Ama

Ama


IX

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IX

Creía que ella era la única que se había ido, que yo seguía aquí, como antes, como siempre, viendo cómo se marchaba, esperando a que el dolor desapareciese, recordando y olvidando al mismo tiempo. Pero no era así, o no era del todo así. Mi madre no era la única que se había marchado. Yo, tal y como me conocía, también había dejado de existir. Había sentido un dolor inmenso al percibir que mi madre se separaba de mí, pero parte de ese dolor provenía del hecho de que yo también me estaba separando de mí. Yo, tal y como me conocía, me estaba despidiendo de mí mismo, y sentía esa despedida como una amputación. Dicen que quienes sufren la amputación de un miembro siguen sintiéndolo; es lo que llaman el síndrome del miembro fantasma. Eso mismo me sucedía a mí. Me seguía sintiendo, aunque ya no existiese. Me había despedido de mí también, no solo de ella, y me echaba de menos. Echaba de menos a ambos, a mi madre y a mí mismo, y, al mismo tiempo, les notaba junto a mí, aunque no pudiera tocarlos. Dicen que los hijos únicos suelen tener amigos imaginarios cuando son niños. Quizá fuera eso. Quizá fuera la imaginación la que me hacía desdoblarme e idear esas conjeturas impropias de un adulto. Los psicólogos dicen que los amigos imaginarios tal y como vienen se van. Como si no fueran parte de uno mismo; como si la amputación no doliese. Nunca me han gustado los psicólogos. Siempre he preferido a los amigos, los bares e incluso el dolor mismo. No soporto que me digan lo que tengo que sentir. No lo soporto, aunque el consejo esté cargado de buenas intenciones, aunque me estén diciendo la verdad, aunque traten de librarme del sufrimiento. Prefiero el dolor del miembro amputado a la terapia que me cure de mi pensamiento mágico.

Allí me instalé: en la ficción de creer que yo, tal y como me conocía, también había muerto; en la fantasía de buscar las luces de aquel horno; en la alucinación que provocan los focos fluorescentes de los bares o de las discotecas que siguen abiertas hasta el amanecer. Eso duró un tiempo. Más tarde, cuando llegaron las lluvias del otoño, sin saber muy bien por qué lo hacía, alquilé un coche y cogí la autopista que lleva al norte.

No fue hasta que dejé atrás la ciudad, pasados cien o quizá doscientos kilómetros, rodeado ya de campo, cuando me di cuenta de que estaba solo en la carretera, y sentí entonces que atravesaba el tiempo y la memoria como se atraviesa una barrera de coral. La autopista era una cicatriz abierta que avanzaba sobre mis recuerdos, imágenes, como diapositivas aceleradas que iba dejando al otro lado de la cuneta. Por esa razón, porque la velocidad con la que surgían todas esas imágenes me asustaba, abandoné la autopista en algún punto de aquel paisaje de trigo y cebada y continué conduciendo por la carretera nacional. Necesitaba reducir la velocidad y recuperar el control de la situación. Nadie me esperaba allá adonde me dirigía, y tenía tiempo de sobra, así que aminoré la marcha, apagué la radio y abrí la ventanilla. Sentí entonces el olor de la gasolina, del estiércol y de la tierra mojada. Percibí también el olor de la carne que asaban en las parrillas de un restaurante cercano y hasta la pólvora de los petardos que lanzaban en las fiestas de un pueblo. Ahora que iba por la carretera mis sentidos captaban todo lo que la velocidad de la autopista no me había permitido apreciar. Fue al conducir más lentamente cuando comencé a darme cuenta de todo. Sentía los olores, pero también percibía nítidamente la soledad y el abandono de los bares cerrados, los aparcamientos vacíos y el mobiliario urbano roído por el óxido y la suciedad. Me sentía como el niño de la novela de Cormac MacCarthy que acompaña a su padre por una carretera devastada. Había cabinas de teléfono con los cristales rotos y el auricular colgando, tractores averiados en las cunetas y zarzas que alcanzaban las grietas del asfalto. Hacía años que no observaba un paisaje así. O lo había borrado de mi memoria o no lo reconocía, pues cuando viajaba con mis padres por estas carreteras que llevan al norte, que parecen buscar desesperadamente el verde del País Vasco, todavía se podía advertir la vida en ellas. Ahora, sin embargo, había desaparecido todo atisbo de vida. Los viejos habían muerto, y los jóvenes, que visitaban esos pueblos muy de tanto en tanto, viajaban por las modernas autopistas que se construyeron en los años de bonanza económica. Pero esos años quedaron atrás, y el dinero que había llegado hasta allí solo había dejado un paisaje de infraestructuras obsoletas, desolación y abandono.

Yo era tan solo un turista entre aquellos campos desiertos. Un visitante que contempla el paisaje como algo ajeno, a pesar de que mi familia procede de un lugar como ese. Cuando leo los apellidos de la gente que está enterrada en el cementerio del pueblo de mi madre, veo que tienen los mismos apellidos que yo. Deben de ser de mi familia, aunque nuestros lazos se pierdan en la noche de los tiempos. Los apellidos se repiten en los cementerios de los pueblos pequeños, pero no en los de las grandes ciudades. Eso he podido ver en el cementerio donde depositamos las cenizas de mi madre. Allí ningún muerto se parece a otro, por mucho que la tradición popular diga que la muerte nos iguala a todos. Me repugna esa justicia póstuma. Prefiero creer que todos somos diferentes aunque estemos muertos, y por eso prefiero los cementerios de las grandes ciudades. Allí, en la metrópoli global que es hoy nuestra patria, nos difuminamos, y eso, a mi juicio, está muy bien. Me gusta ser anónimo y desconocido. Nos difuminamos y no nos reconocemos, es cierto, pero quién quiere reconocerse todos los días de su vida. Es jodido mirarse al espejo constantemente. Creo que en realidad nadie quiere hacerlo; que somos más felices así, como miembros de una muchedumbre tan cruel y tan humana como la que formaban nuestros antepasados. Me gustan las ciudades. Adoro su bullicio. Me desconcierta el silencio del campo. Me enfrenta con mis pensamientos. Prefiero los amplificadores de un concierto retumbando en mi cabeza, que un DJ nos enloquezca como un moderno sacerdote, la percepción alterada de la realidad, el tráfico, las motos acelerando en un semáforo, el olor a sudor de los bares saturados, los mercados callejeros, los puestos de comida ambulantes, las librerías de viejo, las azoteas, la oferta de cuerpos en Tinder, el sexo sin compromiso, los contactos en el móvil de personas que no recuerdas, las colas del aeropuerto, la comida basura, los amigos que te saludan por Skype desde la otra parte del mundo, las peluqueras que se llaman estilistas, los psicoanalistas, las ocurrencias de Twitter, los capullos de la televisión, los diseñadores, los festivales de música, los taxistas, los tatuadores, los camellos, las universitarias ambiciosas, los edificios de diseño, las construcciones agrietadas de los centros urbanos, las bicicletas, los tertulianos de la radio, los gordos que corren por los parques públicos, las playas nudistas, las lesbianas que se meten mano en un after, el día del orgullo gay, las manifestaciones, los videojuegos, los coleccionistas de likes de Facebook, la vida con filtros de Instagram, los influencers, los vendehúmos, la teletienda, las echadoras de cartas, las azafatas de Vueling, los vecinos desconocidos, los pakistaníes que venden cerveza en las Ramblas, las teleoperadoras, las oenegés, los repartidores de Amazon, las estrellas de rock que no llegan a final de mes, los ecologistas, los pisos compartidos, los vuelos baratos, los que comparten el coche, los estudiantes de Erasmus, los que recorren Europa en Interrail, los riders de Deliveroo, los que se saltan las extraescolares, los ancianos que se tumban en el césped, los que piden el café para llevar y caminan con vasos de cartón, las feministas, los chavales saliendo del instituto, los kebabs, los shawarmas, los burritos, las bandas callejeras de jazz, los raperos, las bailarinas de pole dance, los gimnasios abiertos de madrugada, las oficinas, la contaminación, los jardines, las floristerías, los quioscos, los baños de las discotecas, los billares, los campos de fútbol, las camisetas de Pablo Escobar, las bebidas que nos ponen tristes, las resacas, los pubs irlandeses, las chicas solitarias que trabajan con su portátil en un café, las chicas que lloran tras sus Rayban, las heladerías, las series de Netflix, los leggins, los restaurantes, la gente que pasea despreocupada, los manteros, los carteristas, las parejas que se besan en la cola del cine, los borrachos, los drogadictos, los que salen en tromba de la boca del metro, los que comen solos, las travestis, las putas, los chaperos, los escritores que no escriben, los cantantes que no cantan, las chicas que reparten muestras de perfume, las cajeras del Mercadona, los que follan en verano con las ventanas abiertas, y los voyeur que les miran.

Todo eso me gusta. Me gustan todas esas cosas que nos hacen sentir acompañados aunque estemos solos. Me gusta recorrer las calles cuando amanece, y contemplar cómo la ciudad empieza a moverse. Me gusta cómo gira sobre sí misma, y después se agita, y de ella surgen todo tipo de personas, objetos y miradas. Todo eso me gusta y, al mismo tiempo, lo detesto. Pero, en definitiva, no podría vivir sin ello. Imagino que es mi hábitat como esos pueblos eran el hábitat de mis padres. No queda nada. Nada queda siquiera de las ciudades que les acogieron. Las ciudades en las que vivimos son tan diferentes que ya no son las mismas de entonces. Por eso, es normal que no reconozcamos el país, porque el país ya no existe. El país podría desaparecer y no nos daríamos ni cuenta. Nosotros somos los primeros habitantes de lo que dieron en llamar globalización. Primates de la aldea global que todavía tenemos el lejano recuerdo de un paisaje que estaba desapareciendo cuando éramos niños. Lo vimos como quien ha visto una puesta de sol y dice haber visto el sol. O tal vez no lo vimos, y solo es un atavismo heredado que machaca nuestra memoria. Quizá sea eso, quizá sea mentira la nostalgia que sentimos, pero sin duda somos pioneros al igual que lo fueron nuestros padres, o nuestros abuelos, cuando llegaron a aquellas ciudades de humo y ceniza. Somos los que inauguramos este nuevo mundo que nos resulta tan extraño, pero al que amamos porque es nuestra nueva casa.

Cuando cambias de ciudad, o de barrio, en un principio te gusta todo por el mero hecho de ser nuevo para ti. Nos gusta estrenar cosas. Nos gusta abrir los envoltorios de los objetos todavía intactos. Nos gustan los juguetes. Todo aquello que es en realidad aire, polvo esparcido en el viento, lágrimas en la lluvia que se van.

Yo, por ejemplo, sueño con la ciudad y con todas sus fantasías. A veces, recuerdo lo que he soñado. No me pasa siempre. Me despierto en mitad de la noche, salgo a la terraza y veo el tráfico y sus luces al otro lado de la ventana. En ocasiones no puedo dormir y me pongo a leer o a escribir bajo el flexo. Tengo insomnio. No logro dormir de un tirón ninguna noche desde hace meses. Sin embargo, antes de que mi madre muriese dormía seguido. Recuerdo que dormía tanto y tan bien que cuando teníamos exámenes en la universidad, Juanín nos conseguía unas pastillas para no dormir. Existen las pastillas para no dormir, pero no las pastillas para no soñar. En cualquier caso, las pastillas que nos conseguía Juanín eran unos comprimidos que hacían un efecto parecido a las anfetaminas y que nos permitían pasar las noches en vela. Alguna vez las tomé. Sobre todo el último septiembre de la carrera, en el que tuve que recuperar las ocho asignaturas que había suspendido y que logré aprobar, finalizando así la licenciatura sin repetir ningún curso. Recuerdo que aprobé Derecho Civil III, Derecho Internacional Privado y Economía de la Unión Europea. De las otras no me acuerdo. Guti consiguió una proeza semejante, y desde hace años discutimos si fue más heroica su hazaña o la mía. Él aprobó menos asignaturas que yo, pero más complicadas, y yo bastantes más, pero quizá más sencillas. Quizá, digo, porque cada cierto tiempo evaluamos quién de los dos lo pasó peor ese septiembre.

Yo me tomé la universidad de forma muy relajada. Llegué con miedo al primer curso y aprobé todo sobradamente. Aprobé incluso los exámenes del temido Beobide, que nos hablaba de Hobbes, Locke, Rousseau o Tocqueville. He de reconocer que no estaba nada mal escucharle. Después, pasado el primer curso, bajé la guardia y en quinto tuve que recuperar muchas asignaturas. La universidad me defraudó. Creía haber llegado a un lugar culto, en el que se intercambian ideas y se abren las mentes y en lugar de eso me encontré con la central nuclear del nepotismo. La universidad era el catalizador de todos los privilegios de la zona en la que vivía. Los que iban a esa universidad no eran ni más ni menos listos que la gente de mi barrio, pero la diferencia entre el nivel de vida de unos y otros era, e iba a ser en el futuro, abismal. Solo diré que aunque nos incorporamos al mercado laboral en plena crisis, no conozco a ningún compañero de la universidad al que le vayan mal las cosas. Todos tienen buenos empleos, buenas casas, buenos coches y, algunos, buenas novias de apellidos compuestos y pendientes de perlas. Con dinero se consiguen cosas maravillosas. Aparte de eso, hice buenos amigos y me lo pasé bien. Las fiestas eran grandiosas, si bien luego, al llegar a Madrid, me di cuenta de que éramos unos principiantes. Madrid es la ciudad con más noctívagos por metro cuadrado de Europa.

Recuerdo que aquel verano en el que aprobé ocho asignaturas me quedé solo en el piso de Portugalete, estudiando día y noche, con las pastillas de Juanín, cafés, y Redbull. He visto a gente drogarse para trabajar más: abogados, economistas, auditores. He visto a profesionales metiéndose rayas de cocaína y presumiendo de las noches que pasan en vela en sus oficinas. Yo nunca he sido tan capullo. Siempre he creído que presumir de trabajar mucho es de imbéciles. Trabajamos mucho porque no nos queda otra, pero por lo menos hay que tener la decencia suficiente para no presumir de ser un pringado. Cuando eres niño, está claro quiénes son los pringados del colegio, pero al hacerte mayor las fronteras se difuminan hasta desaparecer. Entre gente adulta está bien visto pasar las noches en vela trabajando en la oficina como un gilipollas. Oficinas como las que contemplo desde mi terraza, porque yo también llevo noches sin dormir. Hasta que he decidido coger el coche y huir de esta ciudad, llevaba varias noches seguidas en vela. Varias noches rodeado de todas las cosas que suceden en la calle en la que vivo. El tráfico, las luces, la música que sale de los bares. Varias noches en las que mi madre se me aparece en cuanto caigo unos segundos rendido por el sopor. Sucede que mi madre, a diferencia de todo lo demás, sí que fue real, y, sin embargo, también se desvanece como se desvanecen los sueños. Y es ama la que me alerta de que todo es fantasía en ellos. No me miente; me confiesa que todo no es sino un sueño. Podría mentirme como me miente esta ciudad, o podría hacerlo por otras razones. Por ejemplo, podría mentirme porque todos los que aparecen en los sueños están fingiendo y, no obstante, nadie se queja de esa falsedad. Nadie revela que es ficción; todos actúan para uno. Pero ella no; ella no quiere engañarme. Suele reconocerme que no está viva justo antes de desaparecer. Siempre lo hace; nunca me miente. Soy aire, soy invisible, soy quien te protege cuando estás dormido. Eso dice sonriendo antes de que yo me despierte. Y es verdad. Es aire, es invisible, no existe ya. Existen los taxis, las oficinas iluminadas de madrugada, los supermercados abiertos las veinticuatro horas, los semáforos, las sirenas de la policía que oigo desde mi habitación.

Todo eso lo sigo viendo y puedo describirlo con exactitud. Puede ser vano, puede ser superficial, puede incluso que solo sea un espejismo, pero lo tengo aquí al lado y soy capaz de escribir acerca de ello. De ama, sin embargo, ya se me van agotando las palabras. Está dentro de mí pero al mismo tiempo se desvanece; se diluye, y ella me lo confiesa en sueños. Quiere pedirme que escriba, aunque no se atreva a confesármelo. Tiene razón. Ella se desdibuja y pronto los testigos que la vieron desaparecerán. Además, esos testigos no escriben. Serán más honestos que yo, serán mejores personas que yo, quizá hasta sean más sensibles e indulgentes que yo. Podrán saber cosas de ama que yo no sé: secretos, mentiras, confesiones que desconozco. Podrán haberla querido, haber sido tiernos, generosos y compasivos con ella. Podrán tener virtudes de las que yo carezco. Pero no escribirán sobre ella. No lo harán. No es algo nuevo. Siempre ha sido así. La historia no la escriben los mejores. Yo no soy el mejor de todos los que la conocieron. No lo soy. La historia, a veces, la escriben los vencedores, o eso dicen, pero, en otras ocasiones, basta con estar vivo y saber mínimamente escribir para contar las cosas como a uno le parece que sucedieron. Aunque se mienta, aunque se describa algo que ya se desvanece y pierda sus contornos, aunque todo sea mentira. Aunque fuera así, es suficiente. Es suficiente decir que ama siempre se asomaba a la ventana para despedirse de mí cuando yo volvía a Barcelona. Es suficiente porque quedará escrito aquí, y entonces será real como lo será ese cuadro cuando el pintor lo termine. Será real como los taxis, como las oficinas iluminadas de madrugada, como los supermercados abiertos las veinticuatro horas, como los semáforos y las sirenas de policía. Como todo aquello que veo al otro lado de la ventana y se desvanece cuando mis ojos se cierran.

¿Y qué más es real? Son reales los objetos que fueron de mi madre: por eso me preocupan tanto. Todavía están cerca de mí. Quiero que estén junto a mí para así poderlos tocar; para confirmar que el pasado no se pierde; para conservar en ellos el tiempo y la memoria. Las tazas, el delantal, el mortero, las cucharas de madera que usaba para revolver los pucheros. Las sartenes, las cazuelas que aún están en su cocina y que conservan el olor de sus comidas adherido al metal. Pulpo a feira, bacalao al pil pil, merluza a la vizcaína. Platos que preparaba durante horas, porque así, cocinando, era como ella se sentía útil. Era su forma de sentirse querida, de aumentar su autoestima, de ocupar su lugar en el mundo. A todos nos gustaba cómo ella cocinaba, y eso la reconfortaba. Le decíamos que cocinaba muy bien, pero nunca le decíamos que era maravillosa en todo lo demás. En realidad, nuestra forma de decírselo era disfrutar de su comida, pero no sé si ella se dio cuenta de que queríamos decir mucho más. Quizá, por eso, ella seguía cocinando: porque necesitaba afecto y nosotros no sabíamos cómo dárselo. Cocinar era su forma de querer y de que la quisieran. Todos nos inventamos extrañas formas de amar.

Pero entonces yo me fui de casa y ella dejó de querer, y de que la quisieran. Me fui a Madrid, y después a Barcelona, y fui espaciando cada vez más mis visitas a casa de mis padres. Como mucho volvía un fin de semana al mes. A menudo un fin de semana cada dos meses. Y comencé a notarla diferente; y lo que llaman depresión, que siempre sorteó a través de la cocina, apareció en su vida. Amaba hacer felices a los demás, y cuando yo dejé de sentarme a su mesa, cuando comencé a ausentarme durante semanas, ama fue sumiéndose en la oscuridad. O esa es la explicación que trato de darme para que todo tenga un sentido; para que las piezas encajen de alguna manera. Ahora que lo escribo, me doy cuenta de todo, pero entonces lo pasé por alto. Estaba demasiado centrado en mí mismo como para darme cuenta de lo que le pasaba a mi madre. Fui egoísta, fui mezquino, fui un mal hijo. Me creí su mentira: que yo era más importante que ella.

Mi madre había dejado de sentirse útil y eso la fue matando. Mis primos y yo fuimos creciendo y dejamos de necesitarla. Dejamos de pedirle favores. Éramos autosuficientes, y no precisábamos de ama. Los más jóvenes tampoco la necesitaban. Nadie necesita a los viejos. Los viejos son los que necesitan de nosotros. Pero su fuerza había sido tal que nunca quisimos ver que era vieja. El sol también es una estrella vieja y nadie lo advierte. Dicen que incluso podemos ver la luz de estrellas que hace miles de años que ya no existen.

Fue así como murió. La bestia que nos había arrastrado a todos fue jubilada. Fue apartada del mundo al haber quedado obsoleta. Los niños nos hicimos mayores y queríamos ya otras cosas que ella no nos podía dar. Se dio cuenta de que ya no servía y se fue retirando. Preparaba comidas que nadie comía. Arreglaba vestidos que nadie se ponía. Daba consejos que nadie seguía. No sabía lo que era Facebook, ni Tinder, ni Whatsapp. Se fue apartando del mundo. Comenzó a ir al médico. Visitaba el ambulatorio cada vez con más frecuencia. Le dijeron que tenía artritis, fibromialgia, depresión. No sé lo que le dijeron. Ella no creía demasiado en los médicos. Tenía creencias atávicas que le hacían desconfiar de la ciencia. Creía en Dios, en los curanderos y en los milagros de la Virgen. La ciencia no podía explicar muchas de las cosas que le pasaban. En parte lo que le pasaba era que había quedado obsoleta. Había nacido para trabajar, en el campo, en aquellas casas de la Margen Derecha, en nuestra casa o en los portales que fregaba de madrugada, y, de pronto, ya nadie la necesitaba. Era algo que jamás hubiera esperado. Había pasado demasiados años siendo imprescindible como para asumir súbitamente un papel secundario. Le dije que no me preparase tuppers porque comía todos los días con mis compañeros de trabajo. Le dije que no me arreglase los pantalones porque es más fácil y barato comprar unos nuevos en Zara. Le dije muchas cosas, pero jamás le dije que pensara en ella. No sé por qué no se lo dije, pero no creo que el motivo fuera inocente. Creo que en el fondo quería seguir sintiendo que ella todavía podía hacer algo por mí. La exprimí, la abandoné, la utilicé como la habían utilizado esos señoritos de la Margen Derecha. Pero yo era su hijo.

No sé en qué momento dejó de visitar a los médicos. Entonces yo estaba a mis cosas y no la acompañaba al ambulatorio. Una tarde la sorprendí llorando en la cama, pero no quiso contarme nada. Semanas después me dijo que tenía cáncer. Era grave. Fue en ese momento cuando adquirí conciencia de todo. Tardé unas semanas, pero finalmente caí en la misma oscuridad que le había atrapado a ella. Imagino que eso también se hereda. Mi madre no salía a la calle, no viajaba, apenas tenía amigos. Sus amigos habían muerto, o la habían olvidado. Solo veía la televisión. Yo, en cambio, tengo distracciones, me siento útil y logro anestesiarme, por ejemplo, escribiendo esta novela. Ella, en cambio, para calmar su ansiedad hacía estallar las burbujas del papel de embalar. Mi padre me contó que compraron un televisor nuevo, y ama se quedó con el envoltorio. Él no sabía para qué lo quería, pero después vio que en las largas tardes de silencio junto a la televisión iba haciéndolo estallar con sus manos. Explotaba una a una las burbujas y eso parecía calmar su ansiedad. Y me contó mi padre también que después le hizo ir a los chinos a comprar más papel de embalar.

No sabía que los chinos habían abierto una tienda en el barrio. Cuando yo vivía en casa de mis padres no había chinos por allí.

No tuvo otra opción. Durante toda su vida, ama fue un animal de carga. Cuando dejó de serlo, vio que todo había perdido sentido. Dicen que es lo que les ocurre a los altos ejecutivos, a los abogados y a todos esos profesionales abnegados cuando llega la hora de su jubilación, pero nunca se menciona a las amas de casa. Sin embargo, a mi madre le ocurrió eso. Solo tenía un hijo, y no tenía nietos, así que el día que me emancipé ella se retiró. Yo podría haber vuelto más a casa, y haber colmado ese vacío con más amor, pero no lo hice. Volvía, si acaso, un fin de semana al mes. Ella me decía que estaría cansado de toda la semana, me insistía en que no fuese a Bilbao, y yo le decía que tenía razón, que había tenido una semana muy dura, pero luego me iba de fiesta a Malasaña, o a Kapital, o a esos garitos de Alberto Alcocer que cada poco cambiaban de nombre. Eso era lo que sucedía aquellos fines de semana en los que mi madre se fue encerrando más en sí misma y apenas salía de casa. Era el coronel de un ejército tras la guerra. En eso se convirtió ama los años antes de morir.

Debía de estar enferma ya. Al repasar las fechas, caigo en la cuenta de que cuando vino a ver mi nuevo despacho ya debía de estar enferma. Antes de aquel viaje ella me insistió en que era ahora o nunca. No entendí a qué se refería. Seguro que mi madre, siempre tan astuta, se olía algo con respecto a su salud, y no quiso decirme nada en ese momento. Yo no entendí lo que insinuaba, pero recuerdo que la encontré diferente, con otro aspecto, envejecida, resignada. Así estaba mi madre aquel último otoño en el que vino a Barcelona a verme, y así fue como la vi aparecer en el aeropuerto. Estaba indefensa en la terminal, nerviosa, no sabía hacia dónde mirar, ni adónde dirigirse. Yo, que la contemplaba desde lo lejos, sentí por primera vez compasión por ella. Una ternura que me partía en dos, pues veía su desamparo, su fragilidad, su delicadeza. Yo no me había dado cuenta, pero lo que había sucedido era que mi madre se había hecho mayor. Caminaba torpemente por los pasillos que conducían a la salida. Yo la estaba esperando allí. Dejó la maleta en el suelo y me saludó desde lejos.

Se alegró de verme, y de salir así del aturdimiento en que se encontraba. Yo traté de disimular mi tristeza, cogí su maleta y caminamos juntos hacia los taxis mientras ella me contaba todos los detalles de su vuelo. Mi madre solo había volado una vez, hacía décadas ya, con motivo del fallecimiento repentino de no sé qué familiar en Galicia, y todo aquello, el control de seguridad, el despegue y el aterrizaje, le parecía una gran aventura.

Mi madre murió apenas unos meses, quizá un año, después de aquel viaje a Barcelona, así que el tiempo no la castigó con la decrepitud de la ancianidad; lo hizo, en cambio, con la muerte, pero no puedo evitar pensar, de una forma resignada y un tanto cínica, que el fin de su vida detuvo esa decadencia. De nuevo el pensamiento mágico me lleva a razonamientos absurdos. Por ejemplo, que mi madre, efectivamente, ya no está, pero existe en otras mujeres. En las que caminan desorientadas en el metro, en las que salen torpemente de un taxi, en las mujeres fatigadas por el esfuerzo de un trabajo que ya no pueden llevar a cabo de la forma en que hubiesen querido, mujeres que se sientan en los bancos, o en las sillas de su casa mientras la comida se hace, y que cogen aliento y limpian las baldosas y los armarios y los azulejos del baño. Lo hacen en un simulacro de desenvoltura juvenil que pronto se frustra, pues enseguida se cansan, resoplan y se sientan de nuevo. Mujeres que son como mi madre aquella tarde en el aeropuerto de El Prat, mujeres arrastrando sus maletas sin saber hacia dónde caminan, mujeres buscando un brazo al que sujetarse. En ellas veo a mi madre todavía, y entonces la garganta se me retuerce, y el pecho se me encoge. A veces, incluso pienso que ama no ha muerto y que ella es todas las demás.

Cogimos un taxi y llegamos a mi casa. Mi madre no llegó a ver el piso con la enorme terraza de Muntaner, sino un cuchitril del Born cuyas escaleras subió agotada. El piso de Muntaner solo pude enseñárselo por Skype, pues ya no se vio con fuerzas de volver a Barcelona, pero ella siempre decía que le gustaba mucho el anterior piso. Yo dormí en un colchón hinchable y ella en mi cama. Se acostó y me habló del motivo de su visita. Quería ver el nuevo despacho que estrenábamos y del que yo le había hablado. El día siguiente era sábado y la oficina estaba vacía, pero aún así ama se vistió como si fuera a asistir a un gran acontecimiento; se vistió como cuando ella me llevaba al pediatra del centro de Bilbao. Presentía que era el último acontecimiento importante que iba a ver. No me vería casarme, tener un hijo, ni nada de eso. Vería mi nuevo despacho, el fruto envenenado de tanto esfuerzo, la triste cosecha de nuestra vida conjunta. Por eso se puso sus mejores ropas. Se vestía así porque el acontecimiento lo requería, pero también por miedo a encontrarse con algún conocido mío y no estar a la altura. Por más que le insistía en que olvidara esas ideas, por más que le dijera que ella era igual que todos los demás, mi madre no me hacía caso. Eran demasiados años siendo la ignorante, la inculta, el hazmerreír de esas casas de señoritos que eran abogados como yo y que podrían saludarnos en el portal o a la salida del despacho. Tenía pánico de que se diera esa circunstancia: no estar a la altura, ser de nuevo la sirvienta de la que todos se mofan. Ella misma me lo confesó. Me dijo que en aquellas casas se burlaban de su acento gallego, de lo mal que hablaba castellano, de las cosas que no sabía. Cómo me gustaría partirles la cara a todos los que la hicieron sentir así, ignorantes seguro, como la mayoría de los que fueron conmigo a aquella universidad, hijos y nietos de los que a mi madre despreciaron, estirpe repugnante de piel de serpiente cubierta de pantalones chinos y mocasines. Ignorantes, digo, porque jamás les vi con un libro. Vi, sin embargo, a un miembro de un ilustre linaje hacer de trilero con el dinero recaudado para el viaje del fin de licenciatura. Imberbe, pálido, nariz aguileña, caminaba por el campus como los mafiosos en las películas de Brian de Palma.

Le enseñé el despacho a mi madre. Ella caminó por él. Pisó el suelo de madera noble. Contempló los mosaicos de escayola de los techos. Pasó la mano por el mármol de la entrada. Abrió algún libro de la sala de juntas. Y después salió a la calle, miró la galería a la que da mi despacho, me miró satisfecha y me dijo que era una suerte vivir en Barcelona, porque era perfecta para pasear. Eso fue exactamente lo que me dijo aquella soleada tarde de otoño.

Ella, que paseaba por las cuestas de Portugalete, creía que Barcelona era llana. Mi madre comparaba todo con su barrio. Su micromundo era aquel, y relacionaba todo con las calles en las que vivía desde hacía décadas. Si le decía que en Pedralbes vivían los ricos, ella decía que entonces era como Neguri. Si le señalaba dónde quedaba La Maquinista, ella decía que aquello era como el Max Center. Si le hablaba de Santa Coloma, ama decía que era lo mismo que Barakaldo. Cualquier lugar admitía la comparación con el territorio que ella dominaba. En el fondo tenía razón, porque todo se parece, y todo es distinto al mismo tiempo, excepto los bloques de pisos donde vive la clase baja que, esos sí, esos son iguales en todas las partes del mundo.

Aquella última vez que me visitó en Barcelona, mi madre vestía sus mejores ropas. Creo que fue su manera de despedirse. Yo no me había casado, ni había tenido hijos. Ya no se vestiría así para ninguna boda, bautizo ni comunión. Yo había conseguido, eso sí, un buen empleo en un despacho de abogados. Mi madre lo juzgó suficiente. Pisó aquel suelo de madera y creyó que todo había merecido la pena. Ella, que siempre se censuró con severidad, que nunca reparó en la necesidad de disfrutar de la vida; ella, que con amor y desprendimiento, sin que existiera una imposición explícita, me dedicó su tiempo y me dio su afecto, contempló aquel mármol y aquella madera noble del despacho de Barcelona, y por primera vez en su vida se juzgó a sí misma con complacencia. Fue estricta e incluso cruel consigo misma, pero aquella tarde de otoño relajó su exigencia. Se perdonó a sí misma todos aquellos pecados que nunca había cometido. Comió helado y escuchó a los músicos callejeros de las Ramblas. Tomó un vino blanco en el Tibidado y se montó en el teleférico de Montjuic. Paseó por la Barceloneta y se sacó una foto con un mimo de la plaza Cataluña. Todavía guardo esa foto en mi móvil. Llevaba gafas de sol y una blusa azul con flores estampadas. Era mi madre.

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