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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 4

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jingles de alguna película menor, una decena de anuncios radiofónicos y la sintonía de un espacio de cuentos de misterio narrados por un plantel de viejos actores que duró en antena exactamente dos semanas, y eso en una época tan remota que invitaba a dudar acerca de sus capacidades frente al pentagrama cuando Tourneur decidió contratarlo; aun así lo incorporó a su cuadrilla, y aunque a regañadientes, terminó aceptando una composición que solo ofrecía uno o dos momentos intensos, extraviados en un revoltijo de notas tan poco inspiradas que lo mismo podían haber servido para respaldar las secuencias de una película bélica como las de un documental sobre peluquerías caninas. Swanee precisó que era toda una hazaña reconstruir una partitura así: en opinión de quienes llegaron a asistir a las proyecciones originales de

La hija de Moloch, era como si los insertos musicales hubieran sido barajados a conciencia, desentendiéndose en el reparto final de las imágenes a las que correspondían. Nadie, en definitiva, podía empeñarse en seguir la historia sin verse desorientado por la música. Cuando la escena pedía a gritos un clímax sonoro elevaban su lamento unos violines melancólicos, y si lo que se representaba era un episodio de amor, atronaba de pronto un estruendo de timbales que apenas permitía entender las palabras que se intercambiaban los amantes en un paisaje de lunas bajas, lagunas resplandecientes y cielos estrellados, muy al estilo Tourneur. Era un verdadero despropósito. Para Tourneur, sin embargo, que la música fuese un caos no parecía importar gran cosa, teniendo en cuenta que toda la película no era sino un cúmulo de desvaríos con los que no admitía identificarse, pero el pundonor le exigió asumir una decisión radical: se desharía de la música original y montaría de nuevo todo el metraje filmado empleando como banda sonora algunos extractos de otras películas suyas, temas que, si bien carecían de una unidad argumental, sin duda servirían mejor a los fines de su película que la impenetrable partitura de Hanson. A falta del dinero que le permitiese delegar en un experto aquella labor, el montaje lo realizó el propio Tourneur, quien ya había trabajado de montador durante sus estudios de cine en Europa, y parece que el resultado no se le debió de antojar tan insatisfactorio, pues la cinta que construyó en la sala de montaje es la que acabó por canonizarse como la verdadera

La hija de Moloch. Meredith B. Hanson seguía presente en los títulos de crédito como autor de la orquestación original, pero lo cierto es que ya no era posible rastrear una sola nota de su trabajo en la cinta que había montado Tourneur, nada que pudiera sugerir que la música de Hanson seguía acompañando la metamorfosis de Kitty Frances en

La hija de Moloch.

—No sé si Hanson se molestó —dijo Swanee, tras hacer una pequeña pausa para beber de su copa—, no sé si Tourneur le pagó algún dinero de más para evitar un enfrentamiento en los tribunales, ni siquiera sé si alguna vez el viejo se llegó a enterar de que aquella música no era la que él había escrito para la película, aunque lo más probable es que le hubiera importado un comino, de haber sabido la verdad. Podía creer que alguien había metido mano en su obra, o podía admitir que la partitura original, simplemente, había acomodado sus notas a las imágenes con las que se habían mezclado. Como le sucedía a la protagonista de

La hija de Moloch, y, al fin y al cabo, como bien podía saber alguien que prestaba más crédito a las visiones que anidaban en el fondo de las botellas que a las que producía la realidad, quién sabía si las cosas que uno conocía, e incluso las que hacía, no podían cambiar por sí solas, de un día para otro, sin que nada salvo una fuerza sobrenatural pudiera explicar la metamorfosis.

Swanee había reconstruido la música original de

La hija de Moloch a partir de las seis páginas de la partitura firmada por Hanson que, por pura casualidad, un funcionario aburrido había hallado en los archivos de una filmoteca de Budapest, y aunque por supuesto aquello debía de resultarme impresionante, más me asombraba el hecho de que una criatura tan hermosa como ella no estuviera expuesta tras las vitrinas de algún museo, en lugar de tener que ganarse la vida con el sudor de su frente o buscando intimidades secretas entre las teclas de un piano. No podía imaginarla escribiendo, estudiando o realizando labor alguna en la que el cuerpo tuviese únicamente una actitud gregaria. Cada cosa que hacía irradiaba belleza, ya fuera llevarse la copa a los labios o posarse la servilleta en el regazo cuando la criada se acercaba a nuestra mesa para retirar los platos, y en aquellos instantes en que se abismaba en un silencio contemplativo, me parecía oír una suave voz que susurraba en mi oído: déjate llevar y disfruta del paisaje. Solo me faltaba sentir el golpe del viento contra mi cara para apercibirme de la celeridad que de pronto parecía impulsar al mundo, como debió de sucederle a Faetón tras robar el carro de Apolo. Porque, de hecho, todo sucedió tan aprisa que incluso daba vértigo. En cinco minutos de conversación reparé en que mi interés hacia ella era algo más que un efecto secundario de haber puesto a prueba mis habilidades sociales, y cosas tan caprichosas y banales como que no nos gustasen las mismas comidas o que ninguno de los dos supiéramos decidir en qué país nos aguardaba nuestra verdadera vida me incitaban a pensar que, si no me andaba con cuidado, aquello podía dar pie a algo menos etéreo que una hermosa amistad. Quería saberlo todo sobre ella, quería saber cuántas cosas suyas me había perdido por no haber acertado a revolver la madeja del destino y encontrar mucho antes el único hilo que me hubiera llevado a su lado. Cuando tras los postres Swanee abandonó por unos minutos el salón, me acerqué a Elander, entretenido en hacer montañitas con las migas del pan, para interrogarle con fingida indiferencia sobre lo que sabía de ella. No me contó demasiado, ignoro si fingiendo aún más indiferencia que yo: paladeando cada sílaba, como si hablar sobre Swanee se le antojase un acto lúbrico, dijo que llevaba siete días en la casa, que todas las mañanas entregaba a la criada el par de cartas que se entretenía en escribir por las noches para que ella las entregase al cartero, y que estaba desconcertada por la facilidad con que era capaz de componer música desde que había aceptado ingresar en la mansión. Luego, invistiendo aquel gesto de un exagerado secretismo, me susurró al oído una curiosa anécdota que confesó haber escuchado de labios del propio Rilke: según el millonario, Swanee se había costeado sus estudios de música posando como modelo para ancianos aristócratas húngaros que querían cambiar por los rasgos de Swanee Klein la fealdad con que sus tatarabuelas asomaban a sus retratos. No pude por menos de reír al escuchar aquello. Ignoraba si era cierto, pero me fascinaba la imagen de un puñado de vetustos nobles transilvanos suspirando al contemplar los retratos de Swanee y diciéndose: «Mi querida madre, siempre quise hallar en todas las mujeres tu belleza». Algo así encajaba perfectamente en ese halo de misterio que parece acompañar a una reducida estirpe de mujeres, aquellas que llevan su hermosura no como un arma, sino como la revelación de un secreto. Y Swanee, sin duda, era una de ellas. Desde luego no podía asegurar que la conociese, pero, pese a lo que Vesalius opinara de las primeras impresiones, ya creía haber visto más que suficiente para decidir que aquella mujer habría sido capaz de dejarse secuestrar por Paris si eso le hubiera permitido ver arder Troya.

Swanee regresó a la mesa, un rato después se ausentó de nuevo, pretextando un dolor de cabeza con ese tono suyo de aristócrata arrastrada por el fango, y la vi ganar el pasillo en pos de los dormitorios del ala este. Durante algunos minutos me aburrí escuchando historias sin interés mientras buscaba entre la gente el único rostro que lograría conmover mi indiferencia, hasta que hube de resignarme a aceptar que Swanee ya estaría en su habitación, garabateando cartas para algún afortunado corresponsal en Hungría o acariciando las teclas del piano para sonsacarle melodías tan hermosas como nunca se habría sentido capaz de concebir. Desde ese instante, me resultó imposible volver a prestar algún retal a la conversación que se iba tejiendo deshilvanadamente, y aún más a interesarme en aquellas anécdotas de parvulario que parecían esforzarse en competir en originalidad con las que las precedían. No tardé mucho en retirarme, cuando acepté que había engullido ya suficiente plomo como para rendirme sin problemas al sueño.

Fue al subir las escaleras y llegar al pasillo que conducía a las habitaciones cuando escuché una voz a mis espaldas:

—Una mujer poderosa —enunció—, con una antorcha en la mano, cuya llama es prisionero relámpago.

Me volví. Emergiendo de entre las sombras, rígido pero vacilante, apareció Vesalius. A duras penas podía sostener la botella y el vaso que acunaba en los brazos, y tuve que preguntarme si no habría estado allí desde los postres, bebiendo escondido entre los cortinones. Al verle trastear con la bebida, reparé en aquel temblor casi imperceptible que le envolvía las manos, como si su dueño hubiera pasado media vida haciéndolas picotear sobre un taquígrafo.

—No está mal para ser una empollona, ¿verdad? Oh, perdón —musitó, llevándose una mano a la boca, en un teatral gesto de reproche—. Lo he ofendido otra vez con mis comentarios. Parece que esta no es nuestra noche.

—Vesalius, estoy cansado —protesté—. Si no le importa, mañana podemos seguir hablando, pero ahora me gustaría meterme de una vez en la cama. El día ya ha sido lo bastante largo para mí.

—Pero mañana no recordaré esta conversación —dijo Vesalius, con un tono de voz mucho más firme del que había empleado hasta entonces—. ¿Verdad?

Alzó por encima de las gafas su mirada vidriosa y me observó detenidamente durante unos instantes. Dejó entonces que asomase a sus labios una sonrisa embriagada, como si aquella inspección hubiera dado el resultado que esperaba, tras lo cual acercó su cara a la mía y susurró:

—¿Para qué está usted aquí?

—Ya lo sabe —repliqué, sin disimular la irritación que me producía que Vesalius no me permitiera dar la noche por terminada—. Rilke me ha contratado para escribir su guión. Y ahora, si de veras no le importa...

—No, usted tiene otro propósito —me atajó Vesalius, alargando un brazo para impedirme el paso—. Usted no es como los demás. No verá ni vivirá las mismas cosas que el resto. Que no le engañen sus ojos, mi querido amigo. Esto no es una mansión. Esto es el centro del mundo, el laboratorio donde los compuestos que sustentan al hombre común se alterarán de arriba abajo, creando al hombre perfecto. Sí, ha oído bien: el hombre perfecto. Rilke lo llama el

Homo Amerikanis, pero tal y como él lo describe es absurdo pensar que se trata de un concepto distinto. Quizá nosotros no lo veamos nunca, quizá solo somos sus precursores... Quizá sea usted el elegido. O, quién sabe, quizá el elegido no ha llegado aún a la casa —sonrió abiertamente al decir aquello, para de inmediato dejar que la gravedad se apoderase otra vez de sus rasgos—. Pero le aseguro que pronto vendrá a nosotros... y el mundo no será el mismo tras su llegada.

—Vesalius —le dije—: Rilke solo planea rodar una película. Eso es todo. Cualquier idea ligeramente elevada que se haga al respecto es sacar las cosas de quicio.

—Lo que Rilke planea es poner en movimiento su iceberg —repuso Vesalius, propinándome en el pecho unos golpecitos con el dedo—. Y usted será su mar en plena tempestad. Cielos negros, vientos huracanados. Todo eso lo llevará ahí dentro, porque cuanto más poderosa sea la tempestad, más rápido llegará el iceberg a su destino. Va a sufrir una dura prueba, muchacho, y cuando todo acabe será un hombre nuevo en un mundo nuevo. Lo agradecerá, puede creerme. Aunque mientras tanto pasarán cosas que le harán preferir estar muerto.

Me clavó en los ojos una mirada viscosa y por un segundo creí que se iba a echar a llorar. Luego esbozó una sonrisa triste, desovó una despedida empalagosa que me extrañó por el modo en que la enunció, como si se sintiese vencido por la culpa o estuviese revelando un terrible secreto, y tras palmearme el codo procedió a descender los peldaños en pos del salón. Sin embargo, se detuvo en el rellano, volviéndose lentamente, como para realzar el ridículo aire de misterio con que había decidido revestir sus gestos:

—Ah, pero no debe engañarse, mi querido amigo —dijo—. El verdadero destructor es el iceberg. El mar solo le marca las corrientes para llegar al lugar adecuado. Lo demás, afortunadamente, no depende de usted.

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