Ama

Ama


VIII

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VIII

Me quedo pensando en ese alto horno que desmontaron y llevaron al sur de Asia. Me quedo pensando en lo poderoso que era, y en cómo, de pronto, se apagó. Me pregunto si aún hoy seguirá elevándose tan solemne en algún lugar del mundo; si todavía iluminará las noches de alguna ciudad a miles de kilómetros de aquí. Quizá allí, en esos lejanos países, se sigan viendo las mismas luces que yo veía en mi infancia. Por eso, envío un correo electrónico a una asociación que se dedica a promover la conservación del patrimonio industrial vasco, y les pregunto por el destino de ese gran horno. Envío el email y después salgo a la calle. Todavía no ha amanecido. Últimamente apenas duermo. Me despierto de madrugada, a esa hora en la que cierran las discotecas y abren las bocas del metro. A esa misma hora en la que mi padre se levantaba para ir a la fábrica a trabajar. Mi padre me contó que le despertaba mi madre, porque él siempre se quedaba dormido. Se quedaba dormido y después corría por las calles desiertas para coger el primer tren del día. También me contó que, en ocasiones, para acortar el trayecto hasta la estación echaba a correr por las vías del tren y después se adentraba en el túnel. Era un túnel de márgenes estrechos, y él corría y corría hasta llegar al apeadero. Me contó que tenía miedo de que un zapato se le quedase atrapado entre las vías, o de caerse y que el tren lo arrollara. Así me siento yo a menudo: corriendo por un túnel del que no veo el final. A veces la oscuridad es más intensa, y otras menos, pero la luz siempre es insuficiente. Por eso llevo días sin llamar ni escribir a Laia. Llevo también días sin salir del piso. Solo me vienen a ver a casa los repartidores de Deliveroo. Escribí un relato en el que un chico solitario, que no salía de casa, iba llenando su habitación con productos de Amazon que compraba cada día. Los compraba con el único objeto de volver a ver a una repartidora de la que se había enamorado. Escribí el relato en una de esas madrugadas en que no duermo, pero el cuento acabó en la papelera de reciclaje de mi ordenador. También escribí otro relato distópico en el que, llegado el fin de la literatura, los alienados empleados de una gran empresa contrataban a escritores que se hacían pasar por ellos en una red social semejante a Tinder. Como no tenían tiempo para conocer y seducir a sus amantes, encargaban esa tarea a escritores que cobraban un sueldo para subsistir. Los escritores usaban el perfil de las redes sociales de sus clientes, y se pasaban el día hablando con mujeres que trataban de cautivar en su nombre. De eso vivían los escritores en aquel mundo paralelo que relaté y que también acabó en la papelera de reciclaje. Vivían de lo de siempre: de contar historias, de hacerse pasar por otros, de escribir mentiras que el lector se cree. Escribo cuentos cortos de madrugada y esta novela durante el día. Hoy, sin embargo, no me he sentido con fuerzas de sentarme a escribir. ¿De qué sirve encerrar todas estas palabras en este folio? Quizá para que queden atrapadas en una jaula. Una jaula de papel en la que yo las encarcelo. Es así, escribiendo esta novela, como le hago trampas a la vida; es solo de esta forma como juego sucio con el tiempo. No sé hacerlo de otra manera. Fuera de aquí no soy tan hábil, aunque a menudo lo aparente. Ahora, sin embargo, ni tan siquiera lo aparento: he renunciado a ello. Le he dicho que no venga a la chica que me ayuda con la limpieza de mi casa. Tengo el sofá lleno de camisas sin planchar, el fregadero abarrotado de platos sucios y la cama deshecha. Hace días que no me afeito. Hace días que no veo a nadie. Hace días que no hago otra cosa que escuchar música en casa. Laia me escribe. Me manda mensajes a medianoche que yo no contesto. Pero parece haberse hartado de mi silencio. Ella tan cerca de la vida, y yo tan cerca de la muerte. Una vez más he huido. Huyo sin tener ningún lugar al que ir. Huyo a algún lugar que está dentro de mí: a mis tripas, por ejemplo. Huyo sin equipaje. Como en la canción de Sabina, arrastro maletas cargadas de lluvia. Pero en la calle no llueve y yo camino. A veces pasear calma mi ansiedad. Camino por las aceras, y me detengo en los semáforos a contemplar el tráfico. Camino por los centros comerciales y por el muelle. En ocasiones, incluso, paseo por esa montaña desde la que se ve la ciudad. Hoy, sin embargo, solo he salido a comprar el pan. Cerca de mi casa hay una panadería que abre las veinticuatro horas del día. Los viernes y los sábados de madrugada se acerca allí la gente que sale de las discotecas pijas del barrio. Cuando entro en la panadería distingo el pelo de Laia. Está de espaldas a mí, esperando a que le atiendan. Ríe las bromas de sus amigos, da un bocado a la palmera de un chico, baila la música que se oye desde un coche que está aparcado en doble fila. No quiero hablar con ella. Llevo la barba descuidada, unas chancletas viejas, y la misma camiseta con la que he dormido. Me siento incómodo y salgo de la panadería. Ella no ha advertido mi presencia. Se abraza a una amiga, se limpia los labios manchados de chocolate, lanza besos a unos desconocidos, y después se sienta en unos soportales. Yo decido no volver a casa. Están abriendo una cafetería y me meto en ella. Me siento en una mesa. Tardan unos minutos en servirme un café. Laia no puede verme, y yo sí a ella. Bebo varios sorbos de la taza. Bebo y también cierro los ojos. Cierro los ojos porque decido que es así como quiero recordarla. Viva, sonriente, mientras los barrenderos la salpican de agua y la ciudad amanece. Aquí sigo. No sé cuánto tiempo ha pasado ya. Una hora quizá. He pedido varios cafés mientras la observo. Sus amigos se han ido yendo y, al final, Laia se ha quedado sola. Da un último bocado al dulce que ha comprado, se levanta y comienza a caminar hacia su casa. La calle se ha llenado de gente y, poco a poco, la he ido perdiendo de vista. Veo ahora a otras mujeres que también son ella. Laia siempre ha sido un mosaico. Un mosaico de mujeres que crean una sola. Como esos trozos de baldosa que utilizaba Gaudí. Laia está contenida en cada mujer que pasa por la calle, pero, al mismo tiempo, no es ninguna de ellas. Y ha sido así, de súbito, como he decidido que acabe todo. No sé por qué he cogido el móvil y he borrado su contacto. Porque soy un cobarde, porque me da miedo la felicidad, o porque estoy a gusto dentro de mi tristeza: dentro de esta prisión de palabras que llevo tiempo construyendo. Borro su contacto y aquí, en la mesa de esta cafetería, ahora que definitivamente ha amanecido, me pongo a escribir este capítulo. Elevo los ojos y miro a través de la ventana, pero ya no veo a Laia entre los peatones. Es entonces cuando decido que ha de ser así como Laia desaparezca: entre las letras de esta novela, lo que me parece la mejor forma de decir adiós.

El mismo día que Laia desapareció de mi vida, recibí la contestación al correo electrónico que envié preguntando por ese alto horno que desmontaron y llevaron a la India. El remitente parecía entusiasmado por mi interés. Imagino que no estaría acostumbrado a que alguien se dirigiese a él para pedirle una información tan extraña y particular. En su correo me explicaba que había sido trabajador de Altos Hornos y que ahora, jubilado, tenía como afición fotografiar y catalogar el patrimonio industrial. Recorría las antiguas fábricas, las fotografiaba y después, junto con otros miembros de la asociación, clasificaban y archivaban lo que quedaba de esas empresas. Me dice que el desmantelamiento de los hornos fue un caos; que vinieron unos indios que se dedicaban a la venta de fertilizantes y que no tenían ni idea de siderurgia, pero que finalmente se echaron atrás. A continuación fueron apareciendo distintos tipos de caraduras y oportunistas que pretendían sacar tajada del descontrol que había provocado el cierre de la fábrica. Querían llevárselo todo, pero no pudieron. Los ladrillos de los hornos son imposibles de transportar porque se rompen al desmontar la máquina. Así que se numeraron las piezas y se llevaron al muelle de Lutxana con la idea de embarcarlas hacia la India. Algunas partes de los hornos tenían tales dimensiones que no podían pasar por algunos puentes, y entonces tenían que dar marcha atrás. Otras piezas desaparecieron. Los indios no pusieron vigilantes en el muelle, y los gitanos robaron muchos de aquellos fragmentos de metal. Los trabajadores que todavía quedaban en la acería les facilitaron documentación original, planos, cálculos para las fundiciones, etcétera, pero apenas aprovecharon nada. Los monstruos de acero se fueron desmontado, y gran parte del hierro con el que estaban construidos acabó convertido en chatarra. Por aquel tiempo, junto a la antigua fábrica comenzó a funcionar una moderna acería. Era una nueva nave que nada tenía que ver con los antiguos hornos. Ocupaba una mínima parte de los terrenos donde antes había estado instalada la gran fábrica. Fue esa pequeña acería, según me cuenta el antiguo trabajador de la fábrica, la que fundió gran parte del amasijo de hierro en el que se habían convertido los Altos Hornos. La pequeña acería se comió a la gran fábrica en apenas unas semanas. Fue un acto de la cadena alimentaria del capitalismo. Igual que la cadena trófica, que dirige los flujos de materia y energía en el ecosistema, aquella fábrica moderna devoró gran parte de la vieja industria. Pero no engulló la totalidad de los Altos Hornos. Hubo una parte de ellos que acabó en la India y, según me cuenta mi contacto, parece que esas antiguas máquinas todavía funcionan en la actualidad «en algún lugar de la India». Le pido que me concrete una localidad, pero me contesta que no lo sabe, aunque promete investigarlo. Algún cielo de la India es igual que el cielo de mi infancia. Esas luces rojas que veía desde mi habitación no solo permanecen encendidas en mi memoria.

Desde mi habitación veía las columnas de humo ascender hacia el cielo, y después observaba como ese mismo humo caía y se posaba en las ventanas, o en las lunas de los coches, o en la ropa que mi madre colgaba en el tendedero. Otras veces la suciedad se filtraba en la lluvia, y las gotas de agua creaban regueros de hollín húmedo en los cristales que parecían lágrimas negras. Lágrimas negras como las de una mujer que llora, y a la que se le corre el rímel por las mejillas. Eso parecían aquellos cristales de mi habitación. Pero entonces no había visto a ninguna mujer llorar, y no sabía siquiera lo que era el rímel, ni lo que esconde el maquillaje y, por esa razón, aquellos trazos de suciedad mezclada con agua eran para mi tan solo eso: humo que asciende, y que se diluye en la lluvia.

Había otra habitación al fondo del piso. Cuando mis abuelos murieron y la estancia se quedó desocupada, todos empezamos a llamarla la habitación del patio. La llamábamos así para no llamarla la habitación de los abuelos. Comenzamos a llamarla de esa manera cuando murió el abuelo. Ya existían los tanatorios, pero mi madre, aficionada a todo lo que rodea a la muerte, instaló el féretro en la habitación de matrimonio, que era la más grande de la casa. Recuerdo aquel velatorio en el que, como en las películas americanas, iban apareciendo personas más o menos allegadas mientras mi madre les ofrecía comida y bebida. No sé por qué recuerdo que yo estaba en el salón viendo un programa que presentaba Jordi Estadella, y de vez en cuando me acercaba a ver el rostro del abuelo tras el cristal del ataúd. No me daba miedo porque era mi abuelo. Días después, cuando retiraron el féretro y volvieron a instalar la cama de mis padres, yo le pedí las llaves de casa a mi madre para ir a coger un balón de fútbol y seguir jugando en el parque. Abrí la puerta de la casa, y de súbito, en medio del pasillo, se me quedaron paralizadas las piernas. Del lugar en el que había estado el cadáver de mi abuelo salían unos sonidos extraños. Ecos guturales parecidos a los que se oyen en las psicofonías. Estaba petrificado, pero con gran esfuerzo, arrastrando las piernas, tal y como ocurre en las pesadillas, logré llegar hasta la puerta de la calle. La cerré y, ya a salvo, recuperé el aliento y corrí hasta la tienda en la que se había quedado mi madre. Le conté todo, y ella se echó a reír. Según me dijo, el origen de los sonidos era mi padre, al que le habían cambiado el turno en la fábrica y estaba en la habitación descansando. Lo cierto es que mi padre siempre tuvo una forma extraña de roncar.

En la habitación del patio instalamos un segundo televisor para aquellos días en los que no coincidían los programas que unos y otros queríamos ver. Allí me escapaba a ver El equipo A, y El coche fantástico, y también, con mi padre, muchos partidos de fútbol, y los Tours de Induráin. Recuerdo haberme levantado de la silla con un ataque de Pantani bajo la lluvia en el Galibier. Nunca olvidaré el nombre de ese puerto, que por primera vez oí en aquel televisor de la habitación del patio, porque en el otro, en el del salón, lo que se veía era más gris. Allí mi madre veía programas especiales sobre la ruta del Bakalao; o sobre el crimen de Alcácer, también veía a Paco Lobatón hablando de personas que desaparecían sin motivo alguno; o documentales que explicaban cómo habían encontrado los huesos de Lasa y Zabala. Aquellos huesos enterrados en cal viva en un desolado barranco del Levante. La televisión escupía en aquella época los ecos de una España negra que creíamos olvidada. Segundo Marey, los GAL, el crimen de Puerto Hurraco. Una España a la que nuestros padres no querían que perteneciésemos. Tampoco querían pertenecer ellos, pero ya era demasiado tarde. Habían hecho un pacto consigo mismos según el cual querían ser recordados, no por lo que fueron, sino por lo que aspiraron a ser algún día. Pero con nosotros buscaban otra cosa. Algo que, por cierto, se frustró con la crisis que comenzó en 2008. Buscaban, en definitiva, que no perdiésemos la inocencia. Por eso nos mandaban a la habitación del patio, a todas las habitaciones del patio del país, a ver El Príncipe de Bel-Air. Nosotros nos reíamos con las ocurrencias de Will Smith, pero nuestros padres todavía experimentaban una atracción atávica, que en parte hemos heredado, hacia los lugares más oscuros de nuestra memoria.

El año 1992 fue apenas un espejismo. Recuerdo vagamente las Olimpiadas y la Expo. Recuerdo al príncipe Felipe caminando con la bandera y a su hermana llorando. Era un país que cubría con el brillo de aquellos días la oscuridad del pasado. Una oscuridad que todavía latía con fuerza, pero que se iba enterrando en cal viva cada cierto tiempo. Era el corazón de un dragón dormido. En 1992 España era un lugar inseguro. Se hablaba de crímenes, de drogadictos y de terrorismo. Mi familia también estaba expuesta a la amenaza. Aquel año de las olimpiadas operaron a mi madre de un tumor. Yo tenía cinco años, y ella creía que se iba a morir. Creo que le importaron poco los fastos de aquel año. Sus preocupaciones eran otras. Siempre tenía motivos para preocuparse. Yo también vi aquella felicidad generalizada como algo ajeno. Los niños son capaces de absorber el miedo de los adultos y de hacerlo suyo. No tenía conciencia de que mi madre se pudiese morir. No tenía conciencia de lo que significaba la muerte. Pero intuía algo. En el fondo sentía miedo.

Hoy he visto un reportaje fotográfico en El País en el que retratan las ruinas de la Expo. Es un paisaje de construcciones abandonadas, llenas de óxido, vegetación y suciedad. Mi madre no murió en 1992. Murió en 2017. Al igual que la muerte, la desolación también se ha tomado su tiempo. Solo somos un amasijo de huesos, memoria y olvido.

También recuerdo el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Eso ocurrió después. Apenas conservo imágenes en mi memoria, pero todavía soy capaz de ver a aquellos ertzaintzas sacándose el casco y los pasamontañas y a la gente aplaudiéndoles. Recuerdo el silencio, denso e insoportable, que había en aquellas manifestaciones de 1997 a las que mi madre me llevó.

Han pasado más de veinte años desde que mataron a Miguel Ángel Blanco, pero yo aún duermo en la misma habitación en la que dormía entonces. Lo hago cuando visito a mi padre. La cama es la misma; las sábanas son las mismas; el edredón es el mismo; cuando se apaga la luz, la oscuridad también es la misma.

No sé si me reconforta, o me inquieta, volver a dormir aquí. No lo sé. Me anestesia quizá, y me hace confundir el pasado y el presente. Me hace creer que mi madre todavía está en la casa. Pero no está. Ya se ha ido. Tardo en darme cuenta de eso, pero finalmente, en mitad de la noche, me desvelo y adquiero conciencia de su ausencia; de las preguntas que ya no podré hacerle; del tiempo que perdí. Aquí, en esta casa, reconozco la culpa que me corroe como un silencioso cáncer. El error de no haber sido consciente del tiempo que se nos escapaba. El delito de haber dejado a mi madre en compañía de su soledad. Su soledad que es ahora la mía. Nos necesitábamos y no lo sabíamos. No habríamos compartido aficiones, ni aventuras exóticas en países lejanos, pero nuestra presencia hubiera sido suficiente. Pero no sucedió así. Ella siguió su vida y yo la mía. Ella lo aceptó como antes había aceptado otras circunstancias de su vida. Fue generosa. Creía que yo no merecía permanecer demasiado tiempo entre aquellas cuatro paredes. Pero se equivocaba, porque lo hubiera necesitado. Al menos un poco más. Necesitaba algo más de este tiempo que ya no existe. Por eso vuelvo a esta casa. A este útero de ladrillo y ferralla que me acoge y me adormece en la calma de esta noche. Pero apenas consigo dormir. Me asomo a la ventana y contemplo las farolas, los camiones de la basura y el cielo limpio y despejado tan diferente al cielo de mi infancia, que era gris y en ocasiones del color del azafrán. Estoy en la ventana mirando la noche moverse de forma casi imperceptible, como cuando estaba de exámenes y me despertaba a las tres, o a las cuatro de la madrugada, y estudiaba bajo la luz del flexo, y entonces mi madre se despertaba también y preparaba café y algo para comer, y me acompañaba un rato y después se metía en la cama y, antes de que me fuese a la universidad, me deseaba suerte y me daba un beso. Estoy en esa misma madrugada que se repite y que no cesa. Estoy en una noche perpetua que deroga el tiempo y el espacio y hace eternos los rostros que nos amaron.

Mis ojos no son capaces de captar el desplazamiento de las pequeñas cosas que me rodean. Sin embargo, lo cierto es que todo se mueve, aunque yo esté quieto y apoyado en la ventana. Miro las estrellas, pero ellas no están allí. Estarán tras las nubes como antes lo estaban tras la contaminación que dejaban las chimeneas de las fábricas. Antes al menos aquel horno iluminaba las calles. He decidido que lo buscaré en la India, o en Pakistán, o Bangladesh, o donde quiera que esté. Conseguiré más información acerca de su ubicación, me cogeré unos días de vacaciones y viajaré hasta allí. Aquellas luces tienen que estar en algún lugar. No pueden haber desaparecido como si tal cosa. Aún tenemos que mirarnos a la cara por última vez.

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