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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 11

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¿E

ra posible seguir adelante después de aquello, como si nada hubiera ocurrido? Las dos semanas que pasé en el estudio de

Amerika tras mi descenso a los infiernos privados de Rilke, por lo visto, así lo decían. Durante ese tiempo apenas dediqué un segundo a pensar en el retorcido mundo que Rilke había conjurado en el subsuelo de Long Island. En realidad, vivía en otra parte. Acompañé a June Caprice desde sus años de pobreza en Nueva York hasta su estrellato en Hollywood, me sumergí con ella en el mundo de John Dowe y sus misteriosas cartas escritas con lápices de colores desde una punta a la otra de América, descubrí la cara oculta del monumento de Rushmore, presencié aterrado la muerte de June y su improbable resurrección en algún pueblecito alemán —si las cuatro páginas que leí de un artículo incompleto sobre ella, ociosamente titulado

¿Qué fue de Baby June? decían la verdad—, y cuando puse punto final a la historia tuve la sensación de que cerraba la puerta de una habitación de la que ya no encontraría la llave que la abría. Y en cierto modo, así era. Con la historia de June definitivamente alojada en mis cuadernos, como esos retazos de la prehistoria que dormitan en una gota de ámbar, pensé que ya nada me obligaba a permanecer en aquel estudio en el que había pasado los últimos días (doce, trece según mis cálculos: diecisiete según pude constatar después), así que esa misma tarde decidí recoger mis cosas y regresar a las habitaciones del ala este. Fue una decisión repentina, algo en lo que ni siquiera era necesario pararse a pensar: irme de allí con la misma presteza con la que había resuelto encerrarme.

Mientras regresaba a mi habitación, me sorprendí preguntándome cuánto habrían cambiado las cosas a lo largo de aquellas dos semanas. Durante el tiempo que había pasado escribiendo su historia, June era lo único que había ocupado mis pensamientos. Día tras día, había acabado viéndola como alguien a quien podía haber conocido, había acatado sus temores y sus problemas como si fueran los míos, y al final incluso su tragedia me afectó de un modo personal, igual que si se tratase de mi propia hermana o la mujer de mi vida, alguien a quien no podía olvidar ni dejar en la estacada. Embrujado por su belleza intemporal, de niña que nunca quiso dejar atrás su infancia, había contemplado una vez y otra decenas de fotografías suyas, las imágenes promocionales de

El hombre de tu vida en las que vestía un disfraz de pordiosera valorado en trescientos dólares, el excitante desnudo que ofrecía sobre la arena en la playa de

La ingenua libertina, donde la espuma del mar cincelaba sus pechos y culebreaba hasta su vientre, imitando a las claras una eyaculación en la que June parecía abstraerse con cierta expresión hechizada, mojando lánguidamente la punta de los dedos. Había memorizado el acabado tártaro de sus mejillas, su nariz recta y puntiaguda, los labios fruncidos a los que ningún beso había logrado destruir su aniñada forma de fresa, daba igual la edad con que hubiese sido inmortalizada, diez años, quince, veinte, como si la infancia fuese un lugar al que cualquiera pudiera volver solo con silbar la canción que separa las aguas del tiempo. Por decirlo así, June había sido la única mujer a la que había prestado toda mi atención durante las semanas que permanecí encerrado en el estudio de

Amerika, y pese a que de alguna manera solo había vivido en mi imaginación, ni siquiera Swanee me hubiera resultado más real que ella.

Ahora, sin embargo, más que cualquier otra cosa deseaba reencontrarme con Swanee. Sin poder evitar sentirme culpable, empecé a considerar mi estancia en el estudio de

Amerika como una sabia decisión que habría permitido que nuestros sentimientos madurasen convenientemente, en una puesta a punto por separado que nos permitiría retomar las cosas sin la intromisión de la desconfianza o los recelos. ¿Sería posible que Swanee pensara lo mismo que yo, que hubiera estado aguardando pacientemente mi regreso, como una de esas doncellas que esperaban durante años la vuelta de sus caballeros en tiempos de guerra? Me dirigí al salón al escuchar las campanadas que avisaban de la hora de la cena, dispuesto a comprobarlo. No tardé en comprender que, pese a la imagen previa que me había formado del reencuentro, aquel momento no estaba hecho solamente para Swanee y para mí. Al llegar al salón, todas las miradas se volvieron para observarme: todas salvo la de Swanee, cuyo asiento, para mi sorpresa, se hallaba inexplicablemente vacío. ¿Acaso había decidido marcharse de la mansión? Tal vez el propio Rilke había dado por finalizada su estancia allí, presumiendo que su permanencia en la casa solo podría actuar en detrimento del trabajo que yo debía hacer. Aquella posibilidad me aterró. Me senté junto a Vesalius tratando de mostrar un aire de indiferencia, que terminó por traicionar el temblor que asomó a mi voz al musitar un rápido saludo, apenas devuelto entre el revuelo de murmullos que recibieron mi llegada. Por suerte, el indiscreto examen al que estaba siendo sometido se vio interrumpido por la oportuna bienvenida que Rilke dedicó al grupo desde los altavoces emplazados bajo la mesa. Insistiendo en su costumbre de sustituirse la voz, en esta ocasión con la del actor James Cagney, Rilke nos comunicó entre risotadas que le tendríamos que excusar durante la cena, pues estaba demasiado ocupado contándole a su mamá qué se sentía al hallarse en la cima del mundo. Comprobé que sus palabras fueron acogidas con un visible hartazgo. Contra mi voluntad, no pude por menos de sonreír para mis adentros: si a los miembros del grupo aquella ración de bromitas ingenuas les parecía pesada, podían agradecer que Rilke les hubiera eximido de visitar el circo instalado en el subsuelo, aquel paseo por la demencia de nuestro anfitrión que sin lugar a dudas habría terminado de indigestarles.

Antes de que la criada de Rilke emergiera de la cocina descubrí aliviado que Swanee no se había marchado de la casa. Aún se demoró unos minutos en unirse al grupo, pero apareció, y lo hizo envuelta en ese halo majestuoso que solo parece investir a las apariciones sobrenaturales y las princesas de cuna. Nada más verla sentí los latidos agolparse en mi pecho, aunque me bastó trenzar una mirada a la suya para darme cuenta de que la emoción que me embargaba no era correspondida. Aquel cruce de miradas, más afín al mundo de los duelos a pistola que al de los enamorados, solo sirvió para que Swanee compusiera un gesto de sorpresa, que desvaneció con la misma rapidez con la que desvió la mirada a otra parte. Ocupó su asiento mientras mascullaba una disculpa por el retraso, lo que provocó que las miradas que habían estado observando mi reacción a su llegada se emplearan en ella. Swanee actuó con la elegancia de los hipócritas: las ignoró, pero con la naturalidad de quien está acostumbrado a concitar atenciones a las que nunca se muestra obligado a contestar. Se sentó como se hubiera sentado ante el piano, con la misma envarada serenidad que en el fondo presagiaba un enfrentamiento directo con sus miedos, y enseguida se enredó en una conversación intrascendente con Anton Vesalius, el único entre los reunidos en la mesa al que nuestros problemas parecían importarle tres carajos.

No hablé en toda la noche, limitándome a desordenar distraídamente con el tenedor los platos que la anciana ponía ante mí. Sin mirarme una sola vez, Swanee se preocupaba únicamente de escuchar conversaciones con los ojos bajos o presentar su sonrisa a quienes se dirigían a ella, sin mostrar el menor interés cuando oía su nombre o el mío mezclados en algún chisme, y la curiosidad general por saber qué había ocurrido entre nosotros parecía haberse visto saciada con aquella exhibición de gelidez. Al término de la cena, Swanee desapareció del mismo modo repentino con que apareció en el salón. Inquieto por aquella reacción, tardé muy poco en subir también yo a mi cuarto. Pensé en llamar a su puerta, pero me lo pensé mejor y enfilé mi habitación para poner orden en mi cabeza. Encendí un cigarrillo y me tendí en la cama, resuelto a aguardar pacientemente a que un rapto de inspiración me dijese lo que debía hacer, o a que la propia Swanee considerase que había llegado el momento de hablar. Estaba cansado, pero en aquel estado de nervios en el que me encontraba sabía que era inútil intentar entretenerme en algo, y aún menos en atraer el sueño. Cogí uno de los cuadernos que había llenado en el estudio y lo hojeé. Revisé algunos párrafos y anoté algunas correcciones en los márgenes. Las taché, apagué el cigarrillo y al cabo de diez segundos encendí otro. Luego, más calmado, volví a tomar el cuaderno. Por fin había logrado dominar los nervios y concentrarme en lo que estaba leyendo cuando sonaron unos golpes tímidos en la puerta. Me precipité hacia ella con la esperanza de que fuese Swanee, pero nada más abrir mi entusiasmo se vino abajo al ver que se trataba de Axel Elander.

—¿Molesto? —preguntó, ladeando la sonrisa lo justo para demostrar que sabía de sobras su inoportunidad.

—En realidad, sí —respondí—. Pero imagino que no me vendría mal un poco de compañía.

Me sorprendió darme cuenta de que no mentía. Swanee, por lo visto, no iba a venir esa noche y probablemente no lo haría ninguna otra. Ya habían pasado esos minutos de cortesía en los que cifraba el derretimiento de su orgullo, o el de su enfado, lo que por otro lado había tenido dos semanas para ocurrir, y comprendí que su ausencia me condenaba a una larga noche encadenando preguntas sin respuesta, a menos que algo me obligase a distraerme de unos pensamientos que presentía angustiosos. Así las cosas, la visita de Axel Elander no podía sino calificarse de bienvenida.

—A decir verdad, a mí también —contestó, adentrándose en la habitación mientras yo cerraba la puerta a su espalda—. Hubiera sido todo un detalle por parte del señor Rilke incluir un minibar en las habitaciones, ¿no cree?

Me encogí de hombros, aunque también yo hubiera agradecido la compañía de una botella para ayudarme a vadear lo que quedaba de noche. Sin embargo, por el tono de voz que Axel había empleado presumí que su interés por el alcohol consistía en tener un lubricante con el que estimular la conversación que se disponía a entablar.

—¿Puedo preguntarle dónde ha estado estos últimos días? —dijo, mientras tomaba asiento en la única silla que había frente a la mesa. Yo hice lo propio en un vértice de la cama, y a falta de botellas encendí un cigarrillo. Le ofrecí uno a Axel, que aceptó de buen grado.

—He estado trabajando en el guión de la película —respondí—. Hay una biblioteca en el plató del sótano, que el señor Rilke organizó para documentar mi labor. Me resultaba más sencillo trabajar allí que acarrear todos esos libros hasta mi habitación.

Axel asintió distraído, aunque esbozando una media sonrisa que daba a entender que aquello, por verdad que fuese, no era sino una media verdad.

—El niño perdido y hallado en el templo —replicó—. Eso es lo que el señor Rilke dijo por toda respuesta cuando le preguntamos por usted. Otra referencia más a su condición de mesías, como si ese doble suyo que hay en el pesebre del jardín no hubiera sido suficiente.

—No tan perdido —contesté, molesto por la insistencia del millonario en hacerme ver a los ojos de los demás casi como su testaferro—. Dudo que Rilke se preocupara por mi ausencia, porque en realidad nunca había dejado de saber dónde estaba.

—Desde luego —dijo Axel, antes de dar una calada al cigarrillo. Aquel banal intercambio debió de parecerle preámbulo suficiente para contarme lo que le había traído a mi habitación, a juzgar por la manera en que se remejió en la silla, pero se recreó en exhalar el humo antes de proseguir—. Por mi parte, no sabía muy bien cómo matar el tiempo, así que he estado haciendo algunas averiguaciones.

—¿Sobre qué?

—Sobre los motivos del señor Rilke para habernos reunido aquí, naturalmente —dijo—. Supongo que no soy el único al que todo esto le parece demasiado extraño.

—Lo único extraño es la personalidad de nuestro anfitrión —repliqué—, y probablemente la manera en que ha decidido vivir. Por lo demás, no veo nada de raro en la forma en que un millonario caprichoso haya resuelto dilapidar su fortuna.

—Quizá pensaría igual que usted —respondió Axel—, de no ser porque en ese caso no tendría motivos para habernos mentido.

Me limité a bajar la cabeza. ¿Qué podía decir? Al fin y al cabo, aquello era algo en lo que también yo había pensado. Rilke había creado un complejo mundo en el que todo ocupaba el lugar que le correspondía, pero, como él mismo me había dicho en nuestra inmersión en el subsuelo, sus implicaciones no solo afectaban a la superficie: por debajo de ella se iba conformando lentamente un mosaico cuyo significado, de momento, nadie más que él parecía posibilitado para desentrañar. Y si aquello no era estrictamente mentir, al menos sí era una manera de ocultar la verdad.

—¿Ha hablado alguna vez con Vesalius? —preguntó Axel.

—En una ocasión —dije—, pero creo que hubiera sido difícil sacar algo en claro de la conversación de un médico medio trastornado.

—Cirujano —precisó Axel—. Seguramente también es capaz de diagnosticar enfermedades o prescribir tratamientos, pero al menos hasta que empezó a recetarse alcohol para superar sus problemas, su labor como médico consistía en reconstruir rostros.

Fue mi turno de agitarme sobre mi asiento. Por un instante, desfilaron en mi cabeza las imágenes que había visto en el parque de atracciones de Rilke: un hombre llamado Rilke con otro rostro diferente al suyo, pese a que el propio Rilke había insistido en que se trataba de él. ¿Acaso había acudido a Vesalius para modificar sus facciones? Deseché la idea por demasiado descabellada.

—¿Eso cambia en algo las cosas? —pregunté.

—A decir verdad, no lo sé —respondió Axel—. Pero es el pasado de Vesalius lo que me importa, pues es lo que le hace realmente especial. Vesalius estudió en la universidad de Yale, y allí se afilió a una sociedad secreta llamada la Hermandad Americana, una asociación de estudiantes privilegiados y herederos de grandes fortunas que defendía los ideales del Ku Klux Klan, al tiempo que promovía un activismo político en favor de la reconstrucción de América basada en las propuestas de Jefferson Davis y otros impulsadores de los Estados Confederados de 1861. Es un revisionista, uno de esos tipos que consideran que no viven en el universo correcto. En el suyo, los Confederados deberían haber ganado la guerra de Secesión, y América tendría que vivir actualmente bajo el ideario del Sur, donde el petróleo y el cultivo de algodón serían la fuente de riqueza principal del país y los negros no tendrían otra posición en la sociedad que la de limpiabotas o recolectores. Según Vesalius, Rilke comparte esos ideales con él. O al menos unos ideales parecidos, donde América se convertiría en una América muy distinta, el único lugar del mundo que él podría habitar. Incluso lo persuadió de que la película que pretendía rodar tendría los mismos efectos que

El nacimiento de una nación, aquel manifiesto cinematográfico de Griffith que motivó el resurgimiento de un nuevo Ku Klux Klan en la América de 1915. Vesalius estaba demasiado borracho cuando me contó todo esto, pero se guardó de revelar mucho más cuando comprendió que ya había dicho demasiado. Aun así, no me fue difícil entender que para Vesalius lo que Rilke planea es sacar de las sombras una tercera encarnación del Ku Klux Klan, formada por toda clase de descontentos de la realidad llamémosla «oficial»: líderes políticos, intelectuales, propietarios de grandes fortunas... En una palabra, individuos que, al igual que él, también creen ocupar el universo que no les corresponde. El propósito de ese nuevo Ku Klux Klan sería llevar a América a una nueva guerra civil e imponer el ideario de los Estados Confederados en todo el país. Si eso fuera cierto, y créame que sé lo desquiciado que suena todo esto, se entendería a qué se refiere Rilke cuando habla de culminar su venganza. En realidad, estaría vengando a los hombres que habían intentado hacer de América un lugar mejor, entendiendo por mejor, naturalmente, las doctrinas esclavistas del Sur.

—¿Y no cree que eso podría ser una mentira de Vesalius para darse importancia? —pregunté, un tanto desconcertado por aquella revelación.

—¿Por qué habría de hacer algo así?

—Sinceramente, no lo sé —dije—. Pero, si no recuerdo mal, la noche de mi llegada a la casa intentó decirme que los planes de Rilke consistían en crear al hombre perfecto, al que llamaría

Homo Amerikanis o algo igual de grotesco. Me temo que esas revelaciones tan dispares no hacen de él una fuente demasiado fiable.

—Nada de eso —replicó Axel—. La metáfora es bastante reveladora: un nuevo hombre para una nueva época. Tal y como yo lo veo, eso no contradice en absoluto lo que ya conozco de Vesalius.

Lancé un suspiro, incapaz de responder a aquello.

—De acuerdo —dije al fin—. No sé lo que Rilke habrá podido contarle a Vesalius, pero el encargado de escribir ese guión soy yo, y le aseguro que mi intención no es hacer de él un panfleto político, y menos aún una llamada al levantamiento civil. Por suerte, vivimos en una sociedad muy distinta a la que a Griffith le tocó vivir, y ni siquiera él consiguió llevar al país a una guerra, en el absurdo caso de que ese hubiera sido su plan al rodar su película.

—Pero Vesalius no tendría por qué saberlo —dijo Axel—. Y aun así, usted mismo acaba de decir que el propio Rilke ha creado una biblioteca para ayudarle a documentar su historia. Si eso es cierto, ¿quién le asegura que la película no será un mensaje en clave para la compresión de un grupo de iniciados en el secreto? Solo ellos conocerían el significado oculto en la historia, sin que usted tuviera por qué ser consciente de ello. Una escena, un paisaje, el nombre de un personaje, incluso el mismo título: cualquiera de esas cosas podría bastar para que quien tuviera oídos para oír supiera que todo estaba preparado, que el momento había llegado. Lo que quizá provocaría el desencadenamiento de una serie de actos en todas las capas de la sociedad cuyas reverberaciones acabarían por producir un efecto a mayor escala.

—Sinceramente, me parece una idea ridícula. Usted conoce a Rilke tan bien como yo. Si algo puede decirse de él es que lo que haya más allá de su hábitat, y con ello sus ideas políticas, le traen sin cuidado.

Dije aquello sin convicción, pues yo sabía algo que Axel no sabía: Rilke era América, aunque una América ciertamente peculiar, como lo probaba la réplica del monumento de Rushmore que había bajo la corteza de Long Island.

—Quizá —admitió Axel—. Pero quizá sea porque también él cree que vive en el universo equivocado. Cuando hablé con él, Vesalius dejó entrever los temores que Rilke sentía ante la posibilidad de que el mismísimo Diablo se presentase un día en su casa. Ya lo había visto una vez, le dijo, y la lucha que mantuvo con él casi acabó con su vida. Supongamos que para Rilke el universo en el que deberíamos vivir estuviera regido por un dios al que la victoria de la Unión condenó al exilio. Ese dios sería el verdadero Dios. Mientras que la derrota de los Confederados fue fruto de la victoria del Mal y, por tanto, el alzamiento del dios equivocado.

—El Diablo.

—El Diablo —concedió Axel—. Desde ese punto de vista, la historia que Rilke relató la noche en que usted llegó a la casa significaría una cosa muy distinta a lo que podría desprenderse de aquel cúmulo de insensateces: con esa manera suya de decir, o de no decir, las cosas, Rilke estaría hablándonos en realidad de su misión, que no sería otra que restituir al verdadero Dios y devolver a América al lugar que nunca debió perder. O a Amerika. ¿No resulta revelador el mensaje subversivo que hay en esa «k»? Amerika sería en realidad la América que conocemos pero vista desde el otro lado del espejo, el lugar en el que cuanto sucedió en el mundo real no tendría cabida, pues allí, en ese revés del espejo, todo estaría sucediendo a la inversa.

—Supongo que, en este caso, «a la inversa» significa «mejor» —comenté.

Elander asintió.

—Además —dijo—, algo así explicaría por qué Vesalius considera al resto de inquilinos de la casa una suerte de especie inferior. Si Rilke es el enviado de Dios en la tierra, Vesalius sería su lugarteniente. Y usted su mesías, recuérdelo —añadió, dejando que se le arrellanase en los labios una sonrisa misteriosa—. Quién sabe si no será usted el mismo «elegido» del que le habló Vesalius. Pero recuerde también la escena en el huerto de Getsemaní: ni siquiera Cristo sabía muy bien los planes de su Padre, y tampoco que esos planes acabarían con él en una cruz.

Medité durante unos instantes lo que Axel acababa de contarme, pero me sobraron segundos para reconocer que aquella historia rozaba lo grotesco:

—Entiendo por qué ha podido creer esta historia —reflexioné en voz alta, esbozando una sonrisa indulgente—. Todo suena tan fantástico que en otras circunstancias resultaría imposible de creer, pero el problema es que ambos sabemos que en todo cuanto concierne a Rilke uno debe creer lo increíble. Sin embargo, veámoslo desde este punto de vista: a lo mejor Vesalius dice la verdad, y Rilke le ha prometido que la película que se dispone a rodar es el primer eslabón de una larga cadena de acontecimientos que solo concluirán con la redención de América y su transformación en Amerika, el país que siempre debió ser. ¿Por qué no? Rilke es un mentiroso patológico, y probablemente esa historia no sea sino otro de los muchos embustes con que ha ilustrado un proyecto que de otra manera se le antojaría banal. ¿Pero por qué iba a ser eso más cierto que lo que nos ha contado a los demás? ¿Por qué no iba a contarle a Vesalius la única mentira que este podría aceptar para unirse a su causa?

—Probablemente porque Vesalius es la única pieza en todo esto que no encaja en sus planes —respondió Axel—. No tiene nada que ver ni con el cine ni con Tourneur. El pobre tipo no es más que un cirujano incapacitado para desempeñar su trabajo. Por el amor de Dios, ni siquiera podría cuidarse a sí mismo. ¿Qué razón habría para incluirlo en el grupo? ¿Y si somos los demás quienes no encajamos por completo en los planes de Rilke? Si la película no es más que la primera ficha del dominó, entonces lo verdaderamente importante es lo que viene después, ¿no le parece?

Lancé un suspiro de resignación. Aquello sonaba lógico, pero que pudiera ser lógico no lo convertía necesariamente en verdad.

—Lo que me parece es que por hoy hemos hablado bastante —dije mientras me incorporaba de la cama, tratando de revestir mis palabras de la cordialidad que el repentino agotamiento que me embargó me impedía mostrar—. De cualquier modo, creo que a los dos nos irá bien un poco de descanso. En el fondo, ¿de qué serviría preocuparnos por todo esto? Incluso si el propósito de Rilke fuera originar un levantamiento civil, ¿cree de veras que lo lograría con una película?

Dediqué a Axel una mirada paternal, que este recibió con momentánea perplejidad, hasta que afloró a sus labios una carcajada. Se incorporó de la silla y se acercó a la puerta, meneando la cabeza lentamente:

—No lo sé —respondió—, ahora mismo soy capaz de creer cualquier cosa, pero si lo miro desde fuera..., diablos, si pudiera mirar todo esto desde fuera y escucharme a mí mismo estoy seguro de que me parecería una locura. Tal vez tenga usted razón y lo único que necesito es un buen descanso. Eso, y que esta aventura termine cuanto antes.

—Yo también lo espero. Aunque en parte eso depende de mí.

—Entonces haga su trabajo —replicó en un bufido hastiado, mientras salía de la habitación—. Creo que todos se lo agradeceremos —se volvió entonces hacia mí, como si de pronto hubiera recordado algo de vital importancia—. Oh, y en cuanto a esa chica, Swanee Klein, yo que usted no me preocuparía por ella. No creo que haya pasado un día sin que preguntase por usted. Que ahora la vea mantener las distancias no significa que sea tan dura como parece, al margen del juego que se traiga entre manos.

—¿Juego?

—Piénselo: si después de todo lo que digo es cierto y no estoy viendo fantasmas, o simplemente hay algo más detrás de esta historia que Rilke no nos ha querido revelar, lo más probable es que nuestro querido anfitrión estuviera constatando un hecho cuando vio lo rápido que Swanee y usted se enamoraban sin conocerse de nada, sin saber el uno acerca del otro una sola palabra. Si Rilke ha inventado el bosque, también habrá inventado la manera de cruzarlo, ¿no le parece?

Me quedé aferrado a la puerta, sin saber qué decir: tal vez Rilke solo hubiera constatado un hecho al ver de qué forma fermentaban los sueños que hervían en su imaginación, pero para Axel lo más extraño de aquella repentina atracción que Swanee y yo habíamos sentido el uno por el otro residía en su conveniencia, algo que, según su percepción de las cosas, solo podía significar que Swanee me estaba utilizando, seguramente como parte de ese plan que por lo visto Rilke había diseñado con mano maestra. Pensé sinceramente que Axel necesitaba algo más que un descanso.

—De momento no veo ningún motivo por el que debería desconfiar de ella —respondí—. De hecho, tendría tantos motivos para desconfiar de ella como de usted. Incluso habría más razones para que usted desconfiase de mí —añadí sin poder evitar que una sonrisa asomase a mis labios—. Si soy el mesías de Rilke, ¿no resultaría absurdo que haya acudido a mí para revelarme sus sospechas?

—Al contrario —repuso Axel, devolviéndome la sonrisa—. Usted es la única persona en la que podría confiar.

—¿Por qué razón?

Axel se encogió de hombros antes de responder:

—Está enamorado como un colegial. Eso lo hace completamente inofensivo. Si mis sospechas son ciertas, Rilke ha realizado un movimiento genial con la aproximación de ese maravilloso alfil húngaro, pues es la violenta atracción que siente usted por ella lo que lo mantiene apegado a la casa. Recuerde lo que le digo: en cuestión de horas, esa muchachita inocente acudirá como un corderito a refugiarse otra vez en sus brazos. Si no es así, le prometo que seré el primer interesado en olvidar todas estas sospechas. No tengo ninguna intención de perder la cordura en esta casa, sea cual sea el tiempo que deba permanecer en ella: conociendo un poco a Rilke, quién sabe si, como los protagonistas de la película que da nombre a mi habitación, también yo tengo un tiempo asignado.

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