Alma

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XXIX. Introspección

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A Jow no le gustaba. Sabía que estaba mal. Sabía que no podía contar nada de aquello a nadie, pero…

Pero su padre necesitaba «mimitos» porque mamá no…

Porque él lloraba todavía por las noches.

Porque cuando le daba lo que quería, él pasaba un tiempo portándose muy muy bien.

Porque era una buena hija.

Porque lo quería.

Porque él hacía tanto por ella…

Porque, aunque estaba mal, era una forma de amor.

La manera de amar de los hombres.

Y sólo estaba ella. Ella y él.

Y porque…

El padre le cogió la mano y la puso sobre sus calzoncillos. Ella notó la forma gruesa de su pene en erección bajo la ropa, y cerró la mano alrededor.

Él le susurró:

—Suave…

Y ella, con la mirada perdida en la televisión, empezó a masajearle el miembro.

Entonces empezaban los gemidos, y Jow intentaba concentrarse en la película, aunque la hubiera visto mil veces. Allí iba Clint Eastwood a caballo otra vez por la llanura. Era bueno, Clint Eastwood. Arriba y abajo. La mano de él que se cerraba alrededor de la suya para marcarle el ritmo. Un caballo superveloz, ¡y qué bien le queda el sombrero! Arriba y abajo.

Aquel día, sin embargo, él hizo algo inesperado. Su mano se acercó a su entrepierna y deslizó dos dedos por la parte inferior de sus pantalones. Ella dio un respingo, pero siguió mirando la tele, intentando poner atención en la música de la película. Era buena, la música, incluso hasta algo alegre si uno quería que lo fuese.

Sus dedos apretaron con suavidad.

Eso la hizo sentirse mal, terriblemente mal. Ni siquiera ella misma se había atrevido a tocarse de esa manera, todavía… Era suyo, y él no podía tocarlo si ella no quería. Y no quería, porque era…

Era ella.

Jow retiró la mano con rapidez. Él fue muy rápido en apresarla de nuevo cogiéndola por la muñeca. La presión de sus dedos en sus pantaloncitos cortos se volvió urgente.

—Vamos, cielo… —dijo, soltando una vaharada de aliento a tabaco, sucio y repugnante, en su cara.

Ella empezó a respirar con rapidez, sobresaltada.

—No… —dijo.

—Cielo…

—¡No!

Pero papá parecía ahora una especie de animal, resoplando con visible esfuerzo. Sus labios se estiraron hacia ella para besarle el cuello, ¡otra cosa nueva!, y Clint Eastwood se perdió en la llanura sin que nadie le prestara atención.

Jow quería irse, quería que aquello parara, pero papá estaba subiéndose a horcajadas, obligándola con sus piernas a mantenerse tumbada. Las muñecas le dolían mucho, cautivas de sus fuertes manos. La respiración le llegaba a intervalos irregulares, fétida y nauseabunda.

—¡No, papá, NO!

Él se las arregló para apresarle ambos brazos con una sola mano; al fin y al cabo, ella tenía sólo trece años y era, para su edad, muy pequeña. Tan pequeña. Los calzoncillos se deslizaron hacia abajo. Él agarró su pene erecto con una mano y lo liberó para colocarlo sobre ella.

Jow gritó.

10

Las raíces crecían, ahogándola.

Una de ellas estaba presionando en su entrepierna, con urgencia, describiendo suaves movimientos de fricción, abyecta como un falo lascivo que no ha sido invitado y que, aun así, intentase acceder a su sexo. Penny miró hacia abajo, horrorizada, pero en lugar de ver la raíz de forma redondeada, vislumbró el pequeño tatuaje sobre su piel, la única parte visible que quedaba en su antebrazo: una mariposa. Su mariposa. La mariposa que se había hecho cuando en su banda sonora preferida sonaba Tiempos Felices con Virginia al lado, en la lejana Amsterdam.

Era la mariposa que se había hecho cuando decidió aceptarse como era, priorizarse sobre los intereses que exigía la asfixiante tradición familiar, oscura y opresiva como el cuarto en el que estaba. Cuando decidió ser artista y, sobre todo, cuando decidió ser lesbiana: porque era lo que sentía, su manera de entender y manifestar su amor y su sexualidad. Eso era ella. Eso era Penny. La mariposa era el símbolo que le recordaba cómo había volado, cómo había renacido, cómo había dejado atrás la crisálida opresiva de su transformación en un gusano que reptaba por los canales subterráneos de la depresión, en algo que tenía alas y le permitía volar y ser hermoso y luminoso bajo el sol de la vida. La mariposa le recordaba el día que había decidido ser YO.

La raíz con forma de falo masculino se apretó contra ella una vez más, dando pequeños golpecitos. Penny meneó la cabeza. La mariposa seguía ahí, inalcanzable; por alguna razón, ninguna de aquellas raíces había podido pasar por encima y cubrirla, ocultarla o mancillarla. Era luminosa incluso a pesar de los años, perfectamente visible, aún hermosa y pura. Era…

«Soy yo», pensó.

Levantó la mirada, con los ojos anegados en lágrimas, y se enfrentó a las criaturas.

—Yo no puedo ser ésa —dijo, más para sí misma que para nadie en particular.

Las raíces producían sonidos como el de los troncos en fricción.

—Yo… —se dijo—… yo escapé. Me amé a mí misma, para empezar, me… prioricé. No puedo ser ésa.

Un destello de comprensión se abrió de pronto a través de su corazón, como un destello luminoso. Una certeza.

—Yo…

Miró a través de la sala y encontró lo que buscaba.

—Yo soy ésa —dijo sonriendo.

En el otro extremo de la estancia Penny se vio a sí misma, libre, luminosa, con el cabello rubio cayendo a ambos lados de la cara. Y se sonreía, libre de toda atadura, sin burdas imitaciones artificiales de penes humanos presionándole la entrepierna. Sólo ella. Ella. Ella mujer. Ella artista. Ella enamorada de lo que hacía y de lo que era. Y en un instante, lo que veía no era la Penny liberada y consciente, ardiendo en el fuego invisible de su decisión de vivir, sino que vio a la Penny que dejó atrás, al otro lado de la habitación, consumiéndose finalmente en la maraña de raíces atroces y opresivas que terminaron por destrozar su cuerpo, reduciéndolo a un confuso amasijo de sangre y carne.

Penny, la Penny real, la que aprendió a amarse a sí misma en primer lugar, sonrió. Las criaturas ni siquiera se fijaron en ella, se estremecían y chillaban como cerdos en un matadero, sacudiendo sus brazos oscuros con una notable dificultad de movimiento.

Penny supo que no tenía nada más que hacer allí.

Se dirigió a la puerta, y cuando la abrió, el destello azulado del agujero iluminó su rostro precioso.

11

Contemplando la monstruosidad en la que se habían convertido las dos únicas mujeres a las que había amado, Pete hubiera debido comprender el engaño, la ficción, el fraude intelectual al que se lo estaba sometiendo. Pero acababa de ver cómo su mujer se estrellaba, otra vez, contra un árbol, y cómo la persona a la que había decidido acompañar a una muerte más que probable, lo acusaba de cosas que le habían desgarrado el corazón.

No tenía, sin embargo, miedo. Sólo estaba roto. Hundido. Consumido por un dolor tan fuerte que lo mantenía prisionero en una realidad alterada. El monstruo no era importante: tenía suficiente con manejar su dolor y su sentimiento de culpabilidad. Se sentía culpable, sí, por haber discutido con su mujer y haberla hecho conducir de manera imprudente, culpable por no haber tratado de hacer entrar en razón a Jow y haber marchado con ella hasta una muerte más que probable. Culpable por haberlas conducido a las dos a la extinción, por perderlas. Y esa culpabilidad obtuvo todo el poder sobre él y lo revolcó en los lodazales íntimos de la tristeza y el desánimo.

Y en ese pozo oscuro, cuando ya estaba a punto de rendirse, unas palabras afloraron, como la flor del loto, entre el lodo de su desánimo.

«El amor te salva cada una de las veces. Así ha sido muchas veces antes, y será todavía muchas veces más».

Había sido la propia Carol quien le había dicho eso, y aunque estos días atrás había empezado a convencerse de que aquello había sido solamente un sueño, ver aparecer esas palabras en su corazón y su mente le hicieron, de pronto, pensar en lo contrario. Amor. ¿Acaso no era eso lo que había tenido siempre?, ¿lo que había hecho siempre?, ¿lo único que había hecho? Amar. Sentir amor por Carol y también por Jow, y guardar ese amor íntegro en su corazón. Intocable, enorme, cierto. Él no podía ser culpable, él había respetado la decisión de Jow de buscar a Alma y vivir todo aquel periplo, como había sido la suya acompañarla. Eso era amor. Él no había tenido nada que ver con el hecho de que Carol cogiera el coche y circulara a gran velocidad, ni había podido estar en la carretera cuando tomó la curva en su Mini de color melocotón porque se había quedado en casa, dolido por la discusión. Él, lo único que había hecho, era…

Amar.

Pete miró al monstruo que se le acercaba. Aquél no era Carol. Ni era Jow. Jow no le reprocharía nada. Carol tampoco. Nunca lo harían.

—Déjame —susurró.

La criatura saltó desde la ventana del coche y se precipitó hacia él, hostil y terrible, aullando como una hiena infectada de rabia.

Pero Pete cerró los ojos y por primera vez abrazó el dolor de su miedo. Lloró por la pérdida de los días no vividos. Lloró por los planes no cumplidos. Lloró todas y cada una de las cosas que no pudo hacer y comprendió que lo que hizo… lo que había sucedido, era justo lo que necesitaba que sucediera para llegar a donde estaba ahora. Y entonces, la mentira de la realidad que se había construido alrededor se deshizo con un centelleo celeste.

Pete respiró por primera vez en mucho mucho tiempo.

12

«Papá…».

«Papi».

Jow mira la escena desde una esquina de la habitación. Se ve a sí misma, confusa y asustada, debatiéndose internamente todavía entre si debía darle lo que su padre le reclamaba, o si, por el contrario, tenía derecho a decir que no. Es tan pequeña y tan joven, y está tan asustada y confundida, que no puede contener las lágrimas. Es tan pequeña… que ni siquiera forcejea con toda la fuerza que es capaz de usar.

Entonces se acerca caminando despacio, y cuando está junto a ellos, lo abraza. Lo abraza a él, rodeándolo suavemente con los brazos. Él da un respingo y se da la vuelta, sorprendido y excitado, librándose del abrazo, y cuando lo hace, se desploma con todo su peso sobre el sofá. Pero no cae sobre su hija, porque la Jow de trece años ya no está allí, y no está porque no puede estar. La única Jow que existe ahora es la Jow que ha vivido todo aquello, que ha superado todo aquello.

—Papá… —susurra.

Él la mira, con los ojos enrojecidos por la presión sanguínea y, tal vez, el alcohol.

—¿Cómo pudiste, papá? —susurra—. Era tan pequeña…

Él la mira sin decir nada. Su rostro es una máscara de consternación.

—Era tan bonito antes de que mamá se fuera —continúa diciendo ella, con los ojos azules tan llenos de lágrimas que parecen verdes—. Tan bonito… ¿Qué te pasó? ¿Cómo se… desordenó todo tanto en tu interior?

El padre sigue mirando, sin decir nada.

—Debiste de sufrir tanto… Tenías tanto dolor acumulado…

Él ya no respira presa de la excitación. Ahora parece un cadáver, gris y tumefacto, que alguien hubiera dejado abandonado en aquel sofá azul espantoso, vencido por el peso de largas noches de insomnio.

Jow baja la cabeza y enjuga las lágrimas de sus ojos.

—Nunca te di las gracias, papá —dice—. Pero te las doy ahora.

Se detuvo, lo miró a los ojos durante unos instantes, como si quisiera dejar en ellos un mensaje importante, y cogiéndolo por las mejillas con ambas manos, susurra:

—Gracias… Gracias por enseñarme a ser yo misma. Fue tan… doloroso, papá… Tuve que… enfrentarme a tantas cosas. Pero me enseñaste que el amor no es sacrificio. Que el amor no es exigente. Me enseñaste que el amor no duele, que si duele… no es amor. Me enseñaste a ser fuerte, a ser decidida, a creer en mí… me enseñaste tantas cosas sin saberlo… Y crecí. Y ahora… ahora me gusto, papá. Llevo mucho tiempo gustándome…

El padre ya no era grueso, ni su barriga era una suerte de luna llena de un blanco casi luminoso; era delgado, muy delgado, consumido por el tiempo, y las arrugas y las manchas propias de la edad adornaban su torso. Su pelo escaso era canoso y delicado, como frágil. Era tan viejo…

—Nunca supe de ti —siguió diciendo Jow—. Pero no era rencor, papá. Tú hiciste lo que hiciste, y estoy segura de que… te sirvió de algo. Que aprendiste cosas. Pero yo tenía que seguir. ¿Sabes, papá?, con el tiempo… con el tiempo entendí que siempre te he amado.

Jow vio en sus ojos velados por los años un universo de soledad, y asintió lentamente.

—¿Me entiendes, papá?

El padre no dijo nada.

—Gracias, papá. Gracias.

Volvió a abrazarlo. Y él, lentamente, levantó sus brazos huesudos, escuálidos y desnudos, y justo cuando estaba a punto de tocar su piel, una repentina luz azulada los rodeó.

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