Alma

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Primera parte. París » Capítulo 7

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Alma había subido sin mucha dificultad desde los camarotes. Bajar fue un poco más complicado debido a la longitud de la falda. No tenía ninguna intención de que Armand volviera a poner sus manos sobre ella. Por el contrario, él no tenía la misma idea.

—Puedo sola —protestó cuando él bajó primero.

—No lo dudo —respondió en tono burlón—, pero si la ayudo, iremos más rápido y será más seguro para usted. Puede enredarse en las faldas y caer al suelo.

«Y de paso, vuelvo a tener una excusa para tocarte», pensó.

Si hubiera sido otro hombre, no habría protestado. Lo que pasaba era que aquel la alteraba demasiado. Hacía que se tambalease la idea que ella tenía del amor y de la atracción sexual. Tras unos segundos de incertidumbre, no tuvo más remedio que aceptar. Él volvió a sujetarla por las caderas y después por la cintura, y ella no pudo evitar un pequeño estremecimiento. Cerró los ojos y se dijo que no iba por buen camino.

—¡Gracias! —dijo nada más tocar las tablas del suelo—. Tengo que hacer algo para poder moverme por aquí con facilidad. No quiero depender de nadie durante los días que esté a bordo.

Él observó que llevaba un vestido muy sencillo y que el volumen de las enaguas había disminuido desde el día anterior. No podía negar que era una mujer práctica a la que la moda no le interesaba en demasía.

—Seguro que encuentra la manera —comentó con la seguridad de que lo haría—. ¿Vamos?

Ella le siguió en la visita. Le llamó la atención la bodega, el lugar donde se almacenaban comestibles y animales y le llamó la atención que los enfermos tuvieran un lugar cercano para que les cuidaran. No le pareció bien que estuvieran allí. Aquel espacio cerrado, sin ventilación ni luz no era el más adecuado para recuperarse. En ese lugar, los techos eran tan bajos que hasta ella podría tocarlos con la mano. Armand se mantenía agachado porque tocaba con la cabeza. Sin mencionar el hedor.

—¿Por qué huele tan mal? —preguntó.

—Supongo que la sal, los alimentos, los animales… Todo contribuye.

—¿Y por qué están esos pacientes ahí? ¿De verdad piensan que se van a curar en este ambiente?

Él la miró con impaciencia. Tenía cosas que hacer, estaba incómodo en su compañía porque la deseaba y temía a la vez. Quería volver arriba, donde el aire puro le aclararía las ideas y ella se dedicaba a cuestionar todo y hacer preguntas molestas.

—Alma —dijo con patente paciencia en su voz—, deje la marcha del barco a la gente que sabe. Usted limítese a sus cosas.

Ella lo miró con furia.

—Armand Bandon, usted no me conoce.

No esperó a comprobar si la seguía. Encontraría la forma de subir a cubierta y hablar con el capitán. No iba a permitir que aquellos hombres se pudrieran allí abajo y haría todo lo que estuviera en su mano para lograrlo.

 

 

—¿Hace mucho que conoces a la señorita Ledoux?

Francisco y Armand descansaban en el camarote del primero. La noche había caído sobre el barco, que avanzaba a través de un mar en calma.

—La conocí el día que fui a recogerla para iniciar este viaje, pero he oído hablar de ella a su padre a lo largo de los años.

—Es una mujer muy peculiar —comentó, pensativo, Francisco.

—Sí que lo es. Su madre también lo era y se podría decir que el duque tampoco es un personaje muy corriente.

—Si lo fuera, su hija no andaría por ahí haciendo y diciendo lo que hace y dice.

Armand le contó algo de la historia para que se hiciera una idea de lo que podía encontrar en su pasajera.

—André Ledoux adoraba a la madre de Alma. Ella recibió una educación bastante liberal. El matrimonio ha educado a su hija de la misma manera.

Francisco hizo una mueca

—Pues no sé cómo va a caer esa forma de pensar en una pequeña ciudad española. La idea de que las mujeres tengan ideas propias sobre cómo organizar ciertas cosas no es muy popular.

—Conozco a Jean Ledoux. Es muy parecido a su hermano, no está cerrado a las ideas liberales.

Hacía tiempo que Jean había abandonado Francia. Los Ledoux, que pertenecían a la nobleza y estaban cercanos al rey, habían recibido una educación esmerada y humanista. En España, también se codeaba con la realeza y la aristocracia. Sus negocios tenían éxito, lo que le proporcionaba dinero y posición social.

—Bueno, ya veremos cómo se toma el carácter de su sobrina. Él será liberal, pero su esposa sigue a rajatabla los dictados de la sociedad.

Lo dijo con tal amargura que Armand supo que ya no hablaban de Alma.

—¿Sigue metiéndose en la vida de su hija?

—Sigue. Elisa tiene tanto miedo a no estar a la altura de las expectativas de su madre, que no es capaz de enfrentarse a ella.

—Deduzco que vuestra relación sigue estancada.

El capitán asintió. Hacía tiempo que Elisa, la hija de su jefe y él intentaban mantener una relación romántica. Se sentían atraídos, se gustaban, estaban muy bien juntos, y ahí entraba en escena doña María, la madre de Elisa, que no estaba dispuesta a que su hija se casara con un capitán de barco. Quería a alguien con mucha más categoría social.

—Yo creo que más que estancada, no está. La última vez que hablé con ella, antes de iniciar este viaje, discutimos. No sé qué voy a encontrar a mi vuelta. Lo mismo la encuentro casada con algún aristócrata.

Armand le dio una palmada de ánimo en el hombro. No entendía la desesperación de su amigo, ni el interés en atarse a una mujer; Francisco viajaba por todo el mundo y podía estar con todas las que quisiera.

—No te preocupes, ya encontrarás una solución.

Francisco tenía sus dudas en lo que a un final feliz se refería, pero tendría que seguir adelante.

—De una forma u otra voy a resolver esto antes de volver a salir a otro viaje —concluyó—. La llegada de Alma va a revolucionar el panorama así que, por lo menos, estaremos entretenidos.

Armand sonrió, imaginando a la francesa, toda resolución y pensamiento libre, en aquella casa.

—Eso no lo dudo. ¿Qué ha estado haciendo hoy en tu barco?

—Vino a verme y me ha sugerido algunos cambios. Le dije que me lo pensaría.

—Al final, los harás. Empiezo a conocerla.

Francisco levantó la copa de vino que tenía en la mano a modo de brindis.

—Por las damas con energía y que saben lo que quieren.

Armand levantó la suya. Se avecinaban problemas, lo sabía.

 

 

Alma se apoyó con cuidado en la baranda del barco. No tenía ningún interés en caer por la borda. Por suerte, aunque habían abandonado el cobijo del río y ya navegaban por mar abierto, este les había concedido una tregua y no se movía demasiado. Su mente estaba tan inquieta que no había aguantado más tiempo en el espacio cerrado del camarote. Allí, a pesar de que el frío le golpeaba en la cara, se sentía bien. Olía a sal y las estrellas brillaban en un cielo limpio en contraste con las aguas oscuras y profundas que había bajo sus pies. Los marineros del turno de noche se movían a sus espaldas, enfrascados en sus tareas.

—¿Va todo bien?

Se volvió sobresaltada puesto que creía que estaba sola. Tras ella, Armand la observaba con intensidad y algo de preocupación. Durante unos segundos, olvidó responder. La imagen del hombre con el pelo alborotado y aspecto duro, la distrajo de todo lo demás. Si no le atrajera tanto, las cosas serían más sencillas. Tenía grabadas en su memoria todas las ocasiones en que la había tocado, el calor que surgía entre ellos y esa necesidad desconocida que, más que serle grata, la atemorizaba.

—Sí. Gracias —respondió—. No podía dormir.

—Cuesta acostumbrarse a vivir en un barco, pero usted lo logrará. Es una mujer fuerte.

¿Eso era un halago?

—Intento serlo. Vienen tiempos difíciles para mí.

Él se aproximó y se acodó en el lugar que ella había ocupado.

—No se obsesione. Su tío es una buena persona. Va a vivir bien con ellos.

—¿Les conoce bien?

Quería saber con qué clase de personas iba a encontrarse.

—Bastante.

Al ver que no seguía hablando, le miró con impaciencia.

—¿Y bien?

Armand se mordió los labios para no soltar una carcajada. Si ella pensaba que no la tomaba en serio, soltaría su genio. Tal vez mereciera la pena, solo por verla en pleno despliegue de temperamento apasionado. Decidió presionar un poco más, solo por diversión

—Y bien ¿qué?

Los ojos de ella brillaron peligrosamente. La tentación de darle un golpe se reflejó en ellos.

—¿Cómo son? ¿Qué me voy a encontrar?

—Va a encontrar a una prima, Elisa, un poco más joven que usted. Es guapa e inteligente. Ayuda a su padre con la contabilidad.

Que hablara así de ella, aunque fuera una desconocida, le provocó a Alma un pinchazo en el pecho.

—¿Le gusta?

—Claro que me gusta —respondió sin dudar y sin revelarle lo que de verdad quería.

Ella se tragó su orgullo. Quería saber.

—Me refiero a si le gusta como mujer, ya me entiende.

La entendía. Y solo la sospecha de que ella pudiera estar celosa, le hizo sentirse bien.

—Digamos que resulta muy interesante a los de mi género —respondió, evasivo.

Maldito fuera. No iba a decirle lo que deseaba. Sabía que estaba jugando con ella.

—Me alegro de que lo sea —respondió y se giró de nuevo hacia el mar. Si no quería mantener una conversación civilizada, que se fuera al infierno. No pensaba añadir nada más.

 

 

El barco estaba fondeado en el puerto de La Rochelle, donde habían atracado la noche anterior. Muchos marineros habían aprovechado para bajar a tierra y divertirse. A aquellas horas de la mañana, algunos regresaban con un aspecto bastante deplorable tras unas horas de juerga. No quería conjeturar dónde había pasado esas horas Armand, puesto que no lo había visto desde su llegada. Por algún motivo que no le apetecía investigar, le dolía pensar que la hubiera pasado en brazos de alguna mujer, besándola y acariciándola como fantaseaba cada vez con más frecuencia.

Sin poder apartar esa imagen de su mente, caminó despacio por el muelle. Puesto que estaba sola, no se había alejado mucho. La mañana comenzaba con una temperatura muy baja. Observó a algunos marineros que subían víveres a bordo. Esperaba que hubieran recopilado limones suficientes para poder dar a los enfermos. Había leído que mezclándolos con ron, tenía un buen efecto sobre el escorbuto. Una vez discutido con el capitán, este le había permitido que hiciera la prueba. Le gustaba el oficial, que con aspecto serio, sabía cuándo debía hacer concesiones. A pesar de no conocerla de nada y de ser mujer, la había escuchado y al final, había accedido a cambiar a los enfermos a un lugar más adecuado para que pudieran restablecerse.

También le extrañaba el comportamiento de Armand. No le cuadraba su actitud educada, su forma de hablar con el capitán, el respeto con el que lo trataba tanto la tripulación como el mismo capitán… con la imagen de un simple empleado. Y luego estaba ese mote por el que los hombres le llamaban. El duque.

Un alboroto iniciado en la puerta de una taberna cercana atrajo su atención. No tuvo tiempo de nada. Unos brazos fuertes y duros la rodearon por la cintura y la arrancaron del suelo. El grito que iba a proferir quedó ahogado en su garganta cuando oyó la voz de Armand diciéndole que no se moviera, al tiempo que corría hacia la embarcación dando órdenes a los tripulantes que había en la pasarela. Todos se pusieron en marcha.

Pudo oír más gritos y algún disparo. Olvidó el enfado contra Armand por haberla arrastrado de esa manera y rezó para que no ocurriera nada grave.

Nada más poner los pies sobre la cubierta, la depositó en el suelo con un cuidado que contrastaba con su voz y sus ojos.

—Vaya a su camarote —le ordenó—. No salga de allí hasta que vaya a buscarla.

—¿Qué pasa? —preguntó ella a su vez—. ¿Eso son disparos?

—No haga preguntas —respondió en tono brusco—. Limítese a obedecer.

Le dieron ganas de mandarlo al infierno y no hacer nada de lo que decía, sin embargo, los rostros de quienes les rodeaban le indicaron que lo mejor sería quitarse del medio: su presencia solo ocasionaría problemas a los que se encontraban cerca. Dejaría para más tarde la conversación en la que le diría lo que pensaba de sus modales.

En vez de plantarle cara como deseaba, asintió y se dirigió a la escotilla que daba acceso a los camarotes.

Oyó más disparos y lo que podía ser una pelea. Se moría de curiosidad por saber qué ocurría arriba y cómo se desarrollaban los acontecimientos. Tampoco veía a Sophie por ninguna parte, debía de estar en la cocina, martirizando al cocinero.

Después de un rato, no fue capaz de permanecer más tiempo encerrada, tenía que saber. En la puerta del camarote se encontró con un hombre que arrastraba a otro por debajo de los brazos. Mostraba una herida en el costado. Ahí olvidó sus buenos propósitos de obedecer.

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó al que lo llevaba.

—Le han disparado —respondió el marinero con la respiración agitada por el esfuerzo.

—Vamos, sígame. —Se encaminó a la nueva enfermería, como ella la llamaba. Al entrar, descubrió que había más heridos. No se lo pensó. Se dirigió al que parecía que organizaba aquel barullo.

—¿En que puedo ayudar?

El médico estaba desbordado, le dio las gracias y algunas instrucciones sin hacer preguntas inútiles.

Mientras que limpiaba heridas y conversaba con los heridos, dándoles ánimos, se enteró de que habían atacado el barco. No pudo saber quién o qué pretendía.

—¿No le he dicho que no se moviera de su camarote?

La voz rugió tan cerca que ella dio un brinco involuntario. Respiró hondo y se volvió despacio, intentando controlar su mal genio.

—Sí. Me lo dijo.

Armand debía de esperar otro tipo de respuesta porque se quedó en silencio. La observaba con una expresión inescrutable. Ella no era consciente de las chispas que salían de sus ojos, del peinado revuelto, la ropa manchada. Nada que ver con una aristócrata francesa. Todo eso, que para otra persona habría sido desfavorable, él lo encontraba fascinante. Tanto que había olvidado la causa de su enfado. Lo único que sentía en ese momento era deseo. Unas ansias desmedidas de apretarla contra su cuerpo y besarla hasta borrarle esa expresión desafiante que siempre mostraba cuando se enfrentaba a él. Por otro lado, se dijo esperanzado que ella también había mostrado en alguna ocasión esa mirada que decía que lo deseaba de la misma manera. Sacudió la cabeza y recobró la cordura.

—¿Usted nunca obedece una orden?

—Depende de lo absurda que esa orden sea.

—No creo que sea absurdo querer mantenerla en un sitio seguro.

—Por si no se ha dado cuenta, no me he puesto en peligro, incluso he acatado la orden. No he subido a cubierta y aquí me necesitan.

Armand tuvo que reconocer que tenía parte de razón. Lo que pasaba era que al no encontrarla, el pánico le había invadido. La sola posibilidad de que le hubiera sucedido algo, de que ella también hubiera resultado herida, le había llevado a un estado de miedo que no estaba acostumbrado a experimentar por nadie. Ese miedo se transformó en furia cuando la encontró sana y salva, tan bella como la recordaba y cuidando a aquellos hombres que, a pesar de sus heridas, la miraban con adoración.

—Creo que podrán arreglarse sin usted durante unos minutos. Necesito contarle una cosa.

En ese momento ella supo que lo que tenía que decirle era muy serio.

—Usted dirá.

—Vamos al camarote del capitán. Nos está esperando.

Ella accedió sin hacer más preguntas. La dejó pasar delante y la ayudó a subir a la siguiente cubierta. Los rellenos de la ropa habían desaparecido y el movimiento de las caderas al caminar era más atractivo y excitante que cualquier otro adorno. Sin apartar los ojos del movimiento ondulante volvió a preguntarse cómo de suave seria la piel que ocultaban aquellas faldas. Ya la había visto la noche que la descubrió en el baño y desde entonces su única obsesión era tocarla.

La providencia oyó sus plegarias, ya que el movimiento del barco le hizo perder el equilibrio. Él alargó los brazos para evitar la caída. El cuerpo femenino se estrelló sobre el suyo hasta quedar pegado. Notó cómo retenía la respiración para después soltarla de golpe. El pecho le subía y bajaba en un ritmo acelerado, acompasándose al suyo, al que igualaba en número de palpitaciones.

—¿Está usted bien? —acertó a preguntar.

Podría haber deslizado las manos hacia abajo y haberla acomodado a sus formas, podría haberse dejado llevar y haber probado el sabor de sus labios, ahora que los tenía tan cercanos. Sería una pena no aprovechar la oportunidad. Ella lo miraba con los ojos velados por algo que no quería descubrir si era deseo porque, si lo era, se dejaría llevar y no pararía.

Ella vio que los labios se movían, pero no distinguió qué le decían. Sentía aquellas manos fuertes y cálidas que la sujetaban por la cintura, los ojos clavados en los de ella y el latido del corazón acelerado bajo su mano. ¿Qué pasaría si la besara? Sabía que no debería hacerlo, sin embargo se moría de ganas de probar esos labios duros. ¿Se suavizarían bajo la presión de los suyos?

—Alma —insistió—, ¿se ha hecho daño?

—No. Estoy bien. Gracias por sujetarme. Podría haberme caído.

Le encantaba aquella mujer, que pasaba de mirarlo con enojo por lo que consideraba una intromisión a su libertad a hacerlo con agradecimiento por la ayuda recibida. No tenía ningún problema en dar las gracias cuando debía hacerlo. Nunca se había encontrado a alguien que tuviera tan interiorizado el sentido de la justicia.

—Bien. Entonces continuemos. El capitán nos espera.

Ella se puso en marcha, con las piernas un poco temblorosas por lo que acababa de experimentar.

Francisco Suárez les esperaba en su camarote. Una estancia que servía tanto para el descanso como para desempeñar sus funciones de capitán. Allí había mapas, unos artilugios que ella no había visto jamás y una mesa de madera sobre la que descansaban todos ellos. El espacio reducido producía una sensación asfixiante, pero ya se había dado cuenta de que la amplitud no constituía una de las características de una embarcación. El oficial la observó con expresión preocupada.

—Me alegro de verla, señorita —dijo en cuanto entraron. Después añadió con un tono burlón dirigido a su amigo—. El señor Bandon se ha puesto algo nervioso al no encontrarla.

Armand le dirigió una mirada asesina.

—Podría haberle sucedido algo —se defendió.

El otro levanto una ceja en un gesto interrogante.

—¿Aquí en el barco, por debajo de la cubierta principal?

—Es mi responsabilidad. Tengo que entregarla sana y salva.

Ese comentario molestó a Alma. Así que era eso.

—Señores, no soy un paquete que haya que entregar en perfecto estado. Puedo cuidarme.

—Nadie lo duda, señorita —respondió el capitán.

—Y yo creo que debería extremar las precauciones —insistió Armand—. Acabamos de pasar por una situación bastante delicada

Ella le dedicó una mirada irritada y dijo:

—Lo que nos lleva al motivo de mi presencia aquí. ¿De qué querían hablarme? Y sobre todo, ¿qué ha pasado?

Francisco hizo un gesto a Armand para que fuera este quien le diera las explicaciones.

—Verá —comenzó—, un grupo de revolucionarios buscaba algo en este barco.

Ella se alarmó.

—¿A mí? No soy tan importante.

Él esbozó una sonrisa que le permitió olvidar el motivo del ataque.

—No. No la buscaban a usted. Buscan al Delfín.

Eso sí que no lo esperaba Alma.

—¿Aquí?

—Venga, Armand, suéltalo todo. Tiene que saberlo.

Alma empezaba a impacientarse. Aquellos hombres se traían algo serio entre manos y necesitaban su ayuda; si no fuera así, no le habrían dicho nada.

—Aquí —confirmó él—. Alguien debió de delatarnos en Rouen.

—¿Por qué piensan que está aquí?

—Porque lo está.

¿El Delfín, el heredero del trono de Francia iba en aquel barco? Cuando empezó su viaje para huir del peligro, no pensó que tendría tan ilustre compañía.

—¿Recuerdas al niño que viaja con Pascal?

Claro que ella lo recordaba. Le había extrañado mucho verlo a bordo.

—Y por supuesto, Pascal no es un cochero… —le acusó. Había intentado hablar con él al respecto y siempre le había dado largas. Armand Bandon estaba rodeado de secretos y por fin iba a descubrir uno al menos.

—Es su tutor —la informó.

—¿Y dónde está ahora?

—Anoche bajo a tierra. Tenía unos asuntos que resolver y no ha vuelto. Alguien lo descubrió o sabía que venía. Nos advirtió que estuviéramos pendientes y que saliéramos en cuanto tuviéramos la más leve sospecha de que ocurría algo. Cuando se ha liado la reyerta en el puerto, hemos sospechado que se avecinaban problemas. Por eso salimos con tanta urgencia.

—Y por eso me agarró usted como si fuera un saco de patatas.

Así que no lo había olvidado, pensó Armand.

—Le pido disculpas. Fue la única forma que se me ocurrió de ir rápido y que usted no saliera herida.

Aunque él no lo habría imaginado nunca, ella le encontraba el lado gracioso. Sin embargo, disfrutaba provocándole.

El capitán asistía al tira y afloja y a aquellos cruces de miradas. No comprendía muy bien a las mujeres, él ya tenía un problema gordo con la que le gustaba, pero aseguraría que aquella estaba interesada en su amigo y que este estaba a punto de caer en las redes de esa francesa liberal que le cuestionaba cuanto decía.

—Ahora viene el problema —prosiguió Armand.

—¿Y cuál es ese problema? —Ella empezaba a impacientarse.

—Tenemos que hacer algo con el niño. El pequeño viajaba con su tutor. Se suponía que nadie lo buscaría en un barco español.

—¿Y ahora?— preguntó Alma, que no terminaba de hacerse a la idea de que el heredero al trono de Francia fuera con ellos.

—Tenemos que justificar la presencia del niño y esperar a que Armand pueda avisar a la corte —explicó el capitán.

—¿Alguna idea?

Los hombres cruzaron sus miradas. Resultaba evidente que sí la tenían. Aquel silencio comenzó a ponerla nerviosa. Sospechaba que lo que iban a proponerle no le haría ninguna gracia.

—Hemos pensado que sea usted quien se haga cargo de él.

Durante unos segundos, le costó asimilar esa información. ¿Querían que ejerciera de madre del niño? ¿Del heredero? Los miró con espanto.

—¡Ah, no! Yo no sé nada de niños y mucho menos de herederos.

—Solo sería hasta que encontremos a Pascal o a alguien de la corte que se responsabilice de él.

Sabían que le pedían mucho. Ella era una joven sin obligaciones, que había tenido que abandonar la comodidad de su hogar y cambiarla por un país ajeno.

—Pues busquen a alguien que sea adecuado. Yo no puedo cuidarlo.

Si apenas podía cuidarse a sí misma. No tenía nada. A partir de ahora, dependería de la caridad de su tío. La protección de su padre quedaba muy lejos. ¿Cómo iba a encargarse de otro ser humano?

Francisco intervino en el tira y afloja. Si había empezado a conocer algo a la francesa, sabía que tenía buen corazón y sentido de la responsabilidad.

—Sus tíos y su prima la ayudaran. Los conozco y lo sé con certeza. Ahora mismo solo es un niño que no tiene a nadie. Usted habla francés, conoce sus costumbres. No hay muchas más opciones.

Los ojos oscuros se mantuvieron fijos en los del español. Alma sabía a la perfección lo que pretendía, apelar a su corazón y… ¡Qué diablos!, le daba resultado, porque ella no era capaz de dejar a nadie abandonado a su suerte y mucho menos a un niño pequeño.

—¿Y cómo pretenden que aparezca con él? Habrá que justificar su presencia.

—Diremos que es el hijo de una amiga suya —intervino de nuevo Armand—. Diremos que su madre murió en el asalto que sufrimos.

—¡Vaya! Por lo que puedo apreciar, lo tienen todo hablado y previsto. Estaban muy seguros de que iba aceptar.

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