Alma

Alma


XXIX. Introspección

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XXIX

INTROSPECCIÓN

1

El destino había querido que, a pesar de los derrumbes, un tramo de tierra estrecho y alargado, como una pasarela, se hubiese mantenido en su sitio para que pudieran llegar hasta la entrada. Parecía el puente escuálido e imposible de un cuento de hadas.

Alma iba delante, caminando despacio, como si cada paso que daba requiriese un esfuerzo enorme; como si antes de posar el pie tuviese que detenerse a respirar, reunir fuerzas, asentar cosas en su interior, y entonces terminar el movimiento.

Jow y el resto miraban la estructura mientras andaban, sintiéndose extraños y tocados por sensaciones que apenas podían identificar. No eran sólo las sensaciones: se sentían como astronautas caminando por un paisaje alienígena que escapaba a las leyes físicas convencionales. Hasta les parecía que el simple acto de caminar se percibía diferente, como si entre paso y paso su cuerpo fuese cada vez más liviano. Los trozos de madera flotaban alrededor, a la deriva, describiendo giros suaves y una especie de órbita elíptica alrededor de la estructura principal.

Y las sombras… Las sombras que proyectaban la estructura y cada pedazo de madera y roca en suspensión, se movían como lo hacen las algas en el fondo marino, con suavidad, en direcciones dispares. Resultaba un espectáculo extraño, y Jow llegó a preguntarse si aquéllas eran sombras normales o, acaso, guardianes dormidos, centinelas que saltarían sobre ellos en cualquier momento. Al fin y al cabo ella los había visto emerger y confundirse con las tinieblas de cualquier esquina, como si se sirviesen o morasen en ellas.

La entrada, en cualquier caso, estaba justo delante; un muro de ladrillos que presentaba una abertura irregular, como si hubiera estallado desde dentro. El resplandor azulado escapaba a través de ella con una luminosidad que resultaba extrañamente hermosa.

Penny era quizá la que estaba más asustada. Caminaba la última, agarrada al brazo de Alfred, pero lo hacía por inercia, sin preguntarse siquiera qué hacía o si estar allí era la mejor opción para ella. Eran cuestiones que no tenían lugar en su mente; únicamente estaba, soportando aquella especie de terror animal en el pecho, pero eso era todo.

Pete vio cómo Alma llegaba ante el umbral y accedía al interior, sin detenerse. Había esperado, quizá, que se hubiese vuelto antes de entrar y le hubiera dicho algo al grupo, algo, cualquier cosa… algo quizá profundo de acuerdo a las circunstancias. Pero no hizo nada de eso: agachó la cabeza y cruzó la entrada. Pete intuía que aquél era el límite de algo, una frontera, un punto de inflexión en el que no era posible dar marcha atrás. Jow, que iba cogida de su mano, sentía lo mismo, y en cierta medida también Roy. Nadie les había dicho lo que encontrarían allí dentro, probablemente porque nadie lo sabía, pero cualquiera que fuese el combustible que los había llevado hasta allí en aquel viaje, se había acabado.

Lo que encontraron dentro

dentro.

2

Alma se encontró rodeada de una luz blanca, tan inmaculada y pura que tuvo que cerrar los ojos durante un breve instante. Se preguntó si estaba en el mundo terrenal o en algún otro plano, pero aún no tenía forma de saberlo. Colocó las manos delante de sus ojos y descubrió que estaban todavía allí; aún conservaba su envoltura física. Sin embargo, todo lo demás estaba fuera de lugar.

Se volvió, sólo para descubrir que la brecha de la entrada había desaparecido. Allí no había la estructura, ni la pared de ladrillos, ni ninguno de los otros, tan sólo el espacio, infinitamente diáfano, extendiéndose ante ella. Ni Jow, ni Pete, ni…

Estaba, o debía de estar dentro de la casa Taggar. Eso creía. Pero… ¿qué había pasado allí con la realidad de las cosas? ¿Había caído dentro del agujero? ¿Estaba… atrapada en una especie de limbo entre dos mundos, cayendo hacia alguna parte? ¿Había pasado tal vez al otro lado, a algún lado?

La luz empezaba a resultarle insoportable, y no por su intensidad, sino porque no había manera de saber si algo estaba cerca, o lejos, si miraba hacia un lado o hacia otro. El concepto de verticalidad terminó también por desaparecer. Alma tuvo que levantar otra vez los dedos y hacerlos bailar delante de sus ojos para convencerse no sólo de que estaba allí, sino para ser capaz de ver algo distinto a toda aquella blancura sin fin. Ver sus dedos danzando le daba algo a lo que aferrarse.

Después de unos instantes, empezó a preocuparse. ¿Y si eso era lo que le esperaba, y si eso era TODO? La nada… el vacío más absoluto, la eternidad sumida en una ausencia absoluta de cosas. ¿Y si estaba… muerta, a pesar de todo, y había quedado atrapada en algún vericueto desconocido de la eternidad? ¿Qué sabía ella, al fin y al cabo, sobre lo que había después, más que apuntes, borradores incompletos, pequeñas piezas de un puzle tan enorme y vasto que su mente humana, ligada a procesos orgánicos simples, no podía comprender?

¿Y si era eso?

Alma intentó hablar. Sólo por oírse. Sólo por reconocer la voz y romper aquella quietud sobrenatural.

—Soy… —empezó a decir, pero la palabra empezó a multiplicarse a sí misma y a extenderse a su alrededor: SOY SOY SOY SOY SOY, convirtiéndose en un escalofriante eco, regresando a ella con una potencia tan desmedida que tuvo que llevarse las manos a los oídos para intentar mitigar el sonido. SOYSOYSOYSOYSOYSOY.

Después de un rato, el sonido empezó a desvanecerse, apagándose paulatinamente hasta que sólo quedó un rastro lejano, como el arrullo del viento en la montaña: SOY… SOY… Su voz murió en alguna parte. Alma se quedó quieta, de nuevo rodeada del silencio más absoluto que hubiera soportado, sentido o intuido jamás.

Se quedó allí, flotando, sintiéndose confusa y perdida, con una sensación de claustrofobia creciente.

Con los ojos húmedos por las lágrimas, volvió a mirarse la mano, como si se echara de menos. Cinco dedos en movimiento en medio de una nada infinita e insoportable.

Eso era todo.

3

Penny pasó por la brecha, pero aunque había tenido cuidado de no separarse de Alfred, de repente se encontraba sola, completamente sola, en una habitación oscura cuyas paredes estaban forradas de elaborados paneles de madera, esculpidos con relieves y filigranas, y esa madera era negra, como casi todo lo demás. Una butaca oscura, un hogar oscuro como la entrada de una cueva rematado con una repisa de mármol oscuro, cuadros oscuros y tan deteriorados que apenas se distinguía qué representaban. Hasta la alfombra que se extendía ante sí era negra, con apenas unas trazas de diseños sucios que alguna vez debieron de ser serpientes enroscadas. Por todas partes, unas raíces tenebrosas, resecas y retorcidas se abrían paso entre las tablas del suelo, subían por las paredes y formaban una amalgama tenebrosa en el techo, de donde colgaba una descolorida lámpara, conformando un laberinto entrelazado que se confundía con los cristales esmerilados de aquélla.

De repente, sintió pánico. ¿Qué era aquel lugar? Se parecía tanto a la casa donde había crecido… aquel… mausoleo oscuro, patrimonio de su familia. El recuerdo la disgustó de inmediato. Y… ¿dónde estaban los demás? Era todo tan oscuro… tan oscuro… madera oscura, muebles oscuros… que se sentía como si le faltara el aire. Se volvió para mirar la brecha y descubrió que en su lugar había una enorme puerta de doble hoja decorada con exquisitez. El pomo, de cobre deslustrado, destacaba en el centro como una mano que pide ayuda con manifiesta desesperación. Penny recordó vagamente haber visto pomos parecidos en la casa de su familia.

El recuerdo, preñado de reminiscencias desagradables, la hizo lanzarse hacia la puerta con los brazos extendidos. Se quedó pegada a ella como una araña a una pared, el cuerpo apretado contra la madera. Las hojas se sacudieron, como respuesta, con un ligero temblor. ¡BAM! Respiraba con rapidez y torpeza, angustiada y confundida. Por fin, atinó a tirar del pomo y la puerta se abrió con un crujido seco, como el de un tronco que se quiebra en mitad del silencio de un bosque. Cuando empujó una de las hojas, sin embargo, se encontró con un pasillo oscuro bordeado por ventanas altas y estrellas. Parecía el escenario de una película de terror, una mansión victoriana de recargada decoración, techos altos, molduras tan elaboradas que constituían por sí mismas pequeñas obras de arte. Como la mansión familiar donde se crio. La luz que iluminaba la escena era pálida y mortecina, tintada de un azul deslustrado, como la que devuelve la luna tocada por el sol.

Penny no podía comprender lo que veía o lo que estaba pasando. Acababa de entrar en la casa Taggar… ¡La abertura debía estar allí!

Debía, pero no estaba.

Empezó a sollozar, respirando agitadamente.

Penny.

Soltó un pequeño grito. Había oído claramente su nombre, como si alguien le susurrara al oído: una voz bisbiseante, cuajada de un anhelo ávido y casi lujurioso que la hizo estremecerse. Se volvió de nuevo, pero allí no había nadie. La sala condenada por la vegetación se encontraba tan vacía como había estado antes. Pensó en fantasmas. Pensó que no estaba preparada para enfrentarse con algo así, y su mente, prisionera de los químicos atroces del pánico, dedicó unos segundos a considerar si debía quedarse en la habitación o salir corriendo por el pasillo.

No se dio tiempo a llegar a una conclusión. Antes de que pudiera decidir nada, había cerrado la puerta y se encontraba mirando la estancia con los ojos abiertos como platos, el pecho subiendo y bajando víctima de un corazón desbocado.

Mientras espiaba cada una de las sombras oscuras de la estancia, en particular la boca ominosa del hogar, alto y ancho en exceso, descubrió un par de puertas, mucho más pequeñas, que se abrían a ambos lados de la chimenea. Parecían, tal vez, puertas de servicio. Penny no estaba segura de que ir hacia ellas fuese una buena idea; al fin y al cabo, parecían adentrarse en la casa, y la casa representaba a la Marea Negra: la muerte que estaba consumiendo al mundo. El pasillo que tenía a su espalda, por otro lado, era demasiado largo y oscuro. Ni siquiera estaba segura de haber visto algo al fondo, como si condujese al vacío.

Por fin, reunió fuerzas para avanzar hacia el otro extremo de la sala, y se lanzó a través de ella con paso presuroso. El suelo crujió amenazante, como si fuera a romperse en cualquier momento.

Penny…

El corazón le dio un vuelco en el pecho. Esta vez había sido inequívoco: alguien acababa de susurrar su nombre, otra vez. Un llanto histérico y urgente le sobrevino mientras extendía los brazos hacia la puerta.

Cuando llegó a la pared, sin embargo, se encontró con un único panel de madera que la cubría por entero, sin que hubiera en ella ningún indicio de ninguna puerta. Penny se quedó mirándola, confusa y asustada. ¿Se había confundido? ¿Había visto una o dos puertas? Rápidamente, se dirigió al otro lado de la chimenea para encontrarse con la misma pared uniforme, sin aberturas.

—No… —dijo.

Penny.

Dio un brinco, superada por un pánico creciente que empezaba a doler como un infarto. El aire… El aire era del todo insuficiente, de eso estaba segura. Le estaba costando demasiado respirar. Y la voz… Esa voz había sonado aún más cerca, como si le hablaran desde dentro de su cabeza. Más cerca. Más anhelante. Más ansiosa. Más.

—¡No! —chilló.

De pronto, un crujido trepidante la hizo enmudecer y encogerse. Sonaba como si la casa, con toda aquella madera, se hubiera partido por la mitad. Después sobrevino el silencio… unos instantes de incertidumbre, hasta que una suerte de ruido empezó a sonar por todas partes, como si varios troncos se frotaran entre sí, o se arrastraran a través de la maleza. Sonaba a maleza. A raíces. Penny, que miraba alrededor con los ojos muy abiertos, empezó a captar movimiento con la visión periférica, algo inaprensible, casi inapreciable, hasta que comprendió lo que ocurría: eran las raíces oscuras, que se deslizaban lentamente, como si no quisieran ser detectadas, desplazándose por las paredes, superando los relieves de las marquesinas y los mamparos. Cuanto más las miraba, más evidente era.

Las raíces se arrastraron hasta el suelo y allí empezaron a elevarse con cierta parsimonia, dando lugar a una forma alargada y adusta, siempre creciente. Penny estaba hipnotizada, a caballo entre la negación y el terror provocado por lo desconocido. Ver las raíces evolucionar y crecer, entrelazándose para construir lo que parecía ser una suerte de figura, era un espectáculo del que no podía apartar los ojos. Ahora parecía que emergían dos prolongaciones cimbreantes que se elevaron con suavidad hacia arriba para caer después, doblándose por lo que parecían codos. En la parte superior, las puntas finales de las raíces, llenas de pequeños filamentos sinuosos y delgados como las extremidades de un insecto, se anudaron para conformar lo imposible: un rostro enjuto y ceñudo que parecía mirarla directamente desde la negrura de la ausencia de ojos.

Penny se quedó mirando aquello, segura de que estaba enfrentándose a algún tipo de forma vegetal, un elaborado arbusto que había crecido ante sus ojos, sí, pero simplemente un arbusto. Cuando empezó a moverse hacia ella, el desconcierto la dejó tan petrificada que no pudo reaccionar.

—Penny…

4

—Hola, niña —dijo una voz.

Jow pestañeó. Reconocía, de manera inequívoca, el lugar en el que estaba. No era la casa Taggar, y por descontado, no era el agujero. No. Era la casa, aquella casa… la casa en la que había vivido con su padre cuando tenía doce años, con sus muebles dispares y el viejo televisor Philips ocupando un lugar destacado del salón. Allí estaban las butacas de mimbre, el espantoso y viejísimo sofá de color azul, y aquella mesa blanca mil veces remendada por tantas manos de pintura que los goterones blancos formaban nudos y rugosidades en su castigada superficie. Y la estantería, enorme, pesada a la vista, desconectada del resto de la decoración y repleta de libros de colección que nadie había leído y que nadie leería nunca: clásicos de Jane Austen, Emily Brontë, Dickens y Orwell.

Y él.

También estaba él.

Jow no había pensado en él desde que se marchó de casa el mismo día que cumplió catorce años. De hecho, no había pensado en nada de todo aquello desde entonces. Aquel día no lo celebró con amigas; se levantó temprano y se metió en la cocina, preparó un enorme pastel de queso y manzana, el que más le gustaba de todos, y cocinó una enorme fuente de patatas fritas, beicon, salchichas, huevos y judías. Hizo un cuenco gigante de puré de calabaza, preparó costillas en salsa barbacoa, una sartén entera de aros de cebolla, una cacerola de albóndigas con tomate y helado de mora casero, con mucho, muchísimo azúcar. Preparó cada cosa que le gustaba, y de cada cosa hizo una cantidad suficiente para una semana. Sus favoritas. Todas. Luego, se duchó, se vistió, metió algo de ropa en una pequeña bolsa de deportes y esperó pacientemente a que él volviera a casa. Lo hizo tarde, como de costumbre, y también como de costumbre, lo hizo con una o diez copas de más. Ella lo esperaba sentada a la mesa de la cocina, con una expresión neutra. Sobre la mesa y la encimera, todo alrededor, descansaban los platos y bandejas a los que él dedicó apenas un vistazo. Para su sorpresa, avanzó hacia ella haciendo bambolear su enorme barriga para colocar un pequeño paquete, primorosamente envuelto, sobre la mesa. El papel de regalo decía FELICIDADES en varios idiomas.

Jow miró el paquete con una expresión de sorpresa, tan ilusionada como conmovida. De repente, todo lo que había sentido, preparado y planeado, pareció tambalearse: había estado segura de que él no recordaría su cumpleaños como no lo había hecho desde que era pequeña.

Lo miró. Él sonreía, con los ojos pequeños enrojecidos por el alcohol.

La decisión de abrirlo, o dejarlo, le costó un terrible esfuerzo. Lo había pensado mucho, muchísimo; había hecho planes, había buscado, encontrado, llorado, se había acordado de su madre y de la felicidad que habían disfrutado en casa antes de que ella falleciese, y de cómo las cosas habían cambiado. Y le había dolido, por supuesto, pero comprendió que debía priorizarse, que seguiría pasándolo mal si no comprendía que lo único que importaba era ella misma. Si no comprendía quién era, y que no podía pasar los días lamentándose por las cosas que había perdido. Si no comprendía que lamentarse, recrearse en el dolor y en el pasado sólo iban a impedirle convertirse en la persona que estaba destinada a ser.

Abrir el paquete era una manera de darle una nueva oportunidad al dolor. Si abría el paquete… si lo tocaba siquiera, tendría que retrasar su marcha. Sería una manera de echarlo todo a perder. De echarse a perder.

Pero lo miró. Lo miró y encontró de alguna manera al hombre que la había llevado a ver a los ponis y que la había paseado sobre sus hombros y le había preparado toneladas de palomitas de maíz mientras veían, juntos, películas de Disney, porque eso era lo que habían hecho cuando estaba mamá… Y con una lágrima en los ojos, acercó una mano temblorosa al paquete y lo cogió.

Lo abrió con delicadeza, profundamente conmovida. Pero no era un regalo de cumpleaños, era una promesa de futuro. Era…

El contenido se reveló ante ella en todo su esplendor.

Era un consolador, rosa y enorme, tan feo como abyecto.

El padre soltó una pequeña carcajada.

—¿Te gusta, cariño? —preguntó con su acostumbrado tono de voz ahogado en alcohol y tabaco.

Jow no dijo nada. Con mucha delicadeza, dejó el pene de plástico rosa sobre la mesa y se levantó con visible tranquilidad, como si cada movimiento le costara un esfuerzo. Luego cogió la bolsa de ropa que había dejado a un lado de la silla y se la colgó del hombro. El padre la miraba aún con una sonrisa, pero ésta se había quedado congelada en una expresión confundida, como si empezara a intuir lo que estaba a punto de pasar. Por último, aquella Jow de catorce años se acercó él, le dio un suave beso en la mejilla y se fue.

Ahora estaba allí otra vez, sentado en el sofá azul, con sus calzoncillos blancos, su camiseta interior blanca, su barba descuidada y su pelo negro pegado sobre la frente. Igual que lo recordaba, en la misma habitación que había expulsado de su memoria, impregnada de aroma a colonia barata y tabaco.

Él. Otra vez. Quitándose los calcetines para dejarlos en el suelo, hechos un ovillo sucio, y resoplando como un animal herido.

—Niña.

Y Jow quiso decir algo, pero de repente no era ya una mujer adulta hecha a sí misma, no había estudiado una carrera universitaria pagada con su trabajo en bares y tiendas ni conocido a Alma o a Pete; ahora tenía trece otra vez, y cuando él se llevó la mano a los calzoncillos y la introdujo para tocarse la entrepierna

«Niña»

ella se quedó congelada e inmóvil, como ausente, su mente escapando a algún refugio interior. Lejos. Lejos, dentro y atrapada.

5

«¿Música?».

«¿Es… música?».

A Carol le gustaba pasear con música, recuerda en la confusión del instante. Era su forma de evadirse del mundo. Por cada canción había una historia que se inventaba, con personajes que se enfrentaban, luchaban, se amaban, sufrían pérdidas, obtenían recompensas y emitían juicios sobre cualquier cosa. Su imaginación era tan potente que sentía las despedidas, le dolían las penas, la animaban las sorpresas y las alegrías. A veces, esas sensaciones eran tan intensas que se veía obligada a dejar de escuchar una canción determinada porque le era imposible no asociar la música a sus propias historias, y por ende, a esas sensaciones. Pete tenía una canción propia también, como casi todo lo que le provocaba sentimientos. Había una canción para su primera cita, para la primera vez que yacieron juntos en la cama, para la primera vez… la primera vez…

Ahora, por las noches y sin querer, mientras preparaba la cena, les contaba cuentos a sus niños. Aún no habían llegado, pero estaban ahí, en alguna parte, dentro de ella. Intentaba enseñarles la cantidad de cosas que tenían por vivir, la magia que sigue perdurando en la naturaleza, o el inmenso placer que existe en las cosas pequeñas, como pisar la arena caliente de la playa o meter los dedos entre los granos de café.

Pete entendía porque su mujer era tan buena maestra. Era una niña grande, llena de magia y fe por las cosas invisibles. Mientras conducía, por ejemplo, no prestaba atención al tráfico; su mente se entretenía dibujando paisajes imposibles al son de las notas.

Pero desde hacía un tiempo… Desde hacía un tiempo las cosas habían cambiado. Llegaba a casa tarde después de trabajar todo el día, y… ya no reconocía su hogar. Era su casa, sí, y todo estaba más o menos en su sitio, igual que siempre, pero la magia y la música estaban prácticamente desaparecidas. Podía oír desde donde estaba trabajando cómo Carol canturreaba, pero siempre en voz baja, más para ella misma que para él, o para ellos. Ya no se escabullía en su despacho para colarle tonterías en sus artículos, gastarle bromas o besarlo. Se quedaba en la cocina o en el comedor, susurrando canciones, sola.

Sola.

Pete quiso acercarse, pero por algún motivo no lo hizo. No era su culpa, era… era ella, que seguía enclaustrada en unos eternos veinte años. Pete estaba buscando un futuro mejor, muy concentrado en su trabajo. Necesitaba concentrarse en lo que estaba haciendo para conseguirlo, y formar una familia. Era una buena razón; trabajar y esforzarse, aunque eso le consumiera casi todo el día. Carol… Carol lo entendería, estaba seguro, y las cosas volverían a ir bien porque era lo correcto. Así que dejó que los días pasaran, cada vez más separados, cada vez más distanciados… y entonces ella, un día, cogió su música, se subió al coche y…

El coche. El coche que…

Pete abre los ojos, como volviendo a la vida. Coge aire como si le hubiera hecho falta desde hacía varios minutos, y entonces descubre…

Un bosque. Una carretera.

Pete parpadeó varias veces, intentando asimilar lo que veía, pero la imagen no dejaba lugar a dudas. Era un bosque, con una carretera cruzándolo, un bosque que, por alguna razón, despertaba ecos en su recuerdo, como si…

Negó con la cabeza.

No podía estar en un bosque, y desde luego no podía estar en ese bosque. Estaba en el interior de la casa Taggar, acababa de cruzar el umbral circundado por ladrillos baratos, burdamente colocados para tapiar la entrada, y Jow…

Se volvió, sobresaltado.

Jow. ¿Dónde estaba Jow?

La entrada había desaparecido. También Jow, y todos los otros, por añadidura. No había ni rastro del resplandor azul, ni de las tablas negras o las rocas volando. La única realidad que tenía ante él era…

El bosque.

Ese bosque. Esa carretera.

Habían pasado muchos años, pero ese recodo…

De pronto, Pete se quedó mirando la marca blanca que indicaba el punto kilométrico, superado por la estupefacción. Kilómetro 100.

El terror se asomó a sus ojos. Era ese bosque, la misma carretera que describía una curva, el punto exacto en el que su mujer se había matado unos años antes.

Era, otra vez, Beachy Head.

Sacudió la cabeza, intentando comprender lo que estaba ocurriendo, pero no tuvo tiempo de analizar nada: el ruido de un motor empezó a llegar hasta sus oídos, ronco, grave y hasta amenazante.

Y lo supo. Supo mucho antes de que el coche se hiciera visible tras la curva que el sonido pertenecía al coche de Carol, aquel Mini de color melocotón con bandas negras que él tuvo que terminar de pagar. Cuando lo vio aparecer, con sus faros redondos en primer término, sus ojos se abrieron de par en par, sobre todo por la comprensión fatal de que era él quien estaba justo en mitad de la curva.

A pocos metros de donde él estaba, clavó los frenos y dio un volantazo hacia un lado, como si tratara de evitarlo. El sonido de las ruedas chirriando lo hizo encogerse, pero no reaccionar. El Mini pasó a escasos centímetros de su cuerpo, arrastrando tras de sí una bocanada de aire que le sacudió la ropa. Era demasiado pequeño para un viraje tan brusco: se ladeó casi de inmediato y perdió agarre, dando un par de aparatosas vueltas de campana. Terminó arrastrándose de costado con un chirrido estridente y se dirigió a gran velocidad hacia el borde de la carretera. El Mini pareció volar durante un par de segundos, una forma metálica a la que el sol arrancaba pequeños destellos, para luego caer hacia la ladera.

—¡No! —chilló Pete.

Con el corazón latiendo a toda prisa en el pecho, Pete se lanzó hacia el extremo de la curva por donde el Mini había salido despedido. Llegó a tiempo para verlo rodar, levantando polvo y tierra, mientras daba vueltas y más vueltas, recibiendo impactos en la carrocería. Los cristales estallaron. El techo se hundió una, dos y hasta tres veces, mientras él corría entre la tierra levantada. En un momento dado perdió la estabilidad y se precipitó hacia adelante, resbaló varios metros ladera abajo chocando con trozos de roca y raíces, y al cabo consiguió, por pura inercia, volver a incorporarse. Ni siquiera fue consciente de las heridas sangrantes en los brazos y las rodillas: todo lo que quería era llegar hasta el coche.

—¡CAROOOOL!

El Mini golpeó contra un tronco y se detuvo, un amasijo retorcido y polvoriento sobre el que caía ahora una copiosa lluvia de hojas y ramas secas. Había tanto polvo en suspensión que cuando Pete llegó hasta él se vio obligado a toser con intensidad.

La vio incluso antes de que intentara abrir la puerta, con la cabeza ladeada y el cabello rubio cayendo a un lado.

—¡CAROL, CAROL! ¡CAROL!

La puerta estaba trabada, hundida por varias partes. Pete se agarró a la lámina metálica e introdujo los brazos a través del cristal del conductor para tocarla. Era ella. Ella, en verdad. Ella otra vez.

—¡Carol!

Su cuerpo estaba cubierto de cristales diminutos, y en su regazo descansaba la cajita verde con los discos de la música que le gustaba escuchar mientras conducía. La guantera estaba abierta, y su contenido se había esparcido por todo el interior: el resguardo del seguro, el manual técnico del vehículo, un pequeño panfleto con la LISTA DE OBSEQUIOS Y VENTAJAS QUE USTED PUEDE CONSEGUIR AL FORMAR PARTE DE NUESTRO CLUB PREMIUM. Y sangre. Había sangre en el volante, en los asientos de cuero, en su pelo, sucio y apelmazado sobre el espanto rojo de su frente.

—¡Carol!

Carol se estremeció, como si acabara de despertar de una pesadilla. Pete empezó a llorar con más fuerza, sollozando como un niño pequeño en mitad de un berrinche. Una película densa y transparente colgaba de su nariz hasta su boca.

—Pete… —susurró Carol. Compuso una expresión de severo dolor y se quedó otra vez quieta—. Pete…

—Carol… ¡Carol!

Empezó a buscar en sus bolsillos. El móvil, necesitaba el móvil; tenía que llamar, avisar a una ambulancia, a alguien. En su cabeza se sucedían pequeños recordatorios sobre cómo actuar en caso de accidente, parpadeando como luces de emergencia de un color rojo intenso: «Evite que los heridos anden. La velocidad de respuesta es esencial. No haga nada que no conozca como remedio útil y correcto. No mueva o toque a los heridos que puedan sufrir contusiones graves». Pero el móvil no aparecía por ninguna parte.

—Carol… ¡aguanta, Carol!

Ella abrió los ojos, blanquísimos en contraste con el rojo encendido de la sangre que cubría su cara, y clavó la mirada en él.

—Pete… —susurró—. Por… qué… me has… matado.

Pete sintió una punzada de dolor tan grande que creyó desmayarse.

6

—Has vuelto… —dijo la criatura.

Penny negó con la cabeza. Su voz se asemejaba más al desapacible correteo de un millón de patas de insecto sobre el suelo del bosque que a otra cosa.

—¿Has comprendido? —dijo otra voz.

Penny se volvió hacia el origen del sonido. Allí al otro lado de la mesa, había una segunda criatura, fabricada también por la unión de un centenar de raíces. Ésta, por el diseño de sus facciones, parecía tener rasgos masculinos.

Penny no dijo nada, estaba demasiado confusa y asustada como para reaccionar. Miraba a una y a otra alternativamente.

—La casa —susurró la criatura femenina moviéndose con tanta lentitud como dificultad. Las raíces crujían de manera casi imperceptible, amenazando con desmenuzarse a cada quiebro. La cabeza se inclinaba con espasmos, como con esfuerzo.

—Lo entregarás todo a la casa —dijo él.

Y él…

Él no. Su rostro.

Penny se quedó mirando su rostro. Su rostro vegetal construido con pequeñas puntas de raíz; su rostro, que empezaba a sugerirle rasgos específicos: la nariz con remarcados tintes aristocráticos, los pómulos alzados, los labios gruesos y generosos, la forma de la barbilla… empezaban a cobrar nitidez y volumen, como si de entre los huecos de las raíces nudosas y retorcidas surgieran membranas transparentes que le dieran una apariencia mucho más sólida.

—Todo a la casa. A las raíces de la tradición.

—Las raíces —dijo ella.

Penny se sintió empujada hacia abajo, hasta el punto de casi perder el equilibrio. Pero no la empujaban desde arriba, tiraban de ella hacia abajo. Cuando quiso darse cuenta, un grupo de raíces se había arrastrado por el suelo y la había apresado por los pies. En ese momento, dos cepas gruesas que parecían hechas de cuero se enredaban en sus manos surgiendo por debajo de sus antebrazos, aprisionándola. Penny lanzó un grito desgarrador, moviéndose con todo el cuerpo para intentar zafarse, pero sin conseguirlo.

—Y dejarás de ser una puta lesbiana —dijo él.

—Abandonarás esa mierda de arte de lesbianas —dijo ella.

—Te concentrarás, Penny, en la casa. En la tradición.

—La tradición familiar —soltó ella.

Las palabras resonaron en su cabeza como un mazazo. Sacudió la cabeza, perpleja. Las palabras. Esas palabras. Las recordaba con una nitidez sobrenatural, como si le hubieran sido dichas días antes y no en los albores de su juventud. «Puta lesbiana». «Arte de lesbianas». Las recordaba porque las había repasado, revivido y revisitado durante varios cientos de ocasiones durante toda su vida, a veces con una lágrima en los ojos. Fueron las palabras que se pronunciaron aquella Navidad cuando, en mitad de la fastuosa y magnificente cena tradicional de Nochebuena, vestida con las mejores galas de su enorme vestidor, ella anunció a la familia que quería estudiar Bellas Artes. La vieja tía Mary se levantó de la silla tirando el vaso con ponche diciendo que aquello era sólo una consecuencia funesta del hecho de que ella fuera una «lesbiana perversa». Penny se puso roja, encendida, con un severo temblor en la mandíbula. La familia al completo la miraba, ceñuda y afectada, repleta de miradas acusadoras. El tío Jorge, abogado; su padre, John McGregor y su hermano John McGregor junior, ambos abogados; tía Emma, que había parido la insólita cantidad de cinco hijos y era el orgullo de todos; su hermana Ross y toda la colección de cuñados y cuñadas, todos ellos abogados. Era la tradición: dedicarse a la abogacía. Penny no tenía ni idea de cómo la vieja y antipática tía Mary podía haberse enterado de lo que era su mayor secreto, pero acababa de poner las cartas sobre la mesa y, a juzgar por las miradas evasivas o acusadoras del resto de la familia, era algo que se conocía.

Puta lesbiana. Arte de lesbianas.

Sí, era lesbiana. Y odiaba las carpetas, los sellos, las plumas, los documentos interminables y enrevesados, los libros de leyes, los procesos, los engranajes y mecanismos de aquella profesión que parecía servir a un bien elevado pero sólo estaba al servicio del talento personal, el dinero y el juego sucio.

Pero Penny no pudo soportar la presión y renunció a sus pretensiones de ser artista. Sobrellevó los psicólogos, las charlas de los sacerdotes y del médico de la familia, y empezó a estudiar Derecho, citándose con algunos chicos que su padre encontraba aceptables: muchachos dóciles hijos de padres adinerados con buenas mansiones en la ciudad. Penny lo intentó, pero las relaciones afectivas no la llenaban, y el sexo era peor que horrible, repugnante y vejatorio. Y se apagó, se apagó tanto que terminó con problemas graves de depresión. Duraron cuatro largos años, hasta que un doctor de Berlín le aconsejó que trabajara un tiempo con sus manos. Penny empezó a recuperarse. Fue el arte, y alejarse de su entorno familiar, los que la hicieron florecer de nuevo. En el arte encontró también a su amor, Virginia Hirsch, con quien se fue a Amsterdam a vivir.

Y ahora estaba otra vez atada, mirando con lágrimas en los ojos a aquellas criaturas hechas de raíces profundas y de aspecto vetusto que le hablaban con aire recriminatorio.

—No… —exclamó.

—Te quedarás aquí —respondió él.

—Entre estas paredes —dijo ella.

—Y las honrarás.

—Y volverás al camino recto de la familia.

—A tus raíces…

—No… —gimió Penny.

Pero las raíces seguían creciendo a sus pies, trepando por sus piernas y produciéndole dolorosas laceraciones a medida que se apretaban contra su cuerpo, por los brazos, ramificándose hasta su pecho. Penny miró hacia abajo y se encontró sepultada, enterrada en raíces oscuras y muertas. Raíces.

7

Era la mirada lo que le dolía, no las palabras. Las palabras son medios, instrumentos que pueden doblegarse, interpretarse y sentirse de una manera o de otra. La mirada era inequívoca. Allí había reproche. Un reproche claro, preñado de una intensidad tan arrebatadora que Pete la percibió como una puñalada en el corazón.

«¿Por qué me has matado?».

Quiso decir algo, hipnotizado y horrorizado como estaba, sobre todo por la cantidad de sangre que cubría su rostro. Las gotas se le quedaban suspendidas en la punta de la nariz, engordaban y caían sobre el cuello de la camisa. Pero no pronunció palabra. No pudo. Ni siquiera sabía dónde estaba, si atrapado en el ayer o en el ahora, en el pasado o en algún recoveco mental de la casa Taggar. Sólo existía ese momento, el ahora en el que Carol, su mujer, estaba perdiendo la vida por segundos, desangrándose, sufriendo probablemente heridas internas graves. Porque Carol se había salido de una curva derrapando en la carretera, pero nunca se supo el motivo.

¿Y si había sido él el motivo?

En su cabeza, en ese momento de confusión terrible y dolorosa, lo era.

Quiso decir algo, sí, pero no pudo.

—Yo te amaba, Pete —susurró ella.

Pete redobló la intensidad de su llanto, entregándose a un lamento tan puro que parecía salir de sus pulmones.

—Pero tú… nunca estabas. Y ahora me has olvidado…

Pete negó con la cabeza y balbuceó algo incoherente. Quería decir mil cosas, quería explicarle… decirle que había vivido tres años sin ser capaz de pensar en otra cosa que en ella, que la había echado tanto de menos que a veces se olvidaba de respirar.

Carol dejó caer la cabeza con un gesto tan brusco que Pete pensó, por un instante, que eso había sido todo. Que había

«muerto»

vuelto a pasar, otra vez, sin que hubiera podido hacer nada por impedirlo. Otra vez. Su rostro desapareció entre la maraña de pelo. Sin embargo, un instante después, volvió a levantar la cabeza. Su pelo había cambiado: ahora era más corto y rizado, encendido por brillos áureos, y al volverse hacia él, sus ojos eran azules y claros. Pete se quedó congelado, incapaz de reaccionar. No era Carol, era Jow quien estaba al volante. Jow, con la cara cubierta de sangre y una brecha oscura y violácea cruzándole la frente.

—Y lo primero que has hecho —susurró ésta con la voz dulce que él conocía tan bien— ha sido llevarme al peligro.

—No…

—¡Y no te importó! —gimió Jow—. Me seguiste porque no te importaba perderlo todo…

Pete se encogió sobre sí mismo. Su mano flotaba en el aire, temblorosa, moviéndose alrededor del rostro de ella como si quisiera acariciarla, pero sin atreverse. Pero de pronto, antes de que pudiera darse cuenta, era Carol otra vez.

—Me salí de la curva porque pensaba en nosotros —exclamó Carol—. Porque esa noche discutimos…

—No… —dijo él, ronco.

Ahora era Jow.

—Porque cuando hacíamos el amor —dijo— veía los ojos de Carol en los tuyos…

—No…

Era Carol de nuevo.

—Porque estábamos tan apagados, Pete…

—No… ¡No!

—Estaba tan triste…

Pete se apartó de la ventana, trastabillando hacia atrás hasta caer sentado entre la hojarasca, alborotada por las innumerables vueltas de campana del coche.

Carol, o quizá Jow, se asomó a la ventana del conductor, estirando un cuello desproporcionadamente largo a través de ella. Sus manos se aferraban a la maltrecha puerta dejando huellas sanguinolentas.

—¿Tú amas, Pete? —preguntó. Su voz era una mezcla confusa de los tonos de las dos mujeres—. ¿Ése es tu… gran amor? ¿Por eso lo pones en peligro cada vez, todas las veces?

Pete no pudo responder. Estaba mirando con ojos despavoridos cómo la cabeza seguía proyectándose fuera del coche, los ojos inyectados en sangre con un feroz brillo carmesí.

El metal de la puerta crujió bajo sus dedos.

8

Alma llevaba flotando en aquella deslumbrante blancura tanto tiempo, tanto… que empezaba a sentirse perdida y desorientada. Nunca había estado ni se había sentido tan aislada, tan desconectada, tan… sola.

No comprendía qué era aquello.

El temor absoluto y profundo a que esa realidad fuese todo lo que iba a ver y a sentir por el resto de sus días, quizá por toda la eternidad, empezaba a agobiarla, a hacerla sentir agobiada.

Sus pensamientos, urgentes, apelmazados, difíciles, se habían adueñado de ella, y era en verdad una sensación nueva. Alma estaba acostumbrada a manejar los pensamientos conscientes, considerándolos con exquisito cuidado porque eran voces del ego; hacía mucho que había desviado su manera de entender las cosas hacia su yo interior, hacia la información que venía por cauces naturales, hacia lo que percibía por la mera observación de la gente, de las cosas, de su entorno, sin dejar que los prejuicios y los pensamientos la enturbiasen. Sentir, más que pensar. Sentir, para Alma, era algo natural. Pensar, por el contrario, requería esfuerzo y energía. Sentir era pasividad, inacción, silencio. Pensar, como la ira, la angustia, la tristeza o la violencia, necesitan energía porque son cosas que van contra la naturaleza, como intentar nadar contracorriente. Sentir era tan natural en Alma que ahora que no podía conectar con nada más que ella misma se encontraba agotada, exhausta en su cadena de sensaciones infectadas de incertidumbre. Estaba luchando porque no había aprendido a no luchar. Nunca se había enfrentado a ardides religiosos, por ejemplo, y el periodo educativo, que se basa por completo en el conflicto, lo había soslayado por entero.

Estaba cada vez más y más agotada. Deseaba regresar, escapar, salir, y desear lo que no estaba a su alcance le estaba produciendo infelicidad, porque no aceptaba su presente. Estaba en un tiempo eterno de búsqueda, tan vacío y estéril como la nada que la rodeaba.

Después de un rato, entró en un estado de miseria tan acuciante que dejó de sentirse identificada consigo misma, como si habitara un cuerpo que no era el suyo, como si la persona que flotaba en aquella deslumbrante claridad no fuera Alma Chambers, sino otra persona. De hecho, ahora casi podía verse a sí misma desde fuera, y se detuvo en detalles como el recogido del cabello, la forma de la cara y los ojos tocados con un círculo brillante que les daba la apariencia del hielo. Era ella misma, pero a la vez una parte, su parte terrenal. Y estaba delgada, maltrecha, sucia y oscurecida. Olvidada. Sola. Anulada. Cuando comprendió eso… cuando se observó desde fuera y se miró con la curiosidad de un niño ante algo desconocido, se detuvo, perpleja. ¿Qué estaba haciendo? O mejor dicho, ¿qué había hecho? ¿Qué la había conducido hasta allí, hasta ese… estadio de tristeza y abandono personal? ¿Por qué había incurrido en esa falta de respeto hacia sí misma, anulándose de esa manera? La respuesta la sabía porque conocía de sobra las voces iluminadas de los grandes maestros espirituales, y ese conocimiento la golpeó con la contundencia de un mazazo: la respuesta era… falta de amor propio, por supuesto. El ego, henchido de miedo.

Ese ego-miedo, había aprendido Alma, se alimentaba de tristeza interior profunda tanto como la generaba. También había aprendido que la tristeza era, en esencia, sufrimiento en estado puro. Era miedo (siempre el miedo) a sentir dolor, y eso conduce de manera inevitable a un bucle infinito y agotador. Fricción, otra vez.

¿Qué era lo contrario a la tristeza?, se preguntó Alma.

«La aceptación», pensó.

La aceptación era un estado de ausencia de miedo.

Alma empezaba a darse cuenta de que había empezado a dudar (sobre todo de sí misma) después de la explosión. Debido a eso, su ego había tomado el control, protegiéndola y atacándola con terrible ferocidad. Y lo había hecho porque surgía de un punto muy localizado: de la tensión producida entre lo que era y lo que quería ser.

Se quedó quieta durante un rato, interiorizando esas conclusiones, que cada vez parecían tener más fuerza y sonaban mejor.

¿En qué punto se había distanciado tanto de sí misma? ¿Dónde y cuándo? Alma sabía, desde luego, que trabajaba para un bien común. Lo que ella hacía con su trabajo era el resultado de aplicar, y sentir, amor incondicional. Amor puro, sencillo, donde no cabían grises ni resquicios. Entonces, ¿qué fallaba en ese esquema? Si su amor era legítimo y bueno, ¿dónde estaba el fallo?

El fallo, descubrió de repente, era ella misma. Podía generar amor y regalarlo a manos llenas, pero no se consideraba merecedora de él. Esa pieza clave del puzle de su desarrollo vital la sacudió con violencia, y el nombre de John afloró, rápida e inevitablemente, a su mente. John… «John». Se había apartado de todo cuando John se marchó; se podía decir que había dejado que un muro gris y terrible se levantara entre ella y el amor. Si bien era cierto que ese muro la había mantenido estable durante décadas, la llegada de Jow lo había resquebrajado. Jow había ido venciéndolo y sacudiéndolo, pasando a través de él y llegando muy dentro en su otrora inexpugnable fortaleza. Y al llegar allí dentro, por supuesto, liberó a su ego con todos los viejos miedos que solía manejar, sobre todo…

Sobre todo el miedo a ser abandonada otra vez.

Estaba comprendiendo, sí.

Era el miedo. Otra vez el miedo, su gran asignatura pendiente. La gran lección de la humanidad. Siempre el miedo.

Tan pronto asimiló eso, empezó a relajarse. Con la calma llegó la paz interior y la intuición necesaria para descubrir que toda esa luz blanca, inmaculada, diáfana e infinita era…

«Soy yo…».

Sí. Era ella misma. Descubrirse así la sacudió con una suerte de felicidad instantánea que la recorrió como una descarga eléctrica. No estaba en medio de nada, no había llegado a ninguna parte: estaba mirando hacia dentro. Sola. Eterna. Inabarcable. Intocable. Indestructible. Ella y ninguna otra cosa. Era el Ciento Ocho: un círculo infinito.

Ahora sabía que esa otra parte que había dejado de lado durante décadas era inseparable, indivisible, inevitable, porque todas las experiencias que había vivido, todas sus afirmaciones y contradicciones, lo que había hecho y lo que no, TODO formaba parte implícita e inherente de lo que era ella. Y sabía también que todo había sido necesario para llegar donde estaba. Ahora. Aquí. El único momento existente. La única realidad. Ella, otra vez.

Y entonces, con cierta delicadeza, tomó la mano de su yo olvidado y la sujetó fuerte, muy fuerte, cerró los ojos y se dejó inundar por su calidez cercana e íntima. Después de unos instantes, el amor que sentía por esa figura maltratada brotó de una manera natural y las envolvió, devolviéndole todo lo que se había impedido sentir: cantidades de amor infinito sincero. Y lo hizo sin esfuerzo, sin gastar energía. Y se entregó a la blancura cegadora que, momentos antes, le era desconocida y amenazante. Vio al miedo de su ego y lo entendió, le susurró: «Aquí estás, aquí estoy. Vamos a estar bien», liberándose al fin de sus artimañas llorosas. Y el miedo desapareció, la inquietud se esfumó, aceptó el dolor de todos esos años ignorados y lo vació. Se dejó mecer por el arrullo suave de su propia existencia, otra vez completa, y por tanto, formando parte de cada pequeña cosa en el universo.

Y cuando estaba disfrutando de eso, latiendo en el silencio como el corazón de un pequeño pajarillo, una luz azulada empezó a penetrar a través de sus párpados, forzándola a abrirlos.

9

—Niña —dijo el padre—. Ven aquí un momento.

Jow, que tenía otra vez trece años, se quedó congelada. Ésa era siempre la manera en la que empezaba todo. «Ven aquí un momento». Siempre. Luego seguiría el «Hazme mimitos» y las caricias con las que él la regalaba, siempre en silencio, roto tan sólo por la respiración entrecortada de él, cada vez más cerca. El proceso era largo, larguísimo, por lo general mientras veían la televisión. Un dedo sobre el hombro… dedo arriba, dedo abajo, luego la palma de la mano, cálida hasta resultar aborrecible… luego una incursión hacia el cuello, una caricia en apariencia inocente por la mejilla, y luego él…

Él siempre acababa acercándose tanto que podía sentir su sexo frotándose contra su pierna a través de los calzoncillos.

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