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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 6

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n efecto, ¿a quién se le podía ocurrir la idea de filmar una película en el año 2004 con los medios de 1950, invirtiendo en el empeño millones que nunca recuperaría y el esfuerzo de un puñado de sujetos a los que trataría como genios absolutos, aun a sabiendas de que, como mucho, no serían sino unos talentos de pacotilla? ¿Quién podría afirmar que un proyecto así no estaba condenado al fracaso, que en realidad se trataba de un trabajo como otro cualquiera, destinado a completarse tan desprovisto de errores, meteduras de pata garrafales y anacronismos varios como para que ninguno de sus espectadores viera en él un auténtico despropósito? Y, para colmo, ¿quién tendría el cuajo de asegurar que contaría para ello con la joven actriz a la que un famoso director soñó ensalzar cincuenta años atrás, y con el mismo rostro que poseyó en la época en que intentó hacerse célebre, sin esperar que se le tachase de insensato o de bromista, en el mejor de los casos?

Puede que la anciana me hubiera toreado con el modo en que planteaba sus argumentos, pero pocas cosas invitaban a pensar que Rilke era ese tipo de individuo con la cabeza perfectamente ambueblada por el que unos náufragos se dejarían capitanear a ciegas en una isla desierta. No pensaba que estuviera tan loco como para tener que embridar sus alucinaciones con una dieta de drogas, o enfundado en camisas de fuerza para aplacar los arranques de furia, o adormecido por alguna cuidadosa lobotomía que le permitiría manejarse con la energía suficiente por el mundo de los vivos. No consideraba que su demencia fuera peligrosa, en una palabra, sino más bien pintoresca, como la de esos matemáticos despistados que salen en zapatillas a comprar el pan o la de esos artistas que nadie alcanza a dictaminar si son genios incomprendidos o idiotas redomados. Lo más probable, quise pensar, mientras la anciana me guiaba por unos pasillos que conducían al ala oeste armada de un candil y rasgando con una mano arácnida las telarañas que nos salían al paso, era que, arrancado de aquel entorno que nutría sus fantasmas, Rilke pudiera pasar por una persona terriblemente cuerda, aunque aquella imagen para la galería ocultaría el rostro que más temía airear: el de un joven confuso y desvalido, extraviado en un universo de torres de marfil y castillos en el aire en el que erigirse al fin en príncipe de su realidad, una de esas criaturas desesperadas que, cuando nos dirigimos a ellas, parecen atender nuestras palabras con una atención conmovedora, pero al cruzar su mirada con la nuestra nos demuestran que en realidad no nos miran, que su mirada está más allá del lugar que ocupamos, que si algo observan es un mundo lejano que nosotros no podemos divisar, un reino imposible de dragones temibles y recónditos tesoros donde todavía habita una princesa de cuento que se niega a arrojarle sus trenzas de oro desde el balcón de su alcoba.

Llegamos al final del pasillo y penetramos en un gigantesco hangar atestado de cables, grúas y focos que colgaban de las vigas del techo, en realidad, un auténtico plató de cine al que no se había escamoteado el menor detalle para asegurar su funcionalidad. Con un vigor inusitado, la anciana se encorvó sobre lo que parecía el motor de algún ingenio decimonónico e hizo girar la manivela de una batería, lo que, además de iniciar una musiquita de carrusel delirante, puso en marcha a otra de esas familias de enanos ciclistas que había visto ya en mi anterior incursión en las entrañas de la casa, cuyo pedaleo provocó el trabajoso encendido de los focos. La mujer me hizo entonces un gesto con la cabeza para que la siguiese. Avanzamos hasta el centro de la nave, esquivando sillitas con respaldos de tela y cajas de madera sobre las que se asentaban varias cámaras de cine, tan rudimentarias y desmochadas que invitaban a pensar si no pertenecerían a una época anterior al nacimiento de los hermanos Lumière. La exploración concluyó en lo que parecía un inmenso almacén de ropavejero, distribuido en diferentes cubículos, cada uno de los cuales acogía un pequeño escenario del mundo real: había salones de época, talleres mecánicos, carlingas de avión, salas de biblioteca, todos ellos perfectamente decorados, y todos ellos separados del siguiente cubículo por un amplio pasillo cuyas ramificaciones me produjeron una suerte de vértigo inverso al contemplarlas propagarse desde el umbral. La enormidad del lugar, así como su desproporcionado silencio, me hicieron pensar en una de esas aldeas cuya población se ha visto aniquilada por alguna maldición que ha dejado las casas desiertas, y los parques habitados por un viento que hace gemir las cadenas de los columpios para atraer a jugar en ellos a los fantasmas de los niños. A través de aquellos cubículos, la criada me orientó hasta el interior de un saloncito de pega, ridículo pero inesperadamente acogedor, como sacado de una casita de muñecas: cuatro paredes de cartón, empapeladas de faunos y ninfas de los ríos, circundaban una mesa cubierta de papeles y libros, una silla acolchada, un diván con varios juegos de sábanas y mantas doblados sobre una almohada, una pequeña nevera camuflada como un bargueño y una montaña de periódicos y más libros apilados en los anaqueles de una estantería, junto a decenas de rollos de películas baqueteadas y unas cuantas fotografías clavadas mediante chinchetas de colores a un enorme panel de corcho. La parte superior de una de las paredes, la que se encontraba sobre el testero de una chimenea a la que le sobraban los troncos de plástico para demostrar que no era sino una burda imitación, estaba ocupada por una pantalla de tela blanca, y en una esquina, al lado de otra mesa invadida por rimeros de hojas sueltas, descansaba el armatoste que, si Rilke no lo empleaba para asustar a sus sobrinos, debía de usarse para proyectar las películas que se almacenaban en el plató. Hacía demasiado frío, y en el aire gravitaba una humedad de cripta, embadurnada por un polvo en suspensión que me arrancó una sinfonía de carraspeos.

La criada apagó el candil de un soplido, creando una atmósfera todavía más tétrica, y me explicó que aquel era el decorado principal de

Otro invierno en Amerika. No se había construido aún el resto de decorados, a la espera de disponer de un guión definitivo, pero si algo tenía que quedarme claro era que en esa habitación debía desarrollarse la parte central de la historia: el momento en que Mary Pickford descubre que Henry Dunn no es en realidad Henry Dunn, o al menos, no el Dunn que ella conocía. Como podía comprobar, continuó la vieja, que parecía saber incluso mejor que el propio Rilke los ornamentos de aquella historia, ya no se trataba de la habitación de un hotel, de modo que mi primera obligación consistía en adaptar la historia real a las exigencias que el nuevo decorado imponía. Para ello podía pasar el tiempo que me fuera necesario en aquel lugar, dijo. Incluso insinuó que, si me resultaba más cómodo para documentar mi trabajo, podía instalarme en él, y que de hecho esa era la esperanza del señor Rilke. Me hizo gracia que utilizase la palabra «esperanza» para lo que sin duda era una orden ante la que había que plegarse. Me apercibí entonces de que los periódicos que anegaban los estantes, los volúmenes que se apilaban contra las paredes y las fotografías que asomaban desde el rectángulo de corcho no eran meros artificios decorativos, sino un voluminoso archivo documental destinado a ilustrar con los detalles de una historia aún no escrita al único experto en Tourneur que debía conocerlos.

—¿Acaso el señor Rilke pretende que me mude a un decorado para trabajar en el guión? —pregunté, entre la extrañeza y la alarma.

—Oh, no es nada de eso —respondió la anciana, adoptando la misma expresión que hubiera empleado para decir «créame, en la casa no hay fantasmas»—. Usted es libre de trabajar donde más le convenga. Solo le traslado mi percepción de lo que al señor Rilke le resultaría grato, lo que a él le empujaría a decir: mi hombre está haciendo un buen trabajo, un trabajo brillante de verdad. Desde luego, el señor Rilke no querría verle trabajar aquí si eso va a mermar la calidad de su obra. Está convencido de que usted tiene el talento preciso para escribir una obra maestra incluso subido a lo alto de un árbol, pero eso no significa que vaya a obligarle a hacer nada que pueda disgustarlo. Simplemente, el señor Rilke considera que su guión estaría más cerca de la genialidad si invirtiese la mayor parte de su tiempo escribiendo y pensando en sus cosas en la misma habitación en la que Mary Pickford sufría interrogándose sobre quién era ese hombre que se hacía llamar Henry Dunn. Esa es la convicción del señor Rilke. Y le aseguro, señor, que no le vendría mal creer también usted en sus convicciones.

Quizá no era el mejor momento para plantearle aquella cuestión, pero el hecho de que la anciana hubiese cambiado el tono autoritario por otro más melifluo con el que al parecer pretendía ganarse mi confianza me ayudó a reunir los arrestos que necesitaba para formularla:

—¿Por qué el señor Rilke vive solo?

—¿Solo? —se escandalizó la anciana—. Vive con sus películas, con sus juguetes, con sus recuerdos. El señor Rilke no vive solo.

Aquello, si no era otra muestra de sarcasmo, se me antojó una clara evasiva, y respondí con cierta brusquedad; dije que no podía creer que al señor Rilke le gustara pasar las noches sin alguien a su lado, que no le abrumase la soledad de vez en cuando, que le diese lo mismo no tener a nadie con quien compartir sus manías, alguien que aprendiese poco a poco a disfrutar de sus gustos o simplemente que bostezase a su lado, pero la mujer no conmovió el rostro ni elaboró ademán alguno que me invitase a suponer que aquella impresión mía había logrado ofenderla. Solo levantó un poco la barbilla para replicar:

—El señor Rilke es duro, pero también es sensible. Es inteligente, pero también caprichoso. Es tierno pero en su fondo hay algo perverso, es todo lo que una mujer podría desear. Si carece de la compañía que usted menciona es porque no ha encontrado a la hembra que lo satisfaga, quizá porque no se ha molestado en buscarla, o quizá porque aquellas que han intimado con él han sido demasiado idiotas como para reparar en las excelencias del señor, aunque en mi opinión eran todas tan idiotas que le ahorraron a él la estupidez de molestarse en retenerlas.

Más allá de aquel insólito análisis psicológico que la anciana se había sacado de la manga, lo que más me asombró fue la palabra «hembra» pronunciada por aquella boca pétrea que tan poco se prestaba a la sensualidad. La había pronunciado con la misma voracidad con que un hambriento hubiera dicho «comida», aunque también con la repulsión de un mayordomo que al divisar una mancha en el suelo solo acierta a mascullar «mierda». Se me ocurrió entonces que en Rilke sí había algo en lo que cualquiera salvo una antigua criada a su servicio podría reparar, así que arriesgué el comentario de que el señor Rilke, además de todo lo que ella me había explicado, era un joven muy guapo: si eso no le facilitaba retener a su lado a las mujeres que amase, dije, al menos le permitiría desmitificar la necesidad del amor haciéndose acompañar por un rostro distinto y un harén de cuerpos hermosos cada noche. La anciana compuso un gesto de asombro y contestó:

—¿Guapo, dice? Ciertamente, eso es algo que yo no puedo afirmar.

—Cualquiera podría hacerlo —repliqué, asombrado—, simplemente con mirarle.

—Oh, no —fue su respuesta—. Le parecerá raro, señor, pero cuando miro su rostro, veo cosas que nadie más que yo puede ver. Y le aseguro que si usted supiera lo que yo sé, no encontraría nada extraño en ello. Solo perplejidad, señor. Perplejidad, y mucha tristeza.

 

Al parecer, todo el mundo en la casa sabía algo que yo no sabía. Anton Vesalius, la criada de Rilke, incluso me atrevía a jurar que Swanee Klein, a poco que me molestase en escarbar en lo que había dado de sí su entrevista con el millonario, se erigían como partícipes de un secreto del que yo solo podía atisbar una pequeña parte de sus efectos. Sin embargo, tras un rato madurando las palabras de la anciana, el tiempo que me llevó regresar desde el plató hasta mi habitación en el ala este, tuve que reconocer que la parte del secreto que a ella le correspondía guardar no era en realidad tan significativa: en todo caso, revelaba la frustración de una mujer que había visto crecer al único hombre a quien de veras había amado en su vida sin que hubiera llegado a ser lo que ella esperaba, y sin haber podido alterar sus costumbres ni orientarle hacia el camino que ella deseaba para él tal y como lo hubiera podido hacer una madre. Era el destino asignado a cualquier criada de largo recorrido, una de esas mujeres que, renunciando dócilmente a cuanto la vida pudiera ofrecerles, ingresan en una mansión cuando son apenas unas niñas para evitar que la ruina se asiente en sus salones, se enamoran en secreto del amo de la casa, luego, cuando el matrimonio convierte al señor en una figura definitivamente inalcanzable, trasladan ese amor a sus hijos, y una vez que la historia se repite en ellos y las primeras arrugas empiezan a devorar sus rostros, se aperciben de pronto de que su vida ha discurrido en un limbo en el que su presencia apenas era advertida, como si nunca hubieran existido, como si no fueran más que un fantasma. No solo tendrían que reconocer que el hombre al que habían querido como a un hijo no era en realidad su hijo: a semejanza de la historia que Vidor contó sobre Mary Pickford, buscarían su propio rostro en el fondo de los espejos, y aunque su voz y sus ademanes fuesen los suyos, aunque comprobasen que esas eran sus ropas y esos los gestos de sus manos, observarían fijamente lo que aquel reflejo les propondría y se preguntarían quién podría ser esa desconocida que les devolvía la mirada.

Sin nada mejor que hacer, me entretuve un par de horas en ordenar mis cosas en el armario de la habitación y coloqué mis cuadernos sobre la mesa que había bajo la ventana, dispuesto a mostrar mi rebeldía a Rilke y sus intenciones de verme trabajar en sus mazmorras tenebrosas. Escuché entonces algunos pasos procedentes del pasillo, la orquesta de muñecos del Doctor Phibes atacando una versión instrumental de

Welcome to my world, y aunque era ya la hora de la cena y tampoco sentía demasiada hambre, consideré que al menos por una vez la cercanía de ese muestrario de residuos que tenía por compañeros resultaría un entretenimiento mejor que sepultarme entre cuatro paredes. Mi impresión sufrió un revés al llegar al salón y comprobar que en la mesa reinaba una algarabía frenética, propia de un parvulario o de un manicomio antes de la hora de las pastillas. Con un interior encogimiento de hombros, busqué con la mirada una silla en la que sentarme. Además del trono de Rilke, cuya presencia allí, a juzgar por lo poco que su dueño lo frecuentaba, debía de ser meramente ornamental, la única silla vacía se hallaba otra vez entre Anton Vesalius y Swanee Klein. Obviamente, aquel era el lugar que me correspondería hasta que me tocase marcharme de allí, y lo más probable es que también eso respondiese a otro de los planes de Rilke: reunir a sus invitados según parecidos o desavenencias, al igual que un químico revolvería compuestos en un matraz, y entretenerse en observar los resultados de su mezcla, daba lo mismo que en el transcurso de su experimento topase con la piedra filosofal o que su curiosidad hiciera saltar el laboratorio en pedazos.

A pesar de que parecía estar de un humor de perros, Anton Vesalius tuvo un par de ocurrencias divertidas y una frase ingeniosa para celebrar la belleza de Swanee que le envidié, aunque la esgrimió de la manera en que solo pueden hacerlo quienes nunca se han visto realmente afectados por la belleza femenina. Swanee respondió con una risa suave, después hizo gatear por encima del hombro una de esas miradas breves pero intensas que solo pueden compararse a una larga explicación, y supe entonces que ya me iba a resultar imposible aferrarme por más tiempo a la idea de que esa andanada de emociones que me inundó al conocerla había sido provocada por un exceso de vino. Todo resultaba perfecto, pero también, quizá, demasiado perfecto. Fuera lo que fuese lo que ambos sentíamos estaba sucediendo demasiado deprisa, a menos que sea cierto que el primer impulso que sentimos hacia una persona a la que creemos amar desde antes incluso de conocerla no es más que vulgar deseo, una mera atracción física que arropamos con las vestiduras de un sentimiento más elevado para tratar de explicar esas ansias de trascendencia que nos acometen cuando nos vemos con el poder de poseer a una auténtica belleza, o simplemente para no pensar que la civilización nos ha pasado por alto; a menos que sea cierto, en definitiva, que el amor es una cuestión de tiempo, algo que solo cristaliza cuando uno acepta la poco imaginativa realidad, en la que no es posible creer en amores eternos que existen aun desde antes de su nacimiento, y se deja macerar por ese roce cotidiano que hace fermentar el cariño. En aquel momento, sin embargo, para Swanee y para mí había otras razones que hacían pensar que el tiempo, o nuestra capacidad para optimizarlo, era un aliado que engrosaba las líneas de nuestro bando, ahora que lo habíamos perdido casi todo. Probablemente no lo quería ver entonces de esa forma, pero lo cierto es que tanto ella como yo, así como Vesalius, Elander y el grueso de inquilinos de la casa, habíamos sido elegidos para hacer realidad el sueño de Rilke no solo por nuestro singular conocimiento de la vida y la obra de Tourneur, un conocimiento que en el mejor de los casos delataría sus carencias tan pronto como fuese puesto a prueba, sino por ser criaturas desahuciadas para el mundo, seres arrollados por la desgracia y abandonados en la cuneta de la suerte, como alimañas de campo, con una nueva tara que añadir a nuestro catálogo de cicatrices: en esas circunstancias, nada podía resultar más benéfico que encontrar un rostro en el que reflejarnos, redimiéndonos así de nuestra condición de leprosos sentimentales.

Aquella noche Swanee no habló demasiado. En realidad, nos bastaba con mirarnos de tarde en tarde para confiarnos lo que todavía era pronto para decir con palabras. Llevaba un vestido de raso negro con rayas blancas que se le ceñía al cuerpo como una segunda piel, y ocultos entre los rizos rubios colgaban dos pendientes verdes que parecían abanicos chinos, el regalo de una abuela tártara que acabaría perdiendo durante la noche. En algún momento de la cena vi que Axel Elander nos miraba desde el otro lado de la mesa con cierto aire de pesar, como si estuviera despidiendo desde el puerto de su patria al barco en el que se aleja el único amigo que había tenido en la vida. Apuró su copa y desvió la mirada cuando, medio en broma, le dirigí una sonrisa de imposible pesar con la que pretendía ganarme su indulgencia. No se molestó en apiadarse: se sirvió hasta los bordes otro trallazo de vino y lo bebió de un solo trago, luego me clavó los ojos por encima de la copa y se levantó de la mesa. Swanee reparó en aquel duelo de miradas y me interrogó con un gesto de extrañeza, pero yo solo pude encogerme de hombros: Axel Elander ya no me miraba desde la dársena del puerto, sino desde el último banco de una iglesia en la que se estaba casando la mujer a la que había amado desde niño con el hombre al que se había pasado media vida imitando sin lograr jamás asemejarse a él. Por lo menos, Vesalius evitaba discretamente tratar con nosotros. Lo vi durante casi toda la cena ensimismado en las circunvoluciones del mantel, que alguna hilandera adepta a Rorschach semejaba haber tejido para estimular sus peores recuerdos, un poco menos borracho que la vez en que coincidimos en las escaleras, y tan callado que parecía no sé si avergonzado por el comportamiento que exhibió entonces o culpable por haberme confesado su secreto: el secreto, en todo caso, de quien guarda un secreto. Aquella actitud sombría cambió cuando Swanee se volvió un momento para dirigirse a uno de los expertos en iluminación. Vesalius aprovechó para dedicarme un gesto burlón y, como si estuviera reprendiendo a un niño que juguetease con un enchufe, sentenció:

—Un mar en tempestad, ¿recuerda? Ya se lo dije. ¡Y qué tempestad! Desde luego, doy gracias al cielo de que sean artistas y no dinamiteros, porque si hubiera un barril de pólvora cerca, las chispas que sus miraditas de quinceañeros hacen saltar ya lo habrían hecho explotar.

Repliqué con una risa evasiva. Vesalius, serio como un cadáver, se abismó entonces en su botella de vino, y a los postres se retiró con ella a algún lugar apartado, probablemente al refugio de los cortinones, allí donde sabía que podría mecerla a su antojo. Swanee y yo nos servimos una copa y nos alejamos del resto del mundo en busca de un poco de intimidad. No recuerdo mucho de lo que dijimos. Todo transcurría con una naturalidad que incluso daba miedo, como si de veras fuésemos almas gemelas que hubieran aguardado durante una existencia accidentada el momento en que pudieran reunirse de nuevo, como si fuésemos la encarnación de dos enamorados que perecieron siglos antes de que llegase el día en que sus cuerpos lograran unirse, como si Swanee fuera la mujer a la que había amado desde que era una niña y solo ahora que el tiempo había diluido la diferencia de edad pudiera por fin estrecharla entre mis brazos. No, no recuerdo nada de lo que dijimos, pero en el fondo daba igual lo que dijésemos. Decir cualquier cosa era decir todo aquello pero de otra manera.

Unas horas más tarde, cuando la muchedumbre empezó a desertar del salón y las luces que habían permanecido apagadas empezaban a hacer mella en los rostros de los más borrachos, Swanee y yo subimos a la habitación que ella ocupaba y, sin mediar otro gesto que el de quitarnos la ropa, nos tendimos sobre la cama con la complicidad de dos amantes que llevan toda una vida compartiendo sus cuerpos. Y una vez que Swanee me abrazó con sus piernas y entrelazó mis dedos a los suyos, sentí que recalaba en un refugio natural, el lugar que había estado buscando toda la vida sin saberlo. Veía el rostro de Swanee sobre el mío, confundido por las sombras de la habitación, observándome en silencio desde aquellos enormes ojos verdes donde ardían las luces mortecinas del jardín, mientras las nubes se cernían sobre la casa y escanciaban una lluvia intensa que rompía abruptamente contra los vidrios de las ventanas y las hojas dormidas de los árboles. Todavía no hicimos el amor, por extraño que parezca, por ávido que fuera nuestro deseo. Hablamos durante horas, hasta que el cielo empezó a desperezar los pétalos del alba, entre los que algún rayo de sol penetraba con perezosa languidez, y nos buscamos los labios entre las sombras, a veces suavemente, a veces con voracidad, impulsados por un deseo que de pronto parecía intimidado por su propia vehemencia. Fue Swanee quien primero dijo: «Te quiero». Si lo pienso ahora, supongo que debía haberme extrañado, pero me gustó escucharlo. Luego lo volvió a decir: te quiero, te quiero, te quiero. Podía haberle respondido que no me conocía de nada, que no se dejase engañar por lo que no era más que deseo, que sin duda se equivocaba. Pero no dije nada. Hay ocasiones en que escuchamos esas mismas palabras pronunciadas por unos labios que hemos besado tantas veces como para creer que su amor es ya un tesoro ganado, pero cuando miramos la expresión de quien las pronuncia comprendemos que están protegidas por interrogantes, que no se trata de una realidad que anunciar sino de una cuestión que resolver, algo que solo se puede expresar en voz alta, como una especie de hechizo, para saber si funciona. Algo que tiene que provocar un efecto incuestionable e incluso cambiarnos la vida, algo que solo llegaremos a aceptar si lo definimos bajo la explicación de: «Es magia». Pero en ese momento estaba seguro de que Swanee no decía aquello para convencerse de la realidad de sus sentimientos, sino perpleja de que pudiera sentir algo así con la misma rapidez con la que había decidido acostarse junto a un hombre que, al fin y al cabo, solo la fe en lo que comenzaba a estremecerla por dentro privaba de ver como un desconocido.

Justo cuando creí que Swanee se había quedado dormida sentí su pestañeo contra mi pecho, y tras emitir esa risa suya que parecía hecha de cristales, dijo:

—Es curioso. Desde que te vi tengo la sensación de que te conozco de toda la vida, y lo cierto es que no sé nada de ti. Nada en absoluto. No sé de dónde vienes, ni qué ha sido de ti hasta ahora —se incorporó sobre un codo, y apuñalándome con la mirada de sus ojos verdes, me preguntó—: ¿quién eres?

Me demoré en encender un cigarrillo antes de responder:

—Me llamo Roger Carvan, no sé de dónde vengo ni a qué me dedico porque sufro una amnesia que me hace dejar mis posesiones en los hoteles que visito y, cuando me aburro, me convierto en el hombre invisible.

Swanee me pasó una mano por el pelo y sonrió:

—Sé que no te llamas Roger Carvan. Pero me gustaría pensar que hasta que me has conocido, fuiste invisible para el resto.

Encendí otro cigarrillo para ella y le respondí que en cierto modo así había sido.

—Un hombre invisible no deja huellas —respondí—, pasa de un sitio a otro sin recalar en ningún lugar que pueda apropiarse de él, no se detiene ante nada ni se prolonga en nadie. Siempre debe estar dispuesto a disolverse en el aire. Si alguna vez cometiera el error de retenerse en algún lugar, las cosas empezarían a sentir su presencia, y dejaría de ser invisible.

—¿Y qué pasaría entonces? —preguntó Swanee. Habló con una voz intimidada con la que igual podía haberme dicho: «No quiero saberlo». Me resultó conmovedor que se hubiese tomado en serio aquellas palabras, y, por seguir con el juego, respondí lo primero que se me pasó por la cabeza:

—Desaparecería —dije—. Se borraría del mundo, como si nunca hubiera estado en él.

—No me gusta eso —se lamentó Swanee—. Me gustan las cosas que se pueden tocar, besar, acariciar, sentir. Me gusta creer que todo aquello que desaparece cuando cierro los ojos cada noche seguirá estando ahí cuando me despierte. Quiero creer que todas las cosas permanecen, pero no solo las hermosas, también las horribles, las que te hacen daño. Amo la música por la misma razón. No puedes verla, pero si te esfuerzas, puedes llegar a atraparla. Lo demás es silencio, y el silencio me aterra. El silencio es lo que ocurre cuando rezas a Dios, lo que ocurre en el interior de la tierra, donde duermen tus padres —alargó un brazo para arrojar la ceniza en un platillo que había sobre la mesa y, sin querer, me rozó los labios con la punta de los pechos. Sin poder evitarlo, abrí los labios y posé una mano en su cadera—. No —sonrió Swanee—. Tú no eres un hombre invisible. Puede que nadie te espere en ninguna parte, pero eso no significa que no busques tu casa.

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