Alma

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II. Johnnie Verso

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II

JOHNNIE VERSO

1

Johnnie regresó a su casa un poco antes del anochecer, después de un largo paseo. Los días amables hacía tiempo que habían acabado; se notaba en la brisa del crepúsculo, que soplaba cargada de ese frío penetrante que traía el invierno. Pronto empezaría a helar de verdad y, con un poco de suerte, la nieve cubriría los caminos boscosos que le gustaba recorrer casi a diario. Entonces encenderían la chimenea y el viento soplaría con fuerza haciendo estremecer los cristales de las ventanas. Tomaría té caliente a media tarde, sentado en el sofá del salón con el portátil en el regazo, y la historia que tenía en mente desde principios de verano fluiría por fin. Hacia las seis de la tarde habría ya anochecido, y Rebecca se sentaría en la alfombra, con sus gruesos calcetines de lana y sus interminables puzles; o quizá un libro. Una de esas novelas históricas que tanto le gustaban. Y la televisión sería un arrullo apagado en segundo plano, encendida con la única finalidad de romper el excesivo silencio.

Entonces escribiría. Entonces. Sí.

Cuando cruzó la terraza delantera, su mujer estaba medio adormilada en la butaca de mimbre, con un chal de hilo echado sobre los hombros. Dedicó unos instantes a admirar su perfil sereno y el cabello rubio que casi siempre llevaba recogido en una coleta y luego la besó con dulzura en la frente.

—Hmm… —murmuró ella, sonriendo con suavidad.

—Te has quedado dormida —comentó él.

—Eso creo —contestó Rebecca, todavía con los ojos cerrados—. ¿Qué hora es?

—Un poco más tarde, hoy. He llegado hasta la casa en ruinas.

—Fantástico —dijo, dejando que la curva de su sonrisa se intensificara.

Él se inclinó sobre ella y le apartó un mechón largo que le cubría parte de la cara; luego imprimió un nuevo beso en sus labios.

—¿Qué hay de cena? —dijo al fin.

—Tú qué crees… —contestó ella, abriendo los ojos por primera vez.

—Cerealitos.

—Cerealitos —confirmó.

—Odio los cerealitos.

—Sólo diez kilos más, campeón.

Johnnie arrugó la nariz con una expresión un tanto infantil; aunque había perdido ya quince kilos, notaba que cada vez costaba más deshacerse del exceso de equipaje, como si los últimos michelines estuvieran fosilizados, entretejidos en su cuerpo. La última etapa prometía ser larga y dura.

Durante los dos años que estuvo escribiendo su primera novela había cogido una cantidad de peso excepcional, edificada a base de largas jornadas de trabajo sentado a los mandos de su portátil, devorando todo tipo de porquerías. Todo era apetecible, desde los bizcochitos de chocolate hasta las gigantescas bolsas de patatas o los generosos bocadillos de embutido, que regaba con litros y litros de Coca-Cola. Era como una droga que el cuerpo le pedía; su febril actividad mental, que prodigaba tantas y tantas páginas de desbordante contenido, parecía exigirle en pago este pequeño tributo a su salud, y su mujer lo dejó hacer, contenta al menos de que él hubiera recuperado la ilusión por el trabajo después de casi dos años en paro. «Pareces más americano que irlandés, querido», bromeaba a menudo ella.

Fuera como fuese, así surgió La puerta, su ópera prima. Las últimas semanas fueron las peores, moviéndose en círculos alrededor de un final que no acababa de concretar con la contundencia que necesitaba. Se sentía como un buitre que sobrevolaba un cuerpo que no terminaba de quedarse quieto.

Escribía todo el tiempo; se acostaba a altas horas de la madrugada y a media mañana se encontraba otra vez aporreando las teclas con el vigor de un herrero. Desarrollaba una idea, intentaba encajarla en la trama de la historia y avanzaba veinte o treinta páginas, hasta que la desechaba con una frustración enervante. A veces pasaba hasta dos o tres horas pensando y engullendo frutos secos y chucherías, dando vueltas por el salón como un perro acorralado.

Sin que él lo supiera, su mujer recuperaba los borradores a medio corregir de la papelera y los leía, furtiva, descubriendo con admiración que cada nuevo intento era aún mejor que el anterior. Tuvo que andarse con pies de plomo para no pisotear su delicado estado de ánimo, infundiéndole coraje de una forma sutil y dejándolo hacer como sólo una esposa sabe hacer. Sabía que la novela, a falta del final, era condenadamente buena, un thriller de terror con grandes dosis de suspense en la que un grupo de hombres se enfrentaba a sus demonios personales.

Una noche cualquiera, él la despertó a las cuatro y veinte de la mañana con una expresión extraña en el rostro; la luz del salón se filtraba tímida por el pasillo y hacía brillar sus pupilas. Ella contuvo la respiración, hasta que él asintió de forma imperceptible y susurró: «He acabado».

Se levantó casi de un salto y se fue al ordenador sin decir nada. Allí se encontró con unas inesperadas ochenta páginas adicionales desde el punto que había leído ya, y empezó a devorarlas. Avanzó página tras página con el semblante serio mientras él daba vueltas por el salón, dando enormes caladas a un viejo cigarro que había guardado en alguna parte para la ocasión.

Cuando terminó, Rebecca experimentó una oleada de calor en su interior. La novela de su marido no era buena, era una prodigiosa obra maestra. Ella no era escritora, pero había sido siempre una devoradora de libros, y vaya si sabía reconocer la calidad cuando la tenía delante. Se volvió hacia él con la mano en el corazón, viéndolo con ojos nuevos. Él, vestido tan sólo con unos calzoncillos largos que le venían ya un par de tallas demasiado pequeños, la miraba expectante, con el cabello alborotado y los ojos abiertos de par en par.

—Es… es maravillosa, cariño —dijo ella con voz queda.

—¿Es buena? —preguntó él. Hacía rato que había apagado el cigarro y ahora jugaba con las manos, cruzando los dedos en uno u otro sentido.

—Cariño…, cómo decírtelo… —Se levantó y se acercó a él sonriendo—. Eres un genio. Es buena. ¡Es buenísima!

Él la abrazó, saboreando el momento con todos los poros de su piel. Se sentía eufórico y cansado; los ojos parecían arderle cuando cerraba los párpados, pero por fin había terminado. Con los brazos de su esposa rodeándole el cuello, Johnnie recordó la famosa frase que Frodo dirigió a Sam cuando se encontraban en el Monte del Destino: «Me alegra que estés aquí, Sam, al final de todas las cosas». Y en cierto modo, se sentía igual de cansado y con la misma sensación de haber acometido una proeza de similares proporciones.

Johnnie había necesitado siempre refuerzos constantes de autoestima, inyecciones que su ego tembloroso y débil parecía reclamar cada poco tiempo; sin ellos, daba pasos dubitativos por el mundo, buscando con desesperación senderos apartados para no llamar la atención. Sin embargo, ahora se daba cuenta de que La puerta tenía calidad, mucha calidad. Era la historia que siempre quiso leer, basada en ciertos eventos traumáticos de su adolescencia, pero sepultados en una historia de fantasmas y tablas ouija. Aunque era un tema demasiado trillado por las películas de serie B norteamericanas y que la industria de lo paranormal había ido convirtiendo en algo risible a golpe de documentales sensacionalistas, él había conseguido darle un giro inesperado. Había excavado con un cuidado exquisito alrededor de un viejo fósil, utilizando delicados instrumentos de precisión, y había encontrado partes que nadie más había desentrañado nunca. Construyó alrededor de una idea primaria con materiales de primera, preñado de paciencia, hasta que obtuvo algo nuevo, algo de lo que podía sentirse orgulloso.

Los meses siguientes fueron desesperantes. Imprimieron y enviaron copias a casi todas las editoriales de cierto renombre, así como correos electrónicos allí donde eran bienvenidos. El primer correo de rechazo llegó apenas una semana después, agradeciendo el envío pero señalando el hecho de que la historia no comulgaba con la línea editorial. La mayoría de los envíos, sin embargo, murieron en la quietud del silencio.

Un par de meses después, el humor de Johnnie empezó a cambiar de manera visible. Se acostaba tarde y se levantaba temprano, y lo último que hacía por la noche y lo primero por la mañana era consultar el correo. A veces sujetaba el móvil en la mano, mirando la oscura pantalla como si esperara que fuese a sonar en cualquier momento, pero no ocurría nada. No hablaba mucho, pero continuaba comiendo de forma compulsiva.

Hicieron todavía otros envíos, aunque desistieron de enviar más copias impresas por el coste que suponía. En su lugar, enviaron correos a editoriales más pequeñas pero que todavía contaban con una distribución interesante. Rebecca sugirió en algún momento que probara también con los grandes monstruos editoriales. Johnnie no pensaba que una editorial grande se interesara jamás en su novela. Era una historia de fantasmas… Las grandes editoriales parecían estar interesadas en novela actual o novela histórica, pero lo hizo de todos modos, al menos allí donde era posible. La mayoría ostentaban ominosos mensajes en sus páginas web que rezaban cosas como: NO NOS ENVÍE NADA. NO NOS CONTACTE. Johnnie, encogiéndose de hombros, preparó los e-mails, adjuntó el archivo con el manuscrito, y le dio a Enviar.

—Tenemos que tener paciencia, cariño —decía su mujer en los momentos que lo encontraba más abatido—. La historia de la literatura está llena de casos en los que las editoriales no supieron ver el potencial de una novela. Acuérdate de la autora de Harry Potter… Recibió rechazos de siete editoriales antes de encontrar a alguien que confiara en ella, y fíjate ahora. O el autor de La conjura de los necios, una de las grandes novelas americanas, sólo vio su novela publicada a título póstumo, después de suicidarse por no conseguirlo.

—Quizá es lo que debería hacer —contestaba Johnnie—. Suicidarme.

2

Una calurosa noche de abril, Johnnie consultó el correo electrónico antes de irse a la cama, después de haber pasado casi cinco horas pegado al televisor. Había estado saltando de un canal a otro a medida que la programación acababa y daba paso a los programas basura de la madrugada. Allí estaban los reyes del vehículo de cultura por excelencia, prodigando sus miserias en debates sin sentido, pero Johnnie se lo tragó todo, acosado por una amargura interior que iba en aumento. Sin embargo, en aquella hora en la que la noche daba paso al alba, apareció un e-mail nuevo en la pantalla de su ordenador.

De:

jcormick@gruponostromo.com

Asunto:

La puerta

Fecha:

13 de abril. 20.03.31 GMT+02.00

Para:

Johnnie.Balmori@gmail.com

Estimado señor Balmori:

Gracias por su envío. Su novela La puerta ha pasado varios informes de lectura y ha sido aprobada para su publicación tras consideración en Junta, por lo que deseamos ponernos en contacto con usted a la mayor brevedad para la firma del contrato. Llámeme a su conveniencia (mi número de móvil figura en mi firma). A nivel personal, añadiré que estoy muy impresionado con su obra. Creo que, con la debida promoción, podremos emplazarla en los más altos puntos de venta. Enhorabuena.

JULES M. CORMICK

Grupo Nostromo

Johnnie leyó el e-mail cuatro o cinco veces antes de atreverse siquiera a respirar, como si al hacerlo fuera a romper alguna suerte de sortilegio extraño que se hubiera creado en el ordenador. Por fin, cogió el portátil con ambas manos y lo llevó hasta el dormitorio con la pantalla desplegada. La brillante luz iluminaba su rostro a medida que cruzaba el oscuro pasillo, y el efecto era como si llevara una extraña tarta de cumpleaños. Allí, despertó a su mujer, que llevaba ya horas dormida, y ésta leyó el correo con los ojos entrecerrados.

—Johnnie… el… ¡el Grupo Nostromo!

—Sí, cariño… —asintió él.

Rebecca repasó la cabecera del e-mail para asegurarse de que no fuera alguna broma pesada. El Grupo Nostromo no era una editorial grande, era la más grande, con presencia en países de todo el mundo. Sus bestsellers se traducían a más de cuarenta idiomas. Un libro como La puerta, de manos del Grupo Nostromo, tenía con probabilidad las puertas abiertas al mercado de América Latina, sobre todo México. Y aunque no fuera así, la superdistribución a nivel nacional estaba asegurada. Los libros de Nostromo estaban hasta en las pequeñas tiendas para turistas que había a pie de playa, entre flotadores y manguitos para niños pequeños. En las gasolineras. En todas las grandes superficies. Ella había esperado que la novela acabase en alguna editorial mediana que hiciera una mínima promoción del libro, pero no le preocupaba; sabía que el boca a boca terminaría por poner la novela en su sitio. Ahora sentía que todo el proceso podría ser descabelladamente rápido; al fin y al cabo, los títulos de Nostromo contaban con una promoción en extremo eficiente: lugares destacados en las librerías, presentaciones, reseñas punteras en los lugares especializados, ediciones en tapa dura y bolsillo…

Dejó escapar un pequeño grito contenido, sonriendo en la oscuridad de la habitación, rota tan sólo por la refulgente luz de la pantalla. Luego se tiró sobre él y lo colmó a besos, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Rieron y comentaron de forma acalorada las posibilidades que se les abrían ahora; leyeron y releyeron el e-mail una y otra vez, y visitaron la web de la editorial para encontrar al señor Cormick, que resultó ser el director de la línea Phobos, dedicada a la narrativa de terror. Allí estaban todos los dinosaurios de la literatura contemporánea, grandes nombres que vendían cientos de miles de ejemplares. Se imaginaron su foto entre la lista de autores, y Rebecca bromeó sobre el hecho de que debía cortarse el pelo. Él dijo que su pelo le daba personalidad, aunque admitió que darle un poco de forma no estaría de más.

Al día siguiente hablaron por teléfono, y Johnnie fue instruido para viajar a Londres, con todos los gastos pagados, donde se celebró una reunión en la sede principal del grupo. Fueron días inolvidables. Rebecca se compró un vestido nuevo y él un traje, porque los viejos trajes denunciaban muy a las claras todo el peso que había ganado. Cenaron en un restaurante japonés y sus anfitriones comentaron la novela con verdadera admiración. Al señor Cormick le sorprendía descubrir que fuera su primera obra. Decía que el estado en el que la había entregado mostraba un grado de madurez inusual. Añadió que requeriría un trabajo mínimo de corrección, y que estaban interesados en lanzarla en unos pocos meses. Era perfecta como estaba, en definitiva, y aseguraba que el mercado estaba muy bien preparado para un argumento de ese tipo. En un momento dado, Cormick levantó su copa y le preguntó que dónde había estado toda su vida, y todos rieron. Johnnie se sintió subido en una nube, y en su mente, algo enturbiada por el alcohol, bailaban promesas de futuro.

3

El día de la puesta de largo llegó. Para entonces, las principales revistas literarias y las páginas web más importantes habían recibido sus ediciones especiales, y las reseñas fueron publicadas en los días previos a la gran presentación. Todas ellas entusiastas. Ernest Widford, uno de los gurús más considerados del mundo de la literatura, tildó a Johnnie de ser «la nueva y más fulgurante estrella de la bóveda celeste del terror», y escribió que consideraba La puerta como una de las mejores novelas de terror que había leído en mucho tiempo. Helen Path, de Art Et Lettera, dijo que había empezado a leer la obra sin muchos ánimos porque no era su género favorito, y no pudo dejarla hasta haberla terminado por completo, diez horas más tarde. Añadió que, por primera vez, estuvo veinte minutos al teléfono intentando que alguien de la editorial le proporcionara el contacto del autor, tales eran las ganas que sentía por comentar la obra. Te Little Library le puso a la obra una nota imposible, once sobre diez, y el periódico Ecco! publicó un emocionado artículo donde aseguraban que no comprendían de qué oscura sima abisal se había sacado Nostromo a aquel autor desconocido que había concebido, con tanto acierto, una historia de terror como aquélla.

La presentación fue un éxito, pero aún lo fue más el tour de promoción por las principales ciudades inglesas. En la Tower Records, en Londres, se agotaron los trescientos cincuenta ejemplares que estaban a la venta, y Johnnie tuvo que prometer que volvería a la semana siguiente para firmar los ejemplares de todos aquellos que se habían quedado sin el libro. La distribuidora no daba abasto, los ejemplares se agotaban con una rapidez pasmosa y había que reponerlos cada poco tiempo. En dos semanas, La puerta había vendido veinte mil ejemplares, agotando por completo la primera edición.

Dos meses más tarde, las reseñas de La puerta se contaban por docenas, y a las seis y cuarto de la tarde, una pequeña tienda en Leeds vendía el último ejemplar de la segunda edición: sesenta mil ejemplares. A esas alturas, una chica joven con pelo anaranjado y un abrigo a juego lo detenía por la calle mirándolo con verdadera fascinación: quería saber si él era el auténtico Johnnie Balmori, el autor de La puerta. Johnnie respondió que sí, y se asombró al ver a una mujer tan hermosa balbucear ante su presencia, pasmada por tener delante «a su autor favorito». Era la primera vez que lo paraban por la calle, fuera del contexto de firmas y presentaciones. Sintió que un enjambre de mariposas revoleteaba por su estómago, pero consiguió firmarle un autógrafo y la chica se alejó contenta con su pequeño trofeo.

Al llegar el tercer mes, recibió un correo con el estado de cuentas de la editorial, informándole de los beneficios obtenidos por las ventas. Era una bonita cifra, un poco más de ciento treinta y seis mil libras. Rebecca se quedó mirando el estado de cuentas con un nudo en la garganta; no hacía más que preguntar si la cifra era correcta, o era el total sobre el que debían calcular su porcentaje.

—Se han vendido ochenta mil ejemplares, cariño —explicó él—. Si nos llevamos una libra con veinte por cada libro vendido, la cifra es contundente.

—¡Coño! —exclamó Rebecca, y Johnnie rio de buena gana, contagiado por los ojos brillantes de ella. Estaban llenos de ilusión. No era usual verla soltando palabras malsonantes, pero supuso que estaba más que justificado.

Aquella noche planearon salir a celebrarlo, pero Johnnie descubrió con disgusto que el traje que se había comprado para la firma del contrato en Londres le quedaba bastante apretado. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para abrocharse el pantalón, y resultaba del todo imposible conseguir cerrar la chaqueta.

—Quizá deberías pensar en una dieta, señor escritor —sugirió ella—. A menos que te hayas propuesto ser el nuevo Matthew Martin. Él estaba frente al espejo, desnudo, observando la prominente panza que empezaba a colgar sobre el pubis. En la espalda, la columna vertebral formaba un cráter, hundida entre unos abultados lumbares. Su cara se había deformado por mor de una generosa papada, y las mejillas le abultaban como si tuviera algodones en los carrillos. El cambio había sido tan progresivo y rápido que no se había dado cuenta hasta ese momento, pero ahora apenas reconocía la figura que le devolvía el espejo. Estaba realmente orondo.

—Quizá sí —contestó con visible pesadumbre.

Al final del siguiente mes volvió a llegar un nuevo estado de cuentas, esta vez de cincuenta y cuatro mil libras adicionales. Rebecca estaba entusiasmada, y mientras Johnnie asistía a unas jornadas en North Hampton organizadas por miembros de una asociación de escritores de terror, ella se fue a ver a un agente inmobiliario.

Johnnie siempre había querido vivir en algún lugar apartado de la ciudad, rodeado de árboles y, a ser posible, junto a un lago. No había lagos en la ciudad en la que vivían, pero encontró una hermosa casa en una urbanización de alto standing, que era justo lo que él le describía tan a menudo en sus ensoñaciones, cuando jugaban a imaginar qué harían si les tocase la lotería. Tenía terraza delantera y trasera, un pequeño jardín inglés, una chimenea construida bajo un pilar central de ladrillo visto, una cocina enorme y varios dormitorios; porque si el sueño de su marido era una casa grande y aislada, el de ella era tener una familia, y las condiciones para ello nunca habían sido más propicias: ella se servía de un ordenador y una conexión a internet para su trabajo (rara vez tenía que acudir a la oficina para asistir a alguna reunión) y Johnnie trabajaría en casa todo el día, escribiendo más novelas. Los niños podrían jugar entonces en el jardín, sin echar de menos a unos padres que se van por la mañana temprano y vuelven tarde por la noche, después del trabajo.

Aquella noche, Rebecca le enseñó a Johnnie la ficha con los detalles de la propiedad, y él se quedó embelesado mirando las fotografías. Era como si alguien hubiera tomado instantáneas de lo que siempre había imaginado para ambos. Riendo como colegiales, buscaron la ubicación en Google Maps y se maravillaron imaginándose recorriendo todos aquellos caminos que atravesaban una extensa campiña llena de árboles. A un kilómetro de distancia, hacia el nordeste, parecía haber un riachuelo que bajaba serpenteando por una cañada cuajada de juncos, y por el lado contrario, uno de los caminos subía sinuoso reptando por la falda de una montaña. Recorrieron todos los senderos con ojos llenos de sueños, y decidieron que si las ventas continuaban manteniéndose unos cuantos meses más, se embarcarían en la compra de la casa. Tendrían bastante para pagar más de la mitad del importe, y el resto podría financiarse con una hipoteca.

Aquella noche hicieron el amor, y Rebecca se quedó dormida pensando que su pecho podía explotar de felicidad en cualquier momento.

4

Al día siguiente, como si un augurio divino los estuviera iluminando, Johnnie recibió una llamada de Cormick.

—¡Buenos días, Johnnie! —saludó al otro lado del teléfono. Cormick tenía la facultad de sonar siempre como si estuviera empezando unas largas y fantásticas vacaciones.

—Buenos días, Jules —exclamó, afable.

—Escucha, tengo excelentes noticias para vosotros.

—¿De qué se trata?

—¡Tenemos luz verde para la versión americana! —soltó Jules. Aunque no lo tenía delante, Johnnie pudo imaginarlo sentado a la mesa de su escritorio, vistiendo con notable pulcritud una chaqueta oscura y una impecable camisa blanca.

—En… ¿en serio? —dijo Johnnie—. Eso… ¡eso es fantástico!

—Vaya si lo es, amigo. América y Australia; imagínate cuánta gente va a leer tu libro.

—¡Uau! —soltó Johnnie, con la cabeza dando vueltas ante las proporciones del mercado que se le abría—.

¿Quieres que vayamos allí para firmar algo?

Al otro lado de la línea, Jules rio.

—Aunque nos encanta verte por aquí, no tienes que hacerlo. Tu contrato actual cubre la distribución en todos los países en todos los idiomas. Tú asegúrate de que tu cuenta bancaria permite un montón de dígitos y nosotros haremos el resto.

Johnnie rio.

—Y eso me lleva a otra cosa, que es el verdadero motivo de mi llamada —dijo Jules.

—Dime…

—Me imagino que, después del éxito que estás teniendo, estarás escribiendo otro libro…

Johnnie parpadeó. Había estado tan ocupado viendo las reacciones de las críticas por internet y yendo de un lado a otro, que ni siquiera se había parado a pensar que quizá sería hora de escribir una segunda novela. Habían pasado tres meses ya, pero de alguna forma el tiempo había volado. Se sintió un poco extraño por no poder contestar de forma positiva, como si hubiera estado perdiendo el tiempo.

—Bueno, tengo algunas ideas. Aún les estoy dando vueltas.

—¡Estupendo! Ya lo imaginábamos —dijo Cormick—. Siempre al pie del cañón, como debe ser.

Johnnie no contestó, pero cambiaba el peso del cuerpo de una pierna a otra, nervioso por su pequeña mentira.

—Escucha, ya sabes que estamos encantados contigo, Johnnie. Estaríamos locos si te dejásemos escapar, así que hemos estado hablando estos días y queremos ofrecerte un adelanto por un segundo contrato por tu nueva novela. No es un adelanto de ventas, es una cantidad adicional por tu compromiso de que publicarás con nosotros.

Johnnie dijo algo, pero ni siquiera él mismo fue consciente de su respuesta. Tampoco había pensado en eso. Imaginó que era probable que ahora recibiera ofertas de editoriales internacionales aún más grandes, si es que las había.

—¿Qué tal te suena, Johnnie? —le preguntó Cormick.

—Suena muy bien, Jules. Muy bien… —admitió él. La casa que habían estado mirando revoloteaba en su cabeza. Sabía que aún era pronto, pero no pudo evitar imaginarse metiendo su vida en cajas de embalaje y llevándoselas allí.

—Escucha, no tienes que decidirlo ahora. Háblalo con Rebecca. Pero no vamos a engañarte: te harán otras ofertas. Es más, me extrañaría que no lo hubieran hecho ya…

—No, no. Ninguna oferta —le aseguró Johnnie.

—De acuerdo. De todos modos, te digo esto porque vamos a ser justos contigo, y nuestra oferta será tan buena como la de cualquier otro. Queremos trabajar contigo, y que ganes todo el dinero que te mereces, porque así seguiremos juntos en el futuro, ¿entiendes?

—Sí.

—¿Quieres que te diga la cifra que hemos barajado para que puedas hablarlo con tu mujer?

Johnnie tragó saliva antes de contestar.

—Sí, por favor…

Cormick dejó transcurrir unos instantes antes de soltar la cifra por la línea del móvil.

—Doscientas mil libras.

La cifra se dibujó en la mente del escritor con un fastuoso relieve, ominosa y recubierta de brillos metálicos. Doscientas mil libras era la mitad de lo que costaba la casa. Si a eso le sumaban lo que ya habían ganado, tendrían la casa pagada casi en su totalidad.

—Doscientas mil libras… —repitió Johnnie. Las palabras sonaban extrañas en su boca. Había estado los últimos años en el paro y vivían de lo que ganaba Rebecca como consultora informática, lo que daba para vivir y pagar las facturas, pero nada más. Los seis dígitos de la cifra le estaban produciendo una sensación de mareo, y tuvo que sentarse en una silla para no caerse.

—Y eso no es todo, Johnnie —exclamó Cormick, ahora en un tono confidencial.

Johnnie esperó, aunque seguía manejando la magnitud de la cifra. Era tan buena que cualquier otra cosa que añadiera al trato no contribuiría a que se sintiera mejor.

—Esa cifra no es un anticipo de ventas, es una especie de prima por firmar con nosotros, y esto es… Bueno, es bastante excepcional. Sin duda, debería insistir en lo mucho que queremos que estés con nosotros. Así que… además de esa cantidad, estamos dispuestos a darte un anticipo de ventas de trescientas mil libras adicionales. Eso son quinientas mil libras en total, doscientas limpias para tu bolsillo y trescientas de adelanto sobre ventas.

Johnnie se las arregló para contestar, aunque sentía una sensación de ahogo en el pecho.

—Eso… eso es fantástico, Jules…

—¿Te suena bien?

—Me suena maravillosamente bien.

—¡Perfecto! —respondió Cormick, recuperando su jovialidad—. Es una bonita cifra, Johnnie. Es casi tanto como lo que se le ofreció a Jerry Hall cuando se suponía que iba a hacer la historia de su vida con Mike Jagger. Pero escucha, háblalo con Rebecca y llámame cuando lo tengas claro. No hay excesiva prisa, pero estas cosas es mejor hacerlas cuanto antes, ¿entiendes?

—Lo entiendo.

—Muy bien. Podríamos tener los contratos listos este mismo lunes.

—Lo hablaremos durante el fin de semana, Jules. Y te llamaré, pero no creo que haya problemas.

—Maravilloso… Pero dime, ¿puedes adelantarme algo de la nueva novela? Te confieso que estamos deseando leer lo que estés cocinando ahora mismo, ¡desde luego que sí! —exclamó riendo.

Johnnie tensó de manera inconsciente los músculos de la barriga; éstos lucharon por maniobrar entre tanto cúmulo de grasa.

—Bueno, por ahora son sólo ideas generales… Aún… aún tengo que ponerlas en orden.

Al otro lado de la línea, Cormick rio con ganas.

—¡Claro! No te preocupes. Todos los escritores sois iguales. ¡Me hago cargo! Ya hablaremos con tranquilidad. Tenemos un equipo al que puedes recurrir, si tienes dudas sobre el argumento. Hacemos estudios de mercado todo el tiempo, ¿sabes? Sobre… qué tipo de cosas estarán de moda dentro de un año, y cosas así. No dudes en decirme si quieres que esta gente se reúna contigo en algún momento, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —asintió Johnnie.

Se despidieron brevemente y Johnnie colgó con la cabeza llena de las palabras de Cormick. Quinientas mil libras. No sólo tendrían suficiente para pagar la casa, sino para amueblarla como siempre soñaron. Estaba eufórico; se sentía como el rey Midas de la literatura de ficción contemporánea, y marcó el número de su mujer para darle la noticia.

5

El contrato se formalizó el martes siguiente, y el dinero fue ingresado en su cuenta con un talón conformado, que fue entregado ante notario en el momento mismo de la firma. Apenas una semana después, se encontraban en el jardín delantero de su nueva casa, cogidos de la mano, con el corazón lleno de futuro.

La puerta seguía vendiéndose, y en los foros de literatura de internet los fans se preguntaban qué escribiría Johnnie Balmori después.

6

Después de la cena, Rebecca cerró todas las ventanas. La noche había refrescado bastante y se había quedado destemplada sentada en el sofá del salón. El invierno corría veloz a su encuentro.

Johnnie estaba sentado frente a su viejo portátil, pero a juzgar por el ritmo con el que tecleaba, no parecía estar escribiendo nada nuevo. Miraba la pantalla con aire ausente, ratón en mano, recorriendo cientos de webs de todo tipo. A decir verdad, Rebecca empezaba a preocuparse un poco por el desarrollo de la nueva novela. Hacía ya tres meses que habían firmado el adelanto y Johnnie apenas había escrito unas cuantas páginas. Cuando escribió La puerta, los capítulos salían de su ordenador cada semana, y la casa estaba llena de páginas sobre las que hacía multitud de anotaciones, tachaduras y correcciones. A veces las encontraba en el baño, o en la mesa de la cocina, y la mayor parte de las veces, en la papelera. Pero avanzaba; por aquel entonces, de algún modo, avanzaba.

Ahora ni siquiera tenía claro cuál era el argumento general. La editorial le sugirió que continuara por la línea del terror, ya que en ese sector del mercado se había consolidado como uno de los mejores talentos del panorama actual. Sin embargo, cuando Rebecca le preguntaba abiertamente, él intentaba esquivar la pregunta con cualquier otro tema, que casi siempre era alguna referencia a lo bien que estaba respondiendo el libro, o los comentarios positivos que La puerta había suscitado en algún foro.

Todavía había tiempo, se decía. El contrato estipulaba como fecha de entrega máxima un año y tres meses, y quedaba tanto para entonces que era normal que se tomase un respiro. Necesitaba oxigenar la mente, dejarla en barbecho un tiempo para que fuera capaz de albergar la simiente de la nueva obra. Al fin y al cabo, escribir era una tarea prodigiosamente creativa, y Johnnie necesitaba encontrar su propio ritmo. Sabía que cuando por fin encontrase la veta, no pararía hasta excavar la montaña entera.

7

Pasaron los días y Johnnie era reclamado para asistir a entrevistas para diversos medios, incluyendo programas de radio. Había perdido ya veinte kilos y recuperado parte de su aspecto saludable, pero a medida que el tiempo pasaba haciendo desfilar días de sol y también de aciaga oscuridad punteados con lluvias eventuales, él pareció sumirse en profundos periodos de letargo delante de la pantalla.

Una noche, tras acabar un informe sobre técnicas de optimización de páginas web, Rebecca preparó un par de tazas de té y se sentó a su lado. Él se revolvió, incómodo, en su silla. Ella sabía que Johnnie prefería trabajar con cierto espacio vital, pero necesitaba saber cómo estaban las cosas.

—¿Cómo vas, tesoro? —preguntó, sorbiendo el té.

—Bueno. Bien —respondió, encogiéndose de hombros.

—¿Cómo llevas esa obra maestra?

—No va mal —contestó él, sin desviar la mirada de la pantalla. Ella la escudriñó con disimulo, pero lo que tenía allí parecía ser algún tipo de galería de arte de ilustraciones digitales de ciencia ficción. No había ni rastro del viejo procesador de textos que él utilizaba para escribir.

—¿Hay algo que pueda leer ya?

—Todavía no. Estoy dándole vueltas al argumento todavía.

—¡Vale! —exclamó ella. Pero él conocía la expresión que asomaba en su rostro demasiado bien, y supo entonces que se encontraba ya en pleno vuelo de reconocimiento, a gran altura, en modo espía. En sólo un par de semanas sus motores dejarían de ser silenciosos, y un mes más tarde comenzaría a lanzar paracaidistas por toda la base, desplegando complicados mecanismos de intromisión. Era lo mismo que pasó cuando perdió su anterior empleo y ella lo dejó hacer con la búsqueda de un nuevo trabajo. Después de tres meses, comenzó a preguntar: «¿Cómo vas, tesoro?», y él contestaba: «No va mal». Funcionó al menos las tres primeras veces. Pero sí que iba mal, y para cuando terminó el primer semestre desde que había empezado el paro, ella le programaba las citas con los departamentos de Recursos Humanos y ponía al día los currículos en unos preciosistas documentos que componía con el ordenador. Agradecía la ayuda, en cierto modo, pero no podía evitar sentirse como un títere. Un títere inútil.

Rebecca se levantó de la silla con su taza de té y una afectada sonrisa, y él la siguió con el rabillo del ojo hasta que regresó al sofá, donde retomó el libro que había estado leyendo.

Pero aquella temprana señal de alarma despertó un principio de inquietud en su interior. En realidad, ¿qué pasaba con él? Era cierto que habían estado muy ocupados con la mudanza y comprando muebles para la casa, y aunque distaba todavía mucho de estar perfecta, lo esencial estaba ya en su sitio. Sin embargo, en el último mes había tenido muchísimas oportunidades para deslizarse por el tobogán del proceso creativo. Las noches pasaban veloces, y los días se sucedían unos a otros sin que el documento con el primer borrador de la novela avanzara ni un ápice; el tobogán estaba lleno de resina, y los pantalones se le quedaban pegados apenas se sentaba en la parte más alta. Solía pensar mucho en posibles ideas mientras daba sus largos paseos, y Rebecca, de algún modo, pareció intuirlo, porque dejó de acompañarlo para que tuviera tiempo para pensar. Le daba espacio para que los engranajes giraran solos. Pero las ruedas daban vueltas en su mente sin encontrar resistencia, laxas, y en esas condiciones no podían producir ninguna idea brillante.

Era como si ya hubiera volcado todo lo que tenía dentro en la primera novela y no tuviera más que contar, y ese descubrimiento empezaba a preocuparlo un poco. A veces se sorprendía a sí mismo analizando casos de éxito de otros escritores. Libros que habían funcionado maravillosamente bien y en los que el argumento principal, reducido a su mínima expresión, sonaba casi infantil. Christine, de Stephen King, no era más que la loca historia de un coche poseído por un espíritu, y, sin embargo, el libro ya formaba parte del firmamento de estrellas de la literatura de terror. Lo mismo podía decirse de la mayor parte de sus libros. Cujo era la historia de un perro rabioso, y el monumental It no contaba más que las peripecias adolescentes de un grupo de niños americanos enfrentándose a un payaso multiforme. Y, sin embargo, todos habían funcionado, porque King era bueno contando historias. En el otro extremo de la balanza tenía a Michael Crichton. Su prosa no le entusiasmaba tanto como la de King, pero sus argumentos eran excepcionales. La historia de Next lo puso furioso, porque todos los antecedentes de la novela estaban ahí, a su alcance; elementos diseminados por otras historias y películas que el autor supo combinar y recuperar de una forma nueva pero que él no había sabido ver. De eso iba todo el asunto: de reutilizar el tejido creativo que la mente humana iba entrelazando con cada nueva aportación, darle un giro inesperado y relanzarlo como algo nuevo. Sonaba sencillo en la teoría, pero se veía incapaz de desarrollar su propio plan.

Con La puerta había sido más sencillo. Más natural. Había recuperado viejas experiencias de su adolescencia, cuando tonteaba con tablas ouija y sesiones de espiritismo, y las había desproporcionado, al menos en parte. La base de la historia giraba alrededor de la muerte de su hermana Ania. Ocurrió justo cuando las jornadas alrededor de la tabla se habían convertido en el pináculo de aquellos lejanos días. Ella tenía una facilidad extraordinaria para comunicarse con el Más Allá, si es que era el Más Allá lo que hacía que el pequeño vaso de café se desplazara con semejante velocidad. A veces se desplazaba tan rápido por la superficie de la tabla (a la que echaban polvos de talco para reducir la fricción) que en los giros cerrados perdían el contacto y el vaso se desplazaba solo.

Casi siempre hablaban con el mismo ente, que se denominaba a sí mismo Mee-Hal, aunque en ocasiones hablaban con algunos otros, más o menos cooperadores. Les contaban cosas de cómo era la vida en el otro mundo, y ellos transcribían fascinados sus mensajes, pacientemente deletreados con mil y un movimientos. A veces les revelaban cosas que sólo ellos conocían individualmente, lo que los fascinaba sobremanera. Después de que Ania muriera, tras una larga y extraña enfermedad, dejó el espiritismo por completo; una parte de él se preguntaba, con delirante preocupación, si la adicción en la que habían incurrido no tendría que ver con la muerte de su hermana.

Con los años, volvió a leer sobre el tema. Todavía le quedaba por saber con qué clase de entidades habían estado comunicándose durante semanas y meses. Una teoría apuntaba a que la tabla ouija era un canal para comunicar con el inconsciente de las personas implicadas, de forma que se creara una especie de mente colmena, y a Johnnie le pareció suficientemente convincente. Terminó por apartar ese episodio de su vida, y después de un tiempo, lo había olvidado casi por completo.

Sin embargo, de una forma u otra, todas aquellas experiencias habían hecho germinar el embrión de La puerta, y ahora que lo había soltado, que lo había soltado todo, no estaba seguro de que le quedara nada que excavar.

8

El inesperado y alucinante éxito internacional de La puerta tuvo repercusiones que nadie en todo el Grupo Nostromo pudo siquiera vaticinar: el resurgir del interés por el mundo paranormal, las sesiones espiritistas, y los contactos, por diferentes medios, con el Más Allá. Las revistas especializadas quintuplicaron sus ventas, en las redes sociales se colgaban fotos y se relataban experiencias personales, y una avispada empresa suiza compró los derechos sobre la marca comercial de La puerta para fabricar tableros ouija oficiales. Se vendían en cantidades industriales no sólo en almacenes asiáticos, papelerías y librerías de todo el país, sino en los lugares más insospechados. Se vendían velas espiritistas, manteles, amuletos de protección, libros decorados con símbolos sánscritos donde se recogían descabellados mantras para recitar antes y después de la sesión, y todo tipo de artefactos y cacharrería variada. Surgieron asociaciones más o menos profesionales de investigación paranormal, y YouTube se colmó de vídeos de gente que grababa sus sesiones, tal y como se describía en los libros, con resultados cada vez más impactantes. Los telediarios hablaban del fenómeno espiritista, los expertos alertaban sobre los peligros de jugar con energías y fuerzas misteriosas, y los psicólogos y científicos se llenaban la boca de palabrería intentando dar una explicación cabal al fenómeno sin que nadie les hiciera caso.

Johnnie fue invitado a varios programas para hablar sobre su experiencia en el campo de lo paranormal, pero Cormick le recomendó que rechazara esas invitaciones.

—Tú y yo sabemos que todo es ficción —decía—, pero esa gente piensa que les has entregado una especie de llave para una puerta inexistente que está en sus mentes. Si sales ahí y les dices que te lo inventaste todo, se sentirán decepcionados. Más que eso, se sentirán idiotas. Y la moda pasará, y con ella, las ventas.

—No me lo inventé todo, exactamente —repuso Johnnie.

—Tanto mejor. Déjalos sin saber qué partes tienen su enjundia y cuáles han salido de tu mente. Hay que mantener el encanto, Johnnie. La magia. La magia vende.

«La magia vende», pensó Johnnie mientras colgaba.

Pero por la noche, cuando miraba la televisión, vio un caso en el telediario en el que dos jóvenes que practicaban espiritismo habían entrado en una crisis de ansiedad profunda, y la portada de su libro apareció en primer término junto a su nombre y su foto, una imagen de archivo que se utilizaba en los carteles promocionales. JOHNNIE BALMORI, rezaba el rótulo, AUTOR INTERNACIONAL. Entonces se encogió sobre sí mismo, profundamente horrorizado, y se preguntó si la cosa no se le estaba yendo de las manos; y no sólo a él, sino a todos.

Pero no hizo nada.

«La magia —había dicho Cormick—, la magia vende».

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