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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » III

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III

 

A

sí que esa misma tarde Bowie ató su caballo pajizo a las guías del carruaje y se unió a aquella familia de sombríos católicos, dos niñas de semblante alelado y una mujer tuerta y recelosa con las que nada tenía en común salvo el hecho de que, al menos en principio, parecían hablar el mismo idioma. Tras intentar ganarse sin demasiado éxito la confianza de aquel trío de autistas, Benjamin Bowie se encogió de hombros, estiró las piernas entre los sacos del carruaje y, tras proferir un descomunal ronquido, se sumió en un profundo sueño. La mujer de Crossan, a quien Bowie había saludado llevándose el pulgar al ala del sombrero mientras la tasaba con una mirada de arriba abajo, no había visto con buenos ojos la llegada de aquel buscavidas, del que si algo podía decirse en su favor es que era extraordinariamente guapo. Pero para Sean Crossan las cosas estaban claras: él no era un pistolero, y en aquel mundo lleno de peligros como parecía ser América lo mejor era tener cerca a un tipo como Bowie. Para tranquilizar a su esposa, le contó lo mismo que Bowie le había contado a él. Armaba sus propios revólveres. Treinta y tres pasos, un disparo certero. Pocos tiradores había como él, explicó, aunque a decir verdad no había tenido aún la oportunidad de verle disparar, y bien podía ser aquella otra de sus mentiras. Pero lo que Crossan no quería admitir era que le agradaba la compañía de aquel salvaje, tan diferente a él como podían serlo dos hojas del mismo árbol. Se contentaba con pensar que también ella, más pronto que tarde, aprendería a apreciar sus virtudes, a valorar lo que aquel tipo maleado por la vida podía aportarles. Aunque dudaba de que algo así pudiera suceder, sabiendo de la desconfianza que su esposa sentía hacia los extraños, sobre todo si podían tener la fuerza suficiente para arrancarle un ojo.

Contra lo esperado, bastó un poco de tiempo para que Aisling comprendiera que Crossan estaba en lo cierto, incluso más allá de lo que él mismo hubiera pensado. Bowie no solo era divertido: también se prestaba a arrimar el hombro en la cocina, distinguía las hierbas medicinales y las comestibles de los meros rastrojos, y por lo poco que hasta el momento había visto de él, hubiera jurado que no era de los que solucionaban sus problemas arrancando trozos a la gente. Además, era dueño de muchos conocimientos que les serían muy útiles en el futuro, como sanar las mordeduras de serpiente mediante un emplasto de telarañas o encontrar agua en cualquier terreno, por arrasado que estuviese. A las niñas les encantaba verlo cuando salía a «pescar el agua», como él llamaba a aquella curiosa habilidad que Crossan no sabía si calificar de diabólica. Cuadrándose en jarras ante el horizonte, como esperando a que la mano de Dios lo esculpiese contra el lomo del cielo, Bowie oteaba los alrededores con una mirada de halcón, en busca de un árbol que estuviera aislado de la sociedad de los otros árboles, como un remedo del paria que también era él. En cuanto su examen del horizonte daba el resultado apetecido, enviaba a las niñas a cortarle una horqueta, y las niñas celebraban su tarea como si se les acabara de proponer una responsabilidad increíble, algo de lo que dependía el futuro del mundo. Tan pronto regresaban con la rama, Bowie la sopesaba de una mano a otra, emitía un chasquido con la lengua si no le convenía o levantaba el labio inferior y asentía con aquiescencia si aquello era justo lo que buscaba, y luego sujetaba los extremos más cortos de la horqueta con la misma delicadeza con que sacaba lustre a sus revólveres. Echaba a andar entonces en dirección al sol, lentamente, con los párpados apenas entreabiertos y las cantimploras colgadas en bandolera, mientras entonaba un monótono ruido gutural, un cántico navajo concebido para invocar a los dioses de las corrientes acuáticas, que describió para goce de las niñas como unos duendecillos de orejas largas y cabellos verdes, secretos habitantes de unas cavernas de jade que se extendían bajo la tierra. Podía caminar así durante horas, hasta el momento en que la punta de la ramita se retorcía en sus manos y se dirigía al suelo. Pero para entonces podía hallarse tan lejos como para que el camino de vuelta se antojase un esfuerzo casi imposible de emprender, y, de hecho, en una ocasión se alejó tanto del campamento que Crossan y su familia pensaron que ya no volverían a verlo. Para sorpresa de todos, regresó cuando la noche se había cerrado sobre la pradera, con las cantimploras rebosando agua, majestuosamente perfilado por una claridad de plenilunio y soplando una melodía en la armónica que las niñas recibieron con chillidos de puro placer.

Después de varios días de viaje, Bowie y los Crossan se asentaron a la vera de un riachuelo anémico, a cuyas aguas, ya suficientemente cribadas, acudían con sus raídos cedazos los habitantes de un poblado cercano. Crossan no pudo evitar su estupor cuando los vio abandonar sus cabañas tan pronto advirtieron la llegada del carro: no sabía decir si su aspecto era de completos dementes o de bestias inmundas, pero desde luego no era el que cabía esperar de unos hombres mínimamente civilizados. Una de las niñas ahogó un grito al reparar en sus espaldas jibosas, efecto de aquel vivir doblegados día tras día sobre el lecho del río, pero más terribles resultaban sus cabelleras sucias y la casi total ausencia de carne de que adolecían sus cuerpos, lo que incluso a los niños que merodeaban por el lugar les confería una complexión de animales salvajes, recrudecida por los gruñidos que emitían. Al verlos apiñándose frente a aquellas cabañas que parecían hechas de papel, algunos de ellos armados con lo que semejaban rifles de fabricación casera, Bowie arrojó una punta del poncho sobre su hombro y deslizó disimuladamente los dedos sobre la culata de uno de sus Colts. Aquello le valió la reprobadora mirada de Crossan, que aplacó sus intenciones simplemente posándole los dedos sobre su mano. Los seres que tenían ante sí, le dijo en un susurro, no eran sus enemigos. Bastaba con ver sus posturas amedrentadas, el temor reverencioso que desbarataba el salvajismo de sus rostros. Nos tienen miedo, concluyó Crossan con un inesperado temblor en la voz, como maravillado por las infinitas posibilidades que tal circunstancia le presentaba. Bowie tenía sus dudas de que aquello fuera cierto, pero apartó la mano de la canana tras comprobar que primeramente los habitantes del poblado habían bajado las armas. Crossan descendió entonces del pescante, ató los caballos a un poste y, después de examinar el territorio con una sonrisa de satisfacción, anunció que acamparían allí indefinidamente. La única respuesta que obtuvo a sus palabras fue el escupitajo que Bowie lanzó al suelo, un modo como otro cualquiera de manifestar la opinión que aquella decisión le merecía.

Pronto trabó Crossan relaciones con los moradores del poblado. Una mañana, atareado como de costumbre en la lectura de su Biblia, que solía repasar sentado en un suave promontorio con la esperanza de atraerse la curiosidad de aquellos extraños habitantes del río, uno de los pobladores se acercó tímidamente hasta él y, tras saludarle con un áspero gruñido, elaboró un insistente manoteo con el que parecía pedirle permiso para sentarse a su lado. Embargado por la emoción, Crossan le animó a que lo hiciese, resuelto a aprovechar aquella muestra de confianza tratando de iniciar una conversación con él. Por desgracia, enseguida comprendió que aquello no sería posible. El hombre solo era capaz de entreverar algunas palabras al desgaire en los intersticios de su laborioso gruñido. ¿Acaso había perdido la facultad de hablar? Si así era, le maravilló la insistencia con la que, entre ampulosos braceos, aquel desdichado pareció demandarle que le leyese algún fragmento del libro que sostenía en las manos, seguramente al descubrir que se trataba de la Biblia. Desde entonces, Crossan se propuso instruir al colono en la belleza que encerraba la Palabra de Dios, mostrarle cuál era el origen de esa arcilla descoyuntada que servía de envoltorio a su alma. Pero, naturalmente, aquello solo sería el principio. No tardó Crossan en convencerse de que Dios había guiado su carruaje hasta allí con el propósito de convertir a todos y cada uno de los habitantes de aquel poblacho, redimirlos de su condición infrahumana, devolviéndolos a su forma primigenia. Y algo así no podía por menos de satisfacerle, pues una misión como aquella no resistía comparación con la mezquindad de hacerse comerciante, un destino triste y mundano que, cuando menos, ahora tendría un fin mejor que el de enriquecer sus arcas.

Por su parte, y aunque no lo dijera abiertamente, Benjamin Bowie no tardó en advertir que de seguir por ese camino serían ellos los que acabaran como aquellos piojosos colonos. No iba a criticar los designios de Crossan, Dios le librase de ello. Pero tampoco iba a esperar aquel desagradable destino de brazos cruzados. Intentó pues comunicarse con aquel demente de una forma que pudiera resultar algo más provechosa que los infructuosos intentos de Crossan, aunque él no iba a recurrir a la Biblia para conseguirlo. Por más que le pesase a su amigo el predicador, lo haría sirviéndose de los chistes que había aprendido en los peores burdeles del país, convencido de que en él obrarían un efecto agitador, revulsivo. A Bowie le costó un ímprobo esfuerzo que el tipo respondiese a sus bromas con algo más que aquellos enormes ojos de trucha con que coronaba sus humoradas, pero cuando por fin logró provocarle las primeras carcajadas, entendió que podría obtener de él cuanto quisiera. De hecho, aquel infeliz estaba tan satisfecho de descubrir su propia risa que eso le empezó a arrancar algunas palabras, lo que suscitó entre ambos hombres un curioso intercambio: Bowie le contaba un chiste, él le daba una palabra, y cuanto mejores eran los chistes que Bowie le contaba, mayor era el número de palabras que recibía a cambio. De esa forma, Bowie descubrió que el tipo era de origen irlandés, de un condado llamado Longford, del cual Crossan le informó que había sido fundado a orillas del río Camlin por los vikingos, cuyo incuestionable poderío físico, pese a lo que aquel pobre ser que tenían ante ellos demostraba, seguía manifestándose en los brazos de los hombres y los pechos de las mujeres que recibían el primer atisbo de luz junto a sus aguas. Mucho más importante para la supervivencia de Bowie que los orígenes de aquel tipo fue conocer que a veinte millas al oeste había un poblado en el que se podían comprar víveres y, si se esforzaban, hasta podrían establecer algunos negocios. Al menos, pensó Bowie, si debían quedarse indefinidamente en aquel lugar inhóspito era un alivio saber que más allá de sus fronteras el mundo seguía palpitante, vivo.

Tardaron mucho más tiempo en entender qué había ocurrido para que los colonos, probablemente tan civilizados como ellos cuando abandonaron Irlanda, hubieran sufrido aquella pavorosa transformación. Con mucho esfuerzo, y no pocas dotes adivinatorias, descubrieron que estos se habían instalado junto al lecho del río huyendo de la guerra y de la escasez de oportunidades que asolaban las tierras situadas más al norte, en un tiempo que el irlandés midió por la longitud de sus barbas y las cicatrices que se estampaban en sus extremidades; allí creyeron que su prosperidad crecería abriendo tajos en el vientre del agua, donde alguien había hallado por puro azar una pepita de oro. Pero evidentemente no fue así, y cuando el hambre y la pobreza los empujó a alimentarse de sus propios caballos y aprender a vivir de lo poco que podía ofrecerles la tierra, un conocimiento que como residentes del cinturón burgués de Longford jamás habían necesitado, comprendieron con espanto que debían hacer algo si no querían verse sentenciados a morir en aquel yermo. Así, sin monturas ni alimentos, y conscientes del peligro que suponían los indios, intentaron una nueva incursión hacia el sur. Sin embargo, su avance se vio truncado por un suceso inesperado. Por encima de las montañas, emitiendo un ruido atronador que hizo vibrar el suelo bajo sus pies, surgió un enorme objeto metálico, de forma triangular, que envolvió a los colonos con una luz cegadora, lo cual, sumado al hecho de que de pronto parecían incapaces de moverse, hizo que entre ellos cundiese rápidamente el pánico. Lo siguiente que sintieron fue una inexplicable pérdida de peso, que los arrancó del suelo junto a algunas reses que pastaban en los alrededores, en dirección a aquella imponente masa metálica que cubría el cielo. Después ya no recordaban nada, tan solo que despertaron otra vez junto al lecho del río, confusos y desorientados, con el cuerpo embotado y dolorido y algunos incluso con la sensación de haber sufrido una violenta palpación anal. Quizá hubieran pensado que aquello solo había sido una pesadilla, misteriosamente compartida por todos, de no ser porque también habían perdido la capacidad de hablar. Crossan y Bowie intercambiaron una elocuente mirada, pues aquella historia tan estrambótica coincidía de un modo ciertamente turbador con lo que Bowie había afirmado ver en las inmediaciones del poblado de Cherryvale, aunque ambos hubieran preferido creer que su avistamiento había sido producido por el abuso de alcohol. Ahora estaba claro que Bowie no había mentido. Pero, entonces, ¿quiénes eran aquellos visitantes que llegaban del cielo? ¿Podía tratarse acaso de ángeles? ¿Y si así era, con qué propósito habían arrebatado de la tierra a unos hombres pacíficos, aparte de para devolverlos al mundo con algún que otro orificio inspeccionado y la mitad de la memoria borrada?

Fuera como fuese, a partir de ahí la historia se volvía casi del todo indescifrable: en el mejor de los casos, cuando el irlandés no empleaba los dedos para dibujar en el polvo unas líneas confusas con las que expresarse, intentaba hacerse entender mediante algunas palabras inglesas, otras indias y el resto probablemente de su propia invención. A las piedras las llamaba «mal», a las mujeres «comida». Al río lo llamaba «fortuna». Bañarse en la fortuna no era nadar en dinero, sino lavarse los pies. Bowie le preguntó, con un deje de burla que indignó a Crossan, cuál era la palabra que empleabam para referirse a «follar», a lo que el hombre replicó con una mirada desvalida, impotente, que probablemente testimoniaba que la memoria no era lo único que les había sido amputado a aquellos desgraciados. Bowie, entre perplejo y divertido, como si no hubiera esperado menos de aquello, se encogió de hombros y dijo:

—O están capados o ya ni follan. No me extraña. Con esas mujeres, a ver quién tiene estómago para probar la comida.

Luego se arrancó en una estrepitosa carcajada, a la que el irlandés, vacilante, replicó por puro reflejo. El único que no rio fue Crossan, que empezaba a advertir que los chistes de Bowie y su filosofía de burdel ya no le hacían ninguna gracia. Debía armarse de paciencia para poder soportarle, y Bowie no era la clase de tipo que a uno le resultaría fácil meter en cintura, alguien a quien se le podía enseñar unos cuantos modales o cerrar el pico cuando las bromas estuviesen de más, cosa que tan sencillo resultaba hacer con una mujer. A veces hubiera querido cerrarle la boca de un puñetazo si eso terminaba de una vez con sus payasadas y sus cada vez más repugnantes chistes, chistes como el que aseguraba que una mujer bonita no era más que un adorno adecuado para servir al coño o el que decía que si una hembra derrochaba el doble de dinero que un hombre era porque, al fin y al cabo, había nacido con una boca más que alimentar. Chistes, en pocas palabras, que a pesar de su rudeza suscitaban en su mujer una indisimulada sonrisa, aunque ella la espantase tan pronto como se sentía aplastada por la losa en que se convertía de pronto la mirada de Crossan. Quizá se había equivocado con ella, pensó Crossan, sin poder evitar que le asaltase una andanada de asco, y no todo había terminado en la noche de bodas. Quizá había sido demasiado blando al suponer que era suficiente con arrancarle solo un ojo.

Una semana después, Crossan había bautizado al irlandés con el nombre de Melmoth Kane, bañándolo en las aguas de aquel mismo río exangüe que apenas defecaba cada mes un par de minúsculas pepitas de oro con las que seguir prendiendo la esperanza. Bowie, sorprendido, le preguntó por qué lo había hecho, a lo que Crossan, subrayando esa expresión hastiada que empezaba a grabársele en el rostro cada vez que se veía obligado a entenderse con sus congéneres, respondió con otra rebuscada muestra de lo que ya se antojaba un credo en ciernes:

—La Creación no admite el vacío —dijo—. Dios concedió a Adán el poder de otorgar un nombre a cada cosa, de modo que un hombre al que no se le pueda nombrar es un hombre que no existe. De todas maneras —se encargó de añadir—, no es más que un nombre provisional. Por ahora no merece otro, pero ya recibirá el que le corresponda cuando la Palabra lo convierta al fin en un verdadero hombre.

Para Bowie, resultaba evidente que Crossan se estaba pasando de la raya en su manera de ayudar al necesitado. En otros doce días había bautizado a siete colonos más. En un mes había ordenado erigir una iglesia, construir un granero, roturar los campos vecinos, y aún le daba tiempo de aprovechar las últimas dentelladas del crepúsculo para leer la Biblia a sus recién adquiridos feligreses, que poco a poco fueron abandonando su mecánica costumbre de cribar el agua en busca de oro para canturrear a cambio los salmos del Señor. Aprendieron a llamar a las cosas bajo otros nombres. Al cielo lo llamaban «Dios». A Crossan lo llamaban «profeta». Ni siquiera su mujer veía la evangelización de aquellos desahuciados con buenos ojos. Claro que, tal y como Bowie lo entendía, no era necesario ser demasiado agudo para darse cuenta de que Aisling Crossan no había nacido para ser la virginal esposa de un profeta.

Melmoth Kane no tardó en prosperar lo suficiente como para recibir un nombre más terrenal. El que le correspondió fue Johnnie Gray. El propio Maestro le cortó el cabello, le afeitó la barba y lo aseó tan diligentemente que a partir de entonces no dudó en hacerse acompañar por él cada vez que acudía al pueblo del oeste para abastecer las reservas del campamento. Por lo general, Crossan consumía un par de jornadas entre la ida y la vuelta, pero con Johnnie Gray de carabina el trabajo de elegir mercancías, apropiarse de las más asequibles, averiguar su procedencia, ganarse la confianza de los comerciantes y aleccionarse con cierto disimulo sobre las rutas que seguían los mejores productos resultaba un cometido menos laborioso, con mayor razón cuando el fervoroso Johnnie Gray podía ejecutar las tareas que exigían el esfuerzo físico y liberarlo a él de aquellas cortapisas que impedían una comunicación más fluida con los mercaderes. De hecho, fue la destreza de Johnnie lo que le permitió a Crossan recortar cada vez más tiempo a sus viajes y encontrar un día a Bowie cabalgando la única montura que jamás hubiera aceptado compartir. Ocurrió una madrugada de agosto, ensordecida por el aullido desganado de las hienas, pero igual podía haber sucedido una mañana de invierno, pues bien sabía Crossan que el Diablo no precisaba de la oscuridad y la canícula para llevar a cabo sus traiciones. Cuando empujó la puerta de la cabaña, y la luz del plenilunio barrió las tinieblas que se agolpaban en su interior, la sorpresa lo envaró como si hubiera recibido un disparo en la espalda, dejándolo sin fuerzas suficientes para comprender la escena que tenía lugar ante él. Supo que el hombre era Bowie por la aspereza de su resuello y por la hechura de sus espaldas, y supo que debajo yacía su mujer porque alguna vez había divisado, bajo el vuelo de sus enaguas, la blancura perturbadora de aquellos muslos que él jamás se había atrevido a erosionar con sus manos, y aún menos con la fiereza que Bowie imprimía a sus caricias, como el digno frecuentador de prostíbulos que siempre se había jactado de ser. Durante unos segundos se dejó enmarcar por la puerta, fascinado por aquella exhibición de brutalidad y pasión en un acto que solo podía enaltecerse si respondía con fidelidad al precepto de creced y multiplicaos, aseándolo de cualquier manifestación de avaricia o placer, y se sintió acometido por las náuseas cuando la oscuridad fue quebrantada por un gemido que, si algo demostraba, era que su mujer no siempre esperaba a verse en la mesa para morderse la lengua. De pronto se dio cuenta de lo ciego que había estado hasta entonces. No se había equivocado con Bowie cuando lo encontró por primera vez en el desierto. Aquel tipo era el mismo Diablo, lo supo desde el momento en que lo vio, lo supo desde el día en que el Señor de los Ejércitos lo puso ante él en aquel sendero que reptaba hasta las montañas. Lo supo como sabía los nombres de sus hijas, si es que eran suyas, claro, porque a la vista de lo que estaba teniendo lugar en su cama hasta eso lo tenía que dudar. La verdad dolía, pero había que aceptarla tal y como era: el Señor lo había sometido a una prueba y Su Indigno Siervo había fallado en entenderla. Había sido un estúpido al dejarse engañar por las estratagemas del Diablo, como si no lo hubiera visto más veces en su vida, como si no supiera lo mucho que disfrutaba en sembrar la confusión en el camino de los justos, esos que no precisaban sino de un empujoncito hacia el lado incorrecto de la vida para demostrar que no eran dignos ni de ir como polizones en la nave del Señor.

Pero Crossan divisó uno de los revólveres de Bowie abandonado sobre una mesilla, brillante como una esquirla de luna, y entonces comprendió que Dios no le había cerrado los ojos por capricho. Recibió el arma en el cuenco de la mano con embrujada repulsión, tal y como hubiera recibido las caderas de una mujer, luego se aproximó a la cama, y con todo el sosiego que fue capaz de reunir, embutió el hocico del Colt en el ojo del culo de Benjamin Bowie, que apenas tuvo tiempo de dar un respingo al recibir su temperatura de carámbano entre las nalgas. Crossan disparó justo en el momento en que Bowie descargaba su semen en el vientre de Aisling, y volvió a disparar por si el gruñido que Bowie había elaborado al sentir la quemazón de la bala en sus vísceras no respondía al estertor con que un demonio recibiría la muerte. Las dos balas trazaron una línea perfecta en el entramado de las tripas, cruzaron con presteza la caja del esternón, reventaron el puente de la garganta en la intersección de las dos clavículas, y por fin horadaron la mandíbula de Bowie para abandonarla con una rotunda explosión que le desarmó la tapa de los sesos. El armazón de la cabaña agigantó el estampido de los disparos, mientras las balas ejecutaban dos orificios humeantes sobre las tablas del cabecero. Varios desconchones de sangre se estamparon en la pared y en el rostro de Crossan, y un trozo de hueso en el que había quedado prendido un mechón de cabello se clavó en la madera, formando una grieta que recorrió la corteza de arriba abajo. Durante unos instantes, el cuerpo de Bowie permaneció incólume sobre sus rodillas, como si le costase aceptar que estaba muerto. Los dedos permanecieron hundidos en los pechos de Aisling, hasta que de pronto las piernas y los brazos se le derrumbaron, desmadejándolo exánime, aún con la punta del revólver embutida en el culo. Solo entonces la mujer de Crossan pareció advertir que la vida había escapado del cuerpo de Bowie. Con un chillido de pánico forcejeó con el cadáver, desunció aquel miembro todavía rígido de su vientre y, arrinconándose en una esquina de la cama, trató de protegerse con las sábanas al ver ante sí el rostro de Sean Crossan, embadurnado por una sangre que apenas dejaba ver otra cosa que el brillo fulminante de su mirada. Muerte y extremaunción, murmuró Crossan como abstraído, recordando en un acto reflejo el uso que tenía la Biblia de Beecher. Recogió la pistola de entre las nalgas de Bowie, apuntó a la cara de Aisling y, sin detenerse a escuchar sus oraciones, apretó el gatillo. Para su asombro, no ocurrió nada. La detonación que aguardaba con los dientes apretados había quedado reducida a un imperceptible chasquido. Examinó el tambor del revólver, comprobó que aún quedaban dos balas más, cerró el Colt con un golpe de muñeca, apuntó otra vez y volvió a disparar. El chasquido hirió de nuevos sus oídos, precedido del angustiado grito de la mujer, que lentamente se deshizo en un llanto suplicante.

—Es extraño —decidió Crossan, ajeno a los ruegos que llenaban la habitación—. El Señor no desea tu extremaunción. Está bien.

Descargó el tambor del arma en la palma de la mano, tomó entre las yemas del pulgar y del índice una de las balas, que brillaba como una pequeña nova, y tras observarla detenidamente sentenció:

—Dos balas para el Diablo.

Luego apretó las balas en el puño, apuntó a su esposa con una pistola imaginaria y susurró:

—Bang. Con Dios o contra Dios, a partir de este momento estás muerta.

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