolver algún dato vital de la historia, un dato que de todos modos, como Rilke no podía desconocer, aquel texto solo lograría ensombrecer más. Pero ya me daba igual. Para mí, aquello había llegado tan lejos como podía llegar, así que lo que viniese después sería algo que no me pertenecería, y por tanto tampoco podría afectarme. Hacía tiempo que el odio que sentía por Rilke se había convertido en desprecio; pero ahora, para mi asombro, el desprecio pasó a convertirse en lástima. Supongo que tuvo que ver con el hecho de que por primera vez viera a Rilke como un ser normal, sin misterios, alguien que había tenido una vida corriente, había disfrutado de la amistad, se había enamorado de una mujer hermosa que quizás no lo merecía. No era el Rilke de los juguetitos y las argucias que nadie podía discernir, sino un joven que había tenido la desgracia de ver que las cosas poseían una cara oculta que rara vez conseguíamos desvelar; alguien que aún podía caer a un lado o al otro de la raya, que estaba lejos de ser el loco cruel que había decidido darle la vuelta a las cosas y mostrar el mundo desde el otro lado del espejo, enseñarnos la espantosa desfiguración que ofrecía el reflejo de nuestras obras. Aceptar eso no serviría para disculparlo, claro, de hecho, nada lo haría; pero aquella certeza se asemejaba con una fidelidad pavorosa a lo que Velasquez había dicho para describirme: que no era tarea fácil castigar a un hombre que, simplemente, estaba al final de las huellas dejadas por otro. Y solo por eso, en cierta forma, era mejor olvidar.

 

Dos días más tarde abandoné mi habitación para acudir a una tienda cercana a comprar unas gafas oscuras y un sombrero de ala ancha. No es que me avergonzara que la gente me observase por la calle, pero pasaba tanto tiempo pensando en aquellas miradas que me distraía de pensar en otra cosa. Así que me obligué a acostumbrarme a aquel juego: me cubría el rostro con las gafas y el sombrero, subía las solapas del abrigo y recorría las calles disfrazado como el hombre invisible. No hacía nada en especial, pero para mí ya significaba bastante poder salir a la calle sin verme importunado por las miradas de los curiosos. Me gastaba dinero en cosas que no precisaba, me introducía en tiendas y en edificios públicos para comprobar hasta qué punto mi disfraz me hacía irreconocible. Al final, logré fundirme a él de tal modo que durante un tiempo fue lo más parecido a no tener una cara.

Con el fin de crearme una coraza contra las miradas ajenas, cada día pasaba entre diez y doce horas en la calle, la mayoría de las cuales las invertía en fatigosas caminatas. Solo me resignaba a acortarlas si el clima era demasiado inclemente (lo que es decir mucho, porque en Nueva York los inviernos son cualquier cosa excepto apacibles), pero hiciera el tiempo que hiciese, siempre acababa por realizar la misma ruta: descendía Broadway y cogía la Octava, de la Octava bajaba a Washington Square, desde allí callejeaba hasta la calle Charles, luego me dirigía al puente de Brooklyn y por último a los muelles del East River; cinco o seis horas de paseo, si nada me distraía por el camino. Tenía probado que la mayor parte de la gente que anegaba las calles del distrito financiero la formaban ejércitos de oficinistas con pocos minutos para despejarse antes de regresar a sus despachos o acudir a una cita urgente, y estaban tan enfrascados en sus conversaciones o sus charlas por el móvil que ni siquiera reparaban en mí. No es que en ese momento fuera muy consciente de ello, pero supongo que por esa razón mis paseos por la ciudad siempre acababan destinándome al regazo de aquellos rascacielos de vidrio, a los parajes donde la gran maquinaria que hacía girar el mundo tenía sus péndulos y sus poleas, sus ejes engrasados y sus ruedas dentadas. Después de un rato merodeando por sus calles, me sentaba a la sombra de algún edificio y me dejaba asaltar por toda clase de pensamientos. Me resultaba revelador que el único sitio en el que podía reunir la tranquilidad necesaria para meditar estuviera justamente allí, en pleno corazón de Wall Street, junto al solar en que habían estado enclavadas las Torres Gemelas. Para mí, las connotaciones resultaban tan obvias —un símbolo volatilizado en el vacío que había convertido aquel vacío en otro símbolo— que no merecía siquiera la pena explicarlas. Pero lo cierto es que también llegó un día en que no pude pensar más, en que cualquier sencillo pensamiento comenzaba a perder el equilibrio, hasta que no podía sostenerse en pie por más tiempo. Sucedió de la forma más idiota: habían cortado una calle para rodar las escenas de una película, y cuando quise darme cuenta, ya no era capaz de saber qué camino llevaba al distrito financiero y cuál era el que debía seguir para regresar a mi hotel. Estaba perdido en mitad de ninguna parte. Las calles habían perdido su orden, y de la misma forma en que la ciudad había cambiado de cara, mi cabeza también empezó a flaquear, a amenazar con derrumbarse. Esa era la manera en que yo imaginaba que un hombre se hundía en la locura. Tenía que ser así. Ese momento en que las cosas que un instante atrás habían estado allí se desvanecían, y te veías obligado a mirar a tu espalda y preguntarte si de veras habían estado allí alguna vez, si no estarías forzándote a imaginar cosas, ahora que nada era lo que parecía y ya no tenías en la cabeza ningún pensamiento sólido al que agarrarte.

Hay cosas que jamás podría explicar, y lo único que puedo decir de ellas es que sucedieron, sencillamente. Otras, sin embargo, tienen una explicación, por terrible que sea. Por ejemplo, varias semanas después de nuestro cordial encuentro frente a la academia de la calle 50 volví a ver a Hayes, el hombre que lo sabía todo acerca de Rushmore. Sin embargo, lo vi en el sitio donde menos esperaba encontrarlo. Estaba en mi habitación, vestido con un inexplicable atuendo de gasolinero del medio oeste, mascando un palillo y pasándose una mano por su inconfundible pelo grasiento antes de decirle a una jovencita en camiseta y vaqueros que, si no tenía dinero para gasolina, siempre podrían negociar otra clase de pago. Me sentí aturdido, incapaz de dar crédito a lo que veía. Llevaba un buen rato saltando de canal en canal, sin saber de qué otro modo matar el inquietante aburrimiento de la madrugada, y de pronto lo vi, emparedado entre las noticias de un canal local y un programa de televenta. Me acerqué al televisor, incluso pasé unos dedos incrédulos sobre la pantalla, como para probar su consistencia. Pero allí estaba él. Hayes diciéndole a la jovencita que cerrase la puerta del coche y lo siguiese, Hayes entrando en la gasolinera, Hayes mascando su palillo mientras recorría con una mirada lasciva aquel cuerpo de junco que se adentraba vacilante en la penumbra del local. Hayes diciéndole a la jovencita: «Puedes llamarme Jack». Era Hayes, el mismo Hayes que solo unos días atrás se llamaba Ted, el mismo que había decidido abrir su cafetería conmemorativa en el lugar apropiado para que yo pudiese dar con Paula. Pese a la hora que era, me apresuré a salir del hotel y salté sobre el primer taxi libre que apareció para desmantelar aquella vasta soledad que se había aposentado sobre Nueva York. Parecía el capricho de un millonario insomne: dar una larga vuelta por las calles de la ciudad hasta la 50 Este, avanzar hasta el Rockefeller Center y regresar al hotel por Lexington Avenue. Con una voz estrangulada que apenas reconocí, ordené al taxista que redujese la velocidad cuando ya nos aproximábamos a la primera esquina tras la catedral de St. Patricks. Respiré hondo, me sequé las palmas de las manos en las perneras del pantalón, sin apenas atreverme a levantar la cabeza. Pero antes de que el taxi girase en la esquina con Lexington, pude ver claramente los ventanales del Rushmore Coffee Shop cubiertos por un montón de papeles de periódico, y el cartel publicitario de la marquesina, donde semanas atrás aparecían los rostros de los cuatro presidentes de América, sustituido por el parco anuncio de una agencia inmobiliaria. Me hundí en el asiento del taxi, anonadado y presa de temblores, y cerré los ojos.

Y tuve que hacer un auténtico esfuerzo para no estallar en una histérica carcajada.

 

Unos días más tarde abandoné el hotel de Garment District y me alojé en otro situado más al norte, en la calle 112 Oeste, a pocas manzanas de la universidad de Columbia. La tarde anterior había abonado el adelanto de una semana, pero por la mañana ya había decidido irme y por supuesto no reclamé el dinero; de todos modos, nadie me lo habría devuelto, una vez comprobados los desperfectos que había dejado en el cuarto. La última noche en el hotel conocí a un par de chicos que se presentaron como una pareja de novios que viajaban por la costa este: la chica procedía de un pueblecito de Arizona y el chico de Nashville, algo de lo que se mostraba particularmente orgulloso. Hablaban de sus viajes, de su familia, de las amistades que habían hecho desde que dos meses atrás iniciaron en la ciudad de Berkeley una ruta que les condujo a Reno, Salt Lake City, el cañón de Colorado, y algunas ciudades abandonadas a las que describieron como pueblos espectrales donde uno podía escuchar el galope de caballos fantasma cuando el sol postraba sus fatigados huesos en el horizonte. La chica se llamaba Annie, y era la clase de belleza por la que uno hubiera abjurado del amor de mujeres más hermosas que ella. Vestía una minifalda y una camiseta roja, tenía las piernas largas, los brazos esbeltos, el cabello púrpura y los azules ojos orlados por unas cejas de corza y unas pestañas oscuras a las que no anochecía ningún maquillaje. Annie y el chico habían llamado a mi puerta para pedirme un mechero, y luego, tras dos minutos de interrogarme sobre la ciudad, sin por lo visto reparar en la monstruosidad de mi rostro, se habían familiarizado conmigo lo suficiente como para solicitarme pasar a mi cuarto y seguir hablando del tema. Ambos tenían veinte años, estudiaban juntos en Berkeley, se habían conocido allí y allí se habían enamorado. Eso me contaron. Annie lio un porro y el chico sacó una botella de whisky de la gabardina. No lo hacían para ganarse mi respeto demostrando que estaban de vuelta de todo, sino con toda naturalidad, como si no hubiera nada más normal que zambullirse en el inconsciente para departir debidamente de lo divino y lo humano. Al cabo de un rato, Annie se había sentado a mi lado y dejó de hablar para apoyar la cabeza en mi hombro, mientras el chico proseguía con lo que estuviera contando, borracho como una cuba y un poco colocado. Pero yo ya no le seguía la conversación. Tenía los labios de Annie en el cuello, y la sentía respirar allí con una de esas respiraciones pesadas y húmedas en las que la piel se te encrespa, arrancándote escalofríos de puro placer en la espalda. Apenas había bebido, pero por primera vez desde que salí del hospital había logrado olvidarme de mi propio rostro. Me veía de la forma en que uno se proyecta en sus sueños o en los recuerdos que atesora: no con su apariencia real, sino con la que la imaginación le presta modelando a conveniencia una selección de rasgos de las mejores épocas de su vida. Annie dio una calada al porro, levantó entonces la cabeza y me clavó una mirada directa. Oye, me dijo, ¿te apetece follarme? A mi novio no le importará que lo hagas. Miré al chico, que había cerrado la boca y me observaba atentamente, con una expresión tan comprensiva, tan cargada de apremio, que sentí que le traumatizaría con la decepción de su vida si rehusaba aceptar la propuesta. ¿Por qué?, le pregunté. ¿Por qué?, repitió Annie, riendo. No lo sé, es solo follar. Pensé que te gustaría. Me miró a los ojos esperando alguna reacción por mi parte, pero yo estaba paralizado, tan tieso como si me hubiera caído un rayo encima. El chico se arrellanó cómodamente en la cama y creyó necesario intervenir: ¿por qué no le besas, Annie?, dijo. ¿Por qué no empiezas tú con él, hasta que nuestro amigo se anime? Annie siguió observándome un par de segundos más; luego cerró los ojos y apretó sus labios contra mi boca. No sé por qué lo hizo. Era evidente que no se trataba de atracción física, que yo no era el hombre al que se hubiera tirado por darse el gusto, pero fuera por la razón que fuese, lo único que pensé es que hacía aquello por compasión hacia mí, un extraño que había sido tan amable con ella como para rebajarse a darle el alivio que ninguna otra mujer aceptaría procurarle. La noción de cuál era mi auténtico rostro me golpeó de lleno en aquel instante, y sentí tal vergüenza de mí mismo que aparté a Annie con violencia. Largo, les dije. Largo de aquí, los dos. El chico apenas se movió, y Annie alargó un brazo hacia mí, despacio, mirándome con una expresión llena de ternura, como insistiendo en reparar mi dolor con su entrega de misionera, pero cambió de parecer en cuanto les grité, incorporándome violentamente, que saliesen de mi cuarto de una puta vez. Esta vez se asustaron tanto que me hicieron caso, y en cuanto se cerró la puerta tras la espalda de Annie y me vi solo, lloré como no lo había hecho en la vida. Grité, me revolqué por el suelo, escupí las peores obscenidades, me golpeé la cabeza contra las paredes, pateé las sillas y las puertas de los armarios. Hubiera seguido destrozando el cuarto hasta caer reventado de no ser porque me corté el brazo al atravesar de un puñetazo la pantalla del televisor, un corte limpio, por suerte, que curé sentado en la bañera, poniendo la herida a remojo bajo el chorro del grifo. No quería incorporarme, lo último que necesitaba era ver mi rostro en la luna del espejo. De la manera más cruel, había comprendido lo que significaba llevar aquel estigma. No era solo que hubiese rechazado a Annie por una cuestión de orgullo: había sentido en mi propia piel la repugnancia física de que un rostro como el suyo besara una cara como la mía. No podía entenderlo, pero así era. Me asqueaba que me besase, me daba verdaderas náuseas sentir el contacto de su carne contra la mía. Aquello era algo que hasta ese momento no había experimentado, y me di cuenta de que las heridas que el fuego me había grabado en la carne iban mucho más allá de lo que significaba una desfiguración superficial. En realidad, le habían dado la vuelta a las cosas. Tener un rostro distinto también había desfigurado la mirada con la que hasta entonces me había enfrentado al mundo.

Recurrí al hotel de la 112 Oeste porque el taxi en el que embarqué al dejar el Garment District ofrecía en el bolsillo de un asiento publicidad de sus habitaciones. Era la típica habitación neoyorquina de bajo coste: trece metros cuadrados en los que a duras penas encajaban una cama doble, una silla y dos mesillas de noche, y un baño que no te permitía ingresar en la ducha si te dejabas la puerta abierta. Al día siguiente de alquilarlo abandoné mi cuarto y continué con la rutina de los últimos días: me eché a la calle y caminé sin descanso, salvo para sentarme en los bancos de los parques y observar a los transeúntes escondido bajo mi disfraz de hombre invisible. Todo iba discurriendo sin incidentes, salvo por una ocasión en que un agente de seguridad de la Biblioteca Nacional me solicitó que abandonase la sala (por lo visto, la gente se distraía de sus libros para mirarme, y los susurros con los que intercambiaban opiniones algunos visitantes molestaban a quienes intentaban concentrarse en su lectura), y otra en la que tuve un fugaz altercado en un restaurante con un grupo de pandilleros que intentaron arrebatarme el sombrero. Aunque «altercado» es quizás una palabra demasiado seria para lo que ocurrió en realidad: seis o siete adolescentes portorriqueños vestidos de jugadores de baloncesto que rodearon mi mesa gritando cosas que no entendí y tirándome manotazos para despojarme de mi disfraz. Me zafé como pude, pero cuando por fin lograron quitarme el sombrero, debí de ofrecer una figura tan lastimosa, sentado allí con la frente humillada, la mitad del rostro irreconocible y aquellos mechones de pelo prendidos alrededor de la oreja quemada, que uno de los matones, rompiendo el silencio en el que los clientes habían enmudecido el local, me apoyó la mano en el hombro para tenderme el sombrero musitando un avergonzado: «Lo siento». Me disfracé de nuevo, acabé lentamente mi desayuno intentando contener el llanto, viéndome como el objeto de curiosidad y de compasión de la gente que me rodeaba, y luego me fui. Solo había que acostumbrarse a ello, me repetía, es solo una cuestión de esfuerzo. Una nueva vida con un nuevo rostro, como había dicho Velasquez, vivir intentando ser otro. Con la espalda rota por veinte sitios había luchado contra el dolor más terrible para seguir viviendo, y no era cuestión de tirar ahora la toalla. De modo que batallé cuanto pude, y poco a poco empecé a trabar con mi nuevo rostro una especie de reconciliación. Me reía de mí mismo, hacía chistes cuando asomaba al espejo, chistes que no tenían ninguna gracia pero a mí casi me mataban de la risa. Por supuesto, también tenía mis días malos, era inevitable que fuese así. Pocas veces recordaba lo que había sucedido en los cinco meses pasados, pero más de una noche me despertaba entre sollozos, sudando por cada poro y gritando nombres que nunca llegaba a oír. En alguna ocasión incluso me olvidé por completo de mi aspecto, y cuando me dirigía al baño, tiritando de miedo y aún con la puerta de los sueños entreabierta, tenía que cubrirme la boca para no lanzar un grito al ver que los espejos reproducían la cara de un monstruo que imitaba grotescamente mi espanto al descubrirlo: yo. Aquello era lo peor de todo, la broma más cruel que me había deparado el haber sido desfigurado: despertar una mañana y descubrir que ya no era, literalmente, el hombre de mis sueños. Como esas historias en las que alguien se acostaba con una chica a la que adoraba y que a la mañana siguiente ya no era ella sino otra persona cualquiera.

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