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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 4

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—Hay que perdonar a la Princesa que fuera tan vanidosa —prosiguió—. Los poetas lo hicieron. Todos ellos miraron por última vez su hermoso semblante y abrieron la boca dócilmente a la espada del Príncipe, comprendiendo que el castigo era justo, y tanto para un poeta anciano como para una mujer hermosa un castigo justo no es sino una merecida recompensa. El Príncipe y la Princesa vivieron durante siete días entre aquella colonia de anguilas violáceas y pedruscos viscosos que, hasta entonces, habían visto y cantado casi toda la belleza del mundo, y después de esos siete días enmudecieron las aguas del mar y de los ríos, la rosa de los vientos y el canto de los pájaros, pues ya no había nadie que supiera conversar con ellos. El cielo se tornó gris, la escarcha se apoderó de lagunas y ríos y un manto blanco acudió a cubrir el mundo. El Príncipe también se tornó gris de puro dolor. La Princesa seguía siendo tan bella como siempre, pero ella no lo sabía. Entretenía su tristeza con juegos perversos. A través de las ojivas de la torre arrancaba a las nubes pequeñas briznas de hielo y las apretaba en el puño hasta que le ardían las manos, o reía entre dientes al ver a las aves del cielo caer en picado con las temblorosas alas cubiertas de una pesada escarcha. Así fue como volvió a sentirse bella, más bella que nunca. Es difícil de comprender, pero nunca traten de comprender a una mujer hermosa.

»Sucedió entonces que la Princesa abandonó la torre y descubrió otros reinos. Reinos soleados, reinos nocturnos, reinos de emperadores de coronas inclinadas y rodillas humilladas ante la dolorosa irradiación de su belleza. El cielo era su techumbre de sables. El mundo era su pasillo triunfal. El universo hacía vibrar la música de las esferas solo para ella. Esto lo supo el Príncipe porque desde la marcha de su Princesa el universo era para él una nada inútil, sorda. Descubrió así que podía perder la inmensidad de la Creación que se desplegaba ante él, pero sería su fin si la perdía a ella. Recurrió a pócimas, recurrió a cirujanos, recurrió a curanderos con el propósito de recuperarla. Nada de esto surtió el menor efecto. Recurrió entonces a la brujería, y en particular a una hechicera de quinientos años que habitaba las cavernas de su reino. La anciana hechicera, dueña de las ventiscas, no tardó en acudir a su llamada. Prestó oído atento a la tragedia del Príncipe, abrió la boca para saborear la herrumbrosa belleza del palacio, removió los ojos de lado a lado para escuchar mejor la lenta carcoma de la ruina que se iba apoderando de aquellos salones antaño florecientes, y, fiel a sus tratos con el trasmundo, mostró al Príncipe un espejo que por primera vez reprodujo la insoportable belleza de su Princesa. El Príncipe se envaró en su trono. El corazón se le encabritó, sintió una punzada en el pecho. Acercó sus manos temblorosas a aquella milagrosa ventana a otros mundos, pero la anciana bruja la retiró rápidamente de su alcance. ¿Qué quieres a cambio de eso, mujer?, le preguntó el Príncipe. Ámame, respondió la bruja, ámame y lo que has visto será tuyo. El Príncipe observó por un momento el espantoso cuerpo de la mujer, aquella carne apergaminada y cubierta de llagas, las verrugas de su nariz y su joroba. Con un suspiro, calibró sus fuerzas y comparó el resultado a la magnitud de aquel incomparable sacrificio. Con otro suspiro más pensó que podía hacerlo, y, con los ojos cerrados y las mandíbulas fuertemente apretadas, dijo: «Sea». Entonando una aguda risa que parecía un relincho, la mujer se arrojó a sus brazos, selló su decisión con un beso agrio que hizo estremecer al Príncipe de pura repugnancia, y le prometió que tendría lo que buscaba en cuanto pasase el invierno.

Rilke emitió una carcajada triste, que resonó entre los muros del salón con un ciego revoloteo de murciélago. Luego levantó una mano, y, como respondiendo a una orden, la orquesta de autómatas atacó con lentitud de deshielo los compases de una melodía fúnebre, que acompañaron con su melancólico crescendo las palabras del millonario:

—Pero el Príncipe nunca vería cumplida la promesa de la hechicera. Porque el invierno nunca pasaría. La Princesa se había llevado el sol entre sus cabellos rubios, se había llevado el azul del cielo en sus ojos, el rojo radiante de las amapolas en sus labios. Nunca terminaría el invierno por la sencilla razón de que la Princesa nunca regresaría. Sí, fue un buen truco por parte de la hechicera, que sin embargo disfrutó del amor del Príncipe porque ella no le había mentido, simplemente había sido más astuta que él. Y así, por los siglos de los siglos, el Príncipe tendría que vivir aquella existencia de cautivo de su propio palacio, sirviendo a la lujuria de la hechicera, contemplando el mundo helado que se divisaba desde sus balcones con el pecho dolorido de lamentos inútiles, y a veces, para recruedecer todavía más su agonía, escuchando el canto fantasmagórico de los bardos, que surgían de entre la niebla para hacer aullar al viento de la noche las canciones de los reinos vecinos, en cuyos versos se recogía con tintes de leyenda la trágica pero verídica historia del Príncipe sin su Princesa:

 

El Príncipe puede elegir cada noche el palacio en que duerme,

Pero nunca dormirá en los brazos de la hija del Viento Azul.

El Príncipe conoce la ciencia de los astros y de las palabras,

Pero, aunque alguna vez la ha imaginado,

No sabe que más allá de su reino vive la hija del Viento Azul.

A esa afortunada ignorancia debe el Príncipe su felicidad.

Pues sería desdichado de haber visto a la hija del Viento Azul

Y saber que ni todo su poder le serviría para ser amado por ella.

 

»Pero el Príncipe había conocido a la hija del Viento Azul —se lamentó Rilke—, la había tenido en sus brazos y había sido amado por ella. Recordaba perfectamente el tiempo feliz en la miseria. Esa era ahora toda su fortuna, y esa era ahora también su desgracia.

Rilke hizo una nueva pausa, esta vez para mostrar a su audiencia lo que parecía una sincera aflicción. Con ominosa lentitud, como anticipando la excitación que produciría entre sus oyentes aquel gesto, se retiró las gafas de la cara, y no pude evitar que un escalofrío me atenazase las vértebras al comprobar lo que aquel tosco adminículo me había estado ocultando. Incluso a esa distancia advertí que los ojos de Rilke ya no tenían el color ferruginoso que les había atribuido cuando me entrevistó en la habitación del lago. En realidad no tenía ojos, sino dos cuencas negras, y al fondo de esas cuencas resplandecía el torbellino de unas llamas concéntricas, un fuego como el que solo podía arder en el mismísimo infierno. Aturdido por la sorpresa, miré a Axel, y este asintió, encogiéndose de hombros, como diciendo que tampoco él podía acostumbrarse a aquello, por más veces que hubiera presenciado el numerito de las gafas.

—El Príncipe comprendió entonces que estaba en el Infierno —continuó Rilke, calzando las gafas a uno de los muñecos de la orquesta—, y que el Infierno estaba tanto fuera como dentro de él. Allá donde fuese, el Infierno le acompañaba. Pero en sus solitarias noches contemplando el hondo vacío de su reino descubrió que los espíritus de los bardos también cantaban otras leyendas, en las que el mundo podía mostrar un envés de paraíso. Esas leyendas afirmaban que, con el paso de los siglos, un caballero que vendría de lejanos mares y lejanas montañas lograría despertar al Príncipe del hechizo que le mantenía prisionero en su torre, con medio corazón en llamas y la otra mitad suspendido en esa vida aparente que le obligaba a ser consciente de su castigo. Solo él, armado con el escudo de su ingenio, la coraza de su valor y la espada de su astucia, podría atravesar el fuego del Averno y rescatar de la noche tenebrosa de su alma al Príncipe Encantado. Y hete aquí que, para regocijo del reino de los hielos, para regocijo de sus atribulados súbditos, que aún hoy tiemblan bajo la bandera del invierno, sometidos al dios equivocado, ese tiempo se ha cumplido por fin. Pues ha llegado a palacio el bravo caballero cuyas hazañas, muy pronto, habrán de deshacer el hechizo que somete al Príncipe y su reino.

Inesperadamente, un foco situado sobre los tubos del órgano me roció con su luz cegadora, haciendo que la audiencia se volviese hacia mí, y todos, desde los extras a los escenógrafos, desde las maquilladoras hasta los especialistas de sonido, desmantelaron el eco que siguió a las palabras de Rilke con una ovación desmesurada, envolviéndome en un semicírculo que me convirtió en blanco de aquellas miradas rendidas pero escrutadoras. Sin saber cómo responder, levanté una mano y elaboré una sonrisa de circunstancias, y vi que Rilke, recortando la luna del foco con su silueta de nuevo encapuchada, secundaba los aplausos de la platea juntando y separando las manos terriblemente despacio, como si se hallara sumergido en un tanque de agua o en un ambiente gravitacional aparte. Pensé que me estaba observando, a juzgar por la dirección hacia la que tendía el llameante resplandor que despedían sus ojos, pero enseguida comprendí que Rilke, en realidad, no miraba a nadie. Simplemente, se limitaba a recorrer con aquella visión crematoria la prosaica multitud que conformaba su audiencia, hasta que, repentinamente asqueado, cogió de un zarpazo las gafas que había prestado a su autómata:

—Y ahora, apestosos simios, podéis dar cuenta de la cena —bramó con desdén.

Dicho lo cual, nos volvió bruscamente la espalda y se precipitó al pasadizo que se intuía tras los cortinones.

 

Aunque el delirante monólogo de Rilke podía producir cualquier cosa excepto indiferencia, lo cierto es que nadie hizo ninguna alusión a él durante la cena, probablemente porque aquella no era la primera vez que nuestro anfitrión diseccionaba en público la lógica tortuosa de su locura y la reiteración había atenuado su efecto. Como contraste, la conversación que acompañó a la recepción de los platos no podía sino calificarse de anodina, y si de algo me sirvió fue para reparar en lo diferentes que éramos los unos de los otros, tan diferentes como dos conchas depositadas en la orilla por la misma ola, pese a lo que pudiera significar el haber convertido un día a Tourneur en objeto de nuestros desvelos. Obedeciendo a las posiciones que nos asignaba un cartel dispuesto en la mesa, orlado con el dibujo de unas florecillas de filigrana entre las que asomaba algún que otro cupido maléfico, me senté entre una joven húngara llamada Swanee Klein y un tipo de Virginia, de edad indeterminada, que respondía al nombre de Anton Vesalius. Era el momento de plantearse si Rilke había elegido a sus huéspedes por la sonoridad de sus nombres, más propios de los personajes de una novela de aventuras que de unos seres de carne y hueso. O quizá fue el propio Rilke el que se los había otorgado al verlos desembarcar en la mansión, repugnado por la vulgaridad de sus nombres reales. Fuera como fuese, si alguna vez me hubiera preguntado cómo imaginaría a una mujer llamada Swanee Klein, lo más probable es que hubiese respondido: alta, pálida y con ojos de espía rusa. Un retrato que sin duda se hubiera mostrado insignificante al contacto con la realidad, pues Swanee tenía esa estatura que solo levantan las curvas de las modelos checas, una palidez imposible de obtener a menos que su madre la hubiera expuesto desde niña a baños de luna llena, y un color de ojos, entre celeste y submarino, que debía de ser el producto de mezclar varias generaciones de pescadoras de perlas y de poetas absortos en la contemplación del cielo. Tan rubia, además, como si hubiera sido concebida entre trigales algún día de verano especialmente radiante, Swanee era la clase de chica que uno siempre imagina como la novia de otro, nunca como la suya propia. Pero era mejor no confiarse demasiado a la engañosa superstición de las primeras impresiones: incluso con aquel aire de candor que irradiaba, y aquel aspecto frágil que le hacía parecer una porcelana china expuesta a romperse simplemente por el roce de las miradas, te la podías imaginar perfectamente saliendo del Kremlin con las manos en los bolsillos y silbando alguna alegre tonadilla, tras vender al gobierno ruso los planos de una base secreta en Siberia del ejército americano.

Al menos, ni Swanee Klein ni Anton Vesalius resultaron la insoportable compañía que uno podía esperar al observar al resto de inquilinos de la casa, si bien en el caso de Vesalius todo dependía de lo lejos que estuviese del armario de las botellas. Aunque nuestro primer encuentro fue más bien un encontronazo, por culpa de su falta de mano con la bebida, a la larga Vesalius se me antojó incluso divertido, por más que él hiciese lo imposible por no dar esa impresión. En realidad, la culpa la tenía aquel desapego ácido que gravitaba en cada una de sus frases, propio de quien, tras una vida de reveses, empieza a contemplar las paradojas de la existencia como parte de un juego cuyos movimientos han dejado por fin de afectarle, al no alcanzar su posición en los márgenes del tablero, y eso le permitiera ver el lado humorístico de lo que hasta entonces se le habían antojado tragedias insuperables. Podía tener cuarenta y cinco años mal digeridos como sesenta moderadamente conservados, aunque más me inclinaba a pensar que se encontraba en algún punto intermedio, donde las fricciones de la vida ordinaria comenzaban a perder su poder abrasivo, convirtiéndose en una mera quemazón. Aunque esa quemazón resultaba incendiaria en las numerosas ocasiones en que Vesalius decidía rociarla en alcohol.

Cuando por fin ocupé mi asiento, tras recaudar unos cuantos apretones de mano y algunas palmaditas en la espalda entre los huéspedes que flanquearon mi llegada a la mesa, Vesalius y Swanee Klein ya se hallaban sentados en sus correspondientes sillas, atareados en una conversación susurrada que abandonaron en cuanto me senté entre ellos. Estrechándome la mano con unos dedos como de cadáver, afiligranados y amarillentos, Vesalius se presentó como el cirujano de Rilke. No dijo el médico o el doctor, sino el cirujano, atendiendo a lo que se me antojó un requisito contractual que le obligaría a comunicar su cargo con aquel formulismo anacrónico, digno de una película de época. Inevitablemente, y tras el insustancial intercambio de frases que acompañó a los primeros platos, la conversación derivó hacia lo que realmente importaba a mis compañeros de mesa: cómo Rilke había contactado conmigo y a qué me dedicaba fuera de la casa. Para mi asombro, esa fue la expresión que Swanee utilizó al preguntarme por mi trabajo, como dando por sentado que el ingreso en la mansión de Rilke implicaba sumergirse en una existencia paralela a nuestra vida en el exterior.

—Si tengo que basarme en lo que me ha traído hasta aquí —repliqué—, debería decir entonces que soy escritor. Pero no sé si calificarme así sería exagerar un poco las cosas.

—Escritor —repuso Swanee con una sonrisa incierta, pasando por alto el resto de mi comentario, que quizá atribuyó a un innecesario pudor—. Eso es lo que el señor Vesalius y yo pensamos en cuanto el señor Rilke lo mencionó en su alocución. Supongo, entonces, que habrá publicado algún libro sobre Tourneur para que el señor Rilke se haya fijado en usted.

No sé por qué, la envarada construcción de aquella frase me resultó a un tiempo excitante y conmovedora, como la manera en que se hubiera expresado una niña de papá obligada por la desgracia a vender su belleza a cambio de unas monedas. Sentí que me trasladaba de pronto a un salón de té donde las señoritas se encorsetaban en vestidos almidonados y las viejas brujas que tenían por proxenetas las enseñaban a dirigirse a los caballeros mediante aquellas frases demasiado educadas que, enunciadas con el acento adecuado y ese timbre acariciador que quizá prometía la misma propensión a mimarles entre las sábanas, lograrían turbarles de pies a cabeza.

—No —respondí—. La verdad es que mi aportación es bastante más modesta. Hace tiempo escribí un artículo de encargo sobre una de las películas más célebres de Tourneur y, por lo visto, a Rilke le llamó tanto la atención que no ha dudado en contratarme.

Aquella escasez de referencias extrañó a Vesalius:

—¿Y ha publicado algo más sobre Tourneur, o sobre cine, aparte de ese artículo?

Negué con la cabeza.

—¿Entonces? —interrogó de nuevo, casi recriminándome por mi humilde bagaje, más molesto que perplejo con aquella nueva negativa.

—Una novela —repliqué, sin muchas ganas de ahondar en los datos que constituían mi perfil como fracasado—. Nada que el señor Rilke haya podido encontrar interesante.

—Oh, le asombraría saber lo que Rilke considera interesante —respondió Vesalius, envarándose en la silla y ahuecando la voz con el aire de quien necesita presumir de saberlo todo—. De hecho, me temo que es todavía un poco pronto para que se aventure a decidir usted mismo lo que a Rilke podría interesarle o no. El cine es solo la punta del iceberg de sus intereses personales. Y esa película suya, permítame decirle que ni siquiera eso. En particular su guión. En todo caso, podría ser considerado como el mar que arropa y envuelve a ese ocioso bloque de hielo, que lo empuja y lo mece para que un día u otro embista el lomo del orgulloso insumergible.

—Vaya —dije, por decir algo tras aquella explosión de incomprensible lirismo—. Me gustaría pensar que tengo la capacidad de crear algo así. Pero soy el primero en lamentarse de que mi talento no dé para tanto.

—Lo que le calificaría a usted como uno de esos hombres adorablemente humildes y sensibles si no fuera porque, en estas circunstancias, afirmar algo así es pecar de estúpido, además de que con ello está insultando gravemente a la mano que le da de comer —replicó Vesalius, con una virulencia que no me esperaba—. Debería usted sentirse orgulloso de que Rilke le haya elegido, en lugar de bajar las orejas y poner en tela de juicio su inteligencia por la decisión que ha tomado. Créame, nada le hubiera costado contratar a uno de esos escritorzuelos que venden libros a millares, incluso a un premio Nobel, para que se encargase del guión. Si me apura, le diría que incluso resucitaría a Shakespeare si creyese que él es el hombre adecuado para este trabajo. Pero Rilke le ha elegido a usted. Y si lo ha hecho es porque tiene algo que los demás no tienen. Otra cosa es que usted prefiera verse a sí mismo como un genio estafado por la vida, al que alguna pequeña tragedia del pasado dejó entumecido, abandonado a la deriva de un universo donde no pasa nada.

Aquella respuesta se me antojó desproporcionada, incluso con aquel hedor a bravata alcohólica que destilaba, y viendo la expresión de Swanee comprobé que no había sido el único en recibir esa impresión.

—Creo que es mi turno de decirle que es un poco pronto para que decida formarse la menor opinión de mí —respondí, tratando de mostrar una calma que era solo aparente—. Pero supongo que no valdría de nada, teniendo en cuenta que en su estado lo más probable es que mañana no recuerde demasiado de esta conversación.

Vesalius ensanchó lentamente una sonrisa viscosa, que culminó en una carcajada descomunal.

—¡Por todos los diablos —exclamó—, parece que por fin ha entrado un hombre en esta casa! ¿Habéis escuchado, pandilla de vagos? —se incorporó de la silla, gesticulando hacia el resto de la mesa—. ¡Escuchadme, maldita sea, y dejad vuestra estúpida cháchara para cuando no haya nada mejor con lo que saciaros las orejas! Tenga cuidado con ellos —me aconsejó después, volviendo a desplomarse en la silla, al ver que sus palabras no recibían la menor atención—. Estos tipos no son más que un hatajo de hipócritas que no merecen el dinero que Rilke haya pagado por tenerlos aquí. Lo único que me consuela es saber que si les queda algo de talento, ya se encargará Rilke de sacárselo de talento, aunque sea a patadas.

Varias cabezas se volvieron hacia nosotros. Swanee iba a decir algo, supongo que para tratar de serenar a Vesalius antes de que aquello acabase en una discusión generalizada, pero se lo pensó mejor y cerró la boca sin pronunciar palabra; debió de pensar que su intervención tal vez sería lo que desatase la discusión, o quién sabe, quizá opinó que Vesalius tenía razón y oponerse a su juicio era un modo de mostrar la misma hipocresía que él había criticado. Me miró un momento por encima del hombro, como disculpándose por no ejercer de mi paladín, o resignándose a dar por buena la apreciación de Vesalius, y luego se encorvó sobre el plato, mientras Anton, con la sangre fría de los borrachos acostumbrados a decirle al mundo las verdades del barquero, rellenaba tranquilamente su copa.

Por suerte, la aparición de la criada atrajo la atención de la mesa, evitando así males mayores. Acababa de salir de la cocina empujando el carrito de los postres: un barquillo relleno de nata con forma de corazón sobre una capa de sirope de fresa. Con toda seriedad, la criada explicó que el señor Rilke intentaría acostumbrarnos a ingerir comidas con apariencia de vísceras humanas porque los inviernos en Nueva York eran muy crudos, y no sabía lo que podía ocurrir si nuestra experiencia se alargaba y alguna nevada nos retenía como a un puñado de náufragos en el interior de la mansión. El grupo rio con ganas, a excepción de Vesalius, que tan ágilmente como se lo permitían sus tambaleos se apresuró a abandonar la mesa, aunque no sin antes dedicar al resto de comensales un bufido exasperado.

—Me siento como si acabaran de quitarme un barril de dinamita de al lado —dije, una vez que el cirujano desapareció tras los cortinones del salón.

—El señor Vesalius tiene sus días —se disculpó por él Swanee—, pero le aseguro que cuando está sobrio puede llegar a ser muy divertido.

—Lo que me pregunto es si de veras no había otro médico mejor en todo el país —respondí—. Si algo me ocurriese, le prometo que preferiría operarme a mí mismo con un abrelatas antes que ponerme en sus manos.

Swanee celebró mi broma dejando escapar una risa conmovedoramente aniñada:

—Quizá el señor Rilke no sea tan infalible como parece —repuso con una voz que, sin la cercanía de Vesalius, parecía haberse quitado diez años de encima—. Lo cual resultaría extraño, teniendo en cuenta que él mismo se considera nada menos que un primo hermano de Dios.

—¿Y qué demonios quiere decir eso?

—Quiere decir que habrá que acostumbrarse a bastantes excentricidades mientras estemos aquí —respondió Swanee, acariciando su copa con la punta de los dedos—. El día en que el señor Rilke me entrevistó, me contó que sus padres eran un piloto comercial y una azafata virgen que solo mantenían relaciones en pleno vuelo para engendrar un hijo lo más cercano posible a Dios. Supongo que en esas circunstancias, lo más cercano posible es ser su primo.

Al escuchar aquello no pude evitar reaccionar con una risa incrédula:

—¿De veras le contó esa patraña?

—Bueno —explicó Swanee—, sé que circulan otros rumores por la casa, pero esa es la historia que yo he oído de sus propios labios. Lo más probable es que si mañana me marchara de aquí y regresara al día siguiente bajo otro nombre distinto, la historia que decidiera contarme el señor Rilke sería completamente diferente a la que ya conozco. ¿Qué fue lo que le contó a usted?

La verdad es que yo apenas podía intervenir con alguna impresión sobre Rilke, y menos aún con una historia que confirmase o impugnase la que Swanee acababa de contar, pues el amo de la casa aún no me había considerado digno de ser ilustrado en los orígenes de su vida; y por evaporar la entrañable expectación con que Swanee aguardaba mi respuesta, eso fue lo que dije. Tras aquello, vi llegado mi turno de preguntarle cuál era el cargo que le correspondía en el proyecto de Rilke. Era una pregunta retórica, claro: nada más verla ya sabía que se trataba de una de las actrices reclutadas por Rilke para protagonizar la película, pues la perfección de su rostro y aquellas hechuras de tiralíneas no podían significar otra cosa. Pero me equivocaba. Swanee había sido contratada para componer la banda sonora de

Otro invierno en Amerika, después de que Rilke conociera su participación en los arreglos de la partitura de

La hija de Moloch, una impresionante labor de restauración que solo pudo realizarse gracias a una subvención del Ministerio de Cultura alemán en colaboración con el gobierno húngaro.

—Así que compositora —dije, sinceramente asombrado.

—Eso es. Y para colmo, restauradora de una de las piezas más raras de Tourneur.

Lo dijo no sé si con alivio o fastidio, como si estuviera hablándome de un hijo que, después de depararle una vida de sobresaltos y sinsabores, había logrado amasar una vasta riqueza y encauzarse en una saludable monotonía familiar.

Me contó entonces que

La hija de Moloch era la película maldita por excelencia en la filmografía de Jacques Tourneur. Incluso la firmó con un seudónimo, Basil Hawksmoor, arrojando así serias dudas sobre su verdadera autoría, aunque para Rilke tales dudas debían de carecer de fundamento, pues ante Swanee solo se refería a

La hija de Moloch como la obra secreta de Jacques Tourneur. Se rodó durante seis semanas en Haití, en algún momento entre 1949 y 1951 y, supongo, al hilo de su ya un tanto lejano éxito

Yo anduve con un zombi, aprovechando los decorados de una superproducción de Hollywood que nunca llegó a estrenarse y posiblemente tampoco acabó de filmarse, a juzgar por cómo el equipo de Tourneur encontró el set de grabación: las cabañas de los técnicos aún contenían documentos, apuntes y planos del rodaje, las caravanas de los actores guardaban en los armarios diversas prendas que habían sido olvidadas por sus propietarios en su huida del set, y en el interior de un baúl el propio Tourneur se topó con algunos afiches y descartes de la filmación, además de varias páginas rasgadas de un guión que los productores seguramente habían desestimado por incoherente. Claro que tampoco

La hija de Moloch destacaba por su coherencia. Según me explicó Swanee, la película era uno de esos productos deficientes, pero alimenticios, que Tourneur se veía en ocasiones obligado a rodar para optar en el futuro a proyectos de mayor enjundia, aunque entre sus muchas deficiencias quizá la más memorable de todas fuera precisamente su argumento. En apenas setenta minutos,

La hija de Moloch relataba la historia de un grupo de científicos que viajan a la isla de Pascua en busca de lo que parece ser el elixir de la eterna juventud: tras un aterrizaje forzoso en una isla perdida en algún lugar del Pacífico, descubren las ruinas de una antigua civilización de hombres-lagarto cuyas monstruosas efigies (y quizá no solo eso) aún habitan su intrincada red de subterráneos; la visión de esos restos infunde poco a poco en la periodista que acompaña a los científicos, interpretada por una bisoña Kitty Frances, la revelación de que en el pasado fue una diosa de la cual todavía ostenta misteriosos poderes, y así, de la noche a la mañana, la mujer de cabellos dorados y aspecto cándido que busca la protección de sus compañeros de viaje para evitar los recónditos peligros de la jungla se transforma en una mujer de piel morena, melena oscura y ojos luciferinos que va aniquilando a los intrusos de su reino uno por uno. Sin embargo, y pese a lo que pudiera desprenderse de un argumento semejante, parece ser que la magia que Tourneur era capaz de imprimir hasta en sus películas menos afortunadas también estaba presente en ella. Lo único que se le podía reprochar era el desacierto a la hora de elegir al compositor de la banda sonora: se llamaba Meredith B. Hanson, y más que por su habilidad ante el pentagrama, se le conocía por ser un borracho consumado que debía su fama a un currículum ficticio en el que alardeaba de haber sido músico de algunas películas europeas, entre ellas varios títulos menores de Jean Renoir, G. W. Pabst y Fritz Lang. Swanee no pensaba que Tourneur hubiera caído en la ingenuidad de creer aquel alucinante extracto biográfico, entre otras cosas porque también él procedía del cine europeo y conocía bastante a fondo sus interioridades, de modo que si lo contrató fue seguramente porque no disponía de presupuesto para aspirar a un colaborador de más crédito. En realidad, Meredith Hanson, un viejito consumido de ochenta años que parecía haberse conservado en alcohol, no había pasado de componer los

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