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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 6

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Luego me besó en la boca, mezclando su lengua con la mía hasta casi tocar la garganta; deslizó entonces las sábanas a un lado de la cama y se subió a mi vientre. Quizá preferiría decir que hicimos el amor, que aquel fue un momento de éxtasis sublime, en el que dos cuerpos se reconocían sin violencia y se amaban con esa ternura de quienes necesitan creer que el sexo es un acto de entrega pura, donde el contacto de la carne nunca debe rebasar los límites de la caricia y cualquier fantasía debe ser abolida para no mancillar el inmaculado rostro del amor. Pero no fue así. Follamos casi con desesperación, como si la habitación estuviera cercada por la peste, como si nos esperaran al alba los fusileros de algún país al que la espía que me amó había traicionado, como si acabaran de darnos dos semanas de vida y no se nos ocurriese mejor cosa que fraguar un buen recuerdo que llevarnos al otro mundo para no considerar que la existencia había sido injusta con nosotros. Swanee se volcó sobre mí, probando mi resistencia al dolor con un mordisco en el labio, arqueó después la espalda y se aferró a mis tobillos, liberando su cabellera de rizos rubios mientras izaba el rostro hacia lo alto, frotando su pubis contra el mío y gimiendo entrecortadamente, como si de un momento a otro fuera a entonar una oración a alguna divinidad cuya única prenda para responder a las peticiones de sus creyentes consistiera en agasajarla con una coyunda circense. Me contuve tanto como pude, a pesar de que su vientre me embadurnaba con un calor viscoso en el que hubiera sido muy fácil dejarse llevar, y solo cuando oí que Swanee liberaba su garganta en un grito animal y el cuerpo se le estremecía en un prolongado orgasmo, decidí abandonarme por completo y me corrí violentamente, con los dedos clavados en sus muslos, pugnando por no perder la consciencia. No he olvidado su rostro en el momento del orgasmo, su transfiguración casi en otro rostro que parecía esculpido, majestuoso como el de una pantera, a pesar de que a veces he llegado a creer que me desvanecí durante unos segundos, pues solo recuerdo instantáneas fugaces de aquel momento: el aliento de Swanee escanciándose en mi boca como si buscase mi resurrección, mis manos subidas a sus pechos, algunas gotas de sudor corriendo por su abdomen liso hasta aquel pubis que casi parecía de niña. Cuando todo terminó, Swanee todavía permaneció un buen rato sobre mis caderas, temblando suavemente hasta que mi cuerpo perdió toda rigidez, y luego se dejó caer a mi lado. Una vez recuperó el resuello, volvió su rostro hacia mí:

—Quiero que me prometas una cosa —dijo—. Puede que pensemos que nos conocemos desde antes de habernos visto aquí, puede que sea verdad que estamos hechos el uno para el otro, pero en realidad yo no te conozco y tú tampoco me conoces a mí. Sé que te quiero, me resulta desconcertante aceptarlo, pero no necesito mucho más para saber que nada me haría tan feliz como pasar el resto de mi vida contigo. Pero debes prometerme algo: prométeme que confiarás en mí, que siempre estarás a mi lado. Creo que eres la única persona que he conocido capaz de hacerlo —me asió por la muñeca y puso mi mano sobre su pecho—: ¿me lo prometes?

Yo asentí y respondí que sí, y lo cierto es que no mentía, que le hubiera prometido cualquier cosa. Matar al Papa, predicar desnudo el Evangelio por las calles de Nueva York, descargar un rifle contra el presidente de los Estados Unidos, o, ya puestos, llevar hasta el final el compromiso que el día anterior había firmado con Rilke. Cualquier cosa con tal de pasar el resto de mi vida con ella. Dije otra vez «sí», y Swanee elaboró una sonrisa triste antes de responder:

—Entonces debo contarte algo. Si entiendes eso y lo aceptas, estoy segura de que nada podrá separarnos.

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