Alma

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XX. Inevitabilidad

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INEVITABILIDAD

1

La segunda parte de

La puerta, con el título de

ALMA, se publicó un martes de un mes de enero en medio de una fulgurante campaña de promoción. Nostromo había invertido una notable cantidad de esfuerzo, recursos y dinero en asegurarse de que todo el mundo se enterase del evento, y la puesta de largo se llevó a cabo simultáneamente en varios países. En Londres se hizo en el Hammersmith Odeon, y en Estados Unidos en mitad del Festival de Cine Fantástico de Las Vegas con la participación de prácticamente casi todo el mundo; ni siquiera la proyección del estreno de la película basada en la vida de Steve Jobs resistió la competencia del evento.

Se realizó una tirada de emergencia de seiscientos mil ejemplares, en base a las peticiones de los libreros, sólo para Inglaterra; pero en menos de una semana hubo que reimprimir cuatrocientos mil más. Algunos escritores de renombre retrasaron sus propios lanzamientos para no hacerlos coincidir con

ALMA. Mientras tanto, las diferentes traducciones se llevaban a cabo a marchas forzadas. Había tanta presión por parte de las editoriales que habían comprado los derechos para el extranjero que el libro se había dividido en cuatro bloques y entregado cada uno de ellos a un traductor independiente. El personal de Nostromo recibía actualizaciones del trabajo cada pocos días para unificar el estilo.

Las primeras reseñas llegaron rápidamente, casi al mismo tiempo que los comentarios de los primeros lectores en las redes sociales. Eran mejor que buenas, eran sensacionales, y auguraban la confirmación de que Johnnie se convertiría en una fulgurante estrella en el panorama literario mundial. El apellido de Johnnie llegó a ser

trending topic en Twitter y no se movió de la lista durante tres días. En algunos países latinoamericanos, los recién nacidos recibían casi todos el nombre de Balmori.

—Ya está —dijo Rebecca mientras cerraba un PDF enviado por la gente de Cormick con una recopilación de reseñas—. Lo has hecho. Ya es oficial.

—Supongo que sí —asintió Johnnie.

—¿Cómo te sientes? —preguntó ella con una sonrisa.

—Supongo que bien.

—¿Sí? —preguntó ella mientras se le acercaba con una sonrisa—. ¿Y qué otras cosas supones?

—Supongo que… podríamos celebrarlo.

Ella levantó una ceja con una media sonrisa; siempre hacía ese gesto cuando tenía en mente seducir a su marido.

—¿Y se te ocurre alguna manera, oh, gran suponedor de los suponedores?

—Supongo que…

Johnnie no dijo nada más. Se acercó, la cogió en brazos y se la llevó a la habitación.

2

Bernie Carlone había perdido casi diez kilos en el último mes, pero no porque estuviera a régimen o hiciera deporte, ni porque se hubiera planteado siquiera perder peso. Era, sencillamente, porque la mayor parte de las veces se le olvidaba comer. Cuando se preocupaba de ello por pura debilidad, comía cualquier cosa: un mendrugo de pan, galletas o un vaso de zumo de frutas industrial colmado de azúcar; cualquier cosa que le permitiera volver rápidamente a su pequeña obsesión. El tiempo volaba cuando estaba sentado a la mesa de su salón, totalmente involucrado en el tablero.

Ahora estaba nervioso, lloriqueando junto al sucio vaso que usaba como marcador, con el dedo tembloroso sobre su superficie.

—Por favor… —imploraba—. Contéstame… No volveré a desobedecer, pero por favor… no me dejes solo… ¡Lo siento! ¡Lo siento mucho!

El vaso permaneció inmóvil.

—Por favor…, haré lo que sea, lo que me pidas…

Una cascada de mocos colgaba de su nariz, haciendo que su voz pareciese gangosa y demasiado nasal. Los ojos enrojecidos por el exceso de lágrimas lo hacían parecer una ruina psicológica tan deplorable como lastimera. Lo era, en realidad. Estaba roto, destrozado por una sensación de miseria porque su contacto al otro lado del tablero ya no le hablaba.

—Por favoooor… —exclamó, superado por el dolor.

Pasaron unos instantes y el vaso volvió a moverse.

Bernie Carlone se quedó inmóvil, con la nariz llena de una mucosidad blancuzca.

Era ella. Tenía que serlo. Había vuelto… por fin.

—Oh…

El vaso se movió hacia el SÍ.

—Oh… eres… eres tú —exclamó, colmado de alivio—. Dime que me has perdonado, por favor… ¡no lo haré más! ¡Nunca volveré a dudar! ¡Seré bueno! ¡Seré tan bueno…!

El vaso salió del círculo del SÍ y volvió a entrar en él.

SÍ.

Bernie asintió, sollozando pero otra vez feliz.

—Haré aquello —dijo—. Lo haré…

SÍ.

—Sólo necesito saber dónde. ¡Dime dónde y cuándo, y lo haré!

El vaso se movió por el tablero, produciendo un sonido de fricción.

A-L-M-A-C-H-A-M-B-E-R-S

Bernie Carlone apuntó el nombre en el pliego de papel que mantenía al lado del tablero, asintiendo con gratitud.

—De acuerdo —murmuró, entusiasta—. ¿Y la dirección?

Y el vaso comenzó a moverse, desgranando, letra a letra, el dato que Bernie le había pedido. Cuando hubo terminado, leyó la dirección entre las brumas borrosas de sus propias lágrimas. Ni siquiera le pillaba lejos. De hecho, estaba ahí mismo, a dos calles de distancia, en Enfield Terrace.

Bernie Carlone sonrió, agradecido.

Haría lo que hiciese falta para no perder a su amiga.

Cualquier cosa.

3

Alma sacó su móvil del bolso y escribió un breve mensaje para Jow: la reunión con Alan Carmack tenía que celebrarse dentro de diez minutos. Al periodista le habían concedido un premio y no había más tiempo disponible porque en sólo unas horas tendría que volar a Estados Unidos. Alma, sin embargo, estaba contenta. Al fin algo se movía en una dirección que podría ser la correcta. Al fin podían mover ficha.

—¿Nerviosa? —preguntó Andrew mientras le ofrecía su chaqueta con una sonrisa de felicidad en el rostro.

—Con ganas, supongo —respondió ella, aliviada.

Esas ganas recuperadas no estaban allí días antes. De alguna manera, Andrew y Jow se habían ocupado de sacarla de casa e insuflarle, de nuevo, los ánimos perdidos. Habían sido días raros, llenos de noticias lúgubres. Jow había pasado tiempo empleando su mente analítica, buscando patrones en los libros de Alma, rastreando códigos secretos, pistas, la solución quizá a un dilema cuyo cuadro general aún se les escapaba. A veces recitaba párrafos enteros en la soledad del cuarto de baño, murmurando sus palabras, intentando que la permearan. A veces salía corriendo y repasaba algún fragmento, lleno de apuntes y palabras enlazadas con alegres colores. Era ahora lo que ocupaba casi todo su tiempo y su mente por completo.

—¿No se siente como una superheroína, doctora? —preguntó Andrew en cierta ocasión mientras estaban sentados a la mesa saboreando unos deliciosos tallarines—. Quiero decir, si podemos impedir que esto suceda, será como… como salvar el mundo.

—Por el momento los tallarines te han salido deliciosos, Andrew, querido —respondió Alma—. Del resto ya veremos.

—Entonces me debe una cena, y de las caras, y si salvamos el mundo tendrá que subirme el sueldo.

Alma sonrió.

Desde que Jow había llegado para formar parte del equipo todo había cambiado. Un poco, al menos. Había cierta conexión de la que antes su pequeño gabinete adolecía. Había familiaridad, cálida y agradable. Cenaban juntos, trasnochaban en la oficina y conspiraban.

Estaba pensando en eso cuando llegó a la cafetería.

4

—Doctora Chambers, éste es Alan Carmack —dijo Pete con su cuidada pronunciación de Oxford—, corresponsal del

New York Times aquí en Inglaterra.

La doctora estrechó la mano del amigo de Pete sobre la mesa donde esperaban un par de cafés.

—Es un placer conocerlo, Alan. ¿Puedo llamarlo Alan?

—Por supuesto —respondió él—. El placer es mío, debo decir. Siento mucho haberla obligado a adelantar nuestra cita.

—Oh, no se preocupe, no todos los días se recibe un premio como ése. Enhorabuena, por cierto. Y gracias por hacernos un hueco en su agenda a pesar de todo.

—El vuelo es esta tarde, no hay prisa. ¡Gracias a usted por pensar en mí! —Se ruborizó un tanto—. Pete me ha hablado mucho de usted, y debo decir que estoy… muy intrigado por su trabajo y sus capacidades.

Alma movió la cabeza con un gesto vago.

—Además, no quiero perder la oportunidad de decir que tiene los ojos más increíbles que haya visto nunca, doctora.

Alma sonrió.

—Los ojos son el reflejo de Alma, si me permite el chiste —respondió ella, sonriente.

Alan le devolvió la sonrisa y Jow asintió en silencio, complacida con la facilidad con la que Alma conectaba con la gente. Era su don.

—A Jow ya la conoces —añadió Pete.

—Sí, claro.

Jow y Alan intercambiaron una sonrisa.

Fuera, en la calle, una ambulancia cruzó la avenida escoltada por un par de policías montados en motocicletas, pero nadie le prestó atención. A esas alturas, el sonido de las sirenas de las ambulancias y los cuerpos de seguridad del Estado se habían convertido en cosas cotidianas.

Se sentaron alrededor de la mesa y Pete pidió un par de cafés más. Alan no había dejado de mirar a Alma durante todo el tiempo. Sonreía con interés.

—Estamos muy contentos de que haya podido atendernos —dijo Alma—. Un artículo en el

New York Times podría suponer una gran diferencia.

—Pete me ha puesto en antecedentes —respondió Alan, entrando en materia—. Debo decirle que estoy interesado en escribir un artículo sobre todo el caso. No es particularmente novedoso, todo el mundo habla de la ouija, hoy día, pero es cierto que nadie le ha prestado la debida atención. No he visto todos esos fenómenos relacionados más que de una forma muy vaga: el frío, la oleada de violencia, el libro del señor Balmori. Ahora que ha puesto usted la relación entre ellos sobre la mesa, hasta parece obvio.

Alma asintió.

—Sin embargo —continuó diciendo Alan—, no puedo prometer nada. A veces puedo hacer propuestas sobre algunos temas, pero hay que esperar que te autoricen y conseguir el favor de varios jefes de redacción, editores, supereditores, etcétera. Es complicado. Un periódico como el

New York Times se debe a una línea editorial, una inclinación política, e intereses comerciales, como casi todo el mundo; y el Grupo Nostromo es un pez enorme como para conjeturar algo así de una manera gratuita. A mis jefes podrían preocuparles las repercusiones legales… Si no lo hacemos con cuidado, podrían destrozarnos a demandas.

—Lo sabemos —dijo Jow—. Pero por lo menos hay una posibilidad. Es mucho más que lo que teníamos ayer.

—¿Han intentado ir con la historia a las cadenas y periódicos de aquí? —preguntó Alan.

—Sí —asintió Jow—. Las respuestas han sido un poco flipantes. En uno de los medios incluso nos insinuaron que trabajábamos para el Grupo Nostromo y que tratábamos de crear paranoia viral para aumentar las ventas.

Alan sonrió.

—En otros nos dijeron que el tema había sido tratado ampliamente y que todo el mundo sabía que la ouija era mala, pero que la gente seguía practicándola. Como lo de fumar.

—Cielos —soltó Alan—. Está bien. Entonces… ¿ha leído la segunda parte? —preguntó, dirigiéndose a la doctora Chambers.

—Sí —respondió ésta.

—¿Y qué ocurre con ese libro? ¿Es como el primero? ¿Es… peligroso?

—Se lo explicaré —respondió Alma—. El primer libro, con sus símbolos esotéricos, abrió el

chakra coronario, el séptimo de todos ellos. Es un centro de comunicación que alimenta a todos los centros de energía localizados en nuestra envoltura física y los nutre con la vibración de los planos superiores de conciencia.

—Vale —dijo Alan, suspirando—. Voy a pedirle que tenga paciencia conmigo. Siempre me pierdo con esos temas, y le aseguro que he leído algo.

—Desde luego —susurró Alma mientras el camarero ponía los otros dos cafés en la mesa—. Digamos que esos símbolos hacen que llegue la información. Algunas personas poseen ese don porque tienen el séptimo

chakra abierto. Lo llaman intuición, u olfato: son sensibles a recibir la información que precisan cuando la necesitan. En el caso del libro, como los símbolos están vinculados a un medio de comunicación esencial como la ouija, el canal es directo. Establece un vínculo inequívoco y muy poderoso y se produce la recepción del mensaje.

—Es lo que hace que la ouija funcione de una manera tan contundente —apuntó Alan, que había empezado a tomar notas en un pequeño Moleskine negro.

Alma asintió.

—El problema está en que ese vínculo se queda abierto de forma permanente. Por tanto, toda la información, cualquier tipo de información, entra a todas horas, sin filtros ni barreras. Eso genera una sobrecarga de un nivel tal que lo incapacita para poder llevar una vida normal. Hay personas que tienen ese

chakra más abierto, más receptivo, así que ellos son los primeros en sobrecargarse.

—La ira es, entonces, una consecuencia de una… ¿sobrecarga sensorial de información?

—Algo así. Aunque es posible que intervengan ciertas energías dañinas que empujen a dicho individuo hacia emociones como la ira, tampoco puedo decir con seguridad que sea así en todos los casos. Sólo tengo confirmación de primera mano de un par de ellos.

Alan se acariciaba la barbilla con los labios apretados.

—Y todo eso… es el resultado del uso de unos símbolos. Sería difícil de creer si no estuvieran siendo garabateados, tatuados, esculpidos y manoseados por todo el mundo. Bien, pero entonces… entonces, doctora, ¿para qué necesita otro libro?

—El segundo libro —explicó Alma— abre el Tercer Ojo, el ojo interno. Es el

ajna, o el

chakra que tenemos en la frente. Este

chakra permitirá a todo el mundo ver las entidades con las que han estado comunicándose. En otras palabras, el segundo libro hará que esas entidades penetren de una manera real en este plano de existencia.

Alan parpadeó.

—¿En serio? —exclamó.

Alma no dijo nada.

—Cuando dice entidades… —continuó diciendo Alan— quiere decir… demonios. Sé que el libro va de eso.

—Demonio es una palabra —respondió Alma—. La tradición cristiana describe demonios como parte de su mitología, igual que hace con el infierno. Son imágenes, generalmente, basadas en hechos históricos puntuales que el hombre primitivo no sabía interpretar. Yo prefiero llamarlos Descarnados, porque la idea de un infierno llameante adonde van los impíos a pagar sus pecados es del todo risible.

—¿No cree que exista el infierno?

—Dios, Om, la Fuente… como quiera llamarlo, no castiga.

—Entiendo —dijo Alan—. Así que hablamos de… entidades descarnadas, que literalmente nos invadirán cuando la gente se ponga a jugar con los ritos del segundo libro.

Alma asintió de nuevo, con la frente surcada por arrugas de preocupación.

—Ya están entre nosotros, Alan. Ocurre que, al no verlos, creamos una realidad donde no existen. Pero cuando la gente empiece a ver que son reales, creerán que lo son, y su percepción de la realidad los hará tangibles. Les dará el poder para existir e interactuar.

—Es complicado de entender —apuntó Alan—. Pero desde luego es aterrador. No sé cómo enfocar el artículo. Además, no tenemos demasiadas pruebas.

—Tenemos un as en la manga que podría ser de su interés —dijo Alma—. Una base de datos. La llamamos Virgilio. Muestra de una forma clara cuál es la interacción entre los fenómenos paranormales, el libro del señor Balmori, y Elvenbane.

—Es un google paranormal —comentó Jow.

Pete soltó una breve risita.

—¿En serio? —preguntó Alan.

—Sí —continuó Jow—. De hecho, esta semana hemos estado modificando el

software para que recoja, además, otro tipo de datos. Los actos de violencia y todos los sucesos que leemos cada mañana en los periódicos.

—Vas a quedarte alucinado, Alan —comentó Pete.

—¿Cómo? —quiso saber Alan—. ¿De dónde sacan los datos?

—Nuestro

software despliega cientos de miles de bots que rastrean internet para localizar y almacenar la información que necesitamos —explicó Jow—. Podemos configurarlo para cualquier cosa. Podríamos instruirlo para que busque gente que come

sushi y en una semana tendríamos una estadística global de rango de edad, ubicación, horarios y tipo de

sushi que se consume a diario en el mundo. Hasta podríamos saber cuál es el gran favorito, en qué países se consume más, y dónde se encuentra el más caro.

—Y cuánta gente se ha encontrado enferma por comer

sushi —bromeó Pete, sonriendo, buscando la complicidad de Jow, que lo ignoraba a propósito.

—Fascinante —apuntó Alan—. Eso me gustaría verlo. Le daría un trasfondo… eh… científico a nuestro pequeño trabajo de investigación. Cifras. Estadísticas. Datos concretos. Eso es algo que los lectores del

New York Times pueden manejar.

Alma iba a añadir algo cuando su móvil empezó a sonar.

—Disculpe —dijo.

—No se preocupe.

Alma se apartó de la mesa para contestar la llamada, pero cuando lo hizo, su expresión cambió rápidamente a una de severa preocupación.

Habló brevemente y luego colgó. Se había llevado la mano al pecho y la había cerrado alrededor de su colgante, el viejo

Ankh, y lo apretaba fuertemente en el puño.

En la calle, una unidad de la policía pasó a toda velocidad haciendo sonar la sirena.

—¿Ocurre algo? —preguntó Jow, preocupada.

—Tenemos que irnos —dijo ceñuda.

5

Enfield Terrace era un caos de coches policiales, agentes del orden, ambulancias y curiosos. Un par de agentes femeninas tocadas con el característico gorro de la policía británica estaban desplegando cintas de seguridad para acordonar la zona.

La doctora Chambers, Pete, Jow y Alan no tuvieron dificultades en atravesar el perímetro policial una vez se identificó ante el agente encargado del acceso por carretera. Tampoco tuvieron que preocuparse de aparcar el coche. Hacía frío, mucho, así que Alma tardó un rato en bajar del vehículo ayudada por Pete.

La nave donde habían estado ubicadas las oficinas del equipo de Alma era un montón de escombros humeantes. La parte delantera había desaparecido en su totalidad, y en la parte de atrás aún se distinguían algunos monitores aplastados por el tejado y los escombros producidos al derrumbarse las paredes. Un amasijo de cables salía de entre los restos renegridos de las estructuras esparcidas por el suelo. El lugar donde había estado la entrada, sobre la escalera, era ahora un socavón enorme lleno de cascotes y retorcidas vigas de acero que recordaba más bien a un bombardeo aéreo. El humo se elevaba hacia el cielo encapotado mientras los bomberos seguían humedeciendo los restos.

—Dios mío —gimió Jow, cubriéndose la boca con la mano. Sus ojos estaban abiertos de par en par y las lágrimas correteaban libres sin permiso de circulación.

Alma tenía una expresión extraña; parecía estar mirando el cartel con el menú del día escrito en otro idioma y esforzándose por comprenderlo.

—¿Qué…?

Un agente de policía se acercó a ellos.

—¿La doctora Chambers? —preguntó.

—Soy yo —respondió Alma con serenidad.

El oficial se quedó trabado unos instantes en su mirada. Alma estaba acostumbrada: sus ojos siempre producían el mismo efecto.

—Soy el agente Roger Wilco —dijo al fin—. Lamento este desastre. ¿La han informado de lo que ha ocurrido?

—No… —respondió.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Jow.

—Aún no tenemos un informe fiable, pero los vecinos han informado de una explosión ocurrida hace unos veinticinco minutos que ha destrozado la nave en la que, según hemos podido comprobar, estaban emplazadas sus oficinas.

—Sí…

—¿Qué tipo de oficinas tenía usted ahí?

—Oficinas administrativas —respondió Alma.

—¿Combustible inflamable, material explosivo…?

—No. En absoluto. Sólo papeles, ordenadores… ¿Dónde están mis empleados?

—Bueno. Hemos encontrado… restos mortales alrededor del lugar de la explosión. Pertenecen, sin duda, a dos personas diferentes, pero no hemos podido acceder al área del siniestro todavía, así que no descartamos que… pudiera haber más.

Jow soltó un gemido.

—Andrew…

Andrew y los dos técnicos debían de estar ya en la oficina cuando la explosión ocurrió. También el resto del personal, entre fijos y colaboradores esporádicos. En total podía haber hasta siete personas en la oficina, eso si no había algún mensajero entregando un paquete en el momento de la explosión.

—Lo lamento —dijo el agente Wilco—. Lo lamento muchísimo. Tómese su tiempo, pero… vamos a necesitar hablar con usted. Con todos ustedes.

Pete asintió. Se había acercado a Jow y pasado sus grandes y pulcras manos sobre sus hombros. Ésta sollozaba, incapaz de contenerse.

Alma asintió. Pensaba en Andrew, por supuesto, y también en los otros empleados a su cargo. Eran jóvenes y ninguno tenía mujer o hijos, lo que era un alivio, pero eran tan jóvenes… tan jóvenes, que de repente, sin poder contenerse, empezó a respirar con dificultad. Jow fue hacia ella para abrazarla, mientras una fina lluvia se abrió camino a través de las nubes grises y el humo para empezar a caer sobre la escena.

El agente Wilco se caló su casco de policía y guardó su pequeño bloc de notas con expresión apesadumbrada.

Odiaba esa parte de su trabajo.

Un bombero equipado con un traje ignífugo y máscara de gas metía en ese momento en una bolsa un trozo de pierna con lo que parecían ser los restos de un calcetín mientras en algún lugar, entre los destrozos, los restos de uno de los servidores chisporreteaba calladamente y se apagaba para siempre.

Virgilio había dejado de existir.

6

Alma no se fue a casa hasta muy tarde. Estuvo en la comisaría, respondió a las preguntas de las autoridades y firmó algunos papeles de atestados y el seguro de responsabilidad civil entre otros. Luego salió fuera y se tomó unos momentos para asumir el dolor que se había instalado en su pecho. Se sentó en un banco y se dijo que tendría que visitar a la familia de Andrew, por lo menos, para darles el pésame. Para Alma, la muerte no era precisamente un final, sino todo lo contrario, pero aun así, la interrupción brusca del proceso de la vida era siempre doloroso; y aún lo era más para los familiares que se quedaban y que apenas contaban con unos pocos cimientos de índole religioso, demasiado poco sólidos y neblinosos como para que fueran ningún consuelo. Andrew, como todos sus otros empleados y colaboradores, tenían sueños y esperanzas, cosas que hacer y que ver en el mundo antes de irse, y ya no podrían embarcarse en ninguno de ellos. No esta vez. El hecho de que fuera, en parte, culpa suya, no la hacía sentir mejor.

Cuando cayó la noche, Alma regresó a Enfield Terrace. Los inspectores y personal del cuerpo de bomberos seguían aún trabajando en los restos, pero ella no estaba interesada en lo que hacían. Sólo eran cosas, y los restos, solamente restos. En lugar de eso, se sentó en un escalón de la acera opuesta y esperó.

Andrew apareció un par de horas más tarde.

Alma.

—Hola, Andrew —dijo, visiblemente emocionada.

Ya estoy aquí otra vez.

Alma asintió. Andrew parecía cinco años más joven. Estaba radiante, de hecho, vestido con un elegante traje negro. Y sonreía, con esa sonrisa franca que sólo había visto en aquellos que han fallecido y están a punto de despedirse.

—Ojalá lo hubiera sabido —exclamó Alma con un susurro.

No es así como funciona.

—Aun así, a veces se me permite saber cosas… —dijo ella.

Sabes que no habría supuesto ninguna diferencia.

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