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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 10

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La galería de tiro desembocó en lo que, pese a la bruma que lo cubría, se me antojó un enorme paisaje nevado, hasta que reparé en que aquella superficie irreprochablemente blanca era en realidad una cama de dimensiones colosales, como lo demostraban no solo sus abruptos pliegues, sino también las dos columnas doradas, unidas por un largo travesaño, que allá al fondo se erguían en los extremos del acceso a otra gruta, coronadas por sendas antorchas que remataban su apariencia de cabecero barroco, al tiempo que servían de faro a nuestro tortuoso avance. Aquel, explicó Rilke, era el tálamo, una región del cerebro relacionada con el control de las emociones que en el suyo, me animó a observar, estaba totalmente en blanco. Sus dos orillas se abrían a un tenebroso desfiladero que parecía no culminar en ninguna parte, una metáfora excesivamente sutil de que para Rilke el mundo era un lugar terriblemente oscuro de cuyos horrores solo podían librarnos nuestros sueños. Una vez superada una gruta que recibía el nombre de Surco de Monroe, y antes de adentrarnos en la sala que se abría ante nosotros, Rilke me advirtió de que nos aventurábamos en los centros del lenguaje a través del Giro de Heschl. Me invitó a colocarme los cascos que acababan de surgir de una pequeña guantera. Pero incluso con ellos puestos, el ruido ensordecedor que siguió a su aviso atronó en mis oídos, produciéndome un involuntario castañetear de dientes.

—Nos encontramos en la zona residual del área de Wernicke —gritó Rilke—. No se preocupe, enseguida la cruzaremos. Se trata del lugar donde quedan recogidos los fonemas que debe interpretar el córtex prefrontal y verificar el lóbulo temporal. Lo que está oyendo es la basura acústica del ser humano, el resultado de los millones de palabras que he tenido que soportar desde mi infancia y no me he molestado nunca en procesar. Es como una enorme psicofonía, ¿no le parece? Como si los hombres y mujeres que las pronunciaron no fueran más que fantasmas.

A Rilke no parecía incomodarle el estridente murmullo que reverberaba en aquella estribación de la caverna, pero yo solo pude agradecer que, tras un par de laboriosas piruetas, lo dejásemos atrás. Acunados otra vez por la melodía irritante del carrusel, Rilke siguió iniciándome en el significado de las imágenes que iban surgiendo a nuestro alrededor, donde se cifraban todos esos paralelismos que, por lo visto, hacían de su vida un espejo casi perfecto de la formación de América. Con aquel tonillo suyo entre ilustrativo y desenfadado, Rilke me contó que mientras el resto del mundo seguía floreciendo, o destruyéndose poco a poco, América vivía al otro lado de las candilejas, luchando por su propia prosperidad, despreciada por una Europa que solo se acordaba de ella para enviarle su cargamento de marginados o saquearle su riqueza. Así, también Rilke luchó por sus propios sueños, que podían haberse hundido para siempre con el barco en que murieron sus padres, un pavoroso naufragio que diseccionó fríamente el holograma que surgió en una galería acuática. Al igual que América, Rilke fue un huérfano al que la existencia daba la espalda, del todo ajena a que en el secreto de los bastidores aquel muchacho espigado y esquivo iba forjando lentamente sus armas. Los pormenores de su vida, o el tallado de sus armas, se hallaban descritos en una nueva catarata de imágenes que nos envolvió morosamente, pese a lo truculento de muchas de las escenas que mostraban. Rilke robando en las calles, Rilke ingresando por primera vez en la cárcel, Rilke como heredero de una viuda caprichosa que sin saberlo abrió para él la espita de la venganza, al convertirlo en único dueño de un patrimonio que, unido a su fuerza de voluntad, serviría para doblegar las rodillas del mundo. Fue entonces cuando llevó a cabo su primer sabotaje de la realidad, al distribuir por varias sucursales de Ikea unas cajas con piezas e instrucciones para montar en tu propio salón la familia perfecta. No pude evitar una sonrisa al desembocar en la galería que, en el mismo rotundo blanco y negro de las restantes imágenes, reproducía la estupefacción de los gerifaltes de Ikea al desembalar aquellas cajas y encontrarse con unos primitivos androides de madera entre el papel burbuja, acicalados y sonrientes, aguardando su ensamblaje. Mucho más inquietante, sin embargo, resultó su segundo golpe a la aparente cordura del mundo, consistente en inyectar un potente alucinógeno en «la marca de zumos preferida por las mejores familias americanas», un eslogan que puso de manifiesto la ambigüedad de los superlativos cuando la mejores familias americanas iniciaron una espiral de atracos a mano armada en decenas de sucursales bancarias, ataviadas con el histriónico disfraz de Ronald McDonald; aquel poder de persuasión inducido por las drogas también afectó a los perritos domésticos y las ancianas semiparalíticas, como puso de manifiesto la siguiente secuencia fotográfica, un intento de huida en la ciudad de Dallas de una pareja de abuelas en silla de ruedas con un par de recortadas y dos caniches disfrazados de payasos en su regazo. Tan mareante sucesión de fotografías resultaba aún más confusa al reparar en el joven que las acaparaba casi todas, un hombre que perfectamente podía haber pasado por Rilke de no ser porque el Rilke que yo conocía y el que asomaba a aquellos retratos del pasado, sencillamente, no tenían el mismo rostro. Supuse entonces que el millonario habría utilizado una compañía de actores para encarnar tanto su papel como el de los personajes secundarios que hacían bulto en su biografía, pues de otro modo no cabía explicar la desprevenida naturalidad de algunas poses, o la improbable circunstancia de que siempre hubiera un fotógrafo a mano para inmortalizar un momento que, sin la constatación de que en el futuro significaría algo, apenas hubiese podido calificarse como trascendente.

Con el fin de confirmar mis sospechas, le pregunté a Rilke si aquellas fotografías habían sido tomadas en los mismos platós donde debía rodarse la película de Tourneur, tras acondicionarlos con los elementos ornamentales, incluidos los actores, que aparecían en ellas. Para mi sorpresa, Rilke reaccionó a mi pregunta con una sonora carcajada, que acrecentó su profundidad lúgubre al retumbar en las paredes de la caverna.

—¡Actores! —respondió, todavía entre sacudidas—. ¿Cree de veras que hubiera permitido que uno de esos vulgares testaferros se metiese en mi piel para representarme?

—Es más fácil creer eso que admitir que desde su infancia alguien le ha estado siguiendo los pasos con una camarita al hombro, para dispararla en el momento justo.

—¿Eso piensa? —espetó Rilke, con un evidente tono de desprecio en la voz—. Tenía la impresión de que a estas alturas me conocería lo suficiente como para entender que incluso algo así sería mucho más fácil de creer. No, mi querido amigo. Las fotografías han sido tomadas de la realidad, pero no de la manera que usted cree. ¿Ha oído hablar alguna vez del registro

akásico?

—Tanto como de las levitaciones o las posesiones demoníacas —dije—. No es algo que uno pueda tomarse muy en serio.

—Al contrario —protestó Rilke—, al contrario. Tal y como desvelaron los telescopios que poseo en la isla griega de Phaedra, el registro

akásico existe. Consiste en una vaporosa membrana que recubre el universo, como un envoltorio irrompible, o más bien como un papel secante que absorbe la imagen física de cada uno de nuestros actos, reteniéndolos con una fidelidad fotográfica. Allí quedan almacenados todos los instantes de la humanidad, desde los más elevados hasta los más insignificantes, en una grabación continuada cuya conveniente exploración podría permitirnos asistir a la crucifixión de Cristo, el paso del Mar Rojo, las conquistas de Alejandro o nuestro propio nacimiento. Nadie sabe si está ahí como una suerte de conciencia universal cuya utilidad el hombre solo conocerá tras su muerte, o para velar por que la hazaña de existir no caiga en el olvido cuando desaparezca el último hombre de la faz de la tierra. En una palabra, nadie sabe cuál es su finalidad, si es que la tiene. Yo decidí darle una.

En respuesta a una orden que Rilke introdujo a través de los pulsadores de la máquina, una pantallita verde, encapsulada en un marco de indiscutible factura victoriana que igual podía haber pertenecido al Nautilus, hizo aparecer el dibujo vectorial de una simple caja cuadrada, cuyo único ornamento era la esfera que horadaba una de sus caras. Sobre el fondo de líneas paralelas, como de radar submarino, en el que se acomodaba, la caja efectuó un giro completo sobre su eje, desencadenando a su alrededor la aparición de una mareante lista de números decimales.

—Yo lo llamo cronovisor —explicó Rilke, señalando la pantalla—. Lo diseñó un sacerdote italiano algo demente, pero solo yo conseguí hacer que funcionase. La misión del cronovisor consiste en absorber las ondas emitidas por el registro

akásico, desencriptar su contenido y traducirlo a las imágenes reales codificadas en él. Como le será fácil entender, mi propósito al crear esta máquina no es curiosear en la vida del antiguo Egipto o en los secretos del Imperio Romano, que me resultan tan poco interesantes como la vida social de las mariposas. Lo que pretendo es reconstruir, segundo a segundo, la película de mi vida. Por supuesto, la máquina es aún un prototipo, pues habrá observado que las proyecciones resultantes se encuentran sumidas en un aparatoso blanco y negro, pero no descarto logar capturarlas algún día en su color original, si es que mi existencia, salvo por un par de momentos de pura dicha, ha estado alguna vez dominada por el color. No obstante, sí que he conseguido reconstruir con todo su misterioso movimiento un pasaje completo. No dura más allá de seis segundos, pero ha merecido cada centavo que he gastado en recuperarlo de las entrañas del registro

akásico. Observe.

La imagen que proyectaba la habitación en la que habíamos arribado parecía ser un parque o un jardín nevado, con una lejana arboleda que dentaba el cielo hasta más allá del horizonte: allí, bajo lo que parecía el alero de una casa, un niño enterraba algo al pie de un árbol esquelético en el que ondeaba una bufanda, como un ahorcado anoréxico, mientras era observado atentamente por una mujer vestida de negro. El niño, naturalmente, no podía ser otro que Rilke, pese a la disparidad de facciones entre uno y otro que dejaban ver los primeros planos. Pero quien despertó mi sorpresa fue la mujer que se erguía silenciosamente a su lado. Sus rasgos, aunque mucho más jóvenes, enseguida me hicieron pensar en la criada que guardaba la casa, pues la semejanza resultaba demasiado evidente como para pasarla por alto. Indiferente a mi asombro, Rilke habló sin parar de aquel niño y de los juguetes que había heredado de su padre, repentinamente reconvertido para la ocasión en un viejo operador de efectos especiales nacido en Virginia que dejaba lo mejor de su talento solo para él.

—Es curioso —comenté, incapaz de mostrar a estas alturas el menor desconcierto—. Hace un momento, su padre era un poeta alemán.

—Y un gran poeta —repuso Rilke—. Todavía hoy recuerdo muchos de sus poemas. Le recitaría uno, pero me temo que solo conseguiría evocar un pálido remedo de su genio.

—¿Y también era un operador de efectos especiales de Virginia? Señor Rilke, ¿a quién pretende engañar?

—¿A qué se refiere?

—Lo que me está contando es un montón de mentiras. Joder, ni siquiera se molesta un poco en disimular. El parto en el escenario, el cronovisor, el registro

akásico. ¿Y ahora qué? ¿Va a decirme que su padre vivía dos vidas al mismo tiempo?

Entre bufidos, la máquina se abrió paso en un desfiladero por el que planeaban algunas brujas a lomos de sus escobas, entreveradas a un ejército de platillos volantes festoneados con unas ventanitas de colores por las que asomaban sus ocupantes, todos ellos de color verde y con unos trompetines en lugar de orejas. Por unos segundos, las brujas y los marcianos suspendieron sus devaneos con la gravedad para observar boquiabiertos la escena que se desarrollaba a sus pies.

—Las cosas se pueden contar de muchas maneras —respondió Rilke con un tono inesperadamente contrito, casi infantil, como si no hubiera esperado verse sorprendido en aquel embuste tan burdo—, y no por ello son necesariamente mentira.

—Una historia solo se puede contar de una forma —contraataqué—. Sobre todo si es verdad.

—Mi querido amigo, usted es escritor. Debería saber que todas las historias se pueden contar de mil formas diferentes, y más aún las que son verdad. Se preocupa demasiado por los detalles, y no repara en el dibujo que estos van tejiendo bajo la superficie. La verdad es solo una manera de contar las cosas, quizá la más directa, pero no necesariamente la más auténtica, por paradójico que pueda parecer. La fantasía de un hombre es más reveladora de su verdadera naturaleza que el casual concurso de la realidad en el entramado de sus actos, más aún que la honestidad que despliegue a la hora de valorarlos y explicarlos. Lo que el animal humano califica de verdad es una interpretación resignada y cobarde, y por lo general carente de inteligencia, de sus relaciones con el mundo. Al blandirla como esa arma irreprochable y justa en que la ha convertido, se olvida de algo que lo diferencia del resto de las bestias que pueblan la Creación: su capacidad para la ensoñación. El universo interior del hombre es mucho más rico que ese angosto mundo al que le condena a vivir su conmovedora pero inútil búsqueda de la verdad. No lo dude, los límites en los que habita se ensancharían de creer ciegamente que la fuerza de su imaginación puede cambiar la trama visible de la realidad, moldearla a su antojo, haciendo de ella un lugar mucho más habitable de lo que es.

—Se olvida de otra cosa que también nos diferencia de las bestias, señor Rilke —repliqué—. Al margen de las pequeñas verdades subjetivas, existen verdades absolutas que nadie salvo un demente se atrevería a impugnar o rechazar. Sin ellas, ¿dónde quedaría trazada la distancia entre el bien y el mal? Creo que la realidad que usted defiende se parece mucho a la que trataron de imponer en el mundo esos monstruos que han marcado el siglo con sus locuras.

—La comparación es ociosa —repuso Rilke—. Tal vez esos pobres brutos tenían buenas ideas, pero las emplearon equivocadamente o se quedaron a mitad de camino. Mi finalidad es otra muy distinta. Al contrario que ellos, yo no busco una gran verdad en la que redimirme. Pertenezco a un universo cóncavo, ellos a un universo convexo. Eso bastará para que empiece a comprender las diferencias que existen entre ellos y yo. El bien y el mal, como usted lo ve, no son preocupaciones morales en el mundo en que vivo. En realidad, confundir la verdad con la moral es una de esas falacias de nuestro tiempo que ha logrado imponerse como otra más de esas verdades absolutas de las que usted se jacta. Pero en mi mundo la luz y las tinieblas están regidas por unas reglas físicas diferentes, que usted está muy lejos de comprender. Vive todavía en un universo cóncavo, mi querido amigo. Pero no se preocupe, yo lo haré cambiar. Aún estamos a tiempo de poder salvarle.

Mientras Rilke soltaba su discurso, la máquina había elaborado un trabajoso ascenso por las vías que concluyó en un breve repecho, más allá del cual las traviesas se precipitaban hacia una nada cuyo final, si lo había, desde aquella siniestra altura era incapaz de divisar. Allá en lo alto soplaba una brisa terca y ululante, que hacía palpitar las alas de un hada errante y las de un diablillo risueño que la perseguía entre las estalactitas, tridente en mano. Rilke me miró, comprensivo, pero yo solo pude formular por toda respuesta una expresión interrogante. ¿Se suponía que ese era el momento de revelar el mejor modo de redimirme de la estúpida concavidad de mi universo? Por lo visto, sí, pero no de la manera en que yo lo hubiera esperado. Rilke soltó el freno de mano, y la máquina avanzó unos centímetros, hasta posarse durante unos segundos en el borde de la cuesta abajo. Solo entonces se lanzó en picado, con un rugido que me proyectó contra el asiento, obligándome a aferrar la barra de protección con ambas manos. La máquina fue ganando velocidad mientras descendía ruidosamente sobre las traviesas, vibrando y alzándose en pequeños saltitos con un chirrido estremecedor que me arrancó un grito aterrado, aunque a Rilke aquello solo le producía una carcajada de infantil entusiasmo, a la que se entregaba extendiendo los brazos hacia el gélido vendaval que nos precipitaba contra el cabecero de los asientos. En aquel alocado descenso, que la máquina recorrió desgarrando las nubecillas que nos salían al paso, pude ver esa sucesión de imágenes que, según dicen, acompañan a los moribundos en su viaje al otro mundo. Sin embargo, aquellas imágenes no pertenecían a mi propia vida, sino a la de Rilke: atravesamos los fantasmas de sus progenitores, el barco que los hundió en el abismo, las bailarinas que presidieron su alumbramiento, la mujer que lo convirtió en heredero de sus millones, todos ellos convenientemente holografiados en aquel aterrador vacío, arrancados de las fotografías que poblaban las galerías de su circo encantado. Solo cuando pasamos a través de la espectral réplica del monte Rushmore pude ver el lugar al que nos dirigíamos: una pared de piedra cuyo aspecto, para mi espanto, carecía de la cualidad transparente de aquellas apariciones que habían acompañado nuestro descenso. Me aferré con todas mis fuerzas a la barra de protección, como si eso pudiera servir para algo, y, en un último esfuerzo que a Rilke debió de parecerle ridículo, a juzgar por cómo recrudeció sus carcajadas, alargué un brazo hacia el freno. Tiré con todas mis fuerzas, pero la palanca parecía haberse encajado en sus goznes.

—¡Pare esto! —grité—. ¡Pare la puta máquina de una vez, loco de los cojones!

Rilke me miró, lagrimeando entre risotadas y aún con los brazos extendidos hacia el vacío:

—Me parece que ya es un poco tarde, ¿no le parece? —aulló, señalando con la barbilla la palanca, que tras el último tirón se me había quedado en la mano—. Acaba de cargarse el freno.

Un segundo después, la máquina se estrellaba violentamente contra las rocas del fondo, haciendo proferir al vientre de la tierra un dramático lamento a maderas quebradas y hierros retorcidos que sin embargo, al igual que aquel olor a goma quemada que abrasó mis sentidos, debía de haber sido conjurado por otra de las maquinitas de efectos especiales de Rilke, pues la pared contra la que nos habíamos estrellado era en realidad un decorado de cartón piedra. Durante unos segundos la vagoneta voló por los aires, lejos de la sujeción de las vías, que no se prolongaban más allá del borde del precipicio. A una distancia más que considerable, la lona de un enorme globo aerostático frenó en seco el avance de nuestro vehículo, envolviéndonos en un abrazo de medusa antes de posarnos delicadamente en el suelo. Tuve tiempo de oír sobre nuestras cabezas un zumbido metálico, que apenas era capaz de sofocar los latidos que redoblaban en mi pecho.

—El salón del trono —jadeó Rilke, esforzándose en recobrar el aliento—. O la tumba del Príncipe Encantado, según se mire.

Aparté los brazos de mi rostro, con los que inconscientemente me lo había cubierto en el momento del choque. La habitación en la que habíamos aterrizado, tal y como pude observar cuando me decidí a abrir los ojos, reproducía con siniestra fidelidad lo que hubiera sido el laboratorio de los sueños del doctor Frankenstein, Moreau o cualquiera de esos genios perversos que disfrutan en jugar con las recónditas posibilidades del cuerpo humano. Había mesas de operaciones e instrumentos quirúrgicos desparramados de una pared a otra, además de otros caprichos escénicos que probablemente solo tenían una función decorativa. La única diferencia con el quirófano que uno podría encontrar en el mundo real se encontraba en el sarcófago transparente que se incrustaba en una pared lateral, a varios metros por encima del suelo, comunicado por una maraña de tubos metálicos a una red de bombonas jadeantes con aspecto de sondas de inmersión. En el interior del sarcófago, flotando en un líquido ambarino, se encontraba el Príncipe Encantado. Pese al respirador que tenía conectado a la cara, semejante a las mascarillas de oxígeno utilizadas por los pilotos de los cazas, comprobé con estupefacción que aquella figura solitaria e inerme, completamente desnuda, era un remedo perfecto de Leonardo Rilke: al menos, el Rilke que no habitaba los mundos en blanco y negro del registro

akásico.

—Contémplelo —dijo Rilke, que ya había recuperado el aliento—. ¿Qué sueños poblarán su letargo? Quizá usted mismo forme parte de ellos. Cabalgando con su yelmo y su armadura por la ciudad de Nueva York, arrasando los palacios que hacen despuntar sus almenas allá en la diabólica realidad para rescatar a su princesa, la única que podrá despertar al desdichado Príncipe con su beso imposible.

—¿Qué demonios es todo esto? —pregunté, aun a sabiendas de que ninguna respuesta serviría de explicación para aquello.

Rilke me miró con una mueca de dolor dibujada en sus rasgos, y vi que algunas lágrimas habían escapado de sus ojos:

—El laboratorio secreto del Príncipe Encantado —replicó—. El único lugar donde la mujer de sus sueños podrá convertirse en princesa.

El zumbido se hizo entonces más intenso, y levanté la vista. Sobre nosotros penduleaba una especie de garra metálica, idéntica a la de esas máquinas en las que vegetan ositos de peluche y demás mascotas imposibles a la espera de su rescate, que era descendida lentamente por el esfuerzo de quienes no podían ser sino los obreros de Rilke. Entonando sus siniestros canturreos, se debatían con todas sus fuerzas en hacer girar una inmensa rueda, conectada a la cadena que iba haciendo bajar centímetro a centímetro aquella descomunal garra. Su visión me sobrecogió. Tenían el aspecto de niños monstruosos, un cruce antinatura de Oompa Loompas y Teletubbies que nada parecían saber del universo que había al otro lado de su encierro, donde seres como ellos jamás hubieran tenido cabida. Reparé entonces en la melodía que modulaban: era una desagradable versión de

It’s a small world, tan distorsionada y retorcida como si hubiera sufrido una tortura en el potro.

—¿Quién soy? —oí musitar a Rilke con un hilo de voz, cuando la zarpa atenazó con sus mandíbulas dentadas el techo de la máquina—. ¿El hombre que sueña, o el que sueña al hombre que sueña?

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