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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » II

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II

 

A

quel era el sur al que arribaron Sean Crossan y su familia en marzo de 1877. La situación no auguraba nada bueno, pero, con todo, en las previsiones de Crossan no tenía cabida la idea de alejarse demasiado de Lawrence. La ciudad se hallaba en proceso de reconstrucción tras los incendios provocados por los esclavistas, lo cual significaba que en el futuro se sucederían las oportunidades para quienes hubieran contribuido a levantarla pese al asedio de los bandoleros, los fugitivos de guerra, el ejército americano y el azote de los pieles rojas, que se turnaban para hacer de la vida en Lawrence un lugar cada vez peor. Por supuesto, Sean Crossan no era tan necio como para arriesgar la vida por un pedazo de tierra que en el fondo le traía sin cuidado, pues posiblemente nunca lo adoptaría como miembro de su comunidad, pero tampoco quería estar demasiado lejos de allí cuando empezase el reparto del pastel. Decidió pues establecerse en algún pueblo de los alrededores, donde abriría con los ahorros que traía de Irlanda un pequeño negocio: de esa forma conocería a fondo las rutas comerciales del lugar, y, cuando se hubieran amansado las aguas al otro lado de las montañas, aprovecharía la cercanía con Lawrence para convertir la ciudad y su tupida red de carreteras comarcales en el principal destinatario de sus productos. Tal vez tardaría uno o dos años en conocer las necesidades primordiales de sus habitantes, pero tan pronto como se especializara en algún producto de consumo habitual, el siguiente paso, consistente en fundar sucursales para monopolizar su propia y floreciente empresa, resultaría mucho más sencillo. A Sean Crossan no le parecía un mal plan, al menos sobre el papel, pero como todo plan que se precie tampoco el suyo carecía de obstáculos. Los más graves a los que debía enfrentarse recibían indistintamente los nombres de plains, cherokees y sioux, tenían su propio código de honor y lealtad, se habían armado hasta los dientes y eran bastante beligerantes hacia quienes se atrevieran a plantar las pezuñas en sus dominios, sobre todo si se trataba del odioso hombre blanco, ese traidor que representaba la extinción de los bisontes y las puñaladas por la espalda. O quizá el peor de los obstáculos se llamaba en verdad Benjamin Bowie, y, ciertamente, no era de los que podían sortearse sin peligro: lo primero que uno sabía de él era que fabricaba sus propios revólveres, podía apagar una vela de un solo tiro a treinta y tres pasos de distancia, tenía una lengua digna del propio Odiseo, y, para no ser ni un griego errante ni un maldito piel roja, podía resultar tan poco de fiar como cualquiera de ellos.

Sean Crossan vio por primera vez a Benjamin Bowie en un cruce de caminos a las afueras de Cherryvale. Al menos en apariencia, Bowie reproducía a la perfección el arquetipo del vaquero errante que uno solo podía encontrar en el profundo Oeste, con su ropa de cuero gastado, su canana guarnecida de balas y un aplastado sombrero echado sobre los ojos; ni siquiera faltaba el complemento de una armónica desafinada en la que el tipo soplaba con indolencia, casi como si se viera obligado a redondear con otra pincelada de irrealidad aquel pintoresco retrato. Cuando Crossan lo vio, se hallaba recostado en una cuneta del camino, la espalda apoyada contra el cráneo mondado de un bisonte, al lado de un enorme bolsón de buhonero del que pendían una sartén de hojalata y un cazo abollado, quizá a la espera de algún benefactor que, pese a su sucia indumentaria, no tuviese reparos en llevarlo hasta el siguiente pueblo. Desgraciadamente para él, Sean Crossan no iba a ser ese benefactor. Cuando llegó a su altura, Bowie y él cruzaron por un momento las miradas, Crossan desde el pescante de su carruaje, Bowie envuelto en la polvareda que levantaban las ruedas del coche, y Crossan se preguntó asombrado cómo aquel forastero podía soportar el calor que brotaba del suelo, cuando hasta en las piedras que sembraban de estorbos el camino hubiera podido freírse la yema de un huevo. Entonces, en el mismo momento en que la arena del desierto dejó de acunarse en el regazo del viento, Crossan supo quién era aquel hombre. Lo supo como si el propio Dios le hubiera trazado en la frente tres seises con su dedo invisible, lo supo como sabía los nombres de sus hijas, como sabía que había un cielo sobre la tierra. Lo supo, simplemente, porque nadie salvo el Diablo podía tener aquella mirada. Sus ojos habían sido sustituidos por unas llamaradas concéntricas, de un color que fluctuaba entre el verde cobalto y el azul eléctrico. Las llamas giraban alrededor de sí mismas, emitiendo fulgurantes destellos, y si ya era impresionante ver algo así, el efecto resultaba aún más estremecedor al reparar en que, salvo por el fuego que ardía en ellas, las cuencas estaban completamente vacías, pese a lo cual Bowie siguió el paso del carruaje con aquel remedo de mirada. La visión duró solo un momento, pero fue suficiente para que a Crossan un escalofrío le encogiera las vértebras. Azuzó los caballos para dejar atrás cuanto antes a aquel extraño que ahora lo miraba con una expresión burlona, como admitiendo que sí, que no se había equivocado, que él era el que era y lo felicitaba porque su disfraz mundano no hubiera podido engañarlo. Todavía envuelto en temblores, Crossan tuvo el valor suficiente para dar media vuelta en el pescante y echar una mirada atrás. Al menos desde aquella distancia todo parecía normal, aunque quizá fuera así porque la polvareda del camino le impedía distinguir el fuego que anidaba en aquel tétrico par de ojos.

Tal y como Sean Crossan presintió tras aquel encuentro, Benjamin Bowie y él no tardarían en volver a verse las caras. Sucedió cinco días después, muchas millas antes de alcanzar las montañas, en un pueblecito de mineros abandonado. Tras dos días sin dormir, Crossan llegó a aquel pueblo con las fuerzas justas, los dedos insensibilizados por la tensión de las riendas, pero el escenario que se desplegaba ante sus ojos bastó para espabilarlo. Había visto numerosos pueblos abandonados en su camino hacia el Oeste, sobre todo tras rebasar esa frontera invisible que marcaba el poblado de Wheeling, allá en el lejano Ohio, pero ninguno se asemejaba a aquel. Todo estaba prácticamente intacto, y por lo que se adivinaba entre los visillos, lo mismo podía decirse del interior de las casas, como si el pueblo al completo se hubiera volatilizado en el aire o hubiera decidido marcharse abruptamente, dejando atrás sus posesiones más valiosas, e incluso, como Crossan observó con una mezcla de fascinación y espanto, hasta alguna que otra cacerola calentándose al fuego. Para aumentar el efecto fantasmagórico del lugar, a sus oídos no llegaba otro ruido que el de las ruedas del carromato al aplastar la grava, acompañado por los mortecinos cascos de los caballos. Solo los oxidados carteles de latón que anunciaban barberías, salones, bancos y colmados se balanceaban mecidos por una brisa caliente, recrudeciendo el siniestro aspecto de unos edificios desmantelados que ofrecían al aire su costillar de maderas podridas, y al percatarse de sus chirridos Crossan no pudo evitar pensar en lo mucho que se asemejaban a lamentos de ultratumba. A lo lejos alcanzó a ver unos rastrojos rodando entre dos hileras de casas. Los siguió con la mirada por puro reflejo, hasta que acabaron enredados bajo una mecedora que el viento balanceaba adelante y atrás, como para adormecer al espíritu contemplativo que debía recogerse en su regazo. Fue entonces cuando Crossan sorprendió la presencia de un solitario caballo, entretenido en abrevarse de un barril desmochado. ¿Acaso el pueblo no estaba tan abandonado como creía? Al advertir la llegada del intruso, el caballo levantó la testuz, elaboró un agudo relincho y se perdió con un trotecillo tras la esquina de las últimas casas. Crossan echó un vistazo al interior del carruaje. Comprobó que su mujer y sus hijas todavía dormían, arrebujadas entre un revoltijo de enseres y sacos de alfalfa. Con un leve tirón de las riendas, detuvo el carro junto a la oficina del sheriff y descendió del pescante para dirigirse hacia donde había visto perderse al caballo. La oficina tampoco mostraba señales de vida, tras aquellas dos puertas que se abrían y cerraban suavemente, ya fuera por la ligera brisa que despeinaba el lugar o por la acción de algún fantasmal agente de la ley que desde el otro mundo vigilaba para que nada perturbase la paz del vecindario. Caminando con la cabeza hundida entre los hombros, Crossan admitió que, en efecto, en ninguna parte podía existir un lugar más muerto que aquel. Allí, se dijo, solo el Diablo debía sentirse como en casa. Y nadie mejor que Crossan podía saberlo, pues a lo largo de su baqueteada existencia el Diablo y él habían mantenido un trato poco menos que de viejos conocidos. Lo había visto cinco veces en su vida, seis si contaba su reciente encuentro en el camino de Cherryvale: la primera fue en un bosque a las afueras de Galway, cuando era solo un niño; la segunda en el lecho de su hermana Margaret, de cuyo seductor desnudo se sirvió para engatusarlo de la misma forma en que años después trataría de tentarlo cuando su hija mayor empezó a oler a mujer; la tercera tuvo lugar en su noche de bodas, y lo vio donde nunca pensó que lo podría encontrar: agazapado en los ojos de su propia esposa. Era el demonio de la lujuria, el abyecto súcubo de la corrupción y el libertinaje que Crossan conocía muy bien, y Dios podía dar fe del dolor que le había costado arrancarlo de allí y devolverlo a las llamas. Aunque era de suponer que a Aisling le habría dolido aún más que a él, teniendo en cuenta que se trataba de su ojo.

Recordando aquello, Crossan se llevó una mano al pecho y se sintió algo más confortado al recibir en las yemas de los dedos el contacto de su Biblia irlandesa. No una Biblia de Beecher, nada de eso. Una Biblia de verdad, de las que proporcionaban paz a un hombre mucho mejor que un balazo en las tripas. Sean Crossan tragó saliva y recitó en voz baja su oración predilecta, la primera que su padre le había enseñado, la misma que pronunció en el bosque de Galway para evitar que el Diablo tomase posesión de su alma: «Aunque camine por valles de sombras nada habré de temer, porque es el Señor mi vara y mi cayado, y no temo ningún mal». El lejano relincho del caballo provocó que su memoria pasase de golpe de los Salmos al Apocalipsis: «Y he aquí que apareció un caballo pajizo, y su jinete se llamaba Muerte, y el Infierno le acompañaba». Maldiciendo las suelas de sus botas, que hacían crepitar la gravilla que el viento dejaba al descubierto, se aproximó a la esquina por la que se había alejado el animal y asomó la cabeza. No le sorprendió ver que, en efecto, era de color pajizo. Sobre los lomos cargaba una montura india, y Crossan, al observarla más de cerca, comprendió quién era el jinete de aquel caballo enjuto que parecía tocado por la malaria. Atado a la montura distinguió el fardo de cuero del forastero de Cherryvale, con sus cazos desportillados y su sartén magullada, incluso con la plateada rúbrica de la armónica, que asomaba entre fulgurantes destellos de un diminuto bolsillo. Boquiabierto, Sean Crossan reculó unos pasos, los miembros tensos por el pánico, decidido a salir corriendo de allí en cuanto sus piernas recobrasen el movimiento; pero a poco que se detuvo a recapacitar sobre ello, se vio obligado a admitir que si estaba allí era por un motivo, y, después de todo, ¿qué podía hacer él ante los designios del Señor? Consciente de que no le quedaba otra alternativa, enfiló los peldaños que ascendían al interior del salón, pero antes tuvo tiempo de reparar en los carteles desplegados a la entrada —«No se permite la entrada de mujeres que no vistan bombachos», «Los viajeros sin equipaje deben pagar por adelantado», «Gran Premio Nacional de Lucha entre Heenan y King. ¿Quién ganará? Contacte con Nuttal, en el salón de Charter Oak»—, y no pudo por menos de lanzar un suspiro contrariado al constatar que aquel era un lugar ciertamente ridículo para medirse con el Maligno. Pero qué más daba, pensó con resignación, si al fin y al cabo aquel nuevo capítulo del eterno combate entre el Bien y el Mal iba a pasar desapercibido para el resto de los mortales. Sacudiendo la cabeza, empujó las dos puertecillas que se abrían al local. Vio entonces al forastero, sentado ante una de las mesas del fondo, envuelto en un poncho mexicano y asido a una botella que en ese preciso momento vaciaba sobre un vaso de latón, disfrutando de su bebida como un gran señor que hubiera dado el día libre a sus criados para perderse sin testigos en sus ensoñaciones. Así que aquel era el Diablo, pensó Crossan, sin poder evitar la sorpresa. Si se le hubiera aparecido como un enano con bombín no se hubiera sorprendido tanto. Pero la apariencia era lo de menos, como él sabía por propia experiencia: la cuarta vez que lo vio había adoptado la forma de una ramera de Kenagh, que ahora, con la cara marcada por una hebilla de plata, ya no engañaría a nadie, y la quinta, maldito fuese, cobró el aspecto de una violetera de once años, que sin embargo desprendía un arrebatador olor a mujer capaz de hacerle perder la noción de sí mismo, y de hecho la perdió, porque no supo lo que hacía hasta que hizo lo que hizo. Pero aquellos combates cuerpo a cuerpo fueron relativamente fáciles, porque el Diablo no pasaba entonces de tener las fuerzas de una muchachita. ¿Qué debía esperar ahora? ¿Una brutalidad de simio o un disparo entre los ojos? Repentinamente confundido, Crossan se preguntó qué clase de balas emplearía el Diablo, y si se adquirirían en la tierra o las fabricaría algún demonio herrero en las fraguas del Averno. Sacudió la cabeza, deshechando aquellos inoportunos pensamientos. Luego tragó saliva y, con el cuerpo sacudido de temblores, se introdujo lentamente en el salón.

Nunca le des la mano a un pistolero zurdo, se dijo para envalentonarse, repitiendo los consejos que había escuchado a los vaqueros de Ohio, ni te sientes de espaldas a la puerta de un salón, ni siquiera cuando estés en un pueblo abandonado o la suerte te haga creer que eres invulnerable a las balas. Y Benjamin Bowie estaba de espaldas a la puerta, en un pueblo abandonado, y lo más probable es que también fuera zurdo. Lo tenía todo para que Crossan creyera de veras que era el auténtico Diablo, el único ser que podía transitar a su antojo por el sendero de la Mano Izquierda, la única criatura que podía presumir de ser inmune a la caricia del plomo. Sin inquietarse por la presencia que se había ilustrado en la luna del espejo, Bowie se arrellanaba en su asiento, meciendo entre las manos su vasito de hojalata, mientras canturreaba unos versos con esa voz arrasada de quienes han pasado una vida entera incendiándose a fuego lento las cavernas del alma:

 

¡Aléjate del vino!

Yo he muerto cien mil veces,

y otras tantas perdí

mi esperanza y mis bienes,

por llegar a esta meta

de agonía y pecado:

la tumba de un borracho,

donde a ciegas he entrado.

 

Crossan se detuvo en seco. Tal vez fue a consecuencia de aquella voz que parecía desaguarse por una herida abierta, o la súbita comprensión de que ni siquiera un demonio podía sentir tanta lástima de sí mismo como aquel extraño se esforzaba en comunicar a la compañía de los espejos, pero, fuera por el motivo que fuese, lo cierto es que dejó de sentir el temor que lo había ganado hasta entonces. Aun así no las tenía todas consigo, pues ya había sido engañado otras veces y, como quien dice, más sabe el diablo por viejo que por diablo. Tomó aire, e imbuido de aquella nueva resolución enfiló sus pasos hasta la mesa, para ocupar la única silla que había frente al desconocido. Y cuando pudo verlo de cerca, ya sin el disfraz del polvo estorbando sus facciones, Crossan constató que aquel era el rostro más hermoso que había visto nunca. A diferencia de lo que había creído advertir en el camino hacia Cherryvale, sin duda una visión producida por el cansancio, Bowie no tenía una hoguera por mirada. Distinguió unos ojos encharcados por el alcohol y una sonrisa no demasiado firme, pero aun así aquellos rasgos eran tan bellos como Crossan solo había imaginado alguna vez el rostro de los ángeles. Con la naturalidad de quien tuviera por costumbre hablar con aparecidos, y sin dimitir de su sonrisa achispada, Bowie alargó una mano a la botella que presidía la mesa:

—¿Un vasito? —preguntó.

Crossan rehusó la invitación con un gesto.

—¿No será uno de esos apóstatas del Padre Mathew? —inquirió Bowie, con un receloso fruncimiento de cejas.

—¿Quién?

—Ya sabe. La Sociedad para la Abstinencia Total. Un hatajo de traidores. De todas maneras, yo me serviré otro traguito, si a usted no le importa. Que cante contra el vino no significa que lo odie. A decir verdad, la sangre de Cristo es lo único que no me ha abandonado jamás.

Crossan rio y dijo que no, que por él podía beberse todas las botellas que descansaban en el velador. Bowie le agradeció la deferencia asegurándole que ya se había metido un par entre pecho y espalda, pues, añadió en un susurro misterioso, era lo único que podía ayudarle a olvidar lo que había visto.

—No se lo creerá —murmuró, echando una mirada inquieta por encima del hombro—, pero hasta hace unas horas este pueblo rebosaba vida. Me dirigía hacia el norte, pero me detuve aquí a comprar provisiones antes de proseguir mi camino. Y fue al llegar al río que cruza el valle en dirección a las montañas cuando aquello sucedió.

—¿Aquello? —preguntó Crossan.

—Algo vino del cielo —replicó Bowie, abrazándose con absurdo recogimiento a su vasito de hojalata—. Una especie de ingenio volador, con forma de triángulo, del que emanaba una luz parpadeante, entre amarilla y roja. Se quedó suspendido durante unos segundos sobre el pueblo, hasta que de pronto la luz se volvió mucho más intensa, tan intensa como el mismísimo sol. Tuve que apartar la vista por temor a quedarme ciego. Cuando volví a abrir los ojos, el aparato ya se había esfumado. Y como pude comprobar al regresar por pura curiosidad sobre mis pasos, los habitantes del pueblo se habían esfumado con él.

Con manos temblorosas, Bowie apuró de un trago el contenido del vaso. No tuvo más que reparar en la mirada de Crossan para comprender que este no le había creído una sola palabra de aquello.

—Claro —dijo en un tono más alegre, despachando la charla con un gesto indiferente de la mano—, también puede ser que lleve bebiendo más tiempo del que recuerdo y todo esto no sea otra cosa que la fantasía de un borracho. ¿No cree?

Crossan replicó a aquello con una carcajada, aunque sin atreverse a decir que le había quitado las palabras de la boca. Y entonces sucedió algo que no pudo por menos de sorprenderle: diez minutos más de conversación, y ya se sintió completamente embriagado por el desconocido. Quizá el tal Bowie era un diablo, pero desde luego no el Diablo con mayúsculas. Era un tipo encantador, un charlatán incapaz de callarse ni debajo del agua y seguramente un engañabobos de primera, pero no se le podía negar un talento natural para engatusar a sus oyentes con aquella cháchara trenzada de chascarrillos. Parecía disfrutar como un niño enumerando sus defectos, aunque siempre acababa ensalzándose cuando más tentado parecía de reprobar alguno de los numerosos atropellos que aseguraba haber cometido en su vida. Dijo ignorar quién era su padre, pero, según él, en un mundo en el que hasta el más aparentemente misericordioso de los hombres le había demostrado ser un hijo de mil padres, él sin duda debía tener reservado un lugar en el cielo, pues si aquello hacía de uno un verdadero bastardo, ser hijo de tantas madres como él había tenido al crecer en un burdel debía hacer de cualquiera un tipo necesariamente bueno. Una lógica aplastante, como no pudo por menos de celebrar Crossan con otra carcajada. Acto seguido, Bowie habló de las virtudes con que el cielo lo había gratificado, las cuales, a decir verdad, no eran muchas. Contó que fabricaba sus propios revólveres, que era capaz de apagar una vela de un disparo a treinta y tres pasos de distancia, incluso que hablaba veinte idiomas, todos ellos aprendidos en sus viajes de una punta a la otra del planeta, que resumió en una serie de capitales fantásticas —Falstaffia, Longoria, Kabukingala— donde había amasado riquezas, había sufrido prisiones, había amado a cientos de mujeres hermosas (y no tan hermosas) y había sido coronado rey. Dicho lo cual, y como para demostrar que el cielo y el infierno eran universos vecinos, pasó a relatar su trabajo en la construcción de la línea de ferrocarril que unía Omaha con San Francisco, diez años atrás: en su opinión, dijo, una labor de locos. Todo el santo día con la espalda doblada, yendo de acá para allá, arrancando hierbajos del suelo con las uñas, arrastrando a pulso vigas de madera y sacos de balasto, ensamblando las vías por pura fuerza bruta, sin herramientas, simplemente introduciendo por los agujeros que presentaban aquellas horribles piezas de quince metros unas tuercas de acero que tenían el tamaño de un puño. Después de que las líneas se uniesen en Ogden y el Gobierno federal diese por acabado su trabajo, los dedos le estuvieron sangrando durante otras siete semanas. No podía llevarse un vaso a los labios. No podía encender un cigarrillo sin ayuda, ni mear, ni tirarse a una puta. Ni siquiera podía hacerse una paja, joder. Era el peor trabajo que jamás había habido en la historia del mundo, el peor de todos los que el hombre había ideado para ganarse el pan con el sudor de su frente. Pero a la larga, Bowie había aprendido a sentirse orgulloso de su participación en aquella obra que, según su personal criterio, solo podía categorizarse de grandiosa. Las vías del ferrocarril serían tan eternas como la Gran Muralla China, sentenció. Algún día, cuando los hombres lograran vencer la fuerza que los arremetía contra la tierra y se elevaran sobre las nubes y sobre las montañas, como el artefacto que había visto sobrevolando Cherryvale, aquellas vías podrían divisarse desde el propio cielo, incluso más allá, desde el espacio exterior. Si había hombres en la Luna, estos verían lo que Bowie había hecho. Y si Dios existía, no tendría más remedio que asombrarse de lo que aquel pobre hijo descarriado había sido capaz de lograr. Pasara lo que pasase a partir de entonces en su vida, Bowie había hecho algo por lo que la Historia tendría que recordarlo. Con diecinueve años como contaba al trabajar en el ferrocarril, formaba parte de la memoria de América tanto como Colón o el mismísimo Lincoln, a los que por otra parte no citaba en vano, pues, que Bowie supiera, ninguno de ellos se había criado bajo la tutela de ambos progenitores. Eso debía de ser algún tipo de señal, tal y como él lo veía. Algo que solo se daba en los genios, en los tipos que estaban hechos para cambiar el destino del mundo. Y él lo cambiaría. Al menos el suyo, su mundo interior, que era lo que le importaba. Algún día encontraría un pozo de petróleo o una mina de oro y la suerte de mierda que arrastraba desde niño empezaría por fin a cambiar.

La mención de la Gran Muralla, cuya historia le había resultado desconocida hasta que se la refirió un chino llamado Bruce Lee, hizo recordar a Benjamin Bowie sus peleas con los chinos de la Central Pacific, los constructores de la otra extremidad de la vía, una turba de borrachos malolientes a los que nadie podía entender. Bebían el agua de las calderas de la locomotora y comían mofetas, ¿qué clase de ser humano era capaz de comerse una mofeta? Los chinos lo eran, sí señor. Mofetas asadas. Bowie nunca tuvo el cuajo de probar una sola, se jactó orgulloso ante Crossan, a pesar de que el hambre lo torturaba día y noche. Era ver a aquellos chinos sentados alrededor de las hogueras, tostando sus carroñas entre risitas chillonas con la ayuda de un palo, y lo mortificaban unas horribles ganas de vomitar. Pero a veces tampoco era necesario la visión de una mofeta asada para que las tripas se le diesen la vuelta: después de cada banquete, los campamentos quedaban sumergidos en aquel fétido olor a mofeta a la parrilla durante horas, y ningún ser civilizado podía pegar ojo, ni siquiera tapándose las narices con las mantas. Era un olor de lo más nauseabundo, el olor que solo podía arrojar una montaña de cadáveres descompuestos sobre un estercolero en el que una jauría de hienas había acudido a cagar. Eso fue lo que provocó las primeras peleas; eso, y que los chinos jamás se molestaban en hablar en americano, excepto el sociable Bruce Lee, que por desgracia un buen día desapareció de allí para no volver más, aunque no sin antes enseñar al permeable Bowie los rudimentos de su idioma. Para demostrar lo bien que se le daba, le hizo a Crossan una exhibición de sus habilidades que arrancaron al irlandés una estrepitosa carcajada. Al ver su reacción, Bowie siguió relatando su historia en chino, un chino inventado sobre la marcha, claro, y Crossan se partía de risa, reía con tanta violencia que parecía no haber reído en toda su vida.

Ya se le había olvidado por completo que solo unos días atrás había tomado a aquel tipo por el mismísimo Diablo. Se había olvidado de aquello igual que había dejado de reparar en muchas otras cosas; por ejemplo, le llevó un buen rato advertir que Bowie tenía un ojo de cada color. Azul el izquierdo, verde el derecho. ¿Era posible fiarse de un tipo del que uno no podía decir a las claras de qué color veía las cosas que el mundo le presentaba? Para Crossan, aquello hubiera sido motivo suficiente para inspirar sus recelos, pero Bowie parecía a salvo de cualquier sospecha. El tipo era un embaucador, sin duda, y un estafador, seguramente también. Le hubiera vendido la luna a su propia madre, de haberla reconocido entre las decenas de prostitutas que lo habían tratado como a su propio hijo en el burdel donde había crecido. No había que darle más vueltas: era un mentiroso hijo de puta, pero tenía gracia. Y para ganarse a un tipo como Crossan, aquello era algo más que un buen punto de partida. Los fanáticos religiosos podían tener poco sentido del humor, pero si había una cosa que buscaban con denuedo, era la gracia. Quizá se trataba de otro tipo de gracia, sí. Pero por algo había que empezar.

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